La lección ucraniana
En Ucrania, con todos sus problemas, hay un sistema de contrapesos, de pluralismo institucional, que no existe en el sistema ruso de tipo autocrático
La victoria de un cómico judío en las elecciones presidenciales de Ucrania pone una rara nota de optimismo en esa parte del continente. Una vez más el pueblo ucraniano ha dado una lección de vitalidad, sentido común y rebeldía. Una lección democrática. Digo “una vez más” porque eso ya ocurrió en 2014 con la larga y tenaz revuelta del Maidán.
Sí, aquello fue, geopolíticamente hablando, un golpe de estado atlantista, un cambio de régimen auspiciado por la OTAN, Estados Unidos, Alemania, Polonia y otros de la UE, para apartar a Ucrania de la esfera de influencia rusa e integrar al país y sus recursos en la esfera de Euroatlántida. Pero también fue algo más: un formidable movimiento popular contra la corrupción y por la soberanía nacional.
Aquello dejó de lado a muchos ucranianos, regiones enteras, y propició una guerra civil en el Este del país, aun hoy en pie de guerra con el apoyo de Rusia, pero aquí no estamos hablando de los resultados, ni de la geopolítica, sino de impulsos populares. Y en aquella extraña mezcla de operación atlantista de cambio de régimen y revuelta popular, el impulso popular fue genuino: echar a un gobierno oligárquico y corrupto.
Ese es el impulso que explica las elecciones del domingo en las que el cómico Volodimir Zelensky batió, con el 73% del voto, al oligarca Petró Poroshenko, el hombre que Washington y Berlín auparon al poder tras el golpe/revuelta de 2014. Todo esto puede parecer un galimatías desde Europa occidental, pero desde Rusia tiene una lectura inequívoca: cae una administración y es sustituida por otra. El jefe del Estado es derrocado por el voto popular.
“La derrota de Poroshenko puede interpretarse desde el Kremlin como un fracaso sistémico: no pueden aceptar que la caída de un líder y el acenso de otro como resultado de unas elecciones muestre la vitalidad del sistema”, dice la politóloga liberal rusa Lilia Shevtsova. “Los ucranianos conquistaron el derecho de elegir a sus líderes, tienen derecho a equivocarse al votar y a corregir sus equivocaciones votando de nuevo”, dice.
Y otra diferencia con Rusia es que el nuevo presidente ucraniano, que inaugurará su mandato en junio, no será el único centro de poder del país. Habrá que ver qué mayorías se forman en las elecciones a la Rada (Parlamento) en julio, y quién es su primer ministro. Es decir: en Ucrania, con todos sus problemas, hay un sistema de contrapesos, de pluralismo institucional que no existe en el sistema ruso de tipo autocrático.
En ruso y en ucraniano, pueblo se dice igual: narod, pero en ucraniano el término contiene caracteres y rasgos de una cultura política indudablemente emparentada pero muy diferente de la rusa. No hay contradicción. Ocurre en las familias, donde hermanos físicamente parecidos pueden presentar caracteres muy diferentes.
Mientras los héroes de la historia secular rusa son zares, generales y políticos, gente de Estado e Imperio, como Pedro el Grande, Catalina II o el general Kutúzov, en Ucrania aparecen personajes de una épica completamente diferente; atamanes cosacos, hombres libres “republicanos” cargados de ideales y actitudes libertarias, vinculados a la lucha por una vida libre en proto-estados y territorios de los límites de una estepa infinita (Ucrania significa, precisamente, algo así como “en el límite”, “junto a la frontera”) y en quijotesca lucha contra adversarios mucho más poderosos. Figuras como el cosaco Mamai, que luchó contra la Orda de Oro en el siglo XIV, Bogdan Jmelnitski, caudillo enfrentado sucesivamente a turcos, polacos y rusos.
En la Galería Tetriakov de Moscú hay un cuadro del gran pintor ruso Iliá Repin, “Los cosacos de Zaporozhia escriben al Sultán”,( el cuadro de arriba) se titula, que expresa ese desafío libertario al poder instituido, lleno de desparpajo y fraternidad. No es historia, es presente. Tanto en el Maidán de 2014 como en las elecciones del domingo, aparece ese espíritu popular contra la corrupción, la injusticia y la oligarquía. (1)
Votando a Zelensky, los ucranianos (300 euros de salario medio, por debajo de los chinos) han arrebatado la conducción de su país a Poroshenko que mantuvo a Ucrania en los primeros puestos de la lista de países más corruptos del mundo. De nada ha servido el fuerte mensaje nacionalista ucraniano de éste: “ejército, lengua y fe”, hacer de la confrontación con Rusia el eje de su acción de gobierno, lo que le asegura el apoyo euroatlantista de Washington y Bruselas.
Siendo el antisemitismo un componente histórico del nacionalismo ucraniano (Poroshenko rehabilitó y glorificó a los héroes colaboracionistas con los nazis de Ucrania Occidental y prohibió las referencias a la victoria del ejército soviético sobre los nazis en la Segunda Guerra Mundial), y siendo la extrema derecha tan activa en el país, resulta esperanzador que la ciudadanía no se haya dejado arrastrar por ese pardo impulso nacionalista institucional y haya optado por un masivo voto de protesta a favor de un candidato crítico, dispuesto a retomar el diálogo con Rusia y que ha puesto algunas exigencias sociales en el primer plano.
Naturalmente que nada de todo eso es una garantía de cambio. Puede que Zelensky sea una marioneta de otros magnates enemigos de Poroshenko, el famoso Igor Kolomoisky, también judío y residente en Israel, como simplifican algunos medios rusos, pero lo que aquí se apunta es otra cosa: una vitalidad cívica, un impulso decidido de echar al mal gobierno, y, sobre todo, la posibilidad de que ambas cosas sucedan dentro del sistema institucional existente. Rusia, donde desde Gorbachov el gobierno nunca ha sido soltado de las manos de lo que se llama “partido del poder”, está aún lejos de todo eso. Y esa es una diferencia muy significativa.
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