El capitalismo
impulsa la espiral de la muerte de la democracia
Katharina Pistor
24/11/2024
Estas elecciones norteamericanas marcan lo que los alemanes
llaman un Zeitenwende («punto de inflexión»). Los votantes están señalando
claramente que quieren un cambio, que prefieren un segundo gobierno de Donald
Trump a otro gobierno provisional que presida un régimen que rechazan.
Es cierto que los partidos políticos que prometieron
proteger el statu quo han perdido este año las elecciones en un país tras otro.
Pero es difícil de sobreestimar la importancia de que los votantes de la
democracia más antigua del mundo rechacen los fundamentos constitucionales de
su país: el Estado de derecho, un poder judicial independiente e imparcial, un
proceso justo y un traspaso ordenado del poder.
El juego de acusaciones comenzó antes de que se conocieran los
resultados de las elecciones, centrándose como era previsible en el elitismo,
la identidad y la propia candidata perdedora. Este ciclo de recriminaciones
desgarrará al Partido Demócrata y lo hará aún menos apto para gobernar en el
futuro. También distraerá la atención de la verdad que nadie quiere ver: el
capitalismo. La democracia se encuentra en una espiral de muerte porque está
sometida a un régimen socioeconómico que enfrenta a todos contra todos,
socavando la capacidad de consenso y de toma de decisiones colectiva.
No es la primera vez que el capitalismo pone patas arriba la
democracia. Hace un siglo, los efectos de la rápida industrialización a
expensas de los individuos y sus comunidades alimentaron el comunismo y el
fascismo en Europa. En sus escritos a lo largo de la Segunda Guerra Mundial, el
historiador económico Karl Polanyi atribuyó la raíz de las convulsiones
políticas de su época a un sistema económico que subordinaba la sociedad al
principio del mercado.
El problema, según Polanyi, comenzó con la abolición de las
«leyes de pobres» en Inglaterra a principios del siglo XIX. Las masas
desarraigadas y sin tierra no tuvieron más remedio que emigrar a las ciudades,
donde se vieron explotadas como mano de obra barata en fábricas que consumieron
sus vidas y las de sus hijos. Aunque este sistema generó prosperidad sin duda,
tuvo un coste enorme para un número excesivo de personas. Sin la devastación
provocada por la Primera Guerra Mundial, la reacción de las masas en contra de
este sistema podría haber tardado mucho más.
Los Estados Unidos, que participaron en la Primera Guerra
Mundial, pero no en su propio territorio, evitaron en gran medida la reacción
violenta a pesar de la depresión económica de la década de 1930. Es importante
destacar que la administración del Presidente Franklin D. Roosevelt logró algo
que otros países no consiguieron: proporcionó al pueblo norteamericano la
suficiente seguridad económica como para que pudiera empezar a vislumbrar un
futuro mejor para sí mismo y para sus familias.
Esta vez es diferente, y no sólo en los Estados Unidos.
Vivimos en un sistema que la mayoría de los políticos han declarado sin
alternativa. De hecho, hace tiempo que ellos mismos han cedido el control del
sistema y carecen de la capacidad o la voluntad de imaginar uno diferente. El
aforismo del desaparecido Fredric Jameson, según el cual «es más fácil imaginar
el fin del mundo que el fin del capitalismo» ha cobrado renovada actualidad, y
no es difícil ver por qué. Los gobiernos tienen muy poco margen de maniobra
para no verse castigados por los mercados financieros (totalmente amorales).
Alabada durante mucho tiempo como herramienta para disciplinar a los
responsables políticos, la globalización financiera ha puesto el destino de
sociedades enteras en manos de inversores a los que sólo les importan las
señales de los precios y que son ajenos a las necesidades humanas.
Los gobiernos se ataron las manos con la esperanza de que
los mercados proporcionaran capital, bienes y empleos. Convencidos de que debían
apartarse del camino del mercado, abrieron sus países a la libre circulación de
capitales, al tiempo que apoyaban la codificación legal selectiva de activos e
intermediarios para beneficiar a los más adinerados. Posteriormente, animaron a
sus bancos centrales a rescatar a los intermediarios que amenazaban con hundir
todo el sistema financiero en otra crisis.
Hubo países que adoptaron asimismo tratados internacionales
que otorgaban a las empresas multinacionales el poder de demandar a los Estados
anfitriones por perjudicar la rentabilidad de sus inversiones, o por trato
«injusto e inequitativo». Supervisados estos casos por un tribunal de arbitraje
ubicado en otro lugar, los gobiernos desarmaron de hecho a sus propios
tribunales y socavaron sus propias constituciones (cuyas disposiciones no
pueden utilizarse como defensa contra las violaciones de los tratados
internacionales).
Algunos países (entre los que destaca Alemania) llegaron a
negar a los futuros gobiernos electos la opción de obtener financiación
adicional de la deuda, consagrando en sus constituciones requisitos de
equilibrio presupuestario. Otros mantuvieron a raya a sus ciudadanos aplicando
la austeridad fiscal, aun cuando los ricos prosperasen con otro auge de activos
apoyado por políticas monetarias fáciles. Al igual que Odiseo, que tenía las
manos atadas al mástil del barco para resistir la llamada de las sirenas, los
gobiernos encontraron formas de escapar a la llamada de los votantes que los
habían elegido. El autogobierno democrático perdió credibilidad mucho antes del
surgimiento de los partidos antidemocráticos que ahora se burlan abiertamente
de él.
Por su parte, Polanyi esperaba que a la guerra siguiera otra
transformación que pusiera a la sociedad, y no a los mercados, al mando. Los
mecanismos legales e institucionales adoptados para avanzar en este objetivo
funcionaron inicialmente, pero los poderosos agentes privados y sus abogados
pronto encontraron formas de sortearlos.
Dos décadas después de la guerra, ya había despegado lo que
Greta Krippner, de la Universidad de Michigan describe como financiarización de
la economía norteamericana. La rentabilidad financiera se convirtió en el fin
al que se subordinaban todas las demás necesidades y aspiraciones. Aunque los
daños colaterales de este proceso fueron generalizados, el mayor golpe lo
recibió nuestra capacidad de decisión colectiva.
Si el comunismo y el socialismo no se hubieran derrumbado en
el mismo momento en el que la financiarización desataba toda su fuerza, muchos
podrían haber advertido mucho antes sus efectos corrosivos sobre la democracia.
Por el contrario, se festejó el capitalismo como único juego aceptado por
todos. Como resultado, no fuimos testigos del «fin de la historia» que proclamó
Francis Fukuyama cuando terminó la Guerra Fría. Estamos condenados a revivirla,
pero está por ver si como tragedia o como farsa.
Katharina Pistor
profesora de Derecho Comparado de la Universidad de Columbia
(Nueva York) y directora de su Center on Global Legal Transformation, es autora
de “El código del capital – Cómo crea la ley riqueza y desigualdad” (Capitán
Swing, Madrid, 2022).
Fuente:
Project Syndicate, 15 de noviembre de 2024.
Traducción:
Lucas Antón
https://www.sinpermiso.info/textos/el-capitalismo-impulsa-la-espiral-de-la-muerte-de-la-democracia
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