Una nueva derecha estadounidense
Serge Halimi
En 2008, la elección
de Barack Obama para ocupar la Casa Blanca supuestamente anunciaba el
advenimiento de un nuevo Estados Unidos más diverso, más inteligente y más
justo. Se creyó por entonces que aquella victoria demócrata no constituía una
ruptura ideológica y política —habida cuenta de que el primer presidente
afroamericano de la historia de su país era un intelectual que detestaba los
conflictos—, sino el desenlace de una metamorfosis demográfica y sociológica.
Por una parte, la llegada de nuevos inmigrantes no había dejado de diluir la
parte de votantes blancos, en su mayoría republicanos. Por otra parte, y
simultáneamente, nuevas generaciones más instruidas —y en consecuencia más
preclaras— habían sustituido a las antiguas, apegadas a tradiciones obsoletas.El
anuncio de tan feliz orden de cosas parecía tanto más providencial por cuanto
apenas requirió de esfuerzos ni luchas: la demografía se había elevado a la
categoría de destino político. La buena nueva encandiló a la socialdemocracia
europea, que estaba pasando por una mala racha. E inspiró en Francia la
“estrategia Terra Nova”, expuesta en mayo de 2011 en una nota de la fundación
del mismo nombre con la que se trataba de ayudar a Dominique Strauss-Kahn —por
entonces director del Fondo Monetario Internacional (FMI)— a ganar las
elecciones presidenciales del año siguiente. En exministro socialista de
Economía había teorizado largamente, ya en 2002, sobre la pérdida del voto
obrero por parte de la izquierda. Y se había resignado a ella (1). Terra Nova
propuso entonces que un nuevo bloque constituido por mujeres, jóvenes,
titulados universitarios, “minorías y habitantes de barrios populares” –es
decir, el equivalente francés de la “coalición Obama”– permitiera a los
socialdemócratas europeos superar el desafecto de su electorado popular. “La
coalición histórica de la izquierda, basada en la clase obrera, está en declive
—analizaba Terra Nova—. Está surgiendo una nueva coalición: la ‘Francia del
mañana’, más joven, más diversa, más feminizada” (2). El resto de la historia
ya la conocemos.
La desilusión es hoy aún más cruel en Estados Unidos. Si las
elecciones del pasado noviembre hubieran enfrentado a Donald Trump con un
presidente saliente anciano y con las facultades mermadas, el resultado habría
sido más llevadero. Sin embargo, Kamala Harris no solo parecía encarnar el
“nuevo Estados Unidos” alegre y multicultural frente a un rival revanchista que
pretendía rehabilitar la supuesta grandeza del antiguo (“Make America great
again”, un eslogan resumido en las siglas MAGA), sino que, además, la candidata
demócrata presentó batalla con el respaldo de un partido unido, una
financiación colosal y unos medios de comunicación embelesados. Por si fuera
poco, no cometió grandes errores y superó al expresidente en el único debate
televisivo en el que se enfrentaron cara a cara. Pese a todo lo anterior, Trump
se ha hecho con una victoria indiscutible que los demócratas, esta vez, no
pueden achacar a los tejemanejes de Vladímir Putin.
Desde el punto de vista de los demócratas, lo peor no es
tanto el aumento de votos recabados por Trump entre 2016 y 2024 —pese a sus
insultos, sus juicios, sus condenas y su implicación en el asalto al Capitolio—
como el hecho de que esos trece millones de papeletas suplementarias proceden
en gran medida del “nuevo Estados Unidos”. Y es que Donald Trump debe menos su
reelección a una movilización de sus bastiones tradicionales (poblaciones
rurales, evangélicos y blancos) que al vuelco en su favor de un significativo
porcentaje de los jóvenes, los hispanos y los negros (léase el análisis de
Jerome Karabel “¿Un ‘mandato poderoso y sin precedentes’?”).
Harris, por su parte, solo ha mejorado su posición en
comparación con los candidatos demócratas que la precedieron entre dos grupos:
los hombres blancos y las personas con ingresos superiores a 100.000 dólares
anuales (véase el gráfico “¿A quién han votado?”). Pese a su género y a una
campaña que puso el acento en el tema del aborto libre, y pese a la postura
considerablemente “masculinista” de su adversario, el hecho es que Harris
movilizó menos al electorado femenino —incluido el de entre 18 y 29 años— que
Biden cuatro años atrás. Por otro lado, a pesar de los recurrentes reproches de
racismo, Trump casi ha doblado sus resultados entre los votantes negros. Y aún
más chocante resulta su éxito entre los hispanos: pese a considerar a los
inmigrantes latinoamericanos como criminales en potencia, ha consolidado su
posición en Florida y ganado en doce de los catorce condados de Texas situados
en la frontera con México, entre ellos el de Starr, donde el porcentaje de
población hispana asciende al 97%, y donde Hillary Clinton obtuvo el 79% de los
votos en 2016. Lo cual desmiente tanto las especulaciones demográficas de Terra
Nova como las teorías paranoicas del “gran reemplazo”.
¿Qué lecciones se extraen?
La batalla de interpretaciones está en marcha. Para empezar,
en el interior del Partido Demócrata. Al igual que en 2017, algunos se preparan
para entrar en modo resistencia desde sus estudios de televisión. La
presentadora del canal MSNBC Rachel Maddow —muy influyente entre la burguesía
progresista— concluyó la velada electoral suspirando: “Habría estado bien ganar
estas elecciones. No ha sido así. Bien. Ahora debemos salvar el país”. No cabe
duda de que su explicación será que los blancos de Estados Unidos siguen siendo
racistas, que los hispanos son machistas, y que los estadounidenses menos
instruidos —los que se dejan engañar por las noticias falsas en vez de leer el
diario The New York Times— son de una amoralidad tal que han aceptado, con
conocimiento de causa, llevar a la Casa Blanca a un mentiroso, un ladrón, un
agresor sexual, un golpista, un agente ruso, un fascista y un nazi. Esas
tierras ya han sido labradas hasta la saciedad, pero, tanto en la MSNBC como en
muchos otros medios de comunicación, hace tiempo que de lo que se trata no es
de informar sobre cambios —a riesgo de sorprender al auditorio—, sino de
conservar una clientela fiel y radicalizada ofreciéndole una imagen
gratificante de sí misma.
El análisis de las elecciones en otros ámbitos no es que sea siempre mucho más refinado. La derecha demócrata reprocha a Harris haberse escorado demasiado a la izquierda, olvidando que cerró su campaña junto a la neoconservadora Elizabeth (Liz) Cheney con la esperanza de seducir a ciertos votantes republicanos hostiles a Trump. Bernie Sanders considera, por el contrario, que el Partido Demócrata, que depende demasiado de los “poderes económicos y de consejeros muy bien pagados”, se ha mostrado incapaz de “entender el dolor y la alienación política en la que viven decenas de millones de estadounidenses”. No obstante, el pasado 27 de julio, el senador por Vermont recordaba en la MSNBC que Biden había sido “el primer presidente de la historia de Estados Unidos que se ha unido a un piquete de huelguistas”, y que a él se debía “la agenda y los logros más progresistas de la historia moderna”. De hecho, su plan de reindustrialización —que recibió la desafortunada denominación de Ley de Reducción de la Inflación— buscó favorecer el empleo obrero y ofrecer buenos salarios a los estadounidenses sin titulación superior (3). Pero, habida cuenta de que el éxito de dicho proyecto aún no resultaba lo bastante visible en el momento de los comicios, los discursos demócratas que alababan el “buen balance” económico fueron barridos por el estancamiento del nivel de vida de las capas populares y el brusco aumento de los precios, vinculado a la crisis sanitaria y la guerra de Ucrania.
Análogamente, al otro lado del Atlántico, todos se esfuerzan
por extraer de la actualidad estadounidense lecciones que respalden sus
análisis. Para la extrema derecha, la victoria de Trump demuestra que el pueblo
odia a los inmigrantes y la “ideología woke”, y que no reclama un aumento de
impuestos para los ricos. Para los socialistas —que se sienten desamparados
cuando su señor feudal no es demócrata—, es la prueba de que hay que construir
más Europa. En cuanto a Francia Insumisa, considera que el fracaso de Harris
confirma su teoría de la “abstención diferencial”, es decir, la existencia de
un electorado de izquierda inclinado a desinteresarse por las urnas a menos que
se lo movilice: “Trump no ha progresado, ha perdido dos millones de votos
—afirmó el diputado Antoine Léaument—. Lo que pasa es que Kamala Harris ha
perdido catorce millones de votos en comparación con Joe Biden” (4). Es cierto
que la candidata ha seducido al electorado demócrata en menor medida de lo que
lo hiciera Biden hace cuatro años, pero la distancia entre ambos se sitúa en torno
a los siete millones de sufragios, no catorce. En cuanto al vencedor, lejos de
haber perdido dos millones de votos, los ha ganado. Un poco más, incluso (5).
Impotencia política demócrata
La victoria de Trump rebate a quienes juzgan que la denuncia
del racismo, de la violencia policial y de la extrema derecha constituye la
clave para despertar a los abstencionistas. Dado que Trump se ha hecho con un
inesperado número de votos afroamericanos y, sobre todo, hispanos, está claro
que esos temas no definen por sí solos una identidad política ni suscita una
conducta electoral en consecuencia. Hace mucho que sabemos que una parte
apreciable del electorado popular vota a la derecha debido a sus creencias
religiosas, su historia familiar, su círculo social local, etc., y que lo hace
por más que vaya en contra de sus intereses económicos. De igual modo, los
hispanos pueden elegir a un presidente xenófobo porque le reprochan a su
adversario un aumento demasiado acusado de los precios, o porque temen verse
arrastrados a una guerra o porque se oponen a una política migratoria liberal.
Es por esa razón por la que la actual coalición electoral
del presidente Trump —que no podrá volver a presentarse— es de prever que sea
tan frágil como la del presidente Obama. Está en gran medida forjada por una
personalidad singular que encarna, simultáneamente, el éxito individual y el
odio al “sistema”. La resiliencia, la obstinación y las desmesuras de Trump han
hecho de él un candidato popular para electorados heterogéneos que, al igual
que él, también juzgan que se les debe una revancha. En un país que desconfía
del Estado, de los medios de comunicación, de los abogados y de los cargos
electos, este multimillonario tenaz, incontrolable, sin escrúpulos, quedinamita
los partidos, colecciona inculpaciones y se ha ganado el odio de los
periodistas, gozaba de una considerable ventaja antes incluso de que los dos
intentos de asesinarle consolidaran su imagen de héroe irrompible.
Joe Rogan, el presentador del podcast más popular en Estados
Unidos, entrevistó a Donald Trump durante más de tres horas unos cuantos días
antes del escrutinio (70 millones de visionados). Llegó a la conclusión de que
“solo un tío completamente chiflado puede sacar a la luz la corrupción del
sistema”. La explicación no es ni profunda ni tiene valor como pronóstico, pero
recuerda que, en estas elecciones, el statu quo y el consenso los representaba
ella, mientras que el cambio y la lucha los representaba él.
Con el apoyo y los consejos de Elon Musk, su revancha contra
el “Estado profundo” puede que acabe convirtiéndose en una pura y simple
privatización del Estado. Pero los estadounidenses que se oponen a ello no
lograrán su propósito limitándose a repetir una exposición en la que solo
cambia el orden en que se incluyen las fórmulas de “robots fascistoides”,
“nuevo apartheid”, “masculinidad tóxica”, “puritanismo fanático”,
“extractivismo desbocado”, todo ello destinado a “poner fin a una de las más
antiguas democracias del mundo occidental” (6). Este género de exorcismo
enlatado no es sino la expresión de una impotencia política.
Noticias falsas
El pasado 30 de octubre, seis días antes de las elecciones,
le preguntaron a Trump sobre el apoyo activo de Liz Cheney a la candidata
demócrata. Explicó que, si la hija del antiguo vicepresidente republicano “ya
no podía soportarme, era porque no quiere parar de desencadenar nuevas guerras.
Si de ella dependiera, en este momento estaríamos metidos en cincuenta países.
Pero pónganla con un fusil frente a nueve cañones disparándole, a ver cómo se
siente. Todos son muy halcones belicistas mientras están sentados en un bonito
edificio de Washington diciendo: ‘Venga, vamos a mandar a 10.000 soldados
derechos a la boca del lobo’”. Esta fue, sin duda, una de las respuestas más
comentadas —y deformadas— del final de la campaña electoral. Los diarios The
New York Times y The Washington Post, los canales MSNBC y CNN, seguidos de
inmediato por numerosos medios de comunicación europeos interpretaron sus
palabras tal y como las interpretó la propia Cheney, que había escrito en la
red social X: “Así es como actúan los dictadores que destruyen naciones libres.
Amenazan de muerte a quienes se oponen a ellos”. Hashtags
#Womenwillnotbesilenced (‘Las mujeres no serán silenciadas’) y #VoteKamala.
Así pues, una observación con la que se sugería que algunos
de los responsables políticos estadounidenses más belicistas se mostrarían
menos arrogantes si tuvieran que ponerse ellos mismos bajo fuego enemigo —un
reproche que también hicieron en 2003 a George W. Bush y Richard Cheney, que no
lucharon en Vietnam— se convirtió en una “amenaza de muerte” dirigida contra
los oponentes de Trump. El comentarista neoconservador de la CNN Jonah Goldberg
afirmó: “Ha dicho de una manera totalmente explícita y sin ambigüedad que Liz
Cheney debería ser abatida por un pelotón de ejecución. ‘Ejecutemos a un
adversario político que resulta ser mujer porque no me gusta’ no es un buen
lema de final de campaña”. Más adelante admitió su error, pero no antes de que
esta interpretación se hubiera vuelto viral. Y demasiado tarde para evitar que
la emisora France Culture no repitiera a su vez la patraña. El 3 de noviembre,
Anne-Lorraine Bujon, directora de redacción de Esprit y asesora del programa
para América del Norte en el Instituto Francés de Relaciones Internacionales
(IFRI), exclamó en la emisión radiofónica L’Esprit public: “Trump es de una
violencia increíble, en particular contra sus adversarias femeninas. […] Ahora
nos dice que Liz Cheney debería enfrentarse a un pelotón de fusilamiento”.
Esta deformación —en otras circunstancias se habría hablado
de noticias falsas— no es sino la última de una larga serie y atestigua un
sobrecalentamiento polémico que se empecina en errar el tiro. Como ahora
comprenden algunos cargos electos demócratas, sus prioridades se ciñen
demasiado a las de los medios de comunicación progresistas, a menudo
localizados en Nueva York y Washington y cuyo principal combustible es la
indignación (7). Aun a riesgo de mantener una visión deformada del país y de lo
que significa el fenómeno Trump. En materia de política exterior, por ejemplo,
el próximo presidente se ha presentado como el que, tras evitar involucrarse en
guerras durante su primer mandato, resolverá los conflictos que herede
negociando deals con sus adversarios geopolíticos. La elección de algunos de
los miembros de su Gobierno —no todos— va en el mismo sentido, en especial la
de Tulsi Gabbard a la cabeza de las agencias de inteligencia. Esta exdiputada
demócrata se dio a conocer, sobre todo, por su oposición a los neoconservadores
de su partido. Y tal vez fuera por el miedo de estos últimos a un cambio de
rumbo diplomático por lo que el final de la presidencia de Biden coincide con
una escalada de las tensiones internacionales y nuevas entregas de armas a
Ucrania. Un poco como si fuera preciso disparar, antes del temido armisticio,
los últimos cartuchos de una guerra perdida.
El resultado, ahora que en Estados Unidos se avecina un
aluvión de malas noticias en materia de fiscalidad, inmigración, medioambiente
y derechos de las mujeres, es que los demócratas casi han logrado impedir que
se lamente en absoluto su marcha.
Le Monde Diplomatique en español, diciembre 2024
(1) Dominique Strauss-Kahn, La flamme et la cendre, Grasset,
París, 2002. Véase “Flamme bourgeoise, cendre prolétarienne”, Le Monde
diplomatique, marzo de 2002.
(2) Terra Nova, “Gauche: quelle majorité électorale pour
2012?”, 10 de mayo de 2011.
(3) Véase Rick Fantasia, “La figura del trabajador regresa a
la política estadounidense”, Le Monde diplomatique en español, noviembre de
2024.
(4) Sud Radio, 8 de noviembre de 2024.
(5) El 25 de noviembre, los resultados —todavía incompletos—
señalaban que Harris había obtenido 74,5 millones de votos (frente a los 81,3
millones recabados por Biden en 2020), y que Trump había pasado de conseguir
74,2 millones de papeletas en 2020 a 77 millones en 2024.
(6) Carine Fouteau, “Et maintenant, un ‘cinglé’ fascisant
aux manettes du monde”, 6 de noviembre de 2024, www.mediapart.fr
(7) Véase Serge Halimi y Pierre Rimbert, “Un periodismo de
guerras culturales”, Le Monde diplomatique en español, marzo de 2021.
Serge Halimi es
consejero editorial del director de la publicación. Fue director de Le Monde
diplomatique entre 2008 y 2023.
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