Teoría de la inacción hiperdemocrática
Manuel Arias Maldonado
(Profesor de Ciencia Política en la Universidad de Málaga.
Sus ensayos publicados más recientes son "La democracia sentimental"
y "Antropoceno")
Al comienzo de El contrato social, nos dice Rousseau que, si
se atreve a hablar de política, es porque él no la practica: “Si fuera príncipe
o legislador, no perdería mi tiempo en decir lo que hay que hacer; lo haría, o
me callaría”. Es obvio que las cosas han cambiado: príncipes y legisladores se
dedican menos a hacer lo que hay que hacer que a explicar lo que harían si
pudieran. Pero el caso es que no pueden, o no les dejan; a veces, tampoco
quieren. De aquí resulta una crisis de decidibilidad que atraviesa las
democracias liberales. Se vuelve evidente en esa Gran Bretaña que se enreda con
el Brexit, en la resistencia a las reformas de Macron, en la sucesión de
legislaturas estériles en España o Italia: sociedades complejas donde las
reformas no llegan o encuentran una contestación social que enseguida las
diluye.
Ahora bien, sería un error buscar fuera de la democracia las razones de su
relativa impotencia. Esta crisis de decidibilidad tiene su origen en la propia
democracia. O sea, en la radicalización de la lógica inherente al principio
democrático y la profundización de los procesos sociales y culturales que ella misma
pone en marcha. En lugar de una deliberación racional que acaba con una
decisión colectiva, la democracia se parece a una apasionada discusión donde
nada termina de decidirse. Y este fenómeno no responde a una única causa, sino
a una combinación de varias.
Auge de la protesta
Lo primero que llama la atención es el auge –y prestigio– de
la protesta. Por más que se haya acusado a los regímenes representativos de
tener en cuenta al ciudadano solo cuando toca votar, lo cierto es que las
democracias liberales han visto ensancharse notablemente los cauces informales
para la expresión de demandas. Manifestaciones, campañas, happenings: no pasa
un día sin que algún colectivo o movimiento defienda una causa o se oponga a
ella, en la calle y las redes. A menudo, los propios partidos se suman a la
protesta o la impulsan directamente, contribuyendo así al desbordamiento
institucional de la democracia. Esta dinámica aumenta la fuerza negativa de lo
que Rosanvallon llama “poderes contrademocráticos de veto”: coaliciones de
bloqueo que multiplican el coste electoral de cualquier acción reformista. Si
das un paso, te quieren pisar.
Se perfila un pluralismo agresivo que socava la capacidad de
decisión de los regímenes democráticos
Súmense a ello los efectos de la digitalización del espacio
público. Los líderes políticos ya pueden dirigirse a los votantes sin mediación
alguna, lo que presta a nuestras democracias una tonalidad plebiscitaria que
contrasta con la creciente fragmentación partidista: el disenso agresivo que
domina la campaña electoral permanente complica los consensos parlamentarios. Y
si la estrategia comunicativa de los partidos se dirige a excitar las emociones
de los votantes, estos convierten la polarización en un entretenimiento gratuito
vía smartphone. Invocar la verdad tampoco sirve de mucho: hemos dejado de creer
en ella o, mejor dicho, solo creemos en la nuestra. ¿Qué infalible autoridad
podría convencernos de lo contrario? Para colmo, cualquier causa dispone de su
experto. Se perfila así un pluralismo agresivo que, si bien satisface las
necesidades expresivas de los distintos grupos sociales, socava la capacidad de
decisión de los regímenes democráticos.
Vaya por delante que el exceso de democracia es preferible a
la ausencia de democracia. ¡Faltaría más! Pero una democracia incapaz de tomar
decisiones eficaces puede ver mermada su legitimidad. Es entonces cuando
aparece la tentación decisionista: la promesa de acabar con la cháchara
democrática dando un puñetazo en la mesa. No será fácil revertir este proceso.
Pero intentemos, al menos, acertar con el diagnóstico: ya que no podemos
decidir, al menos comprendamos.
y ver