Todos perdedores
Wolfgang Streeck (1)
3 MAR 2022
( Un artículo antiguo pero bien clarificador )
La unidad occidental está de vuelta. Cuando Europa
occidental vuelve a “Occidente”, la Unión Europea es reducida a una entidad de
prestación de servicios de apoyo geoeconómico en beneficio de la OTAN, es
decir, de Estados Unidos.
Explicar el descenso del sistema de Estados europeo a la
barbarie de la guerra por primera vez desde el bombardeo de Belgrado por la
OTAN en 1999 precisa de algo más que de un psiquiatra lego. ¿Qué hizo que Rusia
y “Occidente” se involucraran en un interminable juego de forcejeo al borde del
abismo que finalmente ha precipitado a ambos contendientes al fondo del mismo?
A medida que transcurren estas monstruosas semanas, comprendemos mejor que
nunca lo que Grasmci ha debido entender por interregno: una situación “en la
que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer” durante la cual “aparece una
innumerable variedad de síntomas enfermizos”, como el de países poderosos
entregando su futuro a las incertidumbres de un campo de batalla envuelto por
la niebla de la guerra.
Nadie sabe en estos momentos cómo terminara la guerra en
torno a Ucrania ni cuánta sangre se verterá para concluirla. Lo que sí podemos
intentar, sin embargo, es reflexionar sobre cuáles han podido haber sido las
razones —no olvidemos que los seres humanos tienen razones, por muy absurdas
que estas puedan parecer a quienes los observan— que han llevado a Estados
Unidos y Rusia a este intransigente y arrogante enfrentamiento belicoso. Este
es el cuadro: una confrontación creciente en el curso de la cual se evaporan
con celeridad las posibilidades de que cada una de las partes se halle en
condiciones de aceptar dignamente otra cosa que la victoria total, lo cual
termina con el criminal asalto de Rusia contra un país vecino con el cual ha
compartido en otro momento la pertenencia a un Estado común.
En este escenario encontramos paralelismos notables, así como
también asimetrías obvias, dado que tanto Rusia como Estados Unidos se
enfrentan desde hace mucho tiempo a un progresivo declive de su orden social
nacional, así como de su posición internacional, lo cual les hace pensar que
deben detenerlo en estos momentos so pena de que se prolongue indefinidamente.
En el caso ruso, lo que observamos es un régimen tanto estatista como
oligárquico, que se enfrenta al creciente malestar de su ciudadanía, rico en
petróleo y en corrupción, que es incapaz de mejorar la vida de la gente
corriente mientras sus oligarcas amasan una ingente riqueza y que se halla
inclinado a utilizar métodos dictatoriales severos contra todo tipo de
protestas organizadas. No depender únicamente de la fuerza bruta, algo no
especialmente atractivo, exige estabilidad, la cual deriva de la prosperidad
económica y del progreso social, que se hallan supeditados en este caso a la
demanda global del petróleo y del gas que Rusia debe vender. Ello requiere, sin
embargo, el acceso a los mercados financieros y la adquisición de tecnología
avanzada, todo lo cual Estados Unidos había comenzado a negarle desde hace
algún tiempo.
Algo similar sucede con la seguridad exterior, dado que
durante las dos últimas décadas Estados Unidos y la OTAN han penetrado política
y militarmente en lo que Rusia, realmente familiarizada con las incursiones
extranjeras, considera su cordon sanitaire. Los intentos de Moscú de negociar
en este ámbito han conducido a que la Rusia postsoviética haya sido tratada por
Washington del mismo modo que su predecesora, la Unión Soviética, con el fin
último de lograr que se produzca un cambio de régimen en la misma. Todos los
intentos efectuados para poner punto final a este sometimiento han acabado en
nada; la OTAN ha avanzado cada vez más, instalando recientemente misiles de
alcance medio en Polonia y Rumanía, mientras Estados Unidos ha tratado a
Ucrania como si fuera territorio propio, como atestiguan las declaraciones
virreinales de Victoria Nuland [subsecretaria de Estado de Asuntos Políticos]
sobre quién debería dirigir el gobierno de Kiev.
En un determinado momento, el régimen ruso concluyó
evidentemente que la imparable erosión, interna y externa, continuaría
imperturbable su curso a no ser que se optará por una acción decisiva, que
pusiera fin a este deterioro. Lo que se produjo a continuación fue la
acumulación de fuerzas militares en torno a Ucrania durante la primavera de
2021 acompañada por la demanda de un compromiso formal por parte de Washington
de respetar de ahora en adelante los intereses de seguridad rusos todo ello con
la pretensión de desencadenar un conflicto abierto en vez de librar uno
latente, quizá con la esperanza de movilizar el patriotismo ruso que en otro
momento derrotó a los alemanes.
Si nos ocupamos del lado estadounidense, encontramos un
resentimiento que se remonta a principios de la década de 2000, una vez que Yeltsin,
el hombre sobre el terreno de Estados Unidos tras el hundimiento de la Unión
Soviética, cediera la hacienda a Vladimir Putin en la estela del desastre
social y económico causado por la “terapia de choque” aconsejada por el socio
estadounidense. El intento de Putin de que Rusia se incorporase a la OTAN bajo
los auspicios del Nuevo Orden Mundial fue rechazado y ello a pesar de todos sus
esfuerzos para ayudar a Washington en su invasión de Afganistán. Las objeciones
rusas a la ampliación de la OTAN en 2004 –que entonces amenazaba su frontera
noroccidental– se toparon con la declaración de Bush y Blair a favor de la
política de puertas abiertas brindada a Georgia y Ucrania en la cumbre de
Bucarest celebrada en 2008.
El establishment político estadounidense, dirigido entonces
por el ala del Partido Demócrata capitaneada por Hillary Clinton, comenzó a
tratar a Rusia como a un Estado fallido, concediéndole un trato similar al dado
a cualquier otro país que se hubiera zafado del control estadounidense como,
por ejemplo, Irán. Incluso la elección de Trump en 2016 fue atribuida a
maquinaciones rusas encubiertas por parte del partido perdedor, lo cual abortó
políticamente los intentos iniciales del nuevo presidente de lograr algún tipo
de acomodo con Rusia (¿Recuerdan ustedes su inocente pregunta de por qué
todavía existía la OTAN tres décadas después del fin del comunismo?). Al final
de su mandato y para reparar daños con el Estado profundo estadounidense y con
los votantes, Trump optó por volver a la bien rodada senda antirrusa.
Para Putin, habiendo ido tan lejos como había ido, la
elección se planteaba sin contemplaciones entre la escalada y la capitulación.
Fue en este momento cuando el método mutó en locura
Para el sucesor de Trump, Biden, como para Obama-Clinton,
Rusia se ofrecía como un conveniente archienemigo, tanto doméstica como
internacionalmente: pequeña económicamente, pero dispuesta a retratarse como
grande por mor de sus armas nucleares. Tras el debacle mediático de la retirada
estadounidense de Afganistán gestionada por Biden, mostrar una posición de
fuerza frente a Rusia parecía un camino seguro para exhibir el músculo
estadounidense, lo cual forzaría a los Republicanos a unirse detrás de Biden
como el líder del “mundo libre”
resucitado. Washington retomó la diplomacia de la intimidación y rechazó
categóricamente toda negociación en torno a la expansión de la OTAN. Para
Putin, habiendo ido tan lejos como había ido, la elección se planteaba sin
contemplaciones entre la escalada y la capitulación. Fue en este momento cuando
el método mutó en locura y comenzó la criminal y estratégicamente desastrosa
invasión terrestre de Ucrania por parte de Rusia.
Para Estados Unidos rechazar las demandas referidas a las
garantías de seguridad exigidas por Rusia era un modo conveniente de fortalecer
la lealtad incondicional de los países europeos de la OTAN, una alianza que se
había tambaleado en los últimos años. Ello concernía sobre todo a Francia, cuyo
presidente había diagnosticado recientemente a la Alianza “en estado de coma”,
pero también a Alemania con su nuevo gobierno, cuyo partido dirigente, el SPD,
era considerado demasiado amigo de Rusia. Rondaba también el asunto pendiente
del nuevo gaseoducto, el Nord Stream 2. Merkel, en tándem con Schröder, había invitado
a Rusia a construirlo, confiando en colmar así el déficit existente en el
suministro energético alemán causado previsiblemente por el Sonderweg del país
tras su decisión de abandonar el carbón y la energía nuclear. Estados Unidos se
opuso al proyecto, al igual que lo hicieron otros muchos actores en Europa,
incluidos los Verdes alemanes. Entre las razones de esa oposición se contaban
los temores ante el hecho de que el gaseoducto incrementaría la dependencia de
Europa de Rusia y que su construcción haría imposible que Ucrania y Polonia
interrumpieran el suministro del gas ruso, si Moscú eventualmente se comportara
de un modo incorrecto.
La confrontación en torno a Ucrania, al restaurar la lealtad
europea al liderazgo estadounidense, resolvía instantáneamente este problema.
Al albur de la desclasificación de determinados documentos de la CIA, la
denominada “prensa de calidad” europea, por no mencionar a los sistemas de
radiodifusión públicos, presentaron la situación en rápido deterioro como una
lucha maniquea entre el bien y el mal, los Estados Unidos de Biden contra la
Rusia de Putin. Durante las semanas finales de Merkel, el gobierno
estadounidense disuadió al Senado de optar por imponer duras sanciones contra
Alemania y los gestores del Nord Stream 2 a cambio de que la primera accediera
a incluir el gaseoducto en un posible futuro paquete de sanciones. Tras el
reconocimiento ruso de las dos provincias orientales separadas de facto de
Ucrania, Berlín pospuso formalmente la certificación reguladora del gaseoducto,
lo cual no fue considerado suficiente. En la conferencia de prensa celebrada en
Washington tras la visita del nuevo canciller alemán, Biden anunció, con Scholz
situado a su lado, que si fuera necesario el oleoducto se incluiría
definitivamente en el paquete de sanciones ante el silencio de este. Pocos días
más tarde, Biden aceptó el plan del Senado al que previamente se había opuesto.
Después, el 24 de febrero, la invasión rusa obligó a Berlín a hacer de motu
proprio lo que de otro modo había sido hecho por Washington en nombre de
Alemania y de Occidente: enterrar el gaseoducto de una vez por todas.
Los gobiernos europeos otorgaron a Estados Unidos, un
declinante imperio realmente alejado de Europa, el poder absoluto de
representación a la hora de tratar con Rusia
Así pues, la unidad occidental estaba de vuelta, jaleada por
el aplauso jubiloso de los comentaristas locales, agradecidos por el retorno de
las certidumbres transatlánticas de la Guerra Fría. La perspectiva de entrar en
batalla en alianza con la ejército más formidable de la historia mundial
eliminó al instante los recuerdos de los recientes meses anteriores, cuando
Estados Unidos abandonó sin prácticamente aviso previo no solo Afganistán sino
también a las tropas auxiliares movilizadas por su aliados de la OTAN en apoyo
de la en otro momento actividad estadounidense predilecta, la “construcción de
naciones”. No importó tampoco la apropiación por parte de Biden de la práctica
totalidad de las reservas del banco central afgano, que rondaban los 7,5
millardos de dólares, para ser distribuidas entre los afectados por el atentado
del 11S (y sus abogados), mientras Afganistán sufre una hambruna de
proporciones nacionales. Olvidado quedó también el desastre legado por las
recientes intervenciones estadounidense en Somalia, Iraq, Siria y Libia y la
absoluta destrucción, seguida por un abandono expeditivo, de enteros países y
regiones.
Ahora se trata una vez más de “Occidente”, la Tierra Media
luchando contra Mordor, para defender a un valiente pequeño país que solo
quiere “ser como nosotros” y para ello únicamente desea cruzar los umbrales de
las puertas de la Unión Europea y de la OTAN y ser admitido en el seno de ambas
organizaciones. Los gobiernos europeo-occidentales suprimieron debidamente el
resto de recuerdos de la rudeza, firmemente arraigada, de la política exterior
estadounidense, inducida por el mero tamaño del país y por su localización en
una isla continental a la que nadie puede alcanzar con independencia de los
desastres que produzca cuando sus aventuras militares se tuercen. Y,
sorprendentemente, estos gobiernos otorgaron a Estados Unidos, un declinante
imperio realmente alejado de Europa, que tiene intereses diferentes a los
europeos y que se enfrenta a innumerables problemas propios, el poder absoluto
de representación a la hora de tratar con Rusia sobre nada menos que el futuro
del sistema de Estados europeo.
Y, ¿qué decir de la Unión Europea? Dicho sintéticamente,
cuando Europa occidental vuelve a “Occidente”, la Unión Europea es reducida a
una entidad de prestación de servicios de apoyo geoeconómico en beneficio de la
OTAN, es decir, de Estados Unidos. Los acontecimientos acaecidos en torno a
Ucrania están poniendo en evidencia más que nunca que para Estados Unidos la
Unión Europea es esencialmente una fuente de regulación económica y política
dirigida a los Estados que deben ayudar a “Occidente” a circundar a Rusia por
su flanco occidental. El mantenimiento en el poder de gobiernos
proestadounidenses en los antiguos Estados satélites soviéticos, lo cual puede
ser costoso, dota de atractivo al reparto de cargas a tenor del cual “Europa”
paga el pan, mientras Estados Unidos proporciona la capacidad de fuego o la
imaginación de la misma. Esto convierte a la Unión Europea, en efecto, en un
auxiliar económico de la OTAN. Entretanto, los gobiernos europeo-orientales se
sienten más felices confiando en Washington para su defensa que en París y
Berlín, dada la probada facilidad para desenfundar del primero y la segura
lejanía de su base de operaciones patria. A cambio de la protección
estadounidense implementada mediante la OTAN, así como gracias al patronazgo
estadounidense en su relación con la Unión Europea, países como Polonia y
Rumanía albergan misiles estadounidenses supuestamente instalados allí para
defender a Europa contra Irán, aunque desafortunadamente su órbita deba
atravesar el cielo de Rusia.
La implicación para el comportamiento de von der Leyen y los
suyos es confirmar su estatus subordinado. La extensión de la Unión Europea a
Ucrania y a los Balcanes occidentales, incluso a Georgia y Armenia, es
considerada por Estados Unidos como una decisión que en última instancia debe
tomar Washington. Francia en particular todavía puede objetar a la ulterior
ampliación, pero nadie sabe cuánto tiempo será capaz de persistir en su
postura, especialmente si Alemania puede ser obligada a pagar la factura.
(Aunque los procedimientos formales de acceso relativos a Ucrania todavía no
han comenzado von der Leyen ha declarado: “Los queremos dentro”). Por otro
lado, siendo Polonia estrictamente antirrusa y pro OTAN será difícil ahora
castigarla reduciendo las ayudas económicas que recibe de la Unión Europea por
lo que el Tribunal de Justicia Europeo considera las deficiencias presentes en
su “Estado de derecho”. Lo mismo sirve respecto a Hungría, cuyo indócil
presidente se ha vuelto cada vez más antirruso. Con el retorno estadounidense,
el poder de disciplinar a los Estados miembros de la Unión Europea ha migrado
de Bruselas a Washington DC.
Una cosa que los europeos de la Unión Europea, especialmente
aquellos del tipo de los Verdes, están aprendiendo estos días es, por un lado,
que si permites que Estados Unidos se ocupe de tu protección, la geopolítica
arrasa el resto de la política, y, por otro, que aquella es definida únicamente
por Washington. Así es como funciona un imperio. Ucrania, una compañía dividida
entre una colección increíble de oligarcas, pronto comenzará a recibir el apoyo
incrementado de “Europa”. Ello no será, sin embargo, sino una fracción de lo
que los oligarcas ucranianos depositan regularmente en los bancos suizos,
británicos y, es de creer, estadounidenses. Los indicios apuntan a que
comparada con Ucrania, Polonia e incluso Hungría están, para decirlo con una
expresión castiza, más limpias que una patena. (¿Quién podría olvidar el
salario que cobraba Hunter Biden como director no ejecutivo de una compañía
gasística ucraniana, cuyo principal propietario estaba entonces siendo
investigado por un caso de lavado de dinero?).
Europa occidental, con independencia de la forma política
que asuma, funcionará como nunca antes en tanto que ala transatlántica de
Estados Unidos en una nueva guerra fría (o quizá caliente)
Lo que sigue siendo un misterio, obviamente no el único en
este contexto, es por qué Estados Unidos y sus aliados se mostraron
fundamentalmente despreocupados ante la posibilidad de que Rusia respondiera a
las continuas presiones para que se produjera un cambio de régimen en su seno,
dada la denegación por parte “occidental” de una zona de seguridad que le
resultara satisfactoria, fortaleciendo su alianza con China. Es cierto que
históricamente Rusia siempre quiso ser parte de Europa y que algo similar a una
especie de asiafobia se halla profundamente anclada en su identidad nacional.
Moscú es para los rusos la Tercera Roma, no la Segunda Pekín. En un momento tan
tardío como 1969, Rusia y China, ambas comunistas en aquel momento, chocaron
por una frontera común en el rio Ussuri. En este contexto en el que Rusia se
enfrenta a una fractura indefinida con Occidente y China sufre escasez de
materias primas, esta última puede optar por intervenir y proporcionar a la
primera tecnología moderna de factura propia. En un momento en el que la OTAN
está dividiendo el continente euroasiático en “Europa”, incluida Ucrania,
contra Rusia, comprendida como un enemigo no europeo de Europa, el nacionalismo
ruso puede, contra su grano histórico, sentirse forzado a aliarse con China,
tal y como preanunciaba la extraña fotografía de Xi y Putin sentados al lado el
uno del otro en la apertura de las Olimpiadas de Invierno de Pekín.
¿Será la alianza entre China y Rusia el resultado imprevisto
de la incompetencia estadounidense o, por el contrario, un resultado buscado de
su estrategia global? Si Moscú fuera a unir su suerte a la de Pekín, dejaría de
existir para siempre perspectiva alguna de un acuerdo ruso-europeo à la
française. Europa occidental, con independencia de la forma política que asuma,
funcionará como nunca antes en tanto que ala transatlántica de Estados Unidos
en una nueva guerra fría, o quizá caliente, librada entre los dos bloques de
poder globales, uno declinante, que confía en revertir la marea, el otro
confiado en su ascenso.
Únicamente una Europa en paz con Rusia, que respete sus
necesidades de seguridad, podría esperar liberarse del abrazo estadounidense,
tan efectivamente renovado durante la crisis ucraniana. Esta, podemos presumir,
es la razón por la que Macron ha insistido durante tanto tiempo en que Rusia
forme parte de Europa y en la necesidad de que “Europa”, de acuerdo por
supuesto con la representación que él mismo y Francia se hacen de ella, tome
medidas para garantizar la paz en su flanco oriental. La invasión de Ucrania
por parte de Rusia ha puesto fin durante un largo periodo de tiempo, si no
definitivamente, a este proyecto. Pero entonces este nunca fue un comienzo muy
prometedor, dada la dependencia sentida por Alemania de la protección nuclear
estadounidense, a lo que se añaden las dudas alemanas sobre las fantasiosas
ambiciones globales francesas, redefinidas como ambiciones europeas que deben
ser financiadas por el poderío económico alemán. Y Rusia puede, con cierta
justificación, haber cuestionado si, bajo estas condiciones, Francia será capaz
de expulsar algún día a Estados Unidos del asiento del conductor europeo.
Y así pues el ganador es… ¿Estados Unidos? Cuanto más se
prolongue la guerra, debido a la resistencia exitosa de la ciudanía ucraniana y
de su ejército, más obvio será que el líder de Occidente, que habló en nombre
de Europa cuando se preparaba la guerra, no está interviniendo militarmente en
nombre de Ucrania cuando ha estallado esta. Estados Unidos se ha concedido a sí
mismo un permiso de ausencia especial, como Biden dejó claro desde un
principio. Si analizamos su historial, esto no es nada nuevo: cuando su misión
se hace inmanejable, los estadounidenses se retiran a su distante isla. Sin
embargo, tal y como lo contemplan los alemanes cuando se preguntan dónde está
Estados Unidos, Alemania puede comenzar a sentir dudas sobre el compromiso de
la potencia estadounidense a la hora de proceder a la defensa nuclear del país.
Este compromiso, después de todo, sustenta la pertenencia de Alemania a la
OTAN, su adhesión al Tratado de No Proliferación Nuclear y el hecho de que el
país albergue en torno a treinta mil militares estadounidenses en su suelo.
En este contexto, el presupuesto especial de 100 millardos
de euros, anunciado hace unos días por el gobierno de Scholz y destinado a
cumplir la promesa, que se remonta a 2001, de gastar el 2 por 100 del PIB
alemán en armamento, se asemeja a un sacrificio ritual para apaciguar a un dios
enfurecido del que se teme su abandono de los creyentes menos fervientes. Nadie
piensa que si Alemania hubiera gastado ese 2 por 100 de su PIB en armamento,
cumpliendo así la demanda de la OTAN, Rusia se hubiera abstenido de invadir
Ucrania o que Alemania habría sido capaz y se hubiera mostrado dispuesta a
correr en su ayuda. En todo caso, llevará años antes de que pueda disponerse
del nuevo armamento, por supuesto el último existente en el mercado, y antes de
que se halle a disposición de las tropas. Además, consistirá exactamente en el
mismo tipo de armamento del que Estados Unidos, Francia y el Reino Unido ya
disponen en abundancia.
Por otro lado, la totalidad del ejército alemán se halla
bajo el mando de la OTAN, esto es, del Pentágono, así que el nuevo poder de
fuego se añadirá al de esta no al de Alemania. Tecnológicamente el nuevo
armamento estará diseñado para ser desplegado a escala global en “misiones”
similares, por ejemplo, a la de Afganistán o, más probablemente, para ser
operativo en el entorno de China para asistir a Estados Unidos en su creciente
confrontación en el mar de la China meridional. No hubo debate alguno en el
Bundestag sobre qué tipo de nuevas “capacidades” militares serían necesarias ni
para qué serían estas utilizadas. Como ha sucedido en el pasado, durante el
mandato de Merkel, este extremo fue dejado a la determinación por parte de “los
aliados”. Una de tales partidas podría ser el Futuro Sistema Aéreo de Combate,
adorado por los franceses, que combina cazabombarderos, drones y satélites
dotados operativamente de alcance mundial. Existe una nimia esperanza de que en
algún momento se produzca en Alemania un debate estratégico sobre lo que
significa defender su propio territorio en vez de atacar el de otros. ¿Puede la
experiencia ucraniana contribuir a desencadenar esta discusión? Es improbable.
Wolfgang Streec1 es Director
emérito del Max Planck Institute for the Study of Societies de Colonia.
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