Burt Lancaster, lo más rojo de Hollywood (*)
por Pepe Gutiérrez-Álvarez
Jueves, 13 de Junio de 2013 16:00
En los años 50-60, fuimos muchos los que encontramos en la pantalla
otros mundos y otros referentes, incluso en lo personal. Burt Lancaster
un referente excepcional, alguien muy especial…
Para
mi generación, la que nació en la larga posguerra, y ya era mayor
cuando llegó la caja tonta, el cine fue en muchos casos, un auténtico
hechizo. Nos lo metimos en vena, y no hemos querido desengancharnos, más
bien lo contrario. Hemos aprovechado el video y el DVD para rememorar
los recuerdos hasta el punto de que vemos con benevolencia películas
mediocres que antaño nos sedujeron. A esta fascinación ayudaron muchos
componentes –todo el ruido de las películas, los carteles, los
programas, la sala oscura, el “estar dentro” de un mundo paralelo. etc-, y sin duda uno de estos atractivos fue el star system
por mucho que. Con el paso del tiempo, lo asumimos con cierta crítica e
ironía, pero no con menos pasión, al menos en los casos más arraigados,
con actores a los que nos unía afinidades que podría explicar bien un
psicoanalista.
Ni
que decir tiene, en mi infancia y juventud me gustaban todas las
películas, y los héroes y heroínas me parecían gente de otro planeta, lo
cual era evidente si te ponías a contrastar los niveles de vida y
libertad de los Estados Unidos y el vertedero moral que era el
franquismo. Con el tiempo, comencé a tener claro que los ídolos de la
pantalla vivían también en el planeta de una imaginación que variaba en
cada película, y que sus preocupaciones no eran en nada parecidas a las
mías. Quizás acabé cultivando una mitomanía
laica que, básicamente, comenzaba y acababa en la sala oscura. Es por
eso que no me afectó mayormente haberme encontrado a Ava Gardner
paseando por París o que François Truffaut me
diera un pisotón en la filmoteca de París: sentí, claro está, alguna
morbosidad, pero no le dí más importancia que le hubiera dado por
ejemplo a encontrarme a alguien que me hubiera sorprendido por algo, por
ejemplo por una parecido sorprendente con un lejano conocido. Es más,
estaba convencido de que la mayoría de ellos no podían ser referentes
personales para nada por más que me satisfaciera que James Cagney fuese
un antifranquista notorio, que Gary Cooper hiciera una película
republicana, o que Errol Flynn produjera
una película a favor de la revolución cubana, etcétera. O sea eran
“majos” un poco en la medida en que se acercaban a tal como yo entendía las cosas.
Entre estos ídolos cabría distinguir actores como Gary Cooper, sobre todo en sus últimos western (Tambores lejanos, Solo ante el peligro, El honor del capitán Lex, El jardín del diablo, Vera Cruz,
etc.), pero no sucedió lo mismo con el grueso de su filmografía que me
resultaba un tanto lejana; Gregory Peck por su versatilidad, con
interpretaciones tan inolvidables como la del abogado Atticus Finch en Matar un ruiseñor, que ofendió al régimen franquista por encarnar en Behold a Pale Horse
(1964) a un trasunto de “Quico” Sabater, una de las cumbres del
“maquis” anarquista, pero al que me cuesta perdonarle el haberle puesto
“rostro humano” al fascistón general McArthur. Algo similar me sucede
con Kirk Douglas, otro que
encaja en mi época, que fue nada menos que Espartaco para recordar que
la lucha contra la esclavitud seguía siendo actual, amén del vaquero con
inquietudes claramente anarquistas de Los valientes andan solos (Lonely are the Brave, 1962).
Esta última fue una iluminación precoz, intuida cuando apenas sí sabía
de que iba, una intuición confirmada cuando descubrí que estaba basada
en una obra de Edward Abbey, pero a veces lo encontré sobreactuado, y
tampoco le perdonó su deriva del general Markus, el primer alto mando
del ejército sionista ocupante en la infame y mediocre, La sombra de un gigante (Cast a Giant Shadow, 1966)..
En
la infancia habría citado sin dudarlo nombres entonces mágicos como los
de Stewart Granger, Robert Taylor, y sin duda a Burt Lancaster, quizás
los tres rostros más emblemáticos del gran cine de aventuras en
technicolor, pero por encima de todos escogería sin dudarlo a Burton
Stephen Lancaster conocido por Burt Lancaster (Nueva York, 1913-Los
Ángeles, 1949), y las razones habría que buscarlas en una singular suma de elementos que no tenían los demás.
El primero es la coincidencia, mi época naciente de cinéfilo es plenamente coincidente con la del actor, comenzando por el detalle menor de que la película que le llevó a la fama, Forajidos (The Killers),
fue rodada por Robert Siodmak el año de mi nacimiento, y que en ella
comió de la mano de Ava Gardner que sin ser mi primera dama, ocupa un
espacio especial en mi particular imaginario femenino, sobre todo
después de ver La noche que no se acaba, de Isaki Lacuesta.
Al hablar de cronología lo hago también de un seguimiento en el que las distintas
fases del actor-productor me tuvieron como un espectador seducido de
manera que no sabría decir una cifra aproximada de las veces que he
visto algunas de sus películas más importantes.
También
tuvo mucho que ver su biografía, mucho más atrayente que la de otros
actores, Burt venía de los de abajo, y nunca pareció renunciar a sus
orígenes. Leí en alguna parte que nació en los sótanos de un local del
sindicato de correos del IWW, el “Industrial Workers of the World” o sea, los Trabajadores Industriales del Mundo, también conocidos como los "Wobblies" (los míos en el imaginario),
en el que militaba su padre, trabajador de correos. El barrio era
conocido como el Harlem español o chicano, pero a Burt le sonrió la
Diosa Fortuna convirtiéndolo en un atleta consumado. A los 9 años
conoció en un campamento de verano a Nicola Cuccia, hijo de inmigrantes
italianos que sería su colega por todo un tiempo. Nicola pasó a llamarse
Nick Cravat, y se decía que era mudo, pero eso solamente sucedía en las
películas, en realidad era tan
mudo como Harpo Marx, o sea nada. Gracia a su habilidades en el
trapecio comenzaron a trabajar en el circo con el nombre de "Lang and
Cravat" hasta que Burt sufrió un accidente. En la biografía también se
habla de diversos empleos, así como de una participación en la II Guerra
Mundial, en la que actuó también como animador.
Burt
ascendió nada más poner la planta en Hollywood. Fue un actor
autodidacta que se tomó muy en serio el oficio. Desde siempre fue
reconocido como defensor de la causa “liberal” (“rojo” en los EE.UU),
tanto en sus compromisos como por títulos tan radicales como Brute Force
(1947), uno de los mayores logros del “comunista” Jules Dassin, amén de
uno de los clásicos del cine carcelario escrito por Richard Brooks, y
que es un potente alegato libertario contra el orden carcelario que
dibujaba con veracidad la parte fascista de su país Le atribuyeron ideas comunistas, pero el senador Joe McCarthy optó por no acusarle, aunque sí lo hizo con su alter ego,
Harold Hecht, que fue su “descubridor” y con el que creó una
productora. En este cometido, Burt fue uno de los promotores del
neorrealismo norteamericano, de Marty
(1955) que “descubrió” al inmenso Ernest Bornigne y que fue una de las
pocas oportunidades para Betsy Blir, amén de otros títulos, algunos tan
potentes e ignorados como Sweet Smell of Success (1947), estrenada aquí muchos años más tarde como Chantaje en Broadway, fue escrita por el mejor Clifford Odets con Alexander Mackendrick detrás de la cámara. El resultado fue una descripción despiadada de un medio, el de la prensa, sobre el que raramente penetra la mirada crítica.
Durante
bastantes años, Burt presidió la ACLU (American Civil Libertes Unión),
organismo en defensa de los derechos humanos. También tomó parte de la
campaña de los Derechos Civiles, se manifestó contra la guerra del
Vietnam, y que yo sepa, nunca intervino en una producción de la cual avergonzarse. Era bastante
expeditivo en sus opiniones, así cuando William Wyler le ofreció el
papel de Ben-Hur, le preguntó porqué se prestaba a trabajar en semejante
mierda. Cuando se estrenó Aeropuerto
(1970), la productora lo retiró de las ruedas de prensa porque en la
primera declaró que, a pesar de su éxito, (provocó un montón de
secuelas), la película era “una birria”.
Este
es un “currículum” bastante singular que superó la prueba de la ”caza
de brujas” desatada por Joe MacCarthy y la derecha, por lo que Burt se
vino a Europa a rodar El temible burlón (The Crimson Pirate, 1952), una película de aventuras memorable que incide en las líneas maestras e izquierdistas de El halcón y la flecha.
Por lo visto, su director, Robert Siodmak, que hizo con Burt dos joyas
del “cine negro”, dejó dicho que acabó hasta el gorro de su “vedetismo”,
pero lo cierto es que esa no fue una queja generalizada, y también lo
es que Siodmak no hizo luego nada interesante. Estaba claro que Burt no
podía salirse del sistema, por lo tanto trataba sencillamente de ser
coherente siguiendo unos criterios que el mismo definió con estas
palabras: “La vida tiene que ser vivida en los límites de tu
conocimiento y bajo el concepto claro de cómo te gustaría verte a ti
mismo”.
Sus películas de principios de los cincuenta, ya me sedujeron de una vez por todas. Disfruté hasta el delirio con El halcón y la flecha
(1950), y lo volví a hacer en cada visionad, sobre todo desde que
percibí su contenido revolucionario, y el sentido militante de su
personaje Dardo, que pasa del individualismo estrecho al solidario; algo
por el estilo me sucedió con Su majestad de los mares del Sur
(1953), que contribuyó a mi enamoramiento por los “buenos salvajes”
expoliados y embrutecidos por el maldito “American Way Life”; Vera Cruz
(1953), fue uno de los títulos que por aquella época pude ver al menos
tres veces casi seguidas sin el menor agotamiento. Obviamente, en su
momento solamente me importó la aventura, pero como sucedió con Apache, o con el antirracismo de Fugitivos,
(1958) de Stanley Kramer, algo quedó del “mensaje”, que recuerde,
siempre simpaticé con la revolución mexicana, y la única explicación
eran aquellas películas que nos abrían otras ventanas a la vida…
De aquí a la eternidad
(1953), fue una conmoción entre los mayores en la época. Aunque cortada
por la censura más odiada, me planteó un principio de mirada crítica
hacia el nefasto “establishement” militar, y a Deborah Kerr que se
convirtió en mi dama favorita, al menos en lo que se refiere al talento y la capacidad de registros; Apache (1954), influyó más que cualquier otra a mi reconocimiento del valor de la insumisión de los nativos norteamericanos; Trapecio (1956),
significó muchas cosas, primero un mayor conocimiento de su biografía
ya que su pasado cirquense acompañó a esta película en la que aparecía
la Lollo en
su esplendor. Los carteles y los programas perturbaron a los jóvenes
clientes del billar del abuelo. En ulteriores visiones –que siempre te
hacen recordar la primera-, pude entender que había una línea gai
soterrada en la relación de los dos protagonistas…Por cierto, cuando
con el drama de Rock Hudson con el Sida, comenzaron a abrirse los
armarios de Hollywood, se comentó que Burt era bisexual, lo mismo que
Tony Curtis. Lo cierto es que Burt llevó tales inclinaciones
discretamente, se casó tres veces y dejó seis hijos, uno de ellos
adoptado.
Pero
a diferencia de otros actores, el cambio de registro de Lancaster en
los sesenta me pareció tanto o más apasionante que en la década
anterior. Con una particularidad: algunos de los personajes que
interpretó me cautivaron personalmente, o sea, que fueron muy
importantes para modelar mi crecimiento, que se desarrolló bastante a
contracorriente.
En el caso de Vencedores o vencidos, cínica titulación castellana de Judgment at Nuremberg
(1961), el motivo fue otro: me desveló el horror del nazismo, tanto fue
así que por aquellos días leí mi primer libro sobre tal cuestión, creo
que La indagación, la obra
de teatro de Peter Weiss. El régimen no quiso prohibirla porque habría
quedado demasiado en evidencia con una película tan reconocida y
protagonizada por un plantel de actores impresionante. Ya se comenzaban a
filtrar los datos del “judeocidio”, un clamor que los propagandistas
del régimen trataban de negar o al menor diluir (todavía con ocasión del
estreno tardío en TVE de la célebre serie Holocausto,
que abordaba abiertamente el genocidio nazi, el nostálgico escritor
franquista Vizcaíno Casas, incidió en esta actitud en un debate
televisado), de manera que cortaron el metraje a placer.
Por
entonces, yo comenzaba a darme por enterado de estas cosas, de que
Franco contó con el apoyo directo de Hitler y Mussolini (e indirecto de
Churchill), aunque no sabía todavía que en el momento de estos juicios,
la prensa del “Movimiento” trató de que se juzgara también…a las
autoridades republicanas en el exilio. La película me conmovió de pies a
cabeza, y mi reacción espontánea fue identificarme con el fiscal
encarnado por Richard Widmark. Después de sucesivas visiones, todavía
sigo por ahí, echando de menos un juicio como el de Nüremberg contra los
genocidas, estén en España, en Rusia o en los Estados Unidos.
Pero la película que más me influyó en aquel entonces fue El hombre de Alcatraz (1962), cuyo contenido encajaba como un guante con mis preocupaciones. Evoca la dura trayectoria de un convicto (Robert Strout), un
desgraciado violento se rebela ciegamente contra las autoridades, y que
es condenado a cadena perpetua para redimirse; que se esfuerza por
superar el foso carcelario gracias a su tenacidad y su amor por los
pájaros, y me cautivó. Era un ejemplo rotundo de alguien que le da la
vuelta a sus desdichas, y que acaba encontrando otra dimensión en la
vida. No fue hasta la tercera o
cuarta visión que me percibí que se trataba de una película muy larga,
porque en ningún momento me sentí fatigado, claro que por entonces podía
estar muchas horas sin vaciar la orina. Pero ver esta película ya no
era un ejercicio más de un enfermo de cine, era una manera de entrar en
el terreno de mi carácter y de lo que quería ser, alguien que aunque lo
metieran en una celda de por vida, buscaría algo a través de lo que
realizarse.
Sus otras colaboraciones con John Frankeheimer, Siete días de mayo (1964) y El tren
(1965) acentuaron tales afinidades. La primera por cuanto apunta hacia
la existencia de un militar-fascismo en los Estados Unidos (y
coherentemente, Burt interpreta a un fascista en una película
antifascista), la segunda porque se acerca mucho más rigurosamente a lo
que significó el nazismo, y lo que fue la resistencia con un ferroviario
como héroe que lucha por la cultura.
En este cuadro se inscribe su encarnación del pastor místico y sensual de Elmer Gantry (1960), una obra maestra en
la que Burt estuvo implicado desde todos los niveles y que le reportó
uno de los Oscar más merecidos que se recuerda, pero como era de
esperar, aquí se estrenó tarde. Se trataba de una esmerada adaptación de uno de los títulos mayores y más escabrosos de Sinclair Lewis, el autor de Babitt, uno de los mejores retratos de la naturalaza retrógrada de
la burguesía norteamericana, capaz de manejar las empresas más
complejas mientras sigue con una mentalidad religiosa integrista.
Esta fase tan impactante contribuyó a realzar a mis ojos la importancia de El gatopardo (1963), creo que la primera película que no pude esperar que llegara a los cines de barrio por los que me movía.
Esta magistral adaptación marcó un
salto en mi incipiente evolución política, por primera vez me quedaban
claras toda una serie de ideas que había comenzado a conocer, el
marxismo en especial. Aparte de su derroche de inteligencia, de las
grandes escenas, los decorados, las pinceladas sobre el grupo humano, me
subyugó la imponente presencia señorial de Burt Lancaster en un papel
para el que no concibo a nadie más, ni tan siquiera al aristocrático
Laurence Olivier, la película llegaba en un momento en el que su
descubrimiento me llevaría a la exaltación. En aquellos momentos ya
había crecido lo suficiente para comprender que el motor de la historia
era la lucha de clases, que la burguesía iniciaba por entonces su
decadencia, y que lo único que buscaba era mantener sus privilegios
aunque fuese estableciendo un “compromiso histórico” con la burguesía
más ruín. Por entonces ya leía y releía la revista de voluntad marxista Nuestro cine,
y aunque veía de rodillas las películas de John Ford y de Howard Hawks,
no me convencían ideológicamente, y no tuve ninguna atracción por la
idea del “cine por el cine” que blandía como bandera Films Ideal que, para colmo, ni tan siquiera era antifranquista, y en mis cuentas, eso significaba ser cómplice.
No
hay duda de que Lancaster fue consciente de la oportunidad de
participar en una obra artística de alcance superior, y seguramente
también lo era del atraso cultural de los EE. UU donde la obra maestra
de Visconti se estrenó amputada con la mitad de su duración original y
constituyó un rotundo fracaso. Ya con los años pudimos ver el montaje
definitivo en dos partes diferenciadas con largos fragmentos en versión
original subtitulada, toda una cita que nos deparó a mi compañera de
entonces y a mí, dos tardes de domingo seguidas en verdad inolvidables.
En los sesenta, Burt comenzó a gestionar una decadencia desde la que todavía hizo su aporte a unas cuantas obras mayores.
En esta categoría crepuscular entra de pleno Los profesionales
(1966), otra vez con Richard Brooks y con un reparto excepcional para
una historia de exaltación revolucionaria sin idealismos, en
el fondo un alegato a favor de la lucha del pueblo vietnamita con la
revolución mexicana como trasfondo histórico y paisajístico. A
continuación, Burt hizo su última gran aportación al “western” de la mano de Robert Aldrich, La venganza de Ulzana (1972), que venía a ser algo así como la cara más cruel de Apache ya que describe la última resistencia apache como especialmente cruel sin por ello querer desautorizarla. Fue con Aldrich con el que trabajó en un potente modesto pero no por ello menos certero alegato antinuclear en Alerta misiles (Twilight's Last Gleaming,
1977), encarnando a un militar con un tono político verdaderamente
audaz, cuestionando las razones últimas de la guerra de Vietnam, y
mostrando -como por otra parte era característico en Aldrich- una
radical desconfianza hacia el poder y quienes lo representan o sirven. La película fue masacrada por nuestra querida censura.
Burt regresó a Italia por la puerta grande con dos interpretaciones memorables. En una volvió a trabajar con el marxista Luchino Visconti, Confidencias (Gruno di fiamiglia in un interno,
1975), título crepuscular, donde volvió a estar soberbio en el papel de
un solitario profesor que se convierte en voz del propio autor
meditando sobre los cambios operados en su larga vida y en la sociedad
italiana. Se trató de la penúltima obra de Visconti, y fue gracias a un
Lancaster agradecido que Luchino pudo conseguir el capital necesario
para su producción que, como era de esperar, los
distribuidores yanquis consideraron de explotación imposible. En la
otra sobresalió en un papel secundario en el fresco socialista de
Bertolucci, Novecento (1976), que de alguna manera conectaba con El gatopardo, y
que al menos para mí, sería seguramente lo más recordado de este
ambicioso fresco social, por otro lado tan en consonancia con la época.
Aunque
trabajó en varios proyectos más, Burt consiguió una despedida a su
medida de la mano de otro realizador europeo, Louis Malle, con Atlantic City
(1980), donde da vida al viejo gangster Lou Pasco, un viejo canalla
consciente de que la vida se le acaba, y que disfruta con deleite de la
visión furtiva de los pechos de una primeriza Susan Sarandon. Todavía estuvo a punto de encarnar al viejo conservador Ambroce Bierce convertido al final de su vida en un voluntario a favor de la revolución siguiendo al ejército de Pancho Villa en Viejo gringo (Old Gringo,
1989), pero las compañías de seguro se negaron a firmar sus pólizas, y
fue sustituido por Gregory Peck, que estuvo tan memorable como sin duda
lo hubiera estado Burt de haberlo hecho.
Falleció
de un ataque cardiaco, y según declaró Alain Delon “iba en silla de
ruedas, estaba parcialmente paralizado”, de manera que tuvo el tipo de
muerte que él hubiera deseado (…) la muerte le ha supuesto un cierto
alivio, ya que en estos últimos cuatro años ha sufrido mucho”. Alguien
recordó que en uno de los cuadernos de Giusseppe Tomasi di Lampedusa,
este anotó la siguiente cita de Thomas Carlyle. “Nuestra vida está
delimita por dos silencios: el silencio de las estrellas y el de las
tumbas”.
Lancaster
murió en un tiempo en que reinaban canallas integrales, de mala gente
que interpretaban por lo habitual héroes violentos cuyo único objetivo
era escalar en una cima social cada vez más escandalosamente
privilegiada, y de “actores” de la estirpe neoliberal, como Silvestre
Stallone, Arnold Schwarzenegger o Bruce Willis, entre otros y otras.
Recuerdo que hasta entonces, había sido una revista de inequívoca
trayectoria “liberal” como Fotogramas,
publicó una extensa lista de entrevistas con estrellas que al mismo
tiempo eran grandes fortunas entre la que también puedo citar a Sandra
Bullock y al escritor Tom Clancy, y en todas ellas el mensaje era el
mismo: todos pagaban demasiados impuestos. La Bullock hasta proclamaba
que lo que ganaba haciendo –pésimas- películas, se
lo merecía. Un tiempo desde el que uno no podía por menos que pensar
que después del tiempo de los leones había llegado el de las hienas,
dicho sea con el mayor respeto por las hienas. Ni que decir que esta
panorama no hizo más que reforzar más aún mi aprecio por la leyenda de Burt Lancaster, y claro está, por aquellas grandes títulos que, en muchos casos, para mí fueron mucho más que cine.
(*) Esta trabajo estaba en principio destinado a ser un capítulo de mi libro, Lo que aprendí del cine, publicado en La Cosecha anticapitalisla, la editorial virtual de Kaos.
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