No fue un golpe de Estado ni un pronunciamiento: respuesta a
Santos Juliá
Abandonar la idea de que en Cataluña ha habido un golpe es
imprescindible para pensar en soluciones democráticas al problema de la
secesión
Ignacio Sánchez-Cuenca
¿Qué sucedió realmente en Cataluña durante la fase final de
explosión del procés, en los meses de septiembre y octubre de 2017? La
respuesta a esta pregunta es clave para valorar políticamente tanto las
estrategias del movimiento independentista como la respuesta del Estado a la
crisis catalana.
Hay una interpretación de los hechos de otoño de 2017 que se
ha extendido en el establishment español y que muchos dan ya por supuesta, como
si fuera una verdad auto-evidente: en Cataluña hubo un intento de golpe de
Estado, frenado en seco por el Estado de derecho. Esta tesis aparece
frecuentemente entre políticos y tertulianos de la derecha española, pero
también ha alcanzado a autores “liberales” que, en otros asuntos, habían
adoptado tesis más moderadas. Sirva como ejemplo el artículo que publicó Santos
Juliá en el diario El País hace unos días, titulado “Doblegar al Estado”. El
artículo condensa muchos de los errores de planteamiento que envenenan la
crisis catalana.
El texto de Juliá se abre con una prolija introducción de
corte generacional en la que habla de aquellos que, como él mismo, nacidos
entre 1930 y 1939, fueron bautizados como los niños o los hijos de la guerra.
En su opinión, fue una generación que entendió la necesidad de superar el
trauma del enfrentamiento fratricida de nuestra Guerra Civil y que elaboró un
proyecto político pensando más en el Estado que en la nación; dicho proyecto se
llevaría a la práctica en la transición democrática, cuyo logro más valioso fue
la Constitución de 1978. Como miembro de aquella generación, Juliá describe,
con una mezcla de horror e indignación, los sucesos de la crisis catalana que,
cuarenta años después de la aprobación de la Constitución, han supuesto el
quebranto de esta. La aprobación de las leyes de referéndum y transitoriedad
durante los días 6 y 7 de septiembre y la posterior declaración de
independencia el 27 de octubre serían, desde su punto de vista, el equivalente
a un “alzamiento” de las autoridades catalanas contra el Estado.
Juliá analiza las acciones del Gobierno y el Parlamento catalanes
a la luz de un golpe de Estado. Dice en más de una ocasión que los
nacionalistas catalanes se “alzaron” contra el Estado y utiliza términos como
“sedición” y “pronunciamiento”. Admite, en cualquier caso, que se trata de un
tipo muy especial de “pronunciamiento”, pues la propia definición de la RAE
establece que un “pronunciamiento” es un “alzamiento militar contra el
Gobierno”; por ello mismo, se inventa una nueva categoría, una categoría sui
generis, la de “pronunciamiento civil”, que Juliá no explica en qué casos
podría aplicarse más allá de Cataluña en octubre de 2017. Pero para que no haya
dudas, compara la acción de los representantes del pueblo catalán con golpes de
Estado como el del general Primo de Rivera en 1923, el (fallido) del general Sanjurjo
en 1932 y el (también fallido) del teniente coronel Tejero en 1981.
¿Intentaron realmente las autoridades catalanas dar un golpe
de Estado? ¿Fue un “pronunciamiento civil”? Un golpe de Estado supone siempre
el ejercicio de la violencia o la amenaza de esta. La violencia es un elemento
esencial de todo golpe de Estado. Así se reconoce en las definiciones
habituales de los diccionarios y también en la literatura académica sobre
golpes de Estado. Los “rebeldes” o bien ejercen la violencia o bien amenazan
con usarla. En la historia hay numerosos casos de golpes incruentos en los que
las autoridades legítimas abandonan el poder de forma pacífica porque saben
que, de lo contrario, sufrirán violencia de manos de los golpistas. La
violencia, pues, desempeña un papel crucial, es el medio coactivo mediante el
cual los golpistas tratan de hacerse con el poder.
Se podrán
mencionar casos puntuales de violencia en algunas movilizaciones populares,
pero la violencia no ha formado parte de la estrategia política de las
autoridades catalanas
El movimiento independentista catalán no ha sido violento ni
se ha basado en una amenaza de violencia. Se podrán mencionar casos puntuales
de violencia en algunas movilizaciones populares, pero la violencia no ha
formado parte de la estrategia política de las autoridades catalanas. Si no
hubo violencia, no pudo haber alzamiento, ni pronunciamiento, ni golpe.
Utilizar estas categorías para entender la crisis catalana carece de rigor. Y,
lo que es peor aún, nos condena a resolver el problema a través de la justicia
penal, pues nada cabe negociar ni pactar políticamente con quienes participan
en un intento de golpe. La defensa de la tesis del golpe de Estado o
pronunciamiento legitima las acusaciones atrabiliarias de la Fiscalía y del
Tribunal Supremo sobre la rebelión, que tanta extrañeza provocan entre
analistas y periodistas fuera de España.
Afirmar que el proceso catalán ha sido violento es situarse
en contra de la realidad. Sólo es posible percibir así los hechos utilizando
unas gruesas lentes ideológicas que nos devuelven una imagen deformada de lo
sucedido. Son las lentes de un nacionalismo español intolerante que parecía
superado.
Si no fue un golpe, ¿qué fue? Según lo entiendo, y como he
tenido oportunidad de argumentar en extenso en un libro reciente (La confusión
nacional. La democracia española ante la crisis catalana, Catarata 2018),
deberíamos hablar de una crisis constitucional profunda producida por un choque
de legitimidades. En una crisis constitucional se desobedecen las normas, se
cuestiona y desafía el orden jurídico, pero no se utiliza la violencia. Con
ello no quiero minusvalorar o disculpar la conducta de las autoridades
catalanas, las cuales, en mi opinión, cometieron errores graves por los que
cabe exigir responsabilidades políticas y legales. La desobediencia de una
parte del Estado es un asunto muy serio, pero no es un golpe de Estado, ni un
alzamiento, ni un pronunciamiento (ni una rebelión) mientras no medie violencia
o amenaza de la misma.
La crisis constitucional del otoño de 2017 es la
consecuencia última de un proceso que se abre con la sentencia del Tribunal
Constitucional de 2010 sobre la reforma del Estatut. En aquella sentencia,
recuérdese, se niega de raíz toda posibilidad de desarrollo plurinacional de
España. Según el Tribunal, la única nación que existe es la española, titular
de la soberanía. Que la soberanía la hayamos troceado renunciando a
competencias políticas básicas en beneficio de la Unión Europea (políticas
monetaria, comercial y de competencia, por ejemplo) no es motivo de alarma para
nuestro Tribunal Constitucional, ni tampoco lo es que el derecho europeo esté
por encima del derecho español; sin embargo, que el preámbulo de un Estatuto de
autonomía se haga eco de una declaración del Parlamento catalán sobre la
existencia de una nación catalana es considerado por el alto Tribunal
inadmisible en nuestro ordenamiento jurídico. La nación española puede
compartir soberanía con holandeses, búlgaros y portugueses, pero no puede
compartirla con la nación catalana o la vasca.
Tras esta sentencia, el nacionalismo catalán fue
radicalizando sus posiciones ante la indiferencia o la intransigencia, según el
caso, de las autoridades españolas. A pesar de los múltiples e infructuosos
intentos de establecer alguna vía de negociación con el Gobierno de España,
nada se ha movido desde 2010 en la cuestión territorial, salvo una
recentralización más o menos encubierta con el pretexto de la crisis económica.
El Gobierno de España dejó pudrir el conflicto político a pesar de recibir
numerosas advertencias de que, si no tomaba cartas en el asunto, el procés
acabaría explotando.
A pesar de los
múltiples e infructuosos intentos de establecer alguna vía de negociación con
el Gobierno de España, nada se ha movido desde 2010 en la cuestión territorial
Como consecuencia de las irresponsabilidades cometidas por
unos y otros, se ha consumado una crisis constitucional que surge de un doble
conflicto sobre el “demos”. En primer lugar, un conflicto en el conjunto de
España: una parte considerable de la sociedad catalana no se siente española y
no quiere seguir tomando decisiones colectivas con el resto de España, así que
no se considera vinculada por lo que ordene el Gobierno o el Tribunal
Constitucional. En segundo lugar, un conflicto en el interior de Cataluña entre
quienes desean y quienes rechazan la independencia.
Robert Dahl analizó en profundidad el problema político del
cuestionamiento del “demos”. Mostró que no hay una solución clara, pues la
democracia funciona en la medida en que hay consenso sobre quién pertenece al
colectivo que toma decisiones conjuntamente. Cuando se produce una crisis de
“demos”, no hay principios indubitables que sirvan de guía. Pero al menos
podemos intentar encauzar el conflicto según valores democráticos, tratando de
encontrar puntos de acuerdo que satisfagan a todas a las partes y, de este
modo, eviten la ruptura. Eso es lo que distingue a las democracias de otros
regímenes políticos. En España nos encontramos en una situación paradójica,
pues, pese a ser el nuestro un país democrático, el Gobierno de España no ha
querido hacerse cargo del problema, el Tribunal Constitucional ha cerrado toda
vía de reforma plurinacional,y el Govern y el Parlament catalán han actuado con
desprecio del principio democrático al realizar una declaración de
independencia que no cuenta con suficiente apoyo popular.
Ante un problema de esta envergadura, lo lógico es que desde
la sociedad civil intentemos preservar los principios democráticos buscando
puntos de encuentro que desactiven la crisis constitucional y el enfrentamiento
político que se ha creado tanto entre Cataluña y el resto de España como en el
interior de la propia Cataluña. Pero lo que hemos visto en estos meses es algo
muy distinto. Se ha producido un resurgir del nacionalismo español
intransigente que se manifiesta en que jueces, políticos, periodistas e
intelectuales hayan etiquetado de golpe de Estado o rebelión el desafío
independentista y, en consonancia con ello, apuesten por el encarcelamiento de
los líderes del independentismo catalán como solución al problema político de
fondo. Para muchos de mi generación, la de los “nietos de la guerra”, que
crecimos en democracia, resulta doloroso que tantos “hijos de la guerra” hayan
acabado defendiendo la tesis endeble y falta de rigor según la cual en Cataluña
ha habido un golpe de Estado fallido. Es como si, al final de sus carreras,
hubieran perdido la sintonía con los valores democráticos (tolerancia,
pluralismo, consenso, concordia) que hicieron posible la transición que ellos mismos
protagonizaron.
Sánchez-Cuenca: “Alemania es el pinchazo de la burbuja del
nacionalismo español”
El pueblo ficticio de Sant Esteve de les Roures, popularizado porque
aparecía en uno de los informes de la Guardia Civil sobre el 1-O como si
fuera real, ha llegado a la prensa alemana.