Conmoción, espanto y fascinación (I)
Diagonal.
“Estamos en guerra”, proclamó la portada de una revista que
llegó a desplegarse en grandes carteles por los kioskos de Bruselas, a finales
de noviembre de 2015. Mientras, militares y policías patrullaban calles vacías
como consecuencia de la alerta máxima impuesta entonces por el gobierno belga.
La frase la pronunció François Hollande
poco después de los
atentados del viernes 13 de noviembre en París, y la reiteró en su
solemne discurso presidencial en Versalles ante las dos cámaras legislativas
francesas, donde esbozó el marco narrativo que justificaría medidas
posteriores. “Francia está en guerra”, sentenció nada más comenzar.
Y, de alguna manera, también lo están el resto de los Estados europeos tras
la activación de la cláusula de solidaridad del artículo 42.7 del Tratado de la
Unión Europea. Desde entonces el gobierno socialista francés viene reiterando
expresiones como “guerra contra el terrorismo yihadista” o “terrorismo de
guerra”. El pasado 22 de marzo fue el turno de Bruselas: dos explosiones en el
aeropuerto de Zaventem y una en la estación de metro de Maelbeek provocaron una
treintena de muertos y casi trescientos heridos. El 22 de marzo el primer
ministro francés Manuel Valls volvía a hablar de guerra a propósito de los
atentados de Bruselas. El gobierno de derecha belga, en cambio, se muestra un
poco más reticente a la hora de usar esas expresiones, en un país de precarios
equilibrios políticos y comunitarios. En ambos países los atentados fueron
reivindicados por el autoproclamado al-Dawla al-islamiyya o Estado Islámico.
Desde entonces el gobierno socialista francés viene
reiterando expresiones como “guerra contra el terrorismo yihadista” o
“terrorismo de guerra”
Pero ¿de qué guerra hablamos? La propaganda del Estado Islámico ha hecho
referencia a las intervenciones militares de Francia y Bélgica contra dicha
organización. Los ataques aéreos franceses en el norte de Iraq comenzaron en
septiembre de 2014, pocos meses después de la toma de Mosul por el Estado
Islámico. Bélgica se unió un mes después.
Los bombardeos franceses en Siria, por su parte, empezaron en septiembre de
2015. Sin embargo, lo cierto es que los autores confirmados de las masacres de
París y de Bruselas fueron fundamentalmente franceses y belgas, esto es,
nacidos y criados en Europa. Se trataría, pues, de una
guerra
transnacional, multiforme, asimétrica, espacial y temporalmente indefinida.
De hecho, el gobierno francés ha venido aprobando una serie de medidas
dirigidas fundamentalmente al denominado
“frente interior”,
que incluye la acción de las fuerzas armadas y de los servicios de
inteligencia, tanto fuera como dentro del territorio. El estado de urgencia ha
sido prorrogado ya en dos ocasiones, y estaba prevista su
constitucionalización. François Hollande propuso, según sus propias palabras,
“un
régimen constitucional que permita gestionar el estado de crisis”. Es
decir, normalizar el estado de excepción y, si nos tomamos en serio los
términos belicosos empleados, gestionar una guerra que podría adoptar diversas
formas (selectiva, sucia, o civil).
El reciente abandono del proyecto de reforma constitucional por falta de
acuerdo entre las fuerzas políticas, con ser una importante derrota política
para Hollande, no garantiza sin embargo que su espíritu no impregne nuevas
leyes, nuevas medidas, sobre todo tras las elecciones presidenciales de 2017.
Semejantes iniciativas parecen anticipar
una conflictividad social y
política profunda, que en Francia pretende resolverse suspendiendo o
transformando el sistema de garantías constitucionales y en Bélgica con el
refuerzo de las fuerzas de seguridad o con sanciones “sociales” como la
exclusión de las prestaciones por desempleo previstas en el Plan Canal. Ni
Francia ni Bélgica son pues inmunes a la crisis política y social europea:
descomposición de las clases medias, precarización, desigualdades crecientes,
desempleo elevado en determinadas zonas y entre determinados grupos, etc. Todo
ello atravesado por unas fracturas identitarias específicas.
La guerra se plantea esencialmente
entre civilizaciones,
enésima reedición de las tesis de Samuel Huntington. Con sus atentados en
Europa el Estado Islámico buscaría atacar en nombre del Islam los “valores
occidentales” seculares que detestan: en enero de 2015 la “libertad de expresión”
(Charlie Hebdo), en noviembre nuestro “modo de vida” (fútbol, terrazas,
Bataclán), en marzo de 2016 la Europa cosmopolita (aeropuerto de Bruselas,
barrio europeo). Semejante narrativa parte de la concepción esencialista – y
por tanto falaz - de una sociedad de identidad única y desproblematizada, que
resulta atacada por elementos foráneos. Pero ni Occidente ni el Islam existen
como unidades homogéneas ahistóricas, separadas de otras, igualmente homogéneas
y atemporales. O mejor dicho, existen como
coartadas ideológicas que
impiden reconocer la realidad conflictiva de las relaciones de poder y de
dominación, de las luchas y de resistencias, y de la difuminación de
la frontera entre el “dentro” y el “afuera” de Europa. Una realidad compleja
que es el resultado histórico de una modernidad capitalista que no puede
entenderse correctamente sin la colonialidad constitutiva de la misma. El caso
francés tiene además las particularidades propias de una V República (1958-)
que nació precisamente de la cesura traumática provocada por la guerra de la
independencia de Argelia (1954-1961) y que no ha sido ajena a su sangrienta
secuela postcolonial (1992-2002).
La guerra se plantea esencialmente entre
civilizaciones, enésima reedición de las tesis de Samuel Huntington
Los autores de las masacres de París y de Bruselas
tenían como
objetivo desestabilizar y atizar una guerra civil –e internacional- en términos
sectarios. En Bagdad los predecesores salafistas suníes del Estado
Islámico cometieron atentados masivos contra la población chií, identificada
con el gobierno sectario de ocupación y con Irán, para provocar represalias que
justificasen a su vez su papel protector de la minoría suní, en detrimento de
otros grupos. Los atacantes franceses y belgas pretendían algo similar,
provocar una reacción indiscriminada y desproporcionada del Estado y de los
ciudadanos contra colectivos definidos como “musulmanes”. No es casual. Francia
y Bélgica comparten fracturas de clase y de identidad importantes que hace
tiempo que se vienen describiendo allí de manera obsesiva como “cuestión
musulmana”, y como “cuestión islamista” en las ex colonias francófonas del
Magreb. Ambos son los países europeos con la mayor tasa de combatientes
islamistas per cápita.
Simplificando mucho, podemos decir que dicha cuestión vendrá
sobredeterminada por la
interacción conflictiva entre la naturaleza
colonial del Estado-nación moderno y el desarrollo de diversos movimientos
islamistas, incluyendo movimientos salafistas y yihadistas, corrientes
que son minoritarias pero que han logrado desplegarse de forma potente en los
últimos años. Comencemos por lo primero.
A lo largo de las últimas cuatro décadas, las instituciones políticas y
mediáticas tanto de Francia como de Bélgica, fuertemente influenciada por la
primera, han procedido a
la construcción de una determinada
representación del Islam con el fin de reafirmar una identidad
nacional depurada de elementos alógenos. Las elites intelectuales francesas
–especialmente los denominados “nuevos filósofos” post-68 – pasaron, tras la
revolución iraní de 1979, a
integrar el Islam en su denuncia del “totalitarismo comunista” y del
tercermundismo, en un momento en que el Partido Socialista francés se embarcaba
en el giro liberal y la consiguiente reconversión industrial. Son también los
tiempos del primer cierre de la política migratoria (1974) y de la irrupción
del Frente Nacional (creado en 1979) denunciando la invasión árabe. En este
proceso pesará mucho la presencia de un importante porcentaje del proletariado industrial
que procedía de las antiguas colonias junto con la difícil digestión de ese
reciente pasado colonial. Los obreros argelinos, tunecinos o marroquíes pasaron
en pocos años a ser calificados como inmigrantes, recuperándose un término
colonial, el de “integración”, para subrayar la otredad de su descendencia,
considerada ya desde el ángulo casi exclusivo de la identidad musulmana. El
desarrollo del islamismo político durante los años ochenta y noventa, el
hundimiento del bloque soviético y especialmente la guerra civil en Argelia
(que incluyó la comisión de algunos atentados en Francia), contribuyeron a
reforzar esta construcción ideológica.
Pesa mucho la presencia de un importante porcentaje
del proletariado industrial que procedía de las antiguas colonias
Este deslizamiento desde consideraciones de clase a categorizaciones
culturales (“trabajadores hasta mediados de los 1970, “inmigrantes” entre
1975-1985, “musulmanes” desde entonces) va a traer como consecuencia un hecho
al que no se le acaba de dar toda su importancia. La inflación de las
referencias mediáticas a un “Islam imaginario” (título del libro de Thomas
Deltombe sobre la materia) mostrará el intento más o menos consciente por parte
de las elites de responder, según decía Laurent Fabius en 1983, a las “buenas
preguntas” sobre
el “problema de la inmigración” que planteaba el
Frente Nacional sin caer en el racismo grosero del que hacía gala
dicho partido a principios de los ochenta. Las “malas respuestas” del Frente
Nacional serán reformuladas por las fuerzas políticas tradicionales y los
medios de comunicación corporativos en términos renovados.
Para ello jugará un papel importante la
reformulación del laicismo
como continuidad del secularismo imperial y no tanto como expresión de la
separación Iglesia-Estado o de la neutralidad de este último en materia
religiosa. En realidad, lo que subyace en viejas controversias como la del uso
del hiyab en los espacios públicos o la denominada modernización del Islam, que
en Francia se retrotraen al período del Segundo Imperio, es el no
reconocimiento de las personas de ascendencia árabe, africana o musulmana como
franceses de pleno derecho. O, en palabras de Mohamed Amer Meziane, miembro del
comité de redacción de la revista Multitudes, “la definición de las condiciones
culturales de de la ciudadanía moderna”, “quién puede ser ciudadano pleno y
quién no lo es o no lo es todavía”. Como explica Meziane, en el Magreb
colonizado por integración se entendía el paso del estatuto de indígena
(indigénat) al de ciudadano (francés), condicionado por la “reforma del Islam”,
una secularización que es producida por el propio Estado colonial.
Paradójicamente, el Islam debe ser teocratizado antes de ser reformado:
primero se produce la categoría colonial de “musulmán” como identidad única y
monolítica, “una producción secular, étnico-jurídica y no confesional”, y es la
adscripción estatal de las poblaciones a dicha categoría la que permitirá
reducirlas como sujeto colonizado. “Al reducir al argelino a lo “musulmán”, el
poder colonial hace del mismo una “minoría religiosa” en territorio francés y
ya no el propietario legítimo de su tierra.” De ahí la recurrente distinción
entre musulmanes “buenos” (integrados, secularizados) y “malos”, “moderados” y
“radicales”, pero ante todo musulmanes. “Es por tanto la construcción secular
de las fronteras de lo religioso y la asignación pública de las poblaciones
colonizadas a pertenencias “religiosas” lo que permitirá al Imperio colonizar
en nombre de la Revolución Francesa”. Y, en territorio metropolitano,
configurar
una peculiar modalidad de racismo.
Esta construcción perdura hasta hoy día. Cada vez resulta más frecuente que
políticos, intelectuales y artistas hagan pasar comentarios racistas y
xenófobos como críticas legítimas a la religión. Lo cual estimula controversias
en términos sectarios. En los últimos años Francia asiste al crecimiento
sostenido de los actos antimusulmanes, racistas y antisemitas (el Estado los clasifica
y diferencia de este modo) y a una caída en picado desde 2009 del denominado
“índice de tolerancia”, según los datos del gobierno. Con todo, el término
“islamofobia” no permite dar cuenta del todo de esta modalidad fluida y
variable de racismo, que facilita que los partidos de la nueva derecha radical
exhiban de vez en cuando candidaturas “exóticas” pero integradas. En Bélgica
organizaciones contra el racismo y la xenofobia vienen denunciando desde hace
un tiempo el recrudecimiento del número de actos racistas en general.
Nos encontramos con diferentes mecanismos de
discriminación y de exclusión social de árabes, negros, etc.
Si ampliamos la perspectiva, nos encontramos con
diferentes
mecanismos de discriminación y de exclusión social de árabes, negros, etc.
mientras rechaza la misma idea de raza en nombre de la igualdad. Se trata,
pues, de un racismo que ya no se admite como tal, al no atender a los criterios
biologicistas de la “raza”, y de una xenofobia que no alude tanto a los
extranjeros como a los “alógenos”, quienes no encajan en los cánones
identitarios oficiales, ya provengan de fuera o hayan nacido dentro. El citado
Meziane traza su origen en la raciología imperial francesa de la segunda mitad
del siglo XIX, aquella que se basa en el acceso condicionado a la ciudadanía. A
diferencia del racismo de los colonos y del racismo biológico (Gobineau) la
“raciología imperial” del Estado “considera la raza como una entidad cultural
perfectible, y no como una esencia biológica fija.” En Francia, su último
avatar es el intento de constitucionalización de la retirada de la nacionalidad
francesa a los condenados por delitos de terrorismo, aunque hayan nacido en
Francia.
Esta segregación tiene su expresión geográfica, urbana, con
suburbios como Seine-Sant-Denis en Francia o comunas como la de Molenbeek en
Bruselas, Bélgica. Pese a su diversidad interna, también en cuanto a niveles de
renta, su demografía se instala como amenaza en el imaginario de quienes se
perciben como integrantes de las clases medias nativas. Para la socióloga belga
Nadia Fadil, estas “inquietudes ponen de manifiesto una preocupación más amplia
sobre la pérdida de control del imaginario nacional y la imposibilidad de
contener la 'otredad'”. Así. el primer ministro francés Manuel Valls denuncia
un “apartheid territorial, social, étnico” del cual los principales
responsables serían los propios segregados por una República que los desprecia.
Esta imagen estereotipada es reforzada por una prensa que solo se acerca a esas
áreas urbanas cuando hay atentados o problemas.
Dos semanas antes de los atentados de 13 de noviembre en París, los medios
rememoraban el décimo aniversario de la muerte de Zyed Benna y Bouna Traoré en
la barriada de Clichy-sous-Bois, en Seine-Saint-Denis, en el transcurso de una
persecución policial.
El incidente dio lugar a una auténtica
insurrección popular que en otoño de 2005 se propagó por todos los
suburbios de Francia, síntoma evidente de que algo no iba bien en la República.
La revista
Charlie Hebdo conmemoró el aniversario de la insurrección
con una portada en la que se retrata a los jóvenes que reventaron las calles en
2005 con un aspecto simiesco y asimilados al Frente Nacional, como si ellos
fueran los responsables del ascenso de dicho partido. Y es que la reacción de
la clase política y de los medios de comunicación a dicha revuelta siempre fue
de gran hostilidad hacia unos jóvenes que quemaban la propiedad privada y
atacaban los símbolos de la República, incluyendo los establecimientos escolares.
Programas de renovación urbana (Seine-Saint-Denis) y sucesivos programas
sociales (Molenbeek, Schaerbeek)
no han resuelto los problemas de fondo,
como el elevado desempleo que dobla o triplica la media nacional, según las
zonas. La posesión de determinados nombres obliga a redoblar esfuerzos para
encontrar un empleo decente o una vivienda digna. La joven “chusma” (Sarkozy
dixit) de ascendencia árabe o africana, como su equivalente negra en Estados
Unidos, continúa sobrerrepresentada en las prisiones. Franceses o belgas que no
terminan de serlo, que abuchean la Marsellesa en los estadios, que rechazaron
la conminación de las escuelas a proclamar “Je suis Charlie” tras los atentados
de enero de 2015, para indignación de la ministra de educación, la integrada
Najat Belkacem. Como si el estatuto de ciudadanía exigiera no ya la defensa de
las libertades sino la aceptación de la expresión concreta de un retrato
denigrante. El término “franceses de papel”, empleado originalmente por la
extrema derecha francesa en relación con los naturalizados, comienza a
aplicarse también a los franceses nacidos en Francia pero que mantienen otra
nacionalidad, o simplemente otras conexiones identitarias.
Programas de renovación urbana y sucesivos programas
sociales no han resuelto los problemas de fondo, como el elevado desempleo
Otros países europeos presentan otras declinaciones de la misma
tendencia, producto de diferentes recorridos históricos. Los admirados
países escandinavos no escapan a esta deriva. Así por ejemplo, los responsables
del Centro Multicultural de Botkyrka, que organizaron en 2013 una criticada
exposición sobre la cuestión racial en Suecia, recuerdan que “Suecia no se
sitúa al margen del mundo y su historia de racismo y colonialismo.” Allí, al
igual que sucede con el modelo republicano francés, existe una negación del
racismo que oculta “la discriminación y la segregación que es tan tangible y
evidente para muchos de quienes no son vistos como suecos, y cuyas historias
aportan un doloroso testamento del estado de cosas en Suecia.” “Si ciertos
grupos de personas con similares orígenes se sitúan una y otra vez en los
escalones más bajos de las tablas estadísticas, entonces hay razón para tratar
de entender por qué y cuáles son las consecuencias de ello.” Dicha ocultación
aflora con las ocasionales explosiones sociales, para sorpresa de los
apologetas del modelo social escandinavo. De ahí que “la raza sea una categoría
activa en Suecia, o mejor dicho, la “raza todavía se construye” todo el tiempo
en la Suecia actual incluso aunque el mismo concepto haya sido descartado por
las ciencias sociales y la política.”
Una
construcción comunitaria neorracista de la otredad, en
el sentido expuesto, se está consolidando en Europa. A ella contribuye la
contención nacional de la crisis financiera de la zona euro y la desastrosa
gestión europea de las recientes migraciones. En particular, la crisis de
gobernanza inducida por el reforzamiento de los controles fronterizos acentúa
una percepción defensiva y temerosa de lo comunitario entre quienes se
consideran autóctonos, que tienden a articularla en términos nacionales. La
misma percepción se construirá de otra manera entre quienes se debaten entre
diferentes pertenencias, sobre la base de otras referencias.
Este será el terreno abonado para la expansión del salafismo.