viernes, 14 de octubre de 2022

El franquismo y la academia .

El franquismo y la academia

El sabio, el tuerto y la esposa del diablo


 | 14/10/2022 | España

Fuentes: Ctxt [Foto: Unamuno sale de la Universidad de Salamanca tras su enfrentamiento con Millán Astray en octubre de 1936]


Suele decirse que el grito de “Muera la inteligencia” lanzado por Millán Astray contra Unamuno en Salamanca fue un exabrupto o una irreflexiva salida de tono. Más bien resultó ser el anuncio de un programa de depuración

El viejo estaba allí. Y habló. Vaya, ya lo creo que habló. Dijo lo que nadie más se atrevió a decir. Y lo dijo bien. Entre el público estaba el tuerto, a quien además le faltaba un brazo. Echaba chispas, el tuerto. Dicen que ese día gritaba mucho. Daba golpes y gruñía como una mala bestia. Se lo llevaban los demonios escuchando al viejo. Había un obispo catalán, el primero que escribió que todo aquello era una Cruzada, que la Ciudad de Dios combatía a la Ciudad del Diablo. Pero allí estaba la esposa del diablo. La llamaban la Alta Dama o la Alta Señora. Al final el viejo tuvo que agarrarse del brazo de la Señora para que no lo linchasen allí mismo. Su marido, en cambio, no tendría tanta clemencia. Pero ya llegaremos a eso.

Conocemos a los personajes. Conocemos los hechos. Sabemos cómo empieza y cómo termina esta historia. El viejo (o el sabio) se llamaba Miguel de Unamuno. Era rector perpetuo de la Universidad de Salamanca, pero el título solo le iba a durar unas semanas. El tuerto (o el manco) era José Millán-Astray y Terreros. Todavía hoy muchos lo conocen por ser el fundador de la legión. Muy pocos, en cambio, saben que también fue el fundador de Radio Nacional de España. La mujer es María del Carmen Polo y Martínez-Valdés, aunque ese nombre a esas alturas nos dice muy poco. Durante los cuarenta años que siguen será conocida como Carmen Polo de Franco. O “la collares”. O, sencillamente, la Señora.

Se ha escrito mucho sobre aquella mañana del día de la Hispanidad (todavía Día de la Raza). Es una de esas leyendas de la Guerra Civil que se han contado tantas veces que casi han perdido su significado. Aunque quizás por ello mismo convenga recordarla.

12 de octubre de 1936. La Guerra Civil apenas cumple su cuarto mes. Las tropas sublevadas contra el Gobierno de la República avanzan rápido. Unas semanas antes, el 28 de septiembre, el general africanista Francisco Franco ha sido nombrado en Salamanca Jefe de los ejércitos “Generalísimo”. A partir de esa fecha la ciudad será sede de su cuartel general, la primera capital (más tarde lo será Burgos) del bando fascista. La celebración del descubrimiento de América, Fiesta de la Raza, ha de ser por tanto por todo lo alto. Salamanca ya ha dejado de ser la primera universidad del país, pero todavía mantiene un prestigio y una influencia determinantes, en gran medida debido precisamente a la figura de Unamuno. Sin caer en la exageración, el viejo es con diferencia el intelectual más respetado en España. Anda por los setenta y dos años y ha visto ya varios cambios de régimen. El sabio ha vivido las guerras carlistas. Tres veces ha sido rector de la Universidad de Salamanca y en dos ocasiones ha sido destituido por razones políticas. Pronto va a sumar la tercera. Resumiendo mucho: le gustaba meterse en líos. Sin importarle el color del gobierno, siempre ha sido incómodo para el poder. Ha conocido el destierro por injurias al rey Alfonso XIII y por insultar a Primo de Rivera (“fantoche real y peliculero tragicómico”). También ha contribuido como pocos a la caída de la monarquía, hasta el punto de proclamar desde el balcón del Ayuntamiento la llegada de la República el 14 de abril de 1931. Comenzaba, según sus palabras, “una nueva era y termina una dinastía que nos ha empobrecido, envilecido y entontecido”.

Desde aquel día ha llovido mucho. El sabio no oculta ahora su decepción por la marcha de la República ni su desprecio visceral hacia el presidente Azaña (“Cuidado con Azaña, es un escritor sin lectores y será capaz de hacer una revolución para tenerlos”). Y sí, Unamuno se contradecía a sí mismo unas nueve veces al día y rara vez se casaba con nadie. Hasta ese momento, no obstante, Franco y el resto de militares sublevados no pueden estar más contentos. El cerebro más reconocido del país les daba su apoyo. Con matices, claro. Unamuno siempre fue incómodo. Lo iba a demostrar una última vez, aunque a cambio descubriría que, a diferencia de lo ocurrido en los años veinte, lo que llegaba con Franco no era una segunda versión de la dictadura de Primo de Rivera. Posicionarse en su contra no se resolvía con cuatro meses de destierro en Fuerteventura.

Pasemos ahora al escenario. Paraninfo de la Universidad de Salamanca. Filas a rebosar. Se conservan las imágenes de ese día. Falangistas, soldados, personalidades, catedráticos. Era un acto protocolario, pero importantísimo. A nadie se le escapa la necesidad de contar con el respaldo del mundo académico. Y las palabras del viejo con cara de búho contaban mucho, dentro y fuera de España.

Y sin embargo, nada va a seguir el guión previsto.

Tras la misa de rigor, llega el acto académico. Todo está preparado para el espaldarazo definitivo al alzamiento. No vamos a aburrirnos con los discursos. La secuencia sigue así. Primero le toca el turno a Unamuno. Es un saludo de cortesía. Dice que prefiere no hablar: “Me conozco cuando se me desata la lengua”. Le siguen el catedrático José María Ramos Loscertales, el dominico Vicente Beltrán de Heredia, el catedrático Francisco Maldonado de Guevara. Cierra las charlas el presidente de la comisión de Cultura y enseñanza, José María Pemán. Las dos primeras intervenciones siguen los cauces esperados. Unamuno escucha sereno la chatarrería verbal de la época: loas a España, vivas al Caudillo, denuncias del marxismo, la masonería, el judaísmo, el bolchevismo. Cuando llega el discurso de Maldonado de Guevara, los ánimos de la audiencia andan desatados. Lo que se escucha a continuación rompe incluso la escala de la estupidez. Maldonado habla de catalanes y vascos como “cánceres en el cuerpo de la nación” que “el fascismo, sanador de España, sabrá cómo exterminar, cortando en la carne viva, como un decidido cirujano libre de falsos sentimentalismos”. El público, lejos de horrorizarse, rompe en gritos. Se oyen los “vivas” de Millán Astray. Los falangistas aplauden extasiados.

Francisco Franco y Millán Astray en un acto de la Legión en 1926.

Foto: Francisco Franco y Millán Astray en un acto de la Legión en 1926.

Es entonces, cuentan los testigos, cuando a Unamuno le cambia la cara. El anciano aprieta las manos. Se busca en los bolsillos. Allí encuentra una carta de Enriqueta Carbonell, esposa de Atilano Coco, pastor protestante detenido en los primeros meses de la guerra. Unamuno se había llevado la carta para entregársela a Carmen Polo y tratar de conseguir que la petición de clemencia llegue hasta Franco. Ahora, nervioso, toma el papel y garabatea en el reverso algunas anotaciones. Escribe: “Guerra incivil”. Escribe: “Catalanes y vascos”. Escribe: “Vencer y convencer”. Escribe: “Cóncavo y convexo” (esto último no lo llegó a utilizar). Cuando José María Pemán termina su discurso, el todavía rector de Salamanca se pone de pie. Las palabras que siguen varían según las fuentes. La versión que da Andrés Trapiello en Las armas y las letras es, tal vez, una de las más completas. Según Trapiello, el silencio que se hizo fue profundo.

“Estáis esperando mis palabras. Me conocéis bien y sabéis que soy incapaz de permanecer en silencio. Callar, a veces, significa mentir, porque el silencio puede interpretarse como aquiescencia. Había dicho que no quería hablar, porque me conozco; pero se me ha tirado de la lengua y debo hacerlo. Se ha hablado aquí de guerra internacional en defensa de la civilización cristiana; yo mismo lo he hecho otras veces. Pero no, la nuestra solo es una guerra incivil. Nací arrullado por una guerra civil y sé lo que digo. Vencer no es convencer y hay que convencer sobre todo, y no puede convencer el odio que no deja lugar para la compasión; el odio a la inteligencia, que es crítica y diferenciadora, inquisitiva, mas no de inquisición. Quisiera comentar el discurso (por llamarlo de alguna forma) del profesor Maldonado. Dejemos aparte el insulto personal que supone la repentina explosión de ofensas contra vascos y catalanes. El obispo, quiera o no, es catalán, nacido en Barcelona, para enseñaros la doctrina cristiana, que no queréis conocer, y yo que, como sabéis, nací en Bilbao, soy vasco y llevo toda mi vida enseñándoos la lengua española, que no sabéis. Eso sí es Imperio, el de la lengua española, y no…”

Llega en ese momento la interrupción de Millán Astray. El tuerto se levanta. Comienza a golpear la mesa con su única mano y grita: “¿Puedo hablar? ¿Puedo hablar?”. Hecho una furia, culmina su discurso con el lema de la legión: “¡Viva la muerte!”. La audiencia jalea. Unamuno prosigue:

“Acabo de oír el grito necrófilo y sin sentido grito de ¡Viva la muerte! Esto me suena lo mismo que ¡Muera la vida! Y yo, que me he pasado toda la vida creando paradojas que provocaron el enojo de los que no las comprendieron, he de decirles, como autoridad en la materia, que esta ridícula paradoja me parece repelente […] ¡Y otra cosa! El general Millán Astray es un inválido. No es preciso decirlo en un tono más bajo. También lo fue Cervantes. Pero los extremos no sirven como norma. Desgraciadamente hay hoy en día demasiados inválidos en España. Y pronto habrá más, si Dios no nos ayuda. Me duele pensar que el general Millán Astray pueda dictar las normas de psicología de las masas. Un inválido que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes, que era un hombre (no un superhombre) viril y completo a pesar de sus mutilaciones, un inválido, como dije, que carezca de esa superioridad del espíritu, suele sentirse aliviado viendo cómo aumenta el número de mutilados alrededor de él.”

Se produce en ese instante la segunda y definitiva interrupción del legionario, quien suelta su frase: “Muera la inteligencia”. Hay quien dice que sus palabras fueron otras: “¡Mueran los intelectuales!”. O tal vez: “Si la inteligencia sirve para el mal, muera la inteligencia”. O tal vez: “¡Muera la intelectualidad traidora!”. Para algunos apólogos, la misma idea expresada de otras formas resulta de algún modo menos brutal. Al oírle Unamuno se enerva y llegan sus palabras finales, minutos antes de que el acto termine prácticamente a golpes.

“Éste es el templo de la inteligencia, y yo soy su sumo sacerdote. Vosotros estáis profanando su sagrado recinto. Yo siempre he sido, diga lo que diga el proverbio, un profeta en mi propio país. Venceréis, pero no convenceréis. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis, porque convencer significa persuadir. Y para persuadir, necesitáis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil pediros que penséis en España”.

De nuevo tenemos para esto casi tantas versiones como testigos. Hay quien dice que el viejo salió casi en volandas, perseguido por los falangistas. En los últimos años, una serie de historiadores ha negado que Unamuno corriera peligro. Lo cierto, sin embargo, es que incluso una versión tan poco sospechosa de izquierdismo como la que daba el propio Millán Astray días después de lo ocurrido refleja la atmósfera reinante:

“Al terminar, la Señora del Jefe del Estado salía sola y entonces me dirigí al señor de Unamuno y le dije: “Señor Rector: dé usted el brazo a la Señora del Jefe del Estado y acompáñela hasta la puerta a despedirla”. Él así lo hizo. Yo fui detrás. Luego supe que los estudiantes jóvenes y principalmente los falangistas, si no hubiese sido por haber ido dando el brazo a la Señora del Caudillo e ir yo detrás de ellos, quizás hubiesen tomado alguna medida violenta contra el señor Unamuno.”

Normalmente aquí suele terminar el relato. La verdadera historia, en cualquier caso, comienza en este mismo punto. Es el fin del viejo. Esa tarde, cuando acude a su tertulia en el Casino, sus compañeros le dan la espalda y lo insultan. Un día después, 13 de octubre, el Ayuntamiento aprueba su destitución como concejal. El 14 de octubre, el claustro de la Universidad de Salamanca decide retirarle la confianza. Es el mismo claustro que en enero de ese año había propuesto a Unamuno como candidato al premio Nobel de literatura. El 18 de octubre es cesado oficialmente. En palabras de su biógrafo, Jon Juaristi, el ya ex rector se convierte en prisionero de Salamanca. No vuelve a poner un pie en la calle. “He decidido no salir ya de casa desde que me he percatado de que al pobrecito policía esclavo que me sigue –a respetable distancia– a todas partes, es para que no escape –no sé adónde- y así me retenga en este disfrazado encarcelamiento como rehén de no sé qué, ni por qué ni para qué”.

En cuestión de semanas sus amigos dejan de visitarle. Ser visto en su compañía se convierte en motivo de sospecha. Dos meses más tarde, el 31 de diciembre, día de Nochevieja, hacia las cinco de la tarde, muere en Salamanca Miguel de Unamuno y Jugo, escritor, filósofo, diputado en Cortes, rector perpetuo. Al día siguiente, primero de enero, se reúnen en un velatorio los mismos catedráticos y falangistas que lo habían defenestrado. Estos consiguen apropiarse del féretro para enterrarlo como si fuera uno de los suyos. Ese día el nieto del ex rector salía corriendo mientras gritaba a sus padres: “Se llevan al abuelo, a tirarlo al río”.

La depuración

Todo esto lo cuenta el historiador Jaume Claret Miranda en su libro El atroz desmoche. La destrucción de la Universidad española por el franquismo, 1936-1945En realidad, el incidente de Salamanca es apenas una de las muchas cosas, ni siquiera la más grave, de las muchas que se detallan en este libro. Con una bibliografía y una documentación que solamente se puede considerar abrumadora, Claret Miranda recorre un episodio silenciado y oculto durante décadas, nunca antes contado en su totalidad. Su libro, basado en la tesis del autor, es estudio minucioso y pormenorizado, universidad por universidad, centro por centro (Salamanca, Valladolid, Zaragoza, Santiago de Compostela, Oviedo, Sevilla, Granada, Barcelona, Madrid, Valencia y Murcia), de un exterminio intelectual: el plan de liquidación de cualquier rastro de disidencia por parte del régimen de Franco.

Como escribe en su prólogo el historiador Josep Fontana, el choque entre Millán Astray y Unamuno posee un valor metafórico. “Cuando se habla del ‘¡Mueran los intelectuales!’ que José Millán Astray pronunció el 12 de octubre de 1936 en Salamanca se suelen interpretar sus palabras como el exabrupto de un militar temperamental. Lejos de ello, representaban la expresión sincera de un punto fundamental del programa de los sublevados de 1936”.

Al recordar el incidente corremos el riesgo de quedarnos con una imagen banal o caricaturizada de Millán-Astray, la de un malvado de cartón piedra, un villano de opereta que grita y bufa como un mastín enloquecido. A ello contribuyen sin duda sus discursos exaltados, su sangriento historial y su imagen poco menos que siniestra. Su biógrafo, Luis E. Togares, quien no se esfuerza demasiado en disimular la admiración que le suscita el personaje, lo describe así: “Su imagen, de uniforme, tuerto y manco, con el pecho repleto de condecoraciones, la mirada fría de su único ojo, como perdida, y la tez cetrina y cadavérica, resultaba la misma imagen de la muerte en combate, la imagen subyugante de la guerra”. No obstante, según cuenta el libro de Togares, quizás la mayor contribución de Millán Astray a la historia de España no sea ni su enfrentamiento con Unamuno ni la fundación de la Legión, sino el apoyo decidido al nombramiento de Franco como jefe de los Ejércitos. El Polifemo del Rif (según el terriblemente cursi apodo que acuñó la prensa franquista) hizo todo lo posible por promocionar a su viejo compañero de batallas en África. Como insiste Fontana, no está de más recordar que pocas semanas después del episodio en Salamanca, Franco nombró a Millán Astray jefe de la Oficina de Prensa y Propaganda, y que ya unas semanas antes el tuerto había sugerido la inserción obligatoria en todos los periódicos del lema “Una Patria, un Estado, un Caudillo”, copia casi literal del Ein Volk, ein Reich, ein Führer de Hitler.

El Día de la Raza no fue la única vez que Millán Astray habló de acabar de raíz con todo rastro de disidencia. Lo haría de nuevo una semana más tarde, el 18 de octubre, escribe Jon Juaristi, durante la inauguración de un cuartel de requetés, “amenazando con fulminar a los intelectuales desafectos a la rebelión”. ¡Muera la inteligencia! no era un grito descontrolado, sino el anuncio exacto de lo que iba a suceder en los años siguientes.

En la universidad, aquello fue llamado “el atroz desmoche”. La expresión se la debemos nada menos que a Pedro Laín Entralgo, uno de aquellos falangistas arrepentidos, quien en su Descargo de conciencia, publicado tras la muerte de Franco (en 1976), afirma: “…se acometía la empresa de la reconstrucción intelectual de España –tan urgente, después del atroz desmoche que el exilio y la depuración habían creado en nuestros cuadros universitarios, científicos y literarios”.

¿Cuántos cerebros fueron desmochados? Poner números a la llamada depuración es tarea imposible. Según Jaume Claret, en cada territorio “la autoridad militar correspondiente, con la colaboración de fuerzas vivas, adoptaba una serie de medidas provisionales en el ámbito educativo con el objetivo de purgar a los elementos republicanos y de izquierdas y devolver el control a los elementos católicos y de derechas”. La purga alcanzaba todos los niveles. Se calcula, por ejemplo, que hacia 1937 ya eran 50.000 los maestros expedientados. Hacia marzo de 1939, el ministro franquista Sainz Rodríguez cifraba en 1.101 los docentes universitarios depurados. Son las estimaciones del régimen. Desde el otro lado, los republicanos en el exilio estimaban que cerca de un 40% del profesorado universitario se vio afectado.

En los discursos de la época, los propagandistas de Franco describen la aniquilación como un pasaje bíblico: “La espada de nuestro caudillo trazó, en un amanecer ardiente de julio, la divisoria entre dos mundos irreconciliables, entre el reinado del error y el imperio de la verdad… Y como en todo trance de creación, nuestra Patria revivió en el alumbramiento de un orden nuevo, el augusto dolor de su gloria y mística maternidad”. Dentro de la universidad, la guerra civil tuvo efectos similares a los de la bomba atómica. A la destrucción inicial habría que sumarle los daños causados por varias décadas de radiaciones. Incluso puede que algunos claustros no se hayan librado todavía hoy de la contaminación. Ello explicaría, en opinión de Josep Fontana, el –digamos– escaso interés hacia este episodio. “¿A qué puede deberse esta diferencia entre la forma en que se ha investigado la tragedia de los maestros y el silencio acerca de lo que sucedió en las universidades? La razón esencial es que la universidad franquista no se renovó después de la transición y optó, para disimularlo, por callar y esconder su pasado”.

Los claustros universitarios, explica Claret, se vieron profundamente afectados tanto por las consecuencias directas –exilio, muerte y represión del profesorado– como por las indirectas –nuevas adjudicaciones de vacantes, interferencias políticas o equilibrios entre los intereses de las familias ideológicas. Todo ello “de resultas de una política que propugnaba la necesidad de entrar a sangre y fuego, sin respeto a nada de lo preexistente”. Como bien resumía desde su exilio mexicano el médico y científico José Puche Álvarez, “lo que se perdió en la guerra no fue sólo un Gobierno, sino toda una cultura”.

El caso de Salvador Vila Hernández

La asepsia de las cifras no permite siquiera asomarse a la tragedia detrás de cada expediente. Los más afortunados perdían el trabajo. Otros acababan en el exilio. Demasiados, en las cárceles o ante el pelotón de fusilamiento. Para comprender la dimensión humana de la pérdida es necesario volver al terreno de las historias. Regresemos por tanto al 12 de octubre de 1936. Conviene recordar, por ejemplo, que el mismo día y a la misma hora que Unamuno se enfrentaba a Millán Astray en Salamanca, en la Universidad de Sevilla el poeta de la generación del 27 Jorge Guillén leía el discurso del Día de la Raza ante el general Queipo de Llano y el Gran Visir de Tetuán, Sidi Ahmed El Ganmia. A Guillén le recomendaron participar en el acto de adhesión al alzamiento para que no prosiguiera la investigación abierta contra él. En agosto de 1936 se le había denegado ya el permiso para asistir a una reunión del Pen Club en Buenos Aires. Finalmente, tras muchos azares, se exilió con su familia a Francia y después a Canadá.

Retrato de Salvador Vila.

Foto: Retrato de Salvador Vila.

Menos suerte tendría Salvador Vila Hernández, rector de la Universidad de Granada al estallar la Guerra Civil. Salvador Vila era un joven catedrático salmantino. Fue un investigador precoz, así como un extraordinario arabista. También fue amigo y discípulo predilecto de Unamuno, a quien tuvo como maestro mientras estudiaba Letras y Derecho en Salamanca. En 1928 había disfrutado de una beca para estudiar cultura árabe en la Universidad de Berlín, donde conoció a su futura mujer Gerda Leimdörfer, procedente de una familia judía, laica e ilustrada, hija del redactor jefe del principal periódico judío de la capital alemana.

Quienes conocieron a Salvador Vila habrían de recordarlo como un hombre “sonriente siempre, y sencillo y bueno”. Era de carácter tímido y tenía un leve defecto de pronunciación en el habla. Eso no le impidió hacerse, en 1935, con la dirección de la Escuela de Estudios Árabes en Granada, y un año después, en 1936, con el rectorado de la Universidad. Tras conocerse la noticia del golpe de Estado, y con la confianza de que el paso del verano calmaría los ánimos, el matrimonio partió a Madrid y a Salamanca para visitar al viejo maestro. De acuerdo con el relato de Claret: “Durante aquellas primeras semanas, Miguel de Unamuno y Santiago Vila pasearon y conversaron por las calles de Salamanca como si nada sucediese a su alrededor”. Uno de aquellos días, el 7 de octubre de 1936, después del almuerzo, “una pareja de la Guardia Civil detenía al joven matrimonio en su casa y los trasladaba a Granada. Alarmado ante el arresto, el maestro trataba en vano de interceder por su discípulo predilecto. Mientras tanto, Salvador y Gerda eran encarcelados por separado en la prisión de hombres y en la de mujeres. Ya no volvieron a verse”.

No es exagerado pensar que la persecución y el arresto de su alumno más brillante cambiaron radicalmente la visión de Unamuno sobre el levantamiento militar de Franco. Esa es la interpretación que hace Jaume Claret y cuesta no asumirla como la más correcta. “El cambio de actitud no respondió a ningún arrebato irreflexivo, sino que venía originado por una lenta evolución a raíz del constante goteo de noticias sobre los excesos represores cometidos por las nuevas autoridades”. En uno de sus cuadernos, el rector de Salamanca apunta lo siguiente: “El que una horda de locos energúmenos mate a un número de ricos sin razón alguna, por bestialidad, no me parece tan grave como el que unos señoritos asesinen a un profesor por suponerle masón”.

En los primeros días de octubre, Unamuno comienza a escribir a las autoridades cartas que no obtienen respuesta. Llegado el momento decide visitar personalmente a Franco en su cuartel general. El todavía rector confía en su autoridad y su prestigio para interceder por sus amigos. Pide clemencia, entre otros, para el catedrático y último alcalde republicano de Salamanca, Casto Prieto Carrasco. Sus palabras apenas son escuchadas. El caudillo no atenderá ninguna de sus peticiones. Es más, puede que, después del altercado con Millán Astray, quedase echada para siempre la suerte de Salvador Vila. Así lo sugiere en su libro Jaume Claret: “No por casualidad, el crimen contra el discípulo se producía poco después de que el general Francisco Franco firmase la destitución de Miguel de Unamuno como rector dentro de las represalias tras el incidente durante la celebración de la Fiesta de la Raza”. La noche del 22 de octubre de 1936, el ya destituido rector de Granada es conducido a Víznar, la misma localidad donde tres días antes era asesinado Federico García Lorca. Allí será fusilado junto con otros veintiocho presos.

“Gerda Leimdörfer no se enteró del asesinato de su marido hasta el 1 de noviembre, y no consiguió ser excarcelada hasta tiempo después, gracias a los buenos oficios del compositor Manuel de Falla.” Para lograrlo, y como si hubiesen vuelto los tiempos del Santo Oficio, “tuvo que abjurar del judaísmo y convertirse al catolicismo. Con un niño de pocos meses, la viuda de Salvador Vila tomaba el nombre de María de las Angustias, virgen patrona de Granada”.

Prisionero en su propia casa en Salamanca, la noticia de la muerte de Salvador Vila no hizo sino añadir amargura a los últimos días de namuno. El 13 de diciembre, dos semanas antes de su muerte, el maestro se lamentaba así en una carta dirigida a su amigo Quintín de la Torre:

“Claro está que los mastines –y entre ellos algunas hienas– de esa tropa no saben lo que es la masonería ni lo que es lo otro. Y encarcelan e imponen multas –que son verdaderos robos y hasta confiscaciones y luego dicen que juzgan y fusilan. También fusilan sin juicio alguno […] Y esto es cosa cierta, porque lo veo yo y no me lo han contado. Han asesinado, sin formación alguna de causa, a dos catedráticos de universidad –uno de ellos, discípulo mío– y a otros. Últimamente al pastor protestante de aquí, por ser… masón. Y amigo mío. A mí no me han asesinado todavía estas bestias al servicio del monstruo […] Qué cándido y que ligero anduve al adherirme al movimiento de Franco.”

La exhibición de atrocidades

El anti-judaísmo en los primeros años de represión franquista no era el único elemento común con el nazismo alemán o la Inquisición española. También lo fue la quema de libros. El 30 de abril de 1939, cuando aún no se cumple un mes del final de la guerra, una pira de volúmenes considerados peligrosos o degenerados arde en la Universidad Central de Madrid. Los nuevos dirigentes, leemos en El atroz desmoche, justificaron las hogueras por “la falsificación, a través del libro escolar, de nuestra historia patria, buscando en el servilismo soviético el modelo más adecuado para infiltrar en la niñez el odio a todo lo nacional, a todo lo católico y espiritual”.

El adjetivo “atroz” (es decir: fiero o cruel) no es gratuito. Difícilmente puede definirse de otro modo lo ocurrido en Santiago de Compostela: la persecución a la que se vieron sometidos los miembros del Seminario de Estudios Galegos (SEG). “Al menos noventa y nueve fueron asesinados, represaliados o se exiliaron.”

Sólo como atroz (es decir: inhumano o enorme) puede describirse el asesinato en Oviedo del rector y catedrático de Derecho Civil Leopoldo García-Alas García-Argüelles. Sus asesinos alegaron que el acusado había asistido a un mitin de Manuel Azaña. La causa última de su muerte, en cambio, no se debía a su ideología ni a su cargo, sino sencillamente al hecho de ser el hijo de Leopoldo Alas “Clarín”, autor de La regenta. El odio de la sociedad tradicional de Oviedo contra aquella novela llegaba a tal extremo que, al no poder descargar su rabia contra el literato (Clarín llevaba muerto desde 1901), la emprendieron contra su hijo y el monumento a su honor. Así lo narra Claret: “Un grupo de jóvenes vestidos con camisa azul, correajes y pistolas colocaban una enorme careta de burro en el busto del novelista y, antes de dinamitarlo, se fotografiaban orgullosos frente a él”.

La exhibición de atrocidades podría dar la impresión de obedecer a una espiral desatada de furia sin sentido. Nada más lejos de la realidad. En el campo de la cultura esa interpretación sería enormemente ingenua. La violencia tenía un triple fin: el castigo para los desafectos, la sumisión de los indecisos y la cohesión de los vencedores. Por esto mismo el período de la “depuración” sería una edad dorada para los delatores. El franquismo, apunta este libro, no sólo necesitaba una universidad sometida, sino cómplice. Al fin y al cabo, casi peor que las ausencias sería lo que vino después, cuando el vacío del exilio, las cárceles y las cunetas pasó a ser cubierto por una legión de arribistas. Detrás de cada sanción, de cada exilio, de cada asesinado, se hallaba un beneficiario. Las cátedras se convirtieron en botín de guerra y premio por los servicios prestados. En la práctica, la consecuencia inmediata para las generaciones siguientes sería una universidad mucho más restringida, además de declaradamente clasista y sexista. El bachillerato universitario se volvía más selectivo, subraya Claret, y la educación superior reducía sus objetivos, “a dotar de una cultura clásica, religiosa y eminentemente española a la minoría selecta de alumnos que han de ir a la Universidad”. Una minoría selecta donde muy pocos tenían cabida, “y menos aún las alumnas, cuyo puesto último, en general, no debe ser la Universidad, sino el hogar”.

Con frecuencia se ha dicho, con admirable capacidad de síntesis, que la Guerra Civil la ganaron los curas y la perdieron los maestros. En el campo de las ideas, el nuevo régimen tuvo como objetivo inicial, a menudo expresado de forma explícita, borrar cualquier rastro del pensamiento crítico y racionalista nacido en la Ilustración, y que por azares históricos en España solo había llegado a eclosionar en los años veinte y treinta del siglo XX. Como dice el historiador británico Eric Hobsbawm, la guerra “encarnaba las cuestiones políticas fundamentales de la época: por un lado, la democracia y la revolución social, siendo España el único país de Europa donde parecía a punto de estallar; por otro, la alianza de una contrarrevolución o reacción, inspirada por una Iglesia católica que rechazaba todo cuanto había ocurrido en el mundo desde Martín Lutero”. El 1 de abril de 1939, cautivo y desarmado el Ejército rojo, el monopolio del pensamiento regresaba a manos de Dios.

Con la nueva era de la Victoria, la Iglesia recuperaba el control de todos los ámbitos educativos. En la escuela su dominio iba a ser absoluto. En la educación universitaria el único rival serio en la disputa del botín iba a ser la Falange, que ya en los años de la República tenía presencia en los campus a través del SEU (Sindicato Español Universitario). Entre los planes para una universidad “falangizada”, el Movimiento Nacional promovía el logro de la “autarquía cultural” (sic). Pero aun así Falange ni pudo ni supo imponerse. Como se recoge en El atroz desmoche: el mismo Franco aclaraba que en España “no hará falta una universidad católica, porque todas nuestras universidades serán católicas y en ellas habrá una enseñanza superior religiosa de carácter filosófico”.

Juan Peset

Foto: Juan Peset

Así, mientras los colegios se llenaban de crucifijos y las facultades de capillas, la persecución de profesores ligados a la República no cesaba. Entre los últimos ajusticiados figura el nombre de Juan Peset Aleixandre, catedrático de Medicina legal y exrector de la Universidad de Valencia. Otro alumno extraordinario, que acumulaba cinco carreras (doctor en Medicina, Ciencias y Derecho, y perito químico y mecánico), y que fue condenado por dos veces a muerte en un simulacro de consejo de guerra. En su defensa, multitud de testimonios aseguraban que hizo lo posible por proteger vidas y edificios en la retaguardia republicana. No sirvió de mucho. A las seis de la mañana del 24 de mayo era fusilado contra el muro del cementerio de Paterna (Valencia). Más de dos mil personas fueron asesinadas allí. La muerte del rector Juan Peset ocurrió en 1941. La guerra, por aquellas fechas, llevaba dos años terminada.

Una ola de estupidez

A partir de 1939 todo intento de modernización pedagógica o democratización de la Universidad era abolido. Las consecuencias, dice Jaume Claret, no sólo no se ocultaban, sino que eran asumidas como un mal necesario: “el desmoche ha sido tremendo porque tremenda era la plaga”. En Barcelona el número de expedientes se volvía gigantesco. Al ser una de las últimas ciudades en caer, “todos los docentes de la Universidad fueron declarados suspensos de empleo y obligados a solicitar el reingreso y la depuración”.

En Madrid, entre los perjudicados partirían al exilio personalidades tan conocidas como Américo Castro o Claudio Sánchez-Albornoz. Julián Besteiro, catedrático de Lógica y ex presidente del Congreso y del Partido Socialista, pagaría con su vida el compromiso con la República. Murió en 1940 en la cárcel de Carmona (Sevilla). Terminada la guerra, y al ser preguntado por sus captores por la localización exacta del Tesoro Nacional, cuentan que Besteiro respondió con un punto de orgullo: “En las cárceles y en los campos de concentración”.

Con el tiempo, más tarde o más temprano, los sectores más aperturistas y lúcidos del franquismo llegarían a ser conscientes del daño causado. Destacan las palabras del primer ministro de Educación Nacional de Franco, Pedro Sainz Rodríguez, quien calificó el éxodo de intelectuales como “uno de los más graves problemas que la Guerra Civil plantea a la cultura española”. Una pérdida, en su opinión, que únicamente podía ser comparada con “la emigración de los afrancesados a raíz de la Guerra de la Independencia”. La suya no era, no obstante, la opinión mayoritaria en su tiempo. En cuestión de tres años el pensamiento había retrocedido a las tinieblas medievales, con el aplauso exaltado de quienes ahora estaban llamados a dirigir la cultura. En Los intelectuales y la tragedia de España, libro publicado en 1937, Enrique Suñer Ordóñez proponía directamente la “extirpación a fondo de nuestros enemigos, de esos intelectuales, en primera línea, productores de la catástrofe. Por ser más inteligentes y cultos, son los más responsables”.

Jaume Claret termina su estudio sobre El atroz desmoche en el año 1945. Es cierto que a partir de esa fecha, tras la derrota de Hitler y Mussolini en la Segunda Guerra Mundial, se atempera (sin llegar nunca a detenerse) el grado de represión ideológica en las aulas españolas. Como ha estudiado entre otros Jordi Gracia en La resistencia silenciosa y antes en Estado y cultura. El despertar de una conciencia crítica bajo el franquismo, la universidad no tardaría en volver a ser en la década siguiente uno de los focos de resistencia contra la dictadura. La razón ilustrada pudo recuperar algo de oxígeno, de forma precaria y escondida, a partir de los años cincuenta. La historia reciente de la universidad española es quizás un relato de claroscuros, pero en la inmediata posguerra la oscuridad era absoluta.

“Cuando nos referimos al yermo franquista siempre tenemos en mente a todos aquellos docentes que se perdieron, pero olvidamos que el yermo real y duradero lo crearon sobre todo aquellos profesores que permanecieron en España y ocuparon las vacantes”, concluye Claret. “Evidentemente, en esta desgraciada herencia hubo excepciones […] Con los años, además, la masificación impidió mantener el control estricto de los claustros, y poco a poco, algunas cátedras se airearon, pero en muchas otras la herencia siguió presente. De hecho, todavía parte de la actual universidad española es más hija de la universidad franquista que de la republicana. No ideológicamente, sino por tradición.”

Casi nadie lee hasta el final estos artículos. Por lo tanto, querido lector o querida lectora, si has llegado hasta esta línea significa que podemos hablar en confianza y compartir alguna confidencia. Resulta tentador que nos preguntemos, por ejemplo, cómo habría sido la universidad española si el proceso modernizador puesto en marcha por la República no hubiera sido ahogado en un charco de sangre.

La próxima vez que oigamos hablar sobre la precariedad de la investigación en España, sobre rectores colocados a dedo que plagian sus trabajos o sobre la falta de prestigio de los campus españoles, podríamos pensar por un momento en Miguel de Unamuno, en Salvador Vila, en Leopoldo García-Alas, en Julián Besteiro, en Juan Peset. O en las palabras que escribió desde el exilio Manuel Azaña. En sus últimos cuadernos se conserva esta nota, escrita en junio de 1939, un año antes de su muerte: “Todas las informaciones que recojo prueban que, sin haberse retirado la ola de sangre, ya se abate sobre España la ola de la estupidez en que se traduce el pensamiento de sus salvadores. El desastre para todo el país, debe ser aún mayor de lo que yo me imaginaba y temía”. En el fondo, las palabras que Millán Astray dirigió aquel 12 de octubre contra Unamuno no habían podido ser más acertadas. “Todo lo ocurrido en España”, escribiría Azaña, “es una insurrección contra la inteligencia”.

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CLARET MIRANDA, Jaume (2006). El atroz desmoche. La destrucción de la Universidad española por el franquismo, 1936- 1945.Barcelona: Crítica.

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Miguel de Lucas es periodista y candidato a doctor en Literatura española e hispanoamericana en la Universidad de Sevilla. En la actualidad trabaja como profesor de Lengua española en el Centro Norteamericano de Estudios Interculturales de Sevilla. 

Para saber más:

GRACIA, Jordi (2004). La resistencia silenciosa. Fascismo y cultura en España. Barcelona: Anagrama.

JUARISTI, Jon (2012). Miguel de Unamuno. Madrid: Taurus.

RABATÉ, Colette y RABATÉ, Jean Claude (2009). Miguel de Unamuno. Biografía. Madrid: Taurus.

ROJAS, Carlos (1995). ¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte! Salamanca, 1936. Barcelona: Planeta.

TOGORES, Luis E. (2004). Millán Astray. Legionario. Madrid: La esfera de los libros.

TRAPIELLO, Andrés (2010). Las armas y las letras. Literatura y guerra civil (1936-1939). Barcelona: Destino.

Fuente: https://ctxt.es/es/20170726/Culturas/14186/Ctxt-ministerio-Unamuno-Milan-Astray-Franco-Carmen-Polo-Salvador-Vila-Juan-Peset.htm

jueves, 13 de octubre de 2022

Motivos de la guerra.

 Mas sobre los motivos de la guerra

Rafael  Poch  de Feliu 

En uno de los artículos más interesantes que se han leído hasta ahora sobre la guerra de Ucrania, el joven sociólogo ucraniano Volodymyr Ishchenko tiene el mérito de situar el conflicto en lo que suele describirse como “una perspectiva de clase”. Behind Russia’s War Is Thirty Years of Post-Soviet Class Conflict (jacobin.com) (1)

Ishchenko dice, con muy buen criterio, que sin entender la naturaleza, la economía y la manera de funcionar de las elites postsoviéticas – que no son “soviéticas” ni “real-socialistas”, sino capitalistas – nunca se entenderá este conflicto. Esa incomprensión es la que explica muchos errores en los diagnósticos sobre la guerra. Dejo de lado los de quienes en Occidente ven en la Rusia actual “una especie de Unión Soviética”, entendiendo por esta no la real, sino una URSS por ellos imaginada nacida de las ilusiones y la desesperación de tantos adversarios del capitalismo, pero sin demasiada relación con las crudas realidades de la Unión Soviética realmente existente. En ese ámbito se reduce la invasión de Ucrania a mera respuesta y se diluye su criminal naturaleza.

Entre los más críticos con Rusia, muchos cargan las tintas en el “imperialismo” de Moscú o en la voluntad de restablecer territorial y políticamente espacios de la antigua Unión Soviética. Otros apuntan a las ideologías nacionalistas o euroasianistas que se habrían instalado en el Kremlin (actuar contra eso explicaría el atentado fallido contra un marginal pensador de la derecha nacionalista rusa que acabó con su joven hija en Moscú), y muchos otros, en fin, mencionan, una y otra vez, el fanatismo o la maldad de Putin, dentro de la habitual narrativa infantil- hollywoodense de amplio consumo (la “lucha entre democracia y autocracia”, en palabras de Biden), particularmente popular entre la mayoría de los periodistas del rebaño atlantista. Nada de todo eso sirve para entender lo que ocurre.

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Nota  (1) del blog .-  Este articulo ya fue publicado en el blog como uno de  los mejores que había leído sobre la Rusia actual  )

miércoles, 12 de octubre de 2022

La gran transición . Rusia 1985-2002

                             


Los años perdidos

(Fragmentos de un epílogo ucraniano para la segunda edición de «La Gran Transición. Rusia 1985-2002.)

El 11 de octubre llegará a las librerías una reedición de La Gran Transición. Rusia 1985-2002. El libro se había agotado y editorial Crítica ha decidido reeditarlo. Esta segunda edición incluye un «epílogo ucraniano», del que el siguiente texto es fragmento.





 

Rafael Poch de Feliu

 Han pasado veinte años desde la publicación de La Gran Transición y casi cuarenta desde el inicio del periodo histórico que describe. Cuando escribí ese libro era un joven periodista aun inmerso en la perspectiva mental de una larga vida. Desde aquella posición expliqué el título diciendo que nuestro presente era, “una gran época de cambio y transformación universal”. “Época de cambios”, fue, precisamente, el título de “La Gran Transición” en sus ediciones rusa y china. Hoy, convertido en jubilado y mucho más cerca de la salida del breve recorrido vital que tenemos los humanos, mi principal punto de vista al respecto, lo que retengo al mirar hacia atrás, ya no es el cambio y la “transición”, sino la idea del tiempo perdido.

Si hace veinte años escribía para lectores más o menos contemporáneos de lo narrado, hoy lo que aquí se explica ya es pura historia para la mayoría de los lectores. El paso del tiempo cambia las perspectivas, cada generación reescribe la historia y utiliza el pasado para entender el presente, con mayor o menor fortuna, pero la certeza de la gran ocasión que los humanos dejamos escapar al concluir lo que se llamaba “conflicto este / oeste” con el fin de la guerra fría, se ha ido colocando estos años en el centro del panorama, con toda claridad. Aquello fue una prueba de madurez para el norte global.

Al cancelarse declarativamente las peligrosas tensiones entre potencias, se abrieron posibilidades para un cambio de mentalidad en las elites políticas y económicas que fuera capaz de afrontar los retos del antropoceno y los grandes dilemas de las relaciones norte / sur. Superar la guerra y la amenaza de destrucción masiva como método y último argumento de las relaciones internacionales, buscar nuevos criterios de seguridad colectiva, abandonar la militarización del espacio, paliar la desigualdad entre grupos sociales y regiones del mundo para hacerlo menos injusto, atajar la superpoblación, y, desde luego, encarar la crisis climática. Esa prueba, el norte global la suspendió estrepitosamente.

El occidente liderado por Estados Unidos continuó aferrándose a su vieja patología imperial. Favorecido por el caos ruso, ocupó simplemente los espacios geopolíticos abandonados por la retirada y disolución de la Unión Soviética, y sembró la ruina y la devastación en media docena de países. En el arco que va de Afganistán a Libia, pasando por Irak, Yemen, Siria y Somalia, se han destruido sociedades enteras en guerras e intervenciones, directas o puntuales, que desplazaron a unos cuarenta millones y han costado la vida a más de tres millones de personas. Se continua con los bloqueos y sanciones contra antiguos y nuevos adversarios. La pretensión de una hegemonía en solitario ha disuelto la diplomacia.

En lugar de emprender la necesaria concertación internacional para afrontar los retos del siglo, las elites globales, y en primer lugar las potencias occidentales, movilizan a sus sociedades para la lucha contra sus rivales geopolíticos. En el gran contexto del relativo declive de la potencia occidental en el mundo y del traslado hacia Asia de buena parte de ese poder, no hay más estrategia que un reflejo de pánico, coherente con el conocido dicho “piensa el ladrón que todos son de su misma condición”. Occidente no imagina que el supuesto relevo chino en el puente de mando pueda ser diferente a la barbarie ejercida por las potencias imperiales occidentales en los últimos doscientos años. Si eso fuera así, solo cabría esperar lo peor, así que la respuesta está siendo rodear militarmente al adversario.

La guerra de Ucrania es, en última instancia, una consecuencia de ese cerco y de esa mentalidad occidental. Las tensiones creadas por la expansión de la OTAN y que servían para justificar la existencia de ese bloque que impide la emancipación del viejo continente, han desembocado en una guerra a la que se responde con más expansión de la OTAN. Una guerra de Rusia, con claras responsabilidades de Moscú, y al mismo tiempo largamente propiciada por la OTAN, tras la que se adivina el pulso contra el poder ascendente de China, a la que Rusia se ha acercado empujada por la lógica de la afirmación de su propia soberanía nacional y autonomía en el mundo. Como todas las partes implicadas en esta lamentable situación son potencias nucleares, el peligro de un desastre planetario es enorme.

La llegada de Putin al poder puso fin a una década de ruina social en Rusia. Con Putin la vida dejó de deteriorarse para la mayoría de los rusos. Por esa estabilización, el Presidente ruso obtuvo un consenso que ha compensado con creces las fechorías y crónicas negras de su gobierno, bien conocidas y profusamente divulgadas en Occidente, pero con la guerra y las devastadoras sanciones occidentales impuestas contra Rusia, las bases de ese consenso van a ser barridas radicalmente.

El propósito de las sanciones no es presionar a Rusia para negociar un arreglo en Ucrania sino, “desmantelar paso a paso la potencia industrial rusa” (Ursula von der Leyen, Presidenta de la Comisión Europea), “poner de rodillas”, “arruinar” y “destruir su economía” (The New Tork Times y las responsables de exteriores de Alemania e Inglaterra,respectivamente) y “que Putin se vaya”, en palabras del Presidente Biden. El objetivo es, por tanto, un cambio de régimen en Rusia, pero son los dirigentes rusos quienes quieren gobernar ese cambio y, desde luego no en el sentido deseado por Occidente, sino en una dirección bien diferente.

En primer lugar las sanciones van a endurecer el sistema político ruso. Amenazado existencialmente, quienes se opongan al régimen serán tratados como “traidores”, advirtió Putin en una declaración realizada menos de un mes después del inicio de la guerra: “Occidente quiere convertirnos en un país débil y dependiente, violar nuestra integridad territorial, fragmentar el país”, dijo. Con ese objetivo se apoyan en la “quinta columna”, esos “traidores nacionales que ganan dinero aquí pero viven allí, no en el sentido geográfico, sino en el mental, de acuerdo con su conciencia de esclavos”. “Esa gente está dispuesta a vender a su madre (…) pero el pueblo ruso sabrá distinguir a los verdaderos patriotas de la escoria y los traidores”. “Una tal depuración solo reforzará a nuestro país, nuestra solidaridad, cohesión y disposición a cualquier desafío”.

En segundo lugar, las sanciones y bloqueos occidentales van a transformar las prioridades de la política económica y de las relaciones económicas y políticas exteriores. Aislada de Occidente por muchos años, Rusia deberá buscarse la vida y la economía fuera de Occidente, hacia China, hacia los BRIC´s, fortaleciendo el polo “no occidental” del mundo. Por imperativo geopolítico, las sanciones obligan a barrer o modificar sustancialmente el neoliberalismo y el capitalismo rentista y parasitario de los oligarcas. Forzarán la introducción de formulas más productivas, más sociales y más autoritarias parecidas a la china.

Estados Unidos y la Unión Europea han hecho lo que nosotros deberíamos haber hecho hace tiempo: nacionalizar la economía de oligarcas: al diablo con su orientación occidental, sus vacaciones en los Alpes y la Costa Azul y sus compras en Milán. Lo único que nos interesa es que inviertan en el país y no exporten su capital a Occidente”, dice el economista Sergey Glaziev que anuncia nada menos que “un nuevo mundo” para 2024.

¿Un nuevo mundo o el principio del fin de Putin y una nueva quiebra rusa? De momento, en los primeros meses de la guerra las sanciones aún se sienten poco en la vida cotidiana y las encuestas de opinión ofrecen un considerable apoyo a la invasión y al Presidente Putin, de entre el 60 y el 70 por cien. Ese apoyo no es firme. “Para nuestra victoria necesitaremos un alto nivel de movilización en la sociedad y en la elite”, pronostica Sergei Karaganov, intelectual orgánico del Kremlin en el ámbito de la política exterior. Si la sociología de las últimas décadas ha dejado algo en claro es que los rusos de hoy ya no son aquella sociedad predispuesta a sacrificar su bienestar y beneficios individuales en el altar de los intereses supremos del estado. Cuando en las encuestas se pregunta a los rusos sobre lo que desean para su futuro, las consideraciones sobre el estatuto de su país como gran potencia y aspectos relacionados siempre están entre las últimas prioridades, claramente por detrás de consideraciones mucho más practicas y pedestres. Naturalmente que con la disolución de la URSS el nacionalismo ruso y la multinacional identidad rusa en un sentido más amplio, han ganado posiciones, pero eso está muy lejos de instalarnos en un universo apasionado y fanático, y en una economía de guerra, de voluntad y movilización tras un caudillo carismático. Pragmatismo y despolitización es lo que caracteriza el tono de la opinión pública rusa. Pragmatismo en el sentido de que ante una realidad insatisfactoria suele ponerse por delante no la idea de actuar para cambiarla, sino la reflexión de si hay una alternativa clara y si el cambio no les llevará a una realidad aún peor. Despolitización en el sentido de que si los dirigentes y el Presidente, han tomado tal o cual decisión es porque tienen razones de peso para ello. Si ese es el contenido, digamos conformista, de los altos apoyos a la invasión y al Presidente Putin en los primeros meses de la guerra, lo más discreto que se puede deducir es que ese consenso es todo menos firme y que está claramente expuesto a la volatilidad de la situación.

¿Cómo reaccionará ese consenso ante las calamidades, carencias, carestías y radicales cambios de vida que se anuncian? ¿Ante el colapso del universo vital de la clase media rusa, ante el posible regreso del “defitsit”, la desaparición de gamas enteras de productos? Las sanciones y el cambio de vida a peor que seguramente traerán consigo, derriban todo aquello por lo que Putin se hizo popular tras las calamidades de los años noventa. ¿Cómo evolucionará el sentir de la juventud? Muchos jóvenes, unos 100.000 en el tercer mes de la guerra, la mayor parte cualificados, abandonan Rusia por temor al reclutamiento militar (ocurre lo mismo en Ucrania, pero en Rusia no hay atisbo de pathos patriótico) y a verse instalados en un regreso a la gris monotonía que conocieron sus padres en los años setenta de la URSS, “con unos líderes envejecidos presidiendo una economía en decadencia, atrapados en una amarga rivalidad con Occidente, basándose en la corrupción y la represión para mantener a las masas a raya”, según la gráfica descripción de un autor anglosajón. ¿Todo esto es así de crudo, o es imaginable, como sugiere Glaziev, que el cambio cardinal de rumbo socioeconómico haga posible una transformación estructural del país que lo encarrile en un crecimiento orgánico y establezca un nuevo contrato social? Sea como sea, las cosas no pueden continuar igual, opina Dmitri Trenin, un conocido politólogo moscovita: “En la guerra de nuevo tipo que Rusia se ve obligada a librar, la divisoria entre lo que en épocas anteriores se llamaba “frente” y “retaguardia” se difumina. En tal guerra, no ya vencer, sino simplemente mantenerse, no es posible si las elitessiguen obsesionadas por un mayor enriquecimiento personal, y la sociedad permanece en un estado postrado y relajado. La «nueva edición» de la Federación de Rusia sobre bases políticamente más sostenibleseconómicamente eficaces, socialmente más justas y moralmente mas sanas, se está haciendo urgentemente necesaria. Hay que entender que la derrota estratégica que Occidente nos está preparando, no conducirá a la paz y la posterior restauración de las relaciones. Muy probablemente, el teatro de la «guerra híbrida» simplemente se moverá desde Ucrania más al este, dentro de la propia Rusia, cuya existencia en su forma actual estará en cuestión”, dice.

Y, finalmente, puestos a preguntar, ¿podemos imaginar algún término medio entre ese desastre y el “radiante porvenir” vaticinado? En cualquier caso, y sea como sea, el cambio de régimen en Rusia puede darse por hecho y será profundo.

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Que el conflicto de Ucrania vaya a ser punto de inflexión geopolítico, forma parte del consenso general, pero ¿cómo y para quién? El primer dato que nos ofreció fue el aislamiento de Rusia. Cuando en la Asamblea General de la ONU se votó la resolución condenando a Rusia por la invasión, solo cinco países, incluida Rusia, votaron en contra, 35 se abstuvieron y 135 apoyaron la reprobación. Pero convertir esa condena en acciones parece ser asunto bien diferente: ningún país sudamericano y africano y ningún asiático, con la excepción de Japón y Corea del Sur se sumó a las sanciones occidentales contra Rusia. Ni siquiera países sobre los que Estados Unidos ejerce una gran influencia, como Israel, Colombia, México, Arabia Saudita o Pakistán. Que la guerra económica contra Rusia sea una cuestión estrictamente de la OTAN, a la que se suman Australia, Nueva Zelanda, Corea del Sur y Japón, informa también del aislamiento de lo que habitualmente se presentaba como la “comunidad internacional”.

Desde su nuevo “concepto estratégico” aprobado en la cumbre de junio en Madrid, la OTAN define a Rusia como “la mayor amenaza directa a la seguridad, paz y estabilidad en el área euroatlántica” (y a China como “amenaza a los intereses, la seguridad y los valores”), pero la llamada encuentra un eco discreto. El mismo mes, las cumbres de los BRIC´s en Pekín o el Foro Económico de San Peterburgo, han demostrado una vitalidad considerable, tratando de vías comerciales, sistemas bancarios y de pagos alternativos independientes del control financiero occidental, alianzas económicas y suministro de energía. Las analogías y prevenciones suscitadas en todo el mundo no occidental por el robo de las reservas del Banco de Rusia en Estados Unidos (300.000 millones), y la utilización policial de los sistemas de pagos internacionales, fomentan una estampida del dólar y la creación de un Fondo Monetario Internacional para los BRIC´s.

Con la presente guerra aumentan significativamente los síntomas de una secesión del Gran Sur Estratégico con respecto al Occidente ampliado, representado por un G-7 cada vez menos capaz de dictar sus reglas al resto del mundo. Las condiciones para ese proceso se desprenden, de dos aspectos fundamentales.

En primer lugar, del factor de la ascendente potencia china, cuya economía, capacidad crediticia e importancia comercial ya se ha hecho suficientemente grande como para presentar alternativas a muchas relaciones y suministros, incluida la alta tecnología, que antes eran monopolio occidental. Ese peso específico de China hace que su posición en el conflicto, subrayando el respeto a la soberanía e integridad territorial de Ucrania y al mismo tiempo identificando una seguridad contra Rusia y a expensas de Rusia en Europa como la raíz del problema, tenga capacidad de arrastre. Sufriendo el mismo tipo de cerco militar de Estados Unidos y el mismo riesgo de guerra junto a sus fronteras y consciente de la importancia de su “alianza sin límites” establecida con Rusia en febrero, China ha rechazado enérgicamente la presión de Estados Unidos y la Unión Europea para que se sumara a las sanciones. La presentadora de la televisión china Liu Xin resumió en abril esa petición así: “nos dicen, ayúdame a luchar contra tu socio ruso para que luego pueda concentrarme mejor contra ti”. Un mes después, el Presidente Xi Jinping le dijo en una conversación telemática al canciller federal alemán Olaf Scholz, que “la seguridad europea debe estar en manos de los europeos”. Un apremio del primer socio comercial de la Unión Europea para que ésta se emancipe de una vez.

El segundo aspecto tiene que ver con las imprevistas consecuencias contra sus autores de las sanciones contra Rusia. La experiencia histórica de las sanciones y bloqueos occidentales contra países adversarios, en Cuba, Irán o Corea del Norte (la Unión Soviética siempre fue objeto de ellas) es que, aunque hacen mucho daño y los endurecen sobremanera, no consiguen doblegar a los gobiernos castigados. Con la Rusia actual la medicina es, además, contraproducente para quien la impone.

Rusia tiene relativamente pocas lineas de suministro extranjeras, una gran capacidad de autosuficiencia y una enorme cantidad de materias primas de las que es suministrador principal de las economías occidentales, por los que éstas y particularmente las europeas, se han dado un tiro en la pierna. No se trata solo de gas y petróleo, para los que Moscú está encontrando mercados alternativos a los occidentales, sino también de: níquel, platino, aluminio, neón (utilizado para producir microchips), titanio, paladio, madera, etc.

La suma de un gran polo económico, financiero y tecnológico chino, y el gran almacén ruso, vigilado por el mayor arsenal nuclear del mundo, crea las condiciones para la referida secesión. La actitud de India, que por lo menos en los inicios de la crisis se está mostrando abierta a la ventajosa cooperación con los dos (¡lo que le permite reexportar hidrocarburos rusos a la Unión Europea !), y poco receptiva a las invitaciones de hostilidad occidentales, configura un potente conglomerado geográfico terrestre entre la frontera de la OTAN y el indopacífico. Esa realidad puede convertir en inefectivas políticas de pasadas épocas como la “contención” practicada contra la URSS durante la guerra fría. En todo caso, la observación de este proceso es fundamental para el futuro a medio y largo plazo. Mientras tanto, la evolución de la campaña en el campo de batalla será determinante.

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La guerra de Ucrania nos ha devuelto a un conflicto militar clásico entre ejércitos con un potencial comparable. Dos grandes ejércitos, con clara superioridad numérica ucraniana y un intenso flujo de información y armas occidentales para compensar la superioridad artillera, aérea y misilística rusa, es algo que no tiene mucho que ver con las guerras llevadas a cabo por Occidente en Yugoslavia, Irak, Afganistán o Libia, donde Estados Unidos y sus aliados se dedicaron a suprimir los obsoletos sistemas de defensa aérea del enemigo, desde una superioridad técnica y numérica abrumadora. Occidente ya no estaba familiarizado con algo así. Por parte rusa, el guion también es muy diferente al registrado en el conflicto con Georgia de 2008 o al de la intervención en Siria a partir de 2015, estima el experto ruso Vasili Kashin. Pero siendo esta guerra un conflicto entre la OTAN y Rusia por país interpuesto, hay que preguntarse por la determinación y voluntad de cada bando.

“La guerra de Rusia y China contra la hegemonía occidental es equiparada por sus pueblos a una guerra existencial”, observa el ex diplomático británico Alastair Crooke, que augura una empresa difícil. “Para ellos no se trata solo de tomar menos duchas calientes, como para los europeos, sino que se trata de su propia supervivencia, y por lo tanto su umbral de dolor es mucho más alto que el de Occidente”. El régimen ruso, que se juega una quiebra si pierde la partida, pondrá “más voluntad política, asumirá más riesgos y sufrirá mayores consecuencias para lograr el resultado final porque para nosotros Ucrania es periferia mientras que para ellos es central”, señala Brendan Dougherty, otro observador anglosajón. Este diagnóstico ha ido cambiado a lo largo de la guerra.

En los primeros meses, cuando fracasaba el escenario contemplado por el Kremlin de un desmoronamiento del ejército regular ucraniano con huida del gobierno ante la proximidad de las tropas aerotransportadas rusas (el llamamiento de Putin a los militares ucranianos, el primer día de la invasión, para que tomaran el poder y se entendieran directamente con él, dio una pista de tal expectativa), se abría paso el pronóstico de una catástrofe rusa. La reacción militar de la OTAN, disciplinando lo poco que quedaba de aspiración autónoma en la Unión Europea, adoptando sanciones sin precedentes y proporcionando ayuda militar a Ucrania, no hizo más que reforzarlo. Ahora, cuando la ofensiva rusa de artillería está batiendo a los ucranianos en el Donbas y avanza lentamente posiciones, mientras en Occidente se toma conciencia de la grave disrupción que sus propias sanciones ocasionan en el comercio mundial creando problemas aparentemente irresolubles, los acentos cambian. Rusia puede ganar, se dice. Por supuesto que la situación está abierta a nuevos bandazos que invaliden por completo el actual, pero ¿qué significa una victoria militar de Rusia?

En el supuesto de que su ejército consiga imponerse en todo el sureste de Ucrania, la situación no será estable en las zonas ocupadas. Bien con presencia militar, bien con administraciones filorusas, lo más probable es que, por pequeña que sea la resistencia activa al nuevo orden

(resistencia que por descontado será apoyada por lo que quede del gobierno de Kíev y sus patrocinadores occidentales), el estado de cosas solo podrá ser represivo, con atentados “terroristas”, desaparecidos, tortura y represión. El conflicto no se acabará con una “victoria” militar rusa en Ucrania. Sea cual sea el desenlace militar, la crisis va para largo y el hecho de la fragilidad de todas las partes implicadas en ella añade incertidumbre.

La fragilidad de Rusia es conocida, pero ¿qué pasa con la Unión Europea, desarbolada como consecuencia de sus propias sanciones? ¿Se mantendrá estable su carácter de subalterna de la OTAN cuando sus sociedades y economías nacionales paguen el precio de esa subordinación en forma de recesión?

La situación al otro lado del Atlántico puede ser incluso peor. En enero de 2021 hubo algo parecido a una intentona golpista en Washington. La brecha social entre la ciudadanía común y la élite, tantas veces evocada en el caso de Rusia, se está haciendo abismal en Estados Unidos. Allí el sistema representativo está averiado, la república secuestrada por los lobbies y el complejo militar industrial, y el capitalismo financiero orientado hacia el beneficio cortoplacista y especulativo de una clase rentista es incapaz de invertir en desarrollo social. En ese país con el Presidente desprestigiado, una inflación elevada y una previsión de deterioro de la capacidad adquisitiva, el regreso a la Casa Blanca de Donald Trump o de alguien similar y el escenario de graves conflictos internos parece bastante plausible. ¿En qué quedará en ese caso la “revigorizada alianza occidental”?

En cualquier caso, con todos los actores fragilizados, la tentación de resolver bélicamente la vieja máxima de Gramsci sobre la crisis como situación en la que “lo viejo se está muriendo y lo nuevo no puede nacer”, cobra aún mayor fuerza. Por eso, el gran peligro de la guerra de Ucrania sigue siendo una guerra aún mayor entre potencias nucleares.

domingo, 9 de octubre de 2022

Treinta años de conflicto de clases postsoviético

 Detrás de la guerra de Ucrania hay treinta años de conflicto de clases postsoviético 


05/10/2022 


( Nota del blog .. Este artículo es de lo mejor que he leído sobre la Rusia actual )

 

 

Desde que las fuerzas rusas invadieron Ucrania a principios de este año, analistas de toda opinión política se han esforzado por identificar exactamente qué, o quién, nos arrastró a este punto. Frases como “Rusia”, “Ucrania”, “Occidente” o “el Sur Global” se han usado como si denotaran actores políticos unificados. Incluso en la izquierda, las declaraciones de Vladimir Putin, Volodymyr Zelensky, Joe Biden y otros líderes mundiales sobre “preocupaciones de seguridad”, “autodeterminación”, “elección de civilización”, “soberanía”, “imperialismo” o “anti- imperialismo” a menudo se toman al pie de la letra, como si representaran intereses nacionales coherentes. 

Específicamente, el debate sobre los intereses de Rusia —o, más precisamente, de la camarilla gobernante rusa— en el desencadenamiento de la guerra tiende a polarizarse en torno a extremos cuestionables. Muchos toman literalmente lo que dice Putin, sin cuestionar si su obsesión con la expansión de la OTAN o su insistencia en que los ucranianos y los rusos constituyen “un solo pueblo” representan los intereses nacionales rusos o son compartidos por la sociedad rusa en su conjunto. Por otro lado, muchos descartan sus comentarios como meras mentiras descaradas y comunicación estratégica que carece de relación con sus objetivos “reales” en Ucrania. 

A su manera, ambas posiciones sirven para mitificar las motivaciones del Kremlin en lugar de aclararlas. Las discusiones actuales sobre la ideología rusa a menudo parecen un regreso a los tiempos de La ideología alemana, escrita por los jóvenes Karl Marx y Friedrich Engels hace unos 175 años. Para algunos, la ideología dominante en la sociedad rusa es una verdadera representación del orden social y político. Otros creen que simplemente con proclamar que el emperador está desnudo bastará para pinchar la burbuja flotante de la ideología. 

Desafortunadamente, el mundo real es más complicado. La clave para entender “lo que Putin realmente quiere” no es elegir frases oscuras de sus discursos y artículos que encajen con los prejuicios preconcebidos de los observadores, sino realizar un análisis sistemático de los intereses materiales, la organización política y la legitimación ideológica estructuralmente determinados de la clase social que representa. 

A continuación, trato de identificar algunos elementos básicos de dicho análisis en el contexto ruso. Eso no significa que un análisis similar de los intereses de las clases dominantes occidentales o ucranianas en este conflicto sea irrelevante o inapropiado, pero me concentro en Rusia en parte por razones prácticas, en parte porque es la cuestión más controvertida en este momento y en parte porque la clase dominante rusa tiene la responsabilidad principal de esta guerra. Al comprender sus intereses materiales, podemos ir más allá de explicaciones débiles que toman las afirmaciones de los gobernantes al pie de la letra y avanzar hacia una imagen más coherente de cómo la guerra tiene sus raíces en el vacío económico y político abierto por el colapso soviético en 1991. 

¿Lo que hay en un nombre? 

Durante la guerra actual, la mayoría de los marxistas se han remitido al concepto de imperialismo para teorizar los intereses del Kremlin. Por supuesto, es importante abordar cualquier rompecabezas analítico con todas las herramientas disponibles. Sin embargo, es igualmente importante utilizarlas correctamente. 

El problema aquí es que el concepto de imperialismo prácticamente no ha experimentado ningún desarrollo en su aplicación a la condición postsoviética. Ni Vladimir Lenin ni ningún otro teórico marxista clásico podría haber imaginado la situación fundamentalmente nueva que surgió con el colapso del socialismo soviético. Su generación analizó el imperialismo de la expansión y modernización capitalista. La condición postsoviética, por el contrario, es una crisis permanente de contracción, desmodernización y periferización. 

Eso no significa que el análisis del imperialismo ruso hoy en día no tenga sentido como tal, pero necesitamos hacer bastante trabajo conceptual para que sea fructífero. Un debate sobre si la Rusia contemporánea constituye un país imperialista, con referencias a algunas definiciones de libros de texto del siglo XX, tiene solo valor académico. Un concepto explicativo, el “imperialismo”, se convierte en una etiqueta descriptiva ahistórica y tautológica: “Rusia es imperialista porque atacó a un vecino más débil”; “Rusia atacó a un vecino más débil porque es imperialista”, y así sucesivamente. 

Al no encontrar un expansionismo del capital financiero ruso (considerando el impacto de las sanciones en una economía rusa muy globalizada y los activos occidentales de los “oligarcas” rusos); la conquista de nuevos mercados (en Ucrania, que no ha logrado atraer prácticamente ninguna inversión extranjera directa, o IED, excepto el dinero en paraisos fiscales de sus propios oligarcas); el control sobre los recursos estratégicos (cualesquiera que sean los depósitos minerales que se encuentran en suelo ucraniano, Rusia necesitaría una industria en expansión para absorberlos o al menos la posibilidad de venderlos a economías más avanzadas, lo que, sorprendentemente, está severamente restringido debido a las sanciones occidentales); o cualquier otra causa típicamente imperialista detrás de la invasión rusa, algunos analistas afirman que la guerra puede poseer la racionalidad autónoma de un imperialismo “político” o “cultural”. Esta es, en última instancia, una explicación ecléctica. Nuestra tarea es precisamente explicar cómo las razones políticas e ideológicas de la invasión reflejan los intereses de la clase dominante. De lo contrario, inevitablemente terminaremos con teorías simplistas del poder por el poder o el fanatismo ideológico. Además, significaría que la clase dominante rusa ha sido hecha rehén por un maníaco hambriento de poder y un chovinista nacional obsesionado con la “misión histórica” de restaurar la grandeza rusa; o sufre de una forma extrema de falsa conciencia: compartir las ideas de Putin sobre la amenaza de la OTAN y su negación del estado ucraniano, lo que lleva a políticas que son objetivamente contrarias a sus intereses. 

Creo que esto es equivocado. Putin no es ni un maníatico hambriento de poder, ni un fanático ideológico (este tipo de fenómeno político ha sido marginal en todo el espacio postsoviético), ni un loco. Al desencadenar la guerra en Ucrania, protege los intereses colectivos racionales de la clase dominante rusa. No es raro que los intereses colectivos de clase se superpongan solo parcialmente con los intereses de los representantes individuales de esa clase, o incluso los contradigan. Pero, ¿qué tipo de clase gobierna realmente Rusia y cuáles son sus intereses colectivos? 

Capitalismo político en Rusia y más allá 

Cuando se les pregunta qué clase gobierna Rusia, la mayoría de la gente de izquierda probablemente responde casi instintivamente: la capitalista. El ciudadano medio del espacio postsoviético probablemente los llamaría ladrones, estafadores o mafiosos. Una respuesta un poco más intelectual sería "oligarcas". Es fácil descartar tales respuestas como la falsa conciencia de aquellos que no entienden a sus gobernantes en términos marxistas “adecuados”. Sin embargo, un camino de análisis más productivo sería pensar por qué los ciudadanos postsoviéticos enfatizan el robo y la estrecha interdependencia entre la empresa privada y el estado que implica la palabra “oligarca”. 

Al igual que con la discusión sobre el imperialismo moderno, debemos tomar en serio la especificidad de la condición postsoviética. Históricamente, la “acumulación primitiva” ocurrió en él mediante el proceso de desintegración centrífuga del estado y la economía soviéticos. El politólogo Steven Solnick llamó a este proceso “robar el estado”. Los miembros de la nueva clase dominante privatizaron la propiedad estatal (a menudo por centavos de dólar) o se les concedieron abundantes oportunidades para desviar las ganancias de entidades formalmente públicas a manos privadas. Aprovecharon las relaciones informales con los funcionarios estatales y las lagunas legales, a menudo intencionalmente diseñadas, para la evasión fiscal masiva y la fuga de capitales, todo ello mientras llevaban a cabo adquisiciones hostiles de empresas en aras de ganancias rápidas con un horizonte a corto plazo. 

El economista marxista ruso Ruslan Dzarasov explicó estas prácticas con el concepto de “renta interna”, enfatizando la naturaleza de renta de los ingresos extraídos por personas con influencia gracias a su control sobre los flujos financieros de las empresas, que dependían de sus relaciones con los detentadores del poder. Ciertamente, estas prácticas también se pueden encontrar en otras partes del mundo, pero su papel en la formación y reproducción de la clase dominante rusa es mucho más importante debido a la naturaleza de la transformación postsoviética, que comenzó con el colapso centrífugo del socialismo de Estado y la posterior consolidación político-económica sobre una base clientelar. 

Otros pensadores destacados, como el sociólogo húngaro Iván Szelényi, describen un fenómeno similar como “capitalismo político”. Siguiendo a Max Weber, el capitalismo político se caracteriza por la explotación de los cargos políticos para acumular riqueza privada. Yo llamaría capitalistas políticos a la fracción de la clase capitalista cuya principal ventaja competitiva se deriva de los privilegios selectivos del Estado, a diferencia de los capitalistas cuya ventaja se basa en las innovaciones tecnológicas o en una mano de obra particularmente barata. Los capitalistas políticos no son exclusivos de los países postsoviéticos, pero pueden florecer precisamente en aquellas áreas donde el estado ha jugado históricamente el papel dominante en la economía y ha acumulado un capital inmenso, ahora abierto a la explotación privada. 

La presencia del capitalismo político es crucial para entender por qué, cuando el Kremlin habla de “soberanía” o “esferas de influencia”, de ninguna manera es producto de una obsesión irracional por conceptos obsoletos. Al mismo tiempo, tal retórica no es necesariamente una articulación del interés nacional de Rusia sino un reflejo directo de los intereses de clase de los capitalistas políticos rusos. Si los beneficios selectivos del Estado son fundamentales para la acumulación de su riqueza, estos capitalistas no tienen más remedio que cercar el territorio donde ejercen el control monopólico, control que no debe compartirse con ninguna otra fracción de la clase capitalista. 

Este interés por “marcar territorio” no es compartido, o al menos no es tan importante para otros tipos de capitalistas. Una controversia de larga data en la teoría marxista se centró en torno a la cuestión de, parafraseando a Göran Therborn, “qué hace realmente la clase dominante cuando gobierna”. El enigma era que la burguesía en los estados capitalistas no suele dirigir el estado directamente. La burocracia estatal generalmente disfruta de una autonomía sustancial de la clase capitalista, pero la sirve al establecer y hacer cumplir reglas que benefician la acumulación capitalista. Los capitalistas políticos, por el contrario, no requieren reglas generales sino un control mucho más estricto sobre los que toman las decisiones políticas. Alternativamente, ellos mismos ocupan cargos políticos y los explotan para su enriquecimiento privado. 

Muchos íconos del capitalismo empresarial clásico se han beneficiado de subsidios estatales, regímenes fiscales preferenciales o diversas medidas proteccionistas. Sin embargo, a diferencia de los capitalistas políticos, su propia supervivencia y expansión en el mercado rara vez depende del conjunto nominal de individuos que ocupan cargos concretos, de los partidos en el poder o de los regímenes políticos específicos. El capital transnacional podría sobrevivir y sobreviviría sin los estados-nación en los que se ubican sus oficinas centrales: recordemos el proyecto de ciudades empresariales flotando en el mar independientes de cualquier estado-nación impulsado por magnates de Silicon Valley como Peter Thiel. Los capitalistas políticos no pueden sobrevivir en la competencia global sin al menos algún territorio donde puedan cosechar rentas internas sin interferencia externa. 

Conflicto de clases en la periferia postsoviética 

Sigue siendo una pregunta abierta si el capitalismo político será sostenible a largo plazo. Después de todo, el estado necesita tomar recursos de alguna parte para redistribuirlos entre los capitalistas políticos. Como Branko Milanovic señala, la corrupción es un problema endémico del capitalismo político, incluso cuando lo dirige una burocracia eficaz, tecnocrática y autónoma. A diferencia del caso con más éxito de capitalismo político, China, las instituciones del Partido Comunista Soviético se desintegraron y fueron reemplazadas por regímenes basados en redes de patrocinio personal que se escondieron funcionalmente detrás de una fachada formal de democracia liberal. Esto a menudo va en contra de los impulsos de modernizar y profesionalizar la economía. Para decirlo crudamente, no se puede robar de la misma fuente siempre. Es necesario transformarse en un modelo capitalista diferente para sostener la tasa de ganancia, ya sea a través de inversiones de capital o explotación laboral intensificada, o expandirse para obtener más fuentes para extraer renta interna. 

Pero tanto la reinversión como la explotación laboral enfrentan obstáculos estructurales en el capitalismo político postsoviético. Por un lado, muchos dudan en realizar inversiones a largo plazo cuando su modelo de negocios e incluso la propiedad inmobiliaria dependen fundamentalmente de personas específicas en el poder. En general, ha resultado más oportuno simplemente trasladar las ganancias a cuentas en el extranjero. Por otro lado, la mano de obra postsoviética estaba urbanizada, educada y no era barata. Los salarios relativamente bajos de la región solo fueron posibles gracias a la amplia infraestructura material y las instituciones de bienestar que la Unión Soviética dejó como legado. Ese legado representa una carga enorme para el estado, pero no es tan fácil de abandonar sin socavar el apoyo de grupos clave de votantes. Buscando poner fin a la rivalidad rapaz entre capitalistas políticos que caracterizó la década de 1990, dirigentes bonapartistas como Putin y otros autócratas postsoviéticos limitaron la guerra de todos contra todos priorizando los intereses de algunas fracciones de la élite y reprimiendo otras, sin alterar los fundamentos del capitalismo político. 

A medida que la expansión rapaz comenzó a topar con los límites internos, las élites rusas buscaron subcontratarla externamente para sostener la tasa de renta aumentando las fuentes de extracción. De ahí la intensificación de los proyectos de integración dirigidos por Rusia, como la Unión Económica Euroasiática. Pero enfrentaron dos obstáculos. Uno era relativamente menor: los capitalistas políticos locales. En Ucrania, por ejemplo, estaban interesados en la energía rusa barata, pero también en defender su propio derecho soberano de obtener rentas internas dentro de su territorio. Pudieron instrumentalizar el nacionalismo anti-ruso para legitimar su reclamación sobre la parte ucraniana del estado soviético en desintegración, pero no lograron desarrollar un proyecto de desarrollo nacional distinto. 

El título del famoso libro del segundo presidente ucraniano, Leonid Kuchma, Ucrania no es Rusia, es una buena ilustración de este problema. Si Ucrania no es Rusia, ¿qué es exactamente? El fracaso universal de los capitalistas políticos postsoviéticos no rusos para superar la crisis de hegemonía hizo que su gobierno fuera frágil y, en última instancia, dependiente del apoyo ruso, como hemos visto recientemente en Bielorrusia y Kazajstán. 

La alianza entre el capital transnacional y las clases medias profesionales en el espacio postsoviético, representada políticamente por sociedades civiles ONGizadas pro-occidentales, dio una respuesta más convincente a la pregunta de qué debería levantarse exactamente sobre las ruinas del socialismo de estado degradado y desintegrado y presentó un obstáculo mayor para la integración postsoviética liderada por Rusia. Este constituyó el principal conflicto político en el espacio postsoviético que culminó con la invasión de Ucrania. 

La estabilización bonapartista impuesta por Putin y otros líderes postsoviéticos fomentó el crecimiento de la clase media profesional. Una parte de ella compartía algunos privilegios del sistema, por ejemplo, si trabajaba en la burocracia o en empresas estatales estratégicas. Sin embargo, una gran parte de ella quedó excluida del capitalismo político. Sus principales oportunidades de ingresos, carrera y desarrollo de influencia política radican en las perspectivas de intensificar las conexiones políticas, económicas y culturales con Occidente. Al mismo tiempo, eran la vanguardia del poder blando occidental. La integración en las instituciones dirigidas por la UE y los EEUU presentó para esta clase media profesional un sucedaneo del proyecto de modernización de unirse tanto el capitalismo "apropiado" como al "mundo civilizado" en general. Esto necesariamente significaba romper con las élites post-soviéticas, las instituciones y las arraigadas mentalidades del período socialista de las "atrasadas" masas plebeyas que buscaban desesperadamente algo de estabilidad en mitad del desastre de la década de 1990. 

La naturaleza profundamente elitista de este proyecto es la razón por la cual nunca llegó a ser verdaderamente hegemónico en ningún país postsoviético, incluso cuando fue impulsado por el  nacionalismo histórico anti-ruso, como lo fue y sigue siendo incluso ahora, en la coalición negativa movilizada contra la invasión rusa. Pero ello no significa que los ucranianos estén unidos en torno a una agenda positiva en particular. Al mismo tiempo, ayuda a explicar la neutralidad escéptica del Sur Global cuando se le pide que se solidarice con un aspirante a gran potencia que quiere situarse al mismo nivel que otras grandes potencias occidentales (Rusia) o con una aspirante a la periferia de esas mismas grandes potencias que busca no tanto abolir el imperialismo como unirse a uno mejor (Ucrania). Para la mayoría de los ucranianos, esta es una guerra de autodefensa. Reconociendo esto, tampoco debemos olvidarnos de la brecha entre sus intereses y los intereses de aquellos que dicen hablar en su nombre, y que presentan agendas políticas e ideológicas muy particulares como si fueran universales y representativas de toda la nación, dando forma a la “autodeterminación” de una forma muy específica de clase. 

La discusión sobre el papel de Occidente a la hora de allanar el camino para la invasión rusa se centra típicamente en la postura amenazante de la OTAN hacia Rusia. Pero si se tiene en cuenta el fenómeno del capitalismo político, podemos entender el conflicto de clases detrás de la expansión occidental y por qué la integración de Rusia en Occidente sin una transformación fundamental de esta última nunca podría haber funcionado. No había forma de integrar a los capitalistas políticos postsoviéticos en las instituciones dirigidas por Occidente que buscaban explícitamente eliminarlos como clase privándolos de su principal ventaja competitiva: los beneficios y privilegios selectivos otorgados por los estados postsoviéticos. La llamada agenda “anticorrupción” ha sido una parte vital, si no la más importante, de la visión de las instituciones occidentales para el espacio postsoviético, ampliamente compartida por la clase media pro-occidental de la región. 

En público, el Kremlin trata de presentar la guerra como una batalla por la supervivencia de Rusia como nación soberana. Sin embargo, lo que de verdad está en juego es la supervivencia de la clase dominante rusa y su modelo de capitalismo político. La reestructuración “multipolar” del orden mundial resolvería el problema durante algún tiempo. Esta es la razón por la que el Kremlin está tratando de vender su proyecto de clase específico a las élites del Sur Global que obtendrían su propia “esfera de influencia” soberana basada en la pretensión de representar una “civilización”. 

La crisis del bonapartismo postsoviético 

Los intereses contradictorios de los capitalistas políticos postsoviéticos, las clases medias profesionales y el capital transnacional estructuraron el conflicto político que finalmente dio origen a la guerra actual. Sin embargo, la crisis de organización política de los capitalistas políticos exacerbó la amenaza que pende sobre ellos. 

Los regímenes bonapartistas como el de Putin o el de Alexander Lukashenko en Bielorrusia se basan en un apoyo pasivo y despolitizado y obtienen su legitimidad de la superación del desastre del colapso postsoviético, no del tipo de consentimiento activo que asegura la hegemonía política de la clase dominante. Tal gobierno autoritario personalista es fundamentalmente frágil debido al problema de la sucesión. No existen reglas o tradiciones claras para transferir el poder, ninguna ideología articulada a la que deba adherirse un nuevo líder, ningún partido o movimiento en el que pueda socializarse un nuevo líder. La sucesión representa el punto de vulnerabilidad donde los conflictos internos dentro de la élite pueden escalar a un grado peligroso, y cuando los levantamientos desde abajo tienen mayores posibilidades de éxito. 

Estos levantamientos se han acelerado en la periferia de Rusia en los últimos años, incluida no solo la revolución de Euromaidán en Ucrania en 2014, sino también las revoluciones en Armenia, la tercera revolución en Kirguistán, el fallido levantamiento de 2020 en Bielorrusia y, más recientemente, el levantamiento en Kazajstán. En los dos últimos casos, el apoyo ruso resultó crucial para asegurar la supervivencia del régimen local. Dentro de la propia Rusia, las manifestaciones “Por unas elecciones justas” que tuvieron lugar en 2011 y 2012, así como las movilizaciones posteriores inspiradas por Alexei Navalny, no fueron insignificantes. En vísperas de la invasión, el malestar de los trabajadores iba en aumento, mientras que las encuestas mostraban una disminución de la confianza en Putin y un número creciente de personas que querían que se retirara. Peligrosamente, la oposición a Putin era mayor cuanto más jóvenes eran los encuestados. 

Ninguna de las llamadas "revoluciones Maidan" postsoviéticas planteó una amenaza existencial para los capitalistas políticos postsoviéticos como clase en sí mismos. Solo intercambiaron fracciones de la misma clase en el poder y, por lo tanto, solo intensificaron la crisis de representación política a la que fueron una reacción en primer lugar. Por eso estas protestas se han repetido con tanta frecuencia. 

Las "revoluciones Maidan" son típicas revoluciones cívicas urbanas contemporáneas, como el politólogo Mark Beissinger las llamó. A partir de un material estadístico masivo, muestra que, a diferencia de las revoluciones sociales del pasado, las revoluciones cívicas urbanas solo debilitan temporalmente el gobierno autoritario y empoderan a las sociedades civiles de clase media. No traen consigo un orden político más fuerte o más igualitario, ni cambios democráticos duraderos. Por lo general, en los países postsoviéticos, las revoluciones tipo Maidan solo debilitaron al estado e hicieron que los capitalistas políticos locales fueran más vulnerables a la presión del capital transnacional, tanto directa como indirectamente a través de las ONGs pro-occidentales. Por ejemplo, en Ucrania, después de la revolución de Euromaidán, el FMI, el G-7 y la sociedad civil han impulsado obstinadamente un conjunto de instituciones “anticorrupción”. No han sido capaces de denunciar ningún caso importante de corrupción en los últimos ocho años. Sin embargo, han institucionalizado la supervisión de empresas estatales clave y el sistema judicial por parte de ciudadanos extranjeros y activistas anticorrupción, exprimiendo así las oportunidades de los capitalistas políticos nacionales para cosechar rentas internas. Los capitalistas políticos rusos tendrían una buena razón para estar nerviosos con los problemas de los otrora poderosos oligarcas de Ucrania. 

Las consecuencias no deseadas de la consolidación de la clase dominante 

Varios factores ayudan a explicar el momento de la invasión, así como el error de cálculo de Putin de una victoria rápida y fácil, como la ventaja temporal de Rusia en armas hipersónicas, la dependencia de Europa de la energía rusa, la represión de la llamada oposición pro-rusa en Ucrania, el estancamiento de los acuerdos de Minsk de 2015 tras la Guerra del Donbás, o el fracaso de los servicios de información rusos en Ucrania. Intento ahora esbozar a grandes rasgos el conflicto de clases detrás de la invasión, a saber, entre los capitalistas políticos interesados en la expansión territorial para sostener la tasa de renta, por un lado, y el capital transnacional aliado con las clases medias profesionales, que fueron excluidas del capitalismo político, por el otro. 

El concepto marxista de imperialismo solo se puede aplicar de manera útil a la guerra actual si podemos identificar los intereses materiales detrás de ella. Al mismo tiempo, el conflicto va más allá del imperialismo ruso. El conflicto que ahora se resuelve en Ucrania con tanques, artillería y cohetes es el mismo conflicto que las porras policiales han reprimido en Bielorrusia y en la propia Rusia. La intensificación de la crisis de hegemonía postsoviética —la incapacidad de la clase dominante para desarrollar un liderazgo político, moral e intelectual sostenido— es la causa fundamental de la escalada de violencia. 

La clase dominante rusa es diversa. Algunos sectores están sufriendo grandes pérdidas como resultado de las sanciones occidentales. Sin embargo, la autonomía parcial del régimen ruso respecto de la clase dominante le permite perseguir intereses colectivos a largo plazo independientemente de las pérdidas de representantes individuales o de grupos. Al mismo tiempo, la crisis de regímenes similares en la periferia rusa está exacerbando la amenaza existencial para la clase dominante rusa en su conjunto. Las fracciones más soberanistas de los capitalistas políticos rusos están tomando la delantera sobre los más "compradores", pero incluso estos últimos probablemente entiendan que, con la caída del régimen, todos ellos saldrían perdiendo. 

Al lanzar la guerra, el Kremlin buscó mitigar esa amenaza en el futuro previsible, con el objetivo final de la reestructuración “multipolar” del orden mundial. Como Branko Milanovic sugiere, la guerra otorga legitimidad a la desvinculación rusa de Occidente, a pesar de los altos costes, y al mismo tiempo hace extremadamente difícil revertirla después de la anexión de aún más territorio ucraniano. Al mismo tiempo, la camarilla gobernante rusa eleva la organización política y la legitimación ideológica de la clase dominante a un nivel superior. Ya hay signos de una transformación hacia un régimen político autoritario más consolidado, ideológico y movilizador en Rusia, con indicios explícitos del capitalismo político más efectivo de China como modelo a seguir. Para Putin, esta es esencialmente otra etapa en el proceso de consolidación postsoviética que comenzó a principios de la década de 2000 al domar a los oligarcas de Rusia. La ambigua narrativa sobre la necesidad de prevenir el desastre y restablecer la "estabilidad" de la primera fase es seguida ahora por la articulación de un nacionalismo conservador en la segunda fase (contra los ucranianos y Occidente, pero tambien contra los "traidores" cosmopolitas en Rusia) como la única narrativa ideológica disponible en general en el contexto de la crisis de ideología post-soviética 

Algunos autores, como el sociólogo Dylan John Riley, argumentan que una política hegemónica desde arriba más fuerte puede ayudar a fomentar el crecimiento de una política contrahegemónica más fuerte desde abajo. Si esto es cierto, el cambio del Kremlin hacia una política más ideológica y de movilización puede crear las condiciones para una oposición política de masas más organizada, consciente y arraigada en las clases populares que cualquier país postsoviético haya visto y, en última instancia, favorecer una nueva ola social revolucionaria. Tal desarrollo podría, a su vez, cambiar fundamentalmente el equilibrio de las fuerzas sociales y políticas en esta parte del mundo, lo que podría poner fin al círculo vicioso en el que ha estado empantanada desde el colapso de la Unión Soviética hace unas tres décadas. 

  

  

investigador ucraniano asociado al Instituto de Estudios de Europa del Este, Freie Universität Berlin. Es autor de varios artículos académicos y entrevistas sobre la política ucraniana contemporánea, Euromaidán y la guerra posterior en 2013-14, publicados en Post-Soviet Affairs, Globalizations y New Left Review. Es editor del libro colectivo, "El levantamiento de Maidan: movilización, radicalización y revolución en Ucrania, 2013-2014" . 

Fuente: 

Traducción: 

G. Buster