lunes, 16 de noviembre de 2020

El 'bibliocausto' español .

 

Quema de libros en el patio de la Universidad Central de Madrid, en la calle San Bernardo. Año 1939

El 'bibliocausto' español, la quema de libros por el franquismo durante la guerra y la posguerra .

En cada localidad conquistada se saqueaban librerías, editoriales y bibliotecas para hacerlas arder en la plaza pública. Tras la caída de la Alemania nazi el régimen franquista intentó borrar parte de su pasado. Ahora un documental rescata un vídeo inédito de una quema de libros en Madrid.

La ley española de amnistía .

 


Foto  ( El padre Pietro -Aldo Fabrizi- rezando por uno de sus fieles el partisano Manfredi -Marcello Pagliero- torturado y muerto  por la Gestapo en la película  Roma Citta Aperta  1945 de  Roberto Rosellini ).

LA LEY ESPAÑOLA 46/1977, DE AMNISTÍA, MAS CITADA QUE LEIDA,

 Por Joan E. Garcés

https://www.rebelion.org/docs/105976.pdf


(González Pacheco alias " Bill el Niño " ,   fallecido  por coronavirus , 2020  , sin ser investigado y sin que se le retirasen sus medallas pese a las querellas de sus víctimas torturadas ) Foto. Repùblica de las ideas .

 



domingo, 15 de noviembre de 2020

España: Impunidad judicial .

 Reino de España: Impunidad judicial .

Ignacio Sánchez Cuenca  

En el artículo federalista 78, Alexander Hamilton defendió que, de los tres poderes que componen el sistema representativo, el judicial es el más débil, pues carece de la “fuerza” del ejecutivo y de la “voluntad” del legislativo; afirmó también que el poder judicial “nunca podrá atacar con éxito a ninguno de los otros dos” y, por lo tanto, “ha de adoptarse toda precaución posible para permitirle defenderse de los ataques de estos”. La precaución principal consistió en otorgar a los jueces total independencia con respecto a los otros dos poderes.

En la democracia representativa, el judicial desempeña el papel de guardián último del sistema. Es quien tiene la última palabra sobre la interpretación de las leyes y sobre la adecuación de los actos políticos a la legalidad. Partiendo del supuesto de su debilidad intrínseca, los teóricos nunca se preocuparon por la cuestión de establecer un contrapeso al poder judicial. No intentaron dar respuesta a la pregunta que quién vigila a los vigilantes. En los debates constitucionales de finales del siglo XVIII, nadie podía imaginarse que el judicial pudiera actuar según intereses políticos.

Las cosas han cambiado mucho desde entonces. Los jueces han ido adquiriendo un protagonismo cada vez mayor en la actividad política (judicialización de la política) y, por eso mismo, resulta ingenuo seguir manteniendo la ficción de que el judicial es siempre un poder débil y carente de motivaciones políticas.

Al no contemplar la posibilidad de motivaciones políticas, el sistema extraordinariamente desarrollado de controles mutuos de la democracia representativa carece de mecanismos para corregir lo que podemos llamar “abusos judiciales”. Hasta tal punto es así que en tiempos recientes se ha inventado un término, lawfare , para describir las ofensivas políticas del judicial. Quien quiera saber más sobre lawfare , puede iniciarse con el estupendo artículo que ha escrito José Luis Martí en el número 50 de la revista Idees (1).

Aunque resulte polémico decirlo, creo que la actuación de los jueces con respecto al conflicto catalán representa un caso palmario de abuso judicial. Y lo más grave es que no hay forma de reparar dicho abuso porque los jueces, ejerciendo la independencia que les garantiza el ordenamiento constitucional, se saben impunes.

Así, se ha producido una cadena de abusos judiciales consistente en lanzar acusaciones exageradas e injustificadas que respondían a una intencionalidad política evidente. No se trataba de ajustar la acusación a los hechos ocurridos, sino más bien al revés: forzar lo que sucedió en el otoño del 2017 hasta que encajara en el delito de rebelión, que era el que políticamente convenía. La acusación de rebelión puede entenderse como la traducción

jurídica del concepto político que adoptó la derecha nacionalista española para referirse a la crisis constitucional catalana: golpe de Estado. Recuérdese que el único precedente del delito de rebelión en nuestro periodo democrático era el del 23-F. Para establecer la conexión entre la desobediencia institucional y un golpe de Estado fue necesario inventarse una violencia que nunca ocurrió.

La Fiscalía no tuvo necesidad de disimular y, de forma insistente, se refirió durante el juicio al golpe de Estado. El propio fiscal Javier Zaragoza, en un ar­tículo publicado en La Vanguardia el pasado 24 de agosto, hablaba de golpe de Estado. Jordi Cuixart ha solicitado la recusación del magistrado del Tribunal Constitucional Antonio Narváez Rodríguez por haber afirmado en una conferencia que los sucesos de otoño del 2017 fueron un intento de golpe de Estado más grave que el del 23-F. Si el problema ca­talán se reduce a “golpismo”, la única ­respuesta coherente es la acusación del delito de rebelión.

Se dirá que todo esto carece de relevancia, que lo que importa es la sentencia final y que esta, para irritación de los sectores más reaccionarios, no condenaba por rebelión, sino por sedición. Pero esta valoración es incompleta. Gracias a la acusación exagerada de rebelión, se pudo derivar la causa al Tribunal Supremo, el más politizado de nuestros tribunales, con una cómoda mayoría conservadora, quebrando así el derecho al juez natural. Además, al acusar a los líderes independentistas de rebelión, se pudo impedir, por ejemplo, que Oriol Junqueras ejerciera el cargo de diputado en el Congreso español, interfiriendo de forma grave el proceso democrático (se suspendió a Junqueras porque la ley de Enjuiciamiento Criminal contempla específicamente en el artículo 384 bis, como causa de suspensión de cargos públicos, la acusación de rebelión o terrorismo). Asimismo, la gravedad de la acusación de rebelión fue importante para el mantenimiento de la prisión preventiva hasta la condena final. Por lo demás, el Tribunal Supremo pudo parecer moderado al desestimar en su sentencia la rebelión y mantener la condena menos grave por sedición, aunque, a mi entender, resulte tan inverosímil y politizada como la de rebelión, dada la ausencia del decimonónico “alzamiento”, ya sea “tumultuario” (sedición) o “violento” (rebelión).

La cosa, por desgracia, no acaba aquí. Se han celebrado o están por celebrar otros muchos juicios, también basados en acusaciones enormes. Además, los jueces han aplicado la plantilla antiterrorista en el caso de Tamara Carrasco y en el de los CDR detenidos en septiembre del 2019. Y hace unos días se ha puesto en marcha una nueva operación de infausto nombre, Vóljov, basada en informes altamente cuestionables de una Guardia Civil también politizada, con inclusión de una historia delirante sobre la intervención del ejército ruso en Catalunya.

¿Quién responde por todos estos atropellos? ¿No tiene consecuencias para fiscales y jueces instructores haber dado cobertura jurídica a la aberración política del “golpe de Estado”? Como mucho, los promotores de estas causas pueden encontrarse con que sus acusaciones quedan en nada o en poco. El derecho es así, dirán algunos: en ocasiones las acusaciones se confirman, en otras no. Pero esto va más allá de un defecto de técnica jurídica. No estamos hablando de un caso concreto, sino de un patrón de acusaciones que obedece a un planteamiento ideológico ajeno a la justicia y que tiene efectos directos sobre el sistema político.

La democracia representativa no cuenta con recursos institucionales para hacer frente a este problema de impunidad judicial. Sería conveniente, al menos, tener un debate sobre este asunto. Y empezar a pensar en cómo resolverlo.

Ignacio Sánchez Cuenca  es profesor de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid. Entre sus últimos libros, 'La desfachatez intelectual' (Catarata 2016), 'La impotencia democrática' (Catarata, 2014) y 'Atado y mal atado. El suicidio institucional del franquismo y el surgimiento de la democracia' (Alianza, 2014).

Fuente:

https://www.lavanguardia.com/opinion/20201114/49434659024/impunidad-judicial.html

 Nota del blog .. (1) ..https://revistaidees.cat/es/lawfare-y-democracia-el-derecho-como-arma-de-guerra/

sábado, 14 de noviembre de 2020

Las falsedades del franquismo sobre Unamuno.

 Un documental muestra con archivos inéditos 'fake news' del franquismo que aún perduran

'Palabras para un fin del mundo' desmonta noticias oficiales que se dieron en su momento sobre Unamuno, denuncia que el franquismo se apropió de su nombre y de su cadáver, cuenta que la Alemania nazi se opuso a su candidatura al Nobel o muestra cartas de extorsión que "exigían un impuesto revolucionario"

Olga Rodríguez

El general Mola llevaba tiempo planeando el golpe militar, los golpistas manipularon entrevistas, documentos y fotografías para expandir su propaganda, persiguieron a intelectuales y maestros, destruyeron libros, censuraron obras. Todo se sabe en mayor o menor medida, pero ahora un documental ofrece nuevas claves, con algún documento inédito, para mostrar la manipulación de los franquistas y el clima de terror que crearon para someter a la población y al propio Miguel de Unamuno.

El filme desvela aspectos poco conocidos de la vida del escritor y de su muerte, cuestionando la versión oficial e insinuando que el candidato al Nobel pudo no fallecer por causas naturales.

Imagen del documental Palabras para un fin del mundo. Unamuno fue uno de los grandes defensores de la II República cuando ésta nació.


 SIGUE  ..

https://www.eldiario.es/sociedad/documental-muestra-archivos-ineditos-fake-news-franquismo-perduran_1_6403996.html


viernes, 13 de noviembre de 2020

El síndrome Qing de Estados Unidos.

 El síndrome Qing de Estados Unidos

Si algo ha dejado claro la última campaña electoral es que Estados Unidos no tiene una estrategia para el nuevo mundo del Siglo XXI.


Tras la leyenda de la manipulación electoral rusa, ya asoma el “peligro chino”

Rafael Poch

 De mi mail ..

Estados Unidos pasa por ser una “sociedad abierta” -incluso la sociedad abierta por excelencia- sin embargo es obvio que las preguntas esenciales sobre su comportamiento internacional ni se plantean, ni pueden siquiera ser planteadas. Por ejemplo, la mera hipótesis de que el país deje de ser la “potencia número uno” en el próximo futuro -una posibilidad en absoluto excéntrica- no solo es implanteable, sino que tiene categoría de simple herejía: Nadie en Estados Unidos está dispuesto a discutir la posibilidad de que el país llegue a ser un “número 2” mundial y tal enunciado, “sería suicida para cualquier político que lo planteara”, constata el politólogo Kishore Mahbubani de la Universidad de Singapur.

 En su último libro Has China  Won?, repleto del sentido común y la racionalidad que favorece la independencia de criterio tan rara entre los expertos occidentales , Mahbubani expone cómo, pese al declive, ningún líder de Estados Unidos ha propuesto hasta la fecha un ajuste estratégico o estructural para ponerse a tono con la nueva realidad del mundo. Es lo que el ilustre historiador chino Wang Gungwu describe como el “síndrome Qing de América”.

 Los políticos de Estados Unidos cometen el mismo error que los mandarines de la última fase de la Dinastía Qing del siglo XIX. Aquellos chinos no entendían que el ascenso de Occidente significaba que China debía cambiar de rumbo. “Los confiados mandarines del último periodo Qing despreciaban la posibilidad de la emergencia de un nuevo mundo que pudiera desafiar a su superior sistema”, explica Wang. Desde “siempre” China había sido “número uno”, su civilización se contemplaba como la mejor mientras se cocía en su propia salsa, despreciando o ignorando los profundos cambios que sucedían a su alrededor. El mero hecho de mirar lo que pasaba fuera ya era herejía.

 No estaba previsto

El ascenso de China es uno de los cambios profundos del mundo de hoy. La integración de China en la globalización, entendida como el seudónimo del dominio mundial de Estados Unidos, contenía implícitamente como consecuencia el escenario de convertirla en vasallo de Occidente. Para comprar unsolo avión Boeing a Estados Unidos, China debía producir cien millones de pares de pantalones. No estaba previsto que jugando en el terreno diseñado por otros, China torciera aquel propósito. El “milagro chino” fue usar una receta occidental diseñada para su sometimiento para fortalecerse de forma autónoma e independiente.

 “La estrategia  produjo complicaciones y  complejidades que desembocaron en una China más poderosa que no respondía a las expectativas occidentales”, constataba desconcertado el comentarísta de la CNN Fareed Zakaria. La situación recuerda a la de un tahúr que jugando una partida de póker contra un adversario insignificante constata que pierde la partida pese a jugar con cartas marcadas. No estaba previsto y la reacción del tahúr en tal situación es volcar la mesa y desenfundar la pistola.

 Si algo ha dejado claro la última campaña electoral en Estados Unidos es confirmar que ese país no tiene una estrategia para el nuevo mundo del Siglo XXI. La única receta clara para impedir el declive es la guerra, comercial y tecnológica, y la amenaza militar con una diplomacia cada vez más nuclearizada. Trump ha dividido a su país en casi todo excepto en su guerra comercial y tecnológica contra China. Esa beligerancia es algo que se da por supuesto en los candidatos a la presidencia que compiten entre sí por demostrar quien mima más a los militares y al complejo militar-industrial y quien es más antichino, huyendo como de la peste de cualquier veleidad de flojera ante el adversario. No es solo una “vaca sagrada” ideológica que se desprende de la inercia de un siglo de dominio mundial, sino una tara estructural.

 El gasto en armas y guerras no es algo que en Estados Unidos se decida en el marco de una estrategia nacional racional que valora qué sistemas de armas se necesitan para la situación geopolítica presente y concreta, dice Mahbubani. “Las armas se compran como resultado de un complejo sistema de lobbismo a cargo de los fabricantes que ubicaron astutamente sus industrias en todas las circunscripciones congresuales de América, con lo que los políticos que quieren mantener los puestos de trabajo en sus territorios (y su propio puestos en el Congreso) son quienes deciden qué armas se producirán para el ejército”.

 Ventajas del adversario

 No hay en China nada parecido al complejo militar-industrial de Estados Unidos que fomenta estructuralmente el militarismo y el imperialismo con sus poderosos “lobbies” y think tanks. Los mandarines de Estados Unidos son prisioneros de una red que complica sobremanera su adaptación al nuevo mundo. Su poderoso y eficaz aparato de propaganda (“información & entretenimiento”) presenta al régimen político de Estados Unidos de partido único bicéfalo basado en la aristocracia del dinero, como una democracia. A su lado el régimen del Partido Comunista Chino, que es una estructura meritocrática, es visto como algo arcaico y brutal. No hay duda de que el régimen chino tiene muchos problemas y carencias, pero desde luego también algunas virtudes. Impide, por ejemplo, la aparición de Trumps nacionalistas chinos y potencia a muchos de los más capaces y mejores hacia arriba. Hoy por hoy, como dice Mahbubani, “desempeña un bien global garantizando que China se comporte como un actor racional y estable en el mundo y no como un sujeto nacionalista enfadado distorsionador del orden regional y global”. En materia de cambio climático, China no sigue el ejemplo de Estados Unidos. Un gobierno chino democráticamente electo (en el sentido americano del término) habría tenido gran presión para hacer lo mismo que Estados Unidos en lugar de proclamar su objetivo de desarrollar una “civilización ecológica”.

 Hay 193 países miembros en la ONU. ¿Quién, Estados Unidos o China, está remando en la misma dirección que la mayoría de los 191 y quién lo hace en contra, mientras ningunea o abandona las instituciones y acuerdos internacionales?, se pregunta Mahbubani.  En las condiciones democráticas sugeridas para China desde Occidente, sería mucho más difícil para ese país mantener su proverbial prudencia internacional y su no ingerencia en los asuntos internos de otros conforme se hace más poderosa. Antes de cargarse a un régimen que juega en otra liga de civilización, hay que pensar en sus alternativas para el caso de que abrazara lo que se le recomienda desde la occidental.

 ¿Expansionismo?

 La crisis financiera global de 2008, genuino detritus de la economía de casino con centro en Estados Unidos, ofreció la primera evidencia de debilidad occidental: China gobernó la situación mucho mejor, como había pasado ocho años antes con el estallido de la burbuja dot-com. Las desastrosas consecuencias de las guerras que siguieron al 11-S neoyorkino hicieron patente una criminal irresponsabilidad. La retirada de Estados Unidos del acuerdo sobre cambio climático y la mala gestión de la crisis de la pandemia en Occidente (en comparación no solo con China, sino con el conjunto de Asia oriental) incrementaron esa evidencia de decadencia y desbarajuste. Ante esos hechos se hacía bien patente el desfase de la célebre recomendación de Deng Xiaoping de finales de los años ochenta en materia de política exterior: “Observar la situación con calma, mantenernos firmes en nuestras posiciones. Responder con cautela. Solapar nuestras capacidades y esperar el momento oportuno. Nunca reclamar el liderazgo”.

 La situación general invitaba desde hace tiempo a actualizar aquella prudente directriz, pero es la creciente virulencia de la guerra comercial y tecnológica, de las provocaciones militares y de las campañas de denigración de los últimos meses, la que determina un cambio de tonos. Xi Jinping aprovechó el aniversario  de la guerra de Corea para sacar pecho en octubre. Dijo que “el pueblo chino no creará problemas, pero tampoco tenemos miedo, y no importa las dificultades o desafíos que enfrentemos, nuestras piernas no temblarán y nuestras espaldas no se doblarán”, y que “nunca permaneceremos de brazos cruzados cuando nuestra soberanía esté amenazada y no permitiremos nunca a ningún ejército invadir o dividir a nuestro país”. En mayo, el ministro de exteriores, Wang Yi, respondió a los juicios de Trump sobre el “virus chino” diciendo, “jamás tomaremos la iniciativa de intimidar a otros, pero tenemos principios. Ante las calumnias deliberadas, responderemos con fuerza, protegeremos nuestro honor nacional y nuestra dignidad en tanto pueblo”.

 Aisladas de su contexto, todas estas declaraciones se utilizan en Occidente para confirmar los peligros de una China crecida y agresiva. Pero el hecho es que en más de cuarenta años, mientras Occidente se implicaba en guerras en Yugoslavia, Irak, Afganistán, Libia y Siria, entre otras, China no ha participado en ningún conflicto bélico. Las tensiones y reivindicaciones chinas en lugares como Tibet, Xinjiang, Hong Kong o Taiwan, se mencionan como prueba de “expansionismo”, cuando esas reivindicaciones son mas legítimas que las de Estados Unidos sobre Texas, California o todo el sur del país arrebatado a México en el XIX. Con toda su brutalidad, la política de Pekín en Xinjiang no tiene nada que ver con la medicina para atajar el mismo problema por parte de Estados Unidos y su guerra contra el terror, que incluye millones de muertos, la devastación de sociedades enteras y la primera legalización de la tortura en un país occidental en el siglo XXI. En Taiwán es ridículo presentar como “expansionismo” la reclamación china de la isla cuando desde 1972 Estados Unidos reconoce que “Taiwán es parte de China” pese a lo cual incumple reiteradamente su compromiso, declarado en 1982, de no vender armas a la isla por encima de una discreta cantidad y calidad.

 Como en Taiwán, las tensiones militares en el Mar de la China Meridional se derivan principalmente de la intervención militar de Estados Unidos en la región para “contener” a Pekín. China fue la última de las cinco naciones implicadas en fortificar las islas en disputa de ese mar. Vietnam ocupa hoy más de cuarenta islas en el archipiélago del Paracelso, China veinte. En la Spratly, China controla ocho islas, Filipinas nueve, Malasia cinco y Taiwán una. Malasia, Filipinas y Vietnam fueron los primeros en reivindicar como suyas esas islas, lo que empujó a China a imitarlas. Todo eso se omite en el habitual informe sobre las tensiones en aquella zona. China mantiene muchos tiras y aflojas con sus vecinos (y tiene muchos), pero no hay guerras. Y sobre todo, si hay que hablar de gobernanza mundial hay que poner por delante una carencia de China que contrasta fuertemente con Estados Unidos y sus aliados occidentales: China carece de ideología mesiánica y de cualquier propósito de convertir en chinos a los demás países del mundo. La promoción de un chinese way of life no figura en los catálogos de exportación chinos, lo que supone una mayor garantía para la diversidad mundial.

 El precio de la miope arrogancia de los mandarines de la última época Qing fue terrible para China. Los Estados Unidos actuales están en una posición mucho más fuerte que la China de entonces. No está en juego la integridad de Estados Unidos, ni su territorio va a ser invadido, repartido, violentado o inundado de opio, pero no hay duda de que la suma de las taras estructurales militaristas y de la ceguera de una superpotencia ante su declive se cobran un precio. Y en el mundo de hoy, repleto de armas nucleares, ese precio está llamado a ser inmenso.

 (Publicado también en Ctxt)


 Y VER ..https://rebelion.org/logica-para-gansters/

jueves, 12 de noviembre de 2020

¿Por qué la Filosofía y la Ética?

¿Por qué la Filosofía y la Ética?

 Por Carlos Fernández Liria  

Fuentes: Cuarto Poder

Tenemos ahora la posibilidad de restituir a las asignaturas de Filosofía del bachillerato y a la de Ética de 4º de la ESO lo que el ministro Wert, el peor ministro de educación de la historia de la democracia, les arrebató hace ya tantos años. Es una cuenta pendiente que ya había sido objeto de un pacto muy aplaudido y del que la ministra Isabel Celaá se ha descolgado ahora inexplicablemente. La única esperanza es que el PSOE recapacite y decida cumplir con lo pactado cuando la cosa se presente en el Senado.

 Puede que el problema sea que no siempre se entiende bien el sentido de tales asignaturas. Su importancia se centra en el hecho de que la arquitectura misma de la sociedad en la que habitamos tan orgullosamente bajo la forma de un orden constitucional y de una democracia parlamentaria, fue concebida por filósofos y sólo se puede entender de verdad desde la filosofía. Se dice muy a menudo, en defensa de las asignaturas de la Filosofía, que hay que potenciar el sentido crítico de nuestros alumnos, y eso, siendo verdad, suena un poco voluntarista y buenrollista. Pero es que la cosa es aún más grave: sin filosofía la ciudadanía se queda ciega, sin filosofía, deja de entender la razón profunda de nuestras instituciones democráticas y corre el riesgo, así, de dejar de valorarlas. No hay de verdad ciudadanía más que cuando el pueblo se sostiene en un horizonte de viejos dilemas que se plantearon, desde el principio, en la historia de la filosofía. Si llegamos a perder de vista ese horizonte, el sentido de nuestras instituciones políticas se apagará, y entonces, todo pasará a venderse y comprarse en el mercado, desde la enseñanza a la justicia, desde los diagnósticos médicos a las sentencias judiciales, la protección ciudadana o la presunción de inocencia, quién sabe si un día también los sufragios o los pasaportes: los derechos humanos mismos serán entonces consumidos mercantilmente.

 Cuando Platón nos habla de los delitos más graves que se pueden cometer contra la ciudad, menciona, especialmente dos que merecen la pena capital. En primer lugar, la profanación de los templos. El segundo de ellos es especialmente interesante para nosotros: “Quien esclavice a las leyes, entregándolas al poder de los hombres, debe ser considerado el enemigo más peligroso de la ciudad”. Quien “se ponga en el lugar de leyes”, sometiendo la ciudad a su voluntad o a la de una “camarilla”, quien pretenda que su palabra sea ella misma la ley, debe ser condenado, nos dice, a la pena de muerte. La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1793, recogió esta idea platónica de forma prácticamente literal: “Que todo individuo que usurpe la soberanía sea de inmediato muerto a manos de los hombres libres”. En verdad, el impulso platónico se materializa en el lema jacobino por antonomasia, que, por otra parte, es la esencia misma de lo que llamamos “imperio de la ley” o “estado de derecho”: “Que no gobiernen los hombres, que gobiernen las leyes”. En efecto, decimos que una sociedad está en “estado de derecho” (o bajo “el imperio de la ley”) cuando no hay nadie que pueda pretender estar por encima de la ley. Alguien que, como dice Platón, “esclaviza las leyes” o “las somete al poder de los hombres” lo que está haciendo es lo que hoy llamaríamos “dar un golpe de Estado”, usurpar el lugar de la soberanía y ponerse a él o a una pandilla de la misma calaña, en su lugar.

 Cosas de filósofos que nos han terminado afectando muy profundamente, y sin las cuales, dejamos de entender cuál es la meta política más irrenunciable: una república en la que los que obedecen la ley son al mismo tiempo colegisladores, de modo que obedeciendo la ley no se obedecen más que a sí mismos y son, así pues, libres. Por ejemplo, pensemos en un tema de mucha actualidad (no dejó de plantearse respecto al tema de Cataluña). No ya una mayoría, ni siquiera el pueblo en su conjunto tendría derecho a ocupar el lugar de la ley. Es obvio que si el pueblo en su conjunto decidiera algo contrario a la ley (como por ejemplo, un linchamiento), cada uno de los ciudadanos que partiparan en ello tendrían que ser acusados de un crimen. Pero la cosa es más grave aún: si el pueblo argumentara entonces que “él es la ley” y que, por lo tanto, puede obedecerla o no según convenga a sus caprichos, ya no se trataría de un mero crimen, sino de algo mucho más grave, de algo así como un golpe de Estado fascista, una usurpación, en todo caso, del lugar de la soberanía por una masa ilegal.

 En efecto, el pueblo tiene perfecto derecho a cambiar las leyes, pero tiene que hacerlo con arreglo a la legalidad. Las leyes hay que cambiarlas “legalmente”, lo que no es más que un reconocimiento de que, como quería Platón, las leyes queden siempre “más allá de los hombres”, sin que estos puedan “esclavizarlas” y “someterlas a su poder” (respecto al asunto catalán ya discutí el problema en otro artículo, hace ya tiempo).

 Y, sin embargo, en una república democrática, es el pueblo quien hace las leyes, normalmente a través de sus representantes parlamentarios. ¿Cómo se logra entonces que las leyes “no caigan en poder de los hombres” si son los hombres (en el sentido neutro, claro, de hombres y mujeres), inevitablemente, quienes tienen que hacer las leyes? A no ser que vivamos en una dictadura teocrática, en la que se suponga que Dios mismo es el soberano, son los seres humanos, y nada más que los seres humanos quienes tienen que dictar las leyes. Y sin embargo, para que esas leyes sean leyes (y no las órdenes de un tirano o de una camarilla de tiranos) tienen que quedar siempre por encima de ellos, por encima incluso de la totalidad del pueblo (y no digamos ya de la mayoría).

 ¿Cómo se logra entonces? ¿Qué significa entonces esta aparentemente paradójica pretensión platónica que pone a las leyes por encima de los hombres, al mismo tiempo que reconoce que son ellos quienes las hacen y promulgan? ¿Qué tiene que ver todo esto con nosotros y nuestra realidad política? Esa paradoja nos atraviesa de parte a parte en nuestra condición de ciudadanos. De hecho, así se definió la ciudadanía desde el corazón mismo del pensamiento de la Ilustración. Ciudadano es el que obedeciendo la ley es libre. Naturalmente para eso hace falta que, como hemos dicho, el ciudadano haya sido colegislador de la ley a la que obedece, de tal forma que al obedecerla no está haciendo otra cosa que obedecerse a sí mismo, es decir, realizando su libertad. ¿Y cómo hay que plasmar políticamente esta paradoja, en qué consiste realizarla, convertirla en realidad?

 Son muchas preguntas. Y son preguntas importantes, que afectan a la comprensión que, como ciudadanos debemos tener de lo que es nuestro hogar político, nuestro edificio jurídico, nuestro patriotismo constitucional. Esto no se resuelve aprendiendo unas “destrezas” o unas “habilidades o competencias” para moverte en el mercado laboral y saber hacer entrevistas de trabajo y negociar con las empresas. Una cosa es formar técnicos, profesionales y emprendedores y otra muy distinta formar ciudadanos que entiendan en qué sentido son sujetos de derechos y colegisladores activos de las leyes que tendrán que obedecer. Para esto último hace falta responder a muchas preguntas difíciles. O, por lo menos, hace falta habértelas planteado alguna vez.

 ¿Alguien me puede decir en qué asignaturas podrían planteárselas los alumnos de secundaria y bachillerato si no es, precisamente, en las asignaturas de Ética, Filosofía e Historia de la Filosofía? Cuando el ministro Wert decidió convertir la Ética y la Historia de la Filosofía en asignaturas optativas, estaba hiriendo de muerte el hilo conductor en el que la filosofía podía optar seriamente por la formación de ciudadanos.

 Eso que en su momento pretendió conseguir el PSOE, con su obsesión por la “educación de la ciudadanía” no era otra cosa, en realidad, que el cometido mismo de las asignaturas de Ética y Filosofía. Porque fueron los filósofos los que inventaron eso de la “ciudadanía”. Cuando por fin se dictó la Declaración de los derechos del Hombre y del Ciudadano, Hegel, por ejemplo, declaró que habían triunfado los filósofos: “Desde que el sol está en el firmamento y los planetas giran en torno a él, no se había visto que el hombre se apoyase sobre su cabeza, esto es, sobre el pensamiento, y edificase la realidad conforme a la razón”, nos dice en referencia a la revolución francesa, que considera, nos dice, “obra de la filosofía”. Por fin, continúa diciendo, tiene razón Anaxágoras: la razón está destinada ahora a regir el mundo. Sea como sea, fueron los filósofos, en una línea que va de Sócrates y Platón a la Ilustración, los que se encargaron de pensar y profundizar en todas esas paradojas que antes hemos apuntado. Y no fracasaron en su intento, ni mucho menos. Todo lo contrario, gracias a ellos fue posible conformar la arquitectura del Estado Moderno (de eso que ahora llamamos Estado social de Derecho, Democracia Parlamentaria, Orden constitucional o, simplemente, República), esa prodigiosa maquinaria que, se diga lo que se diga, está asombrosamente bien pensada. Desde luego, no se puede decir que nadie haya tenido una idea mejor. Otra cosa es que, como algunos no hemos parado de insistir, esa gran idea, bajo las condiciones capitalistas en las que ha tenido siempre que materializarse, haya resultado bastante impracticable. La división de poderes, por ejemplo, es la mejor idea del mundo, si el poder político es realmente un poder soberano, y no una mera mascarada al servicio de los poderes económicos, de los “dueños del poder real”, como los he llamado en otro artículo reciente (1). En todo caso, aquí el problema no estaría en la división de poderes, sino en el capitalismo que la convierte en una mascarada. Contra lo que dicen algunos “marxistas”, el Estado Moderno estaba muy bien pensado y era una gran idea, la mejor idea que ha tenido la humanidad, aunque, según creemos también algunos “marxistas”, no estaba preparado para funcionar bajo una dictadura económica capitalista.

 ¡Todo esto es muy discutible! Por eso mismo hay que sentar las bases para que se pueda discutir. ¿Y qué imaginan nuestros ministros de educación que podría ser más importante para discutir y para pensar? ¿Quizás sea más importante, como algunas autoridades del PP sugirieron en alguna ocasión, enseñar a los alumnos a pensar dónde y cómo conviene mejor invertir en bolsa para triunfar como emprendedor en este mundo de mierda? Se llegó a plantear, incluso, una asignatura de Formación del Espíritu Empresarial. Y no es que no pudiera ser muy oportuna, habida cuenta de cómo va el mundo. Pero lo que no se puede hacer es perder la perspectiva y no reconocer ya las cosas más esenciales. Que el mundo sea una canallada no implica que uno tenga que pensar como un canalla.

 Hagamos un experimento. Retomemos un momento el dilema que hemos dejado abierto más arriba: ¿cómo puede ser que las leyes “no caigan en poder de los hombres” si son ellos irremediablemente los que las hacen? ¿Se trata entonces de una vana pretensión platónica? Pues resulta que no. Toda la maquinaria de nuestros órdenes constitucionales, si se la entiende en profundidad, consiste en resolver a diario esa paradoja. Y la cosa se resuelve bastante bien. Entre otras cosas porque Sócrates ya resolvió el problema hace veinticinco siglos, y lo sufrió, además, en su propio pellejo. Muy en resumen, recordemos el caso del juicio a los generales, al que alude Sócrates en su apología frente al tribunal que le condenará a muerte. Tras una batalla naval, los generales regresaron a Atenas victoriosos. Pero una tempestad les había impedido recoger a los muertos y llevarlos, como mandaba la ley, hasta su suelo natal. La Asamblea decidió juzgarles y condenarles, pidiendo para ellos la pena de muerte. Pero hubo una voz discordante, la de Sócrates, que planteó que, según la ley, esos generales tenían que ser juzgados uno por uno y no en bloque, como se estaba haciendo. La Asamblea respondió que ahí estaba reunido el pueblo entero y que todos estaban de acuerdo en juzgarles en bloque para ahorrar tiempo. Sócrates se empeñó en que ni siquiera el pueblo mismo podía ir contra la ley. ¿Y quién si no el demos, quién si no nosotros, ha hecho esas leyes?, le respondieron. ¿Quién le puede decir al pueblo lo que es legal? ¿Qué respondió Sócrates? Pues lo que hoy día respondería cualquier catedrático de Derecho Constitucional.

 ¿Queréis cambiar la ley? Pues cambiarla. Sois el demos, tenéis perfecto derecho a hacerlo, pero no por eso podéis actuar contra la ley ahora. Iniciar un Proyecto de Reforma de la Ley y cambiarla. Lo más divertido es que eso no os permitirá juzgar a los generales en bloque, porque la ley no puede tener carácter retroactivo. Eso sí, pobres tontos de remate, en adelante, cuando haya que juzgaros a vosotros, se os juzgará en bloque, como así lo habéis querido. Pero a los generales, los juzgáis uno por uno, como manda la ley.

 ¿Qué significa esta terrible anécdota (que enemistó a Sócrates con toda la ciudad)? Pues que el pueblo tiene derecho a hacer la ley, pero que la tiene que hacer siendo coherente con lo que él mismo hace. O lo que es lo mismo, que el pueblo tiene derecho a cambiar cualquier ley, pero que lo tiene que hacer legalmente, con arreglo a la ley. De este modo, por ese imperativo socrático de coherencia, la ley siempre queda por encima del pueblo, aunque sea el pueblo quien hace las leyes.

 Esta fórmula “cambiar la ley con arreglo a la ley”, algo así como el imperativo que tiene el pueblo de “volverse coherente”, no es fácil de llevar a la práctica. Hubo que pensar y que trabajar mucho para crear las instituciones capaces de hacer esto posible. A esto se llamó Ilustración. Una buena idea (que, en efecto, inventaron los filósofos) fue la separación de poderes. Impedir que el gobernante haga las leyes y a los que hacen las leyes, impedirles gobernar. Y que sea otro poder distinto el que juzgue si las cosas se ajustan a la legalidad, es decir, en último término, quien juzgue si lo que el pueblo decide en cada caso a través de su Parlamento, es coherente o no con lo que el pueblo mismo decidió al votar la Constitución. En este juego de espejos, se logra que nadie pueda apoderarse de la ley y, como decía Platón, “esclavizarla”. Aunque para que los espejos funcionen hacen falta algunos requisitos institucionales, como la libertad de expresión, la libertad de asociación y reunión, la instrucción pública, etc. ¿Quiénes piensan las autoridades de educación del PSOE que inventaron todas estas complejas maquinarias institucionales? Todo esto se fraguó en el interior de la historia de la filosofía y de la ética. Algunos filósofos, desde los tiempos de Sócrates, perdieron su vida por ello. ¿Será prudente para nuestra sociedad olvidarlo? ¿No estaremos precipitándonos en un abismo muy peligroso si comenzamos a olvidar lo que la Humanidad misma debe a la filosofía? ¿No tendremos que lamentarlo después? La decisión que se tome con las asignaturas de Filosofía y de Ética me parece que tiene una gran trascendencia. Espero que no tengamos que pagarlo muy caro en el futuro. Porque, al final, acabaremos teniendo la sociedad que nos merecemos.

 Carlos Fernández Liria acaba de estrenar ‘La filosofía en Canal’ en Youtube. Puedes verlo pinchando aquí https://www.youtube.com/channel/UCBz_dr-JLhp0NDJxNeigqMQ

 Fuente: https://www.cuartopoder.es/ideas/opinion/2020/11/10/por-que-la-filosofia-y-la-etica/

Nota del blog  (1) https://blogs.publico.es/dominiopublico/34967/chile-y-los-duenos-del-poder-real/

 

 

 

 

miércoles, 11 de noviembre de 2020

Los sueldos de la casa real .

300.000 euros de sueldo no fue suficiente para los anteriores reyes

 Elena Herrera  


Fuentes: eldiario.es


Los reyes eméritos han cobrado más de tres millones de euros en salarios públicos en la última década, pero su desorbitado tren de vida se cubría con aportaciones de empresarios y líderes de dictaduras, que ahora motivan investigaciones por blanqueo en los tribunales.

Los reyes eméritos, Juan Carlos I y Sofía de Grecia, han disfrutado en la última década de sueldos públicos que superan los tres millones de euros. El cobro de estas cantidades –cuya cuantía la Casa Real solo empezó a hacer pública a partir de 2011, tras el estallido del caso Nóos, la causa de corrupción que llevó a la cárcel a Iñaki Urdagarín– responde al mandato constitucional que establece que «el Rey recibe de los Presupuestos del Estado una cantidad global para el sostenimiento de su Familia y Casa, y distribuye libremente la misma». Este montante bruto, sujeto a retención del IRPF, está incluido por tanto en la asignación pública que recibe la Corona para su funcionamiento, que ronda los ocho millones de euros anuales.

En sus últimos años en el trono, Juan Carlos I cobró un sueldo oficial de alrededor de 300.000 euros anuales. Esta cantidad se redujo apenas un 30% tras su abdicación, cuando empezó a percibir alrededor de 200.000 euros anuales. El pasado marzo Felipe VI intentó aplacar el eco de las sospechas cada vez más fundadas de que su padre se benefició de comisiones millonarias de Arabia Saudí retirándole esa asignación. Tres meses después, la Casa Real reconoció que el dinero que Juan Carlos I tenía pendiente de cobrar durante ese ejercicio –161.034 euros– no se devolvió a Hacienda, sino que fue a engrosar el fondo de contingencia destinado a atender imprevistos de la propia Jefatura del Estado. El dinero no se movía de la Casa Real. Sí sigue cobrando un sueldo público la reina emérita. En 2020 tenía fijada una asignación de 111.854,88 euros.

Las asignaciones que ha recibido Juan Carlos I, dentro y fuera del trono, han estado muy por encima de lo que cobran otras altas autoridades del Estado. Por ejemplo, el presidente del Tribunal Constitucional, el cargo público mejor pagado, recibirá el año que viene 157.576,58 euros, según el último proyecto de Presupuestos. Un sueldo que casi duplica al del presidente del Gobierno, que cobrará 85.608,72 euros en 2021. Pese a ello, estas remuneraciones no han sido suficientes para sufragar el desorbitado tren de vida de Juan Carlos de Borbón, tal y como ponen de manifiesto diferentes investigaciones periodísticas y judiciales.

elDiario.es ha revelado esta semana que la Fiscalía Anticorrupción investiga desde hace más de un año gastos de Juan Carlos I y otros familiares –entre ellos, la reina Sofía y algunos de sus nietos– con tarjetas opacas que se nutrían de fondos no declarados a Hacienda. Se investiga un posible delito fiscal, lo que requiere un fraude superior a los 120.000 euros anuales defraudados, que es el límite a partir del cual se comete este delito. Los gastos bajo investigación corresponden a los años 2016, 2017 y 2018: después de que Juan Carlos I perdiera su inviolabilidad constitucional como jefe del Estado. Y lo que indaga el ministerio público es si en cada uno de esos ejercicios el rey y sus familiares gastaron más de 275.000 euros (no haber declarado esa cantidad implicaría haber defraudado 120.000 euros en impuestos) con cargo a cuentas que no estaban a su nombre.

También se han publicado informaciones, sin haber sido desmentidas, que apuntan a que Juan Carlos I retiró durante cuatro años hasta 100.000 euros mensuales de la cuenta que abrió en Suiza a nombre de la sociedad instrumental panameña Lucum Foundation para camuflar la donación de 65 millones que supuestamente había recibido de Arabia Saudí por las obras del AVE a la Meca. Según publicó El Confidencial, el monarca habría usado el dinero para sufragar gastos no declarados de toda la familia real.

Esas ingentes retiradas de dinero se produjeron al menos entre 2008 y 2012, cuando el país estaba inmerso en una grave crisis económica y el monarca no escatimaba en llamamientos al comportamiento ético de dirigentes y ciudadanos en sus discursos públicos. Los extractos bancarios publicados certifican, por ejemplo, que en 2010 el ahora emérito sacó de esa cuenta de la banca privada Mirabaud 1,5 millones de euros. Ese año, durante su mensaje navideño afirmó lo siguiente: «Nada que valga la pena se consigue sin renuncias y sin entrega. Es preciso fomentar el ejercicio de grandes valores y virtudes como la voluntad de superación, el rigor, el sacrificio y la honradez. Valores y virtudes cuya ausencia no es ajena al origen de la crisis, y que son consustanciales a toda sociedad justa y equitativa».

Los testimonios publicados en medios de comunicación incluidos en la investigación que sigue desde 2018 el fiscal suizo Yves Bertossa ponen en entredicho los «valores» y «honradez» a los que hacía alusión en sus discursos. Arturo Fasana, el abogado al que confió la gestión de la citada cuenta suiza, confesó ante la Fiscalía de ese país que el rey le visitó en su casa de Ginebra el 7 de abril de 2010 para que ingresara en esa cuenta una maleta cargada de billetes. Según contó El País, Fasana relató al fiscal que esa maleta contenía 1.895.250 dólares en efectivo que el rey había conseguido de un ‘donativo’ de su amigo Hamad bin Isa Al Jalifa, el sultán de Baréin. Esos 1,9 millones de dólares suponen alrededor de nueve años del sueldo público que el monarca recibía tras su abdicación.

Opacidad sobre el patrimonio

Aunque Felipe VI presume de que durante su reinado se han dado pasos en pro de la transparencia, lo cierto es que un velo de opacidad sigue cubriendo las cuestiones relativas a su patrimonio. La ley de transparencia aprobada en 2013 incluye a la Casa del Rey aunque los miembros de la familia real –formada por el actual rey y su mujer, sus padres y sus hijas– no están obligados a pormenorizar los gastos de sus numerosas actividades públicas, ni a desvelar los negocios que realicen con las asignaciones que reciben de los Presupuestos Generales del Estado.

Tampoco son considerados altos cargos –como sí ocurre con los miembros del Gobierno, por ejemplo– por lo que no tienen la obligación de presentar declaración de bienes y derechos a pesar de la financiación pública que reciben. Según la Casa Real, la «finalidad» de esta asignación es asegurar que la Jefatura del Estado dispone de una dotación presupuestaria «suficiente» para que el Jefe del Estado pueda desarrollar su labor «con la independencia inherente a sus funciones constitucionales».

Los únicos miembros de la familia real que, a día de hoy, cobran ese sueldo público son Felipe VI (248.562,36 euros anuales, según la asignación de 2020), la reina Letizia (136.701,36 euros) y Sofía de Grecia (111.854,88 euros). Tras la abdicación de Juan Carlos I, sus hijas, las infantas Elena y Cristina, fueron excluidas de la familia real y quedaron como miembros de la familia del rey. Dejaron también de recibir la asignación en gastos de representación en la proporción y cuantías que su padre fijaba en cada ejercicio. Por ejemplo, en 2014, la infanta Elena recibió 25.000 euros. No consta que ese año su hermana Cristina, apartada de los actos públicos por el escándalo de Nóos, recibiera ‘sueldo’ público. Ni su marido Iñaki Urdangarin ni Jaime de Marichalar, cuando estaba casado con Elena de Borbón, recibieron nunca ingresos oficiales de la Casa del Rey.

Los gastos de la Casa del Rey no han estado nunca sujetos a la fiscalización del Tribunal de Cuentas. La institución tampoco está obligada legalmente a auditar sus cuentas aunque voluntariamente decidió suscribir dos convenios con la Intervención General de la Administración del Estado (IGAE) en 2014 y en 2019.

Las últimas sospechas sobre los movimientos del rey, que acumula tres investigaciones en la fiscalía por delitos de corrupción, las ha lanzado el servicio antiblanqueo, la unidad de vigilancia financiera que da la alerta sobre movimientos sospechosos de capitales.

Fuente: https://www.eldiario.es/politica/cuentas-suiza-donaciones-millonarias-tarjetas-opacas-300-000-euros-sueldo-no-suficiente-anteriores-reyes_1_6392714.html