Del fin del ‘juancarlismo’ al momento republicano
Jaime Pastor y Miguel
Urbán .
Por mucho que haya sido alabado desde los medios de
desinformación del establishment, el discurso de Felipe VI de la Nochebuena ha
vuelto a demostrar la imposible tarea que tienen por delante quienes pretenden
separar la institución monárquica del legado de corrupción del rey fugado, ni
siquiera mencionado. Es más, tampoco ha manifestado su condena de la actitud
golpista que ha irrumpido públicamente desde las filas del Ejército en las
últimas semanas, e incluso ha obviado la mención a la dictadura franquista
cuando se ha referido al “largo periodo de enfrentamientos y divisiones” que
precedió a la Transición. Así que no cabe dejarse engañar: el fin del
juancarlismo ha dejado sin relato a la monarquía y el futuro es republicano.
En efecto, durante demasiado tiempo hemos escuchado la
manida frase de tertulianos, periodistas y políticos que afirmaban sin
ruborizarse que España no era monárquica sino juancarlista. Una forma de
reclamarse monárquicos con la boca pequeña, sin tener que reconocer la
legitimidad franquista de la restauración borbónica. El juancarlismo fue la
gran operación de marketing para justificar el relato oficial de la Transición
y la instauración de la monarquía parlamentaria sin refrendo popular. Y durante
más de tres décadas podemos decir que ha sido una operación publicitaria
exitosa que ligaba el espíritu del 78 y el consenso constitucional con la
figura del monarca. Pero este mito se ha acabado ya.
Una huida pactada
El primer lunes de agosto del 2020 nos sorprendía la noticia
de la huida de Juan Carlos I, rey emérito, que se sumaba a la tradición
familiar de marcharse del país acorralado por los escándalos de corrupción.
Como el propio Valle-Inclán dijo de Alfonso XIII, los españoles le echaron no
tanto por rey sino por ladrón. Así, Juan Carlos encadena tres generaciones
seguidas de Borbones fuera de España, esta vez supuestamente a Emiratos Árabes
Unidos, país sin acuerdo de extradición con Suiza, que investiga una parte de
sus chanchullos. El juancarlismo quedaba herido de muerte.
Porque hay que recordar que no solo estamos ante un rey a la
fuga, sino que en la misma jugada se intentaba una vez más alejar del foco
mediático al rey emérito, matando públicamente la figura del padre para
intentar exonerar al hijo y salvar de paso a la institución. Aunque el precio
es ya altísimo, al reconocer implícitamente los presuntos delitos de los que se
acusa a Juan Carlos. Así, la huida pactada con la Casa Real y el Gobierno, en
un intento, como explica la propia carta que se hizo pública, de “prestar el
mejor servicio a los españoles, a sus instituciones y a ti como Rey”, no parece
haber conseguido su objetivo sino todo lo contrario.
La falta de legitimidad democrática y popular de la
monarquía requirió de una gran operación de marketing, el juancarlismo,
inaugurándose uno de los grandes mitos políticos del régimen del 78. Una
institución que ni entonces ni desde entonces se ha sometido a consulta alguna
o refrendo popular, como reconoció el propio Adolfo Suárez. Incluso en la
Constitución hubo que incluir aquello de la cuestión “histórica” del artículo
57.1 para (intentar) argumentar su vigencia en el ordenamiento jurídico
posfranquista.
Ahora bien, aunque la monarquía no se sometió a ningún
referéndum popular, sí que se vio envuelta en una gran operación de blanqueo democrático
que pretendía darle la legitimidad de la que carecía y que, en buena medida,
contribuyó a barnizar una discontinuidad simbólica respecto a su pasado
franquista. Hablamos, claro, del fallido golpe de Estado del 23-F que, más allá
de las diferentes interpretaciones que se han realizado al respecto, es
indudable que jugó un papel fundamental en legitimar ante la opinión pública la
figura del monarca como supuesto garante del proceso democrático, pese a las
muchas sospechas sobre su complicidad con el general Alfonso Armada. Así, el
23-F contribuyó a dar un golpe de timón a la derecha en la Transición y, sobre
todo, a imponer en el relato oficial sobre la misma el protagonismo de las
elites (con el “monarca salvaguarda de la joven democracia” a la cabeza) frente
al protagonismo popular antifranquista de la calle. El juancarlismo se
convirtió así en un relato consensual e incuestionado que otorgó al monarca una
impunidad no solo judicial sino mediática y política, una impunidad total que
lo protegió de los numerosos escándalos que se sucedían inadvertidos para las
mayorías sociales hasta que ha quedado en los últimos años completamente al
descubierto.
Amistades criminales
El rey aparecía como una persona campechana y cercana a los
ojos de la opinión pública. Mientras, la corte de empresarios que lo rodeaban y
conformaban su grupo cercano de amistad iba entrando paulatinamente en la
cárcel condenados por diferentes escándalos en los que presuntamente habría
participado el propio monarca. Empresarios como Mario Conde, Javier de la Rosa,
Manuel Prado y Colón de Carvajal, este último no solo amigo personal sino
también administrador privado de Juan Carlos I durante más de dos décadas,
conformaban lo que podríamos llamar las amistades criminales del monarca. Una
antesala de lo que sería el escándalo del yerno perfecto Iñaki Urdangarin. Pero
algo pasó entre el caso KIO que terminó con De la Rosa y Colón de Carvajal en
la cárcel y la figura del rey incólume; y el caso Nóos, que aunque se absolvió
a la infanta Cristina, en la opinión pública siempre dejó la duda de hasta qué
punto sabía o había participado el propio monarca de estas actividades. Entre
medias de estos dos casos de corrupción, surgió la ola del 15-M que hizo saltar
muchos de los consensos del régimen del 78, permitiendo un cuestionamiento de
lo que hasta ayer mismo era intocable, casi sagrado, y desde ese momento
susceptible de discusión y crítica.
Con España al borde del rescate, la prima de riesgo por las
nubes, miles de desahucios semanales y millones de parados…, el rey tuvo un
percance, se cayó en un safari y se rompió la cadera. Pero en esta ocasión algo
nuevo va a suceder, a diferencia de lo que había ocurrido en otras ocasiones,
en que la opinión pública no se enteraba de sus escapadas millonarias. Así, un
14 de abril de 2012, en la efeméride de la proclamación de la Segunda
República, la Zarzuela no pudo ocultarlo más y tuvo que admitir que Juan Carlos
I había sido operado de urgencia tras sufrir un accidente en un lujoso safari.
Justo unos días antes de viajar a Botsuana, el rey campechano había mostrado
públicamente su desasosiego porque los jóvenes no tuvieran trabajo en España.
Para más inri, el viaje para matar elefantes, con un coste de más de 40.000
euros, lo había pagado Mohamed Evad Kavali, asesor de la Familia Real que en
2016 aparecerá en los “Papeles de Panamá” como apoderado en 15 sociedades
offshore.
La situación se fue volviendo cada vez más insostenible: el
avance del caso Nóos con la imputación de la infanta Cristina; las
declaraciones explícitas del exsocio de Iñaki Urdangarin, Diego Torres, sobre
la implicación o al menos conocimiento de los hechos por parte de Juan Carlos
I; y la emergencia en las elecciones europeas de 2014 de nuevas fuerzas como
Podemos que cuestionaban abiertamente la monarquía. Todo eso condujo a que la
Zarzuela tomara la decisión de la abdicación como cortafuegos para intentar
parar la degradación de la imagen de la propia monarquía. Sacrificar el
juancarlismo para salvar al régimen. Pero ninguna sucesión es fácil y desde
luego esta no ha sido diferente.
Ni la abdicación ni su huida posterior a Emiratos Árabes han
cortado la sangría de escándalos que han salpicado al juancarlismo, más allá
del caso Nóos. Corinna Larsen ha pasado de ser una desconocida a robar los
focos a la propia Familia Real, destapando parte de los trapos sucios del
monarca, empresas opacas, paraísos fiscales y, cómo no, el fantasma de sus
amistades y relaciones con Arabia Saudí. Pero quizás la puntilla al
juancarlismo comenzó cuando Juan Carlos I y sus asesores Dante Canonica y
Arturo Fasana crearon una empresa opaca en Panamá que llamaron con el nombre de
un caramelo turco, la fundación Lucum. Que a su vez era la titular de una
cuenta en la banca Mirabaud de Ginebra en la que Arabia Saudí ingresó una
semana después de su creación 100 millones de dólares (64.884.405 euros).
Una monarquía corrupta y nada neutral
El escándalo de Lucum supuso la antesala de la fuga del rey
emérito unos meses más tarde. Como el propio Juan Carlos ha reconocido, los
menores de cuarenta años solo le recordarán como un comisionista, evasor,
corrupto y mujeriego. Un fiel reflejo de los Borbones a lo largo de nuestra
historia. Pero la muerte del juancarlismo se puede llevar o no a la tumba a la
propia institución monárquica. Los intentos fallidos de desvincular a Felipe VI
de la figura de su padre no han evitado que la sombra de la corrupción emerja
sobre un reinado sin relato propio más allá del propio juancarlismo. A pesar de
intentos como el del discurso del 3 de octubre, posterior a la declaración
unilateral de independencia de Catalunya en 2017, que más que reforzar su
figura lo vinculó con los sectores más reaccionarios, agrandó el desapego de
una parte de la sociedad, no sólo de la catalana, con la institución
monárquica.
Un momento tan excepcional como este no se puede afrontar
desde la normalidad parlamentaria y social. Hace falta una respuesta que esté a
la altura del desafío político al que nos enfrentamos, que no es únicamente la
crisis de la monarquía. La muerte del juancarlismo representa un auténtico
proceso de deslegitimación y descomposición de los pilares centrales del
régimen español del 78: monarquía, sistema judicial, marco nacional-territorial
y crisis de representación, con el trasfondo de una crisis socio-ambiental
agravada por la crisis sanitaria que seguimos sufriendo.
Con todo, a pesar de sus debilidades evidentes, la monarquía
no caerá sola. Todavía tiene el apoyo mayoritario del bloque de poder
económico, político y mediático del régimen, que entiende la continuidad de la
institución real como elemento esencial de su propia supervivencia. Además, la
debilidad de la monarquía no supone la fortaleza del republicanismo. No podemos
seguir siendo meros espectadores de la decadencia borbónica, debemos tomar
partido para que la indiferencia ante la basura real no se apodere de las
mayorías sociales. Es fundamental levantar un movimiento democrático por el
derecho a decidir que pueda organizar un referéndum popular que devuelva la
palabra a la ciudadanía, traspasando y rompiendo los estrechos límites
parlamentarios. Porque el debate constituyente que hay que promover desde los
distintos pueblos del Estado es ya inaplazable.
Desde la pretensión de no caer en la indiferencia hemos
decidido tomar partido con una obra colectiva que bajo el título ¡Abajo el rey!
Repúblicas ayude a no dejar que el miedo, el escepticismo y la resignación se
instalen entre la ciudadanía para convocar al impulso del debate público sobre
la jefatura del Estado como un deber inaplazable. Por eso, como decimos en la
presentación del libro, las dieciséis aportaciones que en el mismo aparecen
“comparten todas la reivindicación de un referéndum sobre monarquía o república
y, más allá, la apuesta por una alternativa democrática radical que parta del
protagonismo de las clases subalternas en esta nueva etapa histórica”.
Porque, frente a quienes contemplan aterrados desde arriba
la crisis sociopolítica y, sin embargo, ni siquiera se atreven a acabar con la
inviolabilidad de la monarquía, los y las de abajo deberíamos abordar esta
nueva etapa como un momento impostergable para la refundación democrática. Nuestro
peor enemigo en este camino no es la incertidumbre del cambio, sino la
resignación del “no se puede” que asegura la supervivencia del viejo régimen
que nunca parece terminar de morir. El momento republicano debe entenderse como
una ventana de oportunidad no sólo para detener la sangría de pérdida de
derechos, sino para garantizar nuevos derechos y caminar hacia procesos
constituyentes.
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