Rafael Bautista S.
En febrero del 2002, al día siguiente de consumado el golpe contra el gobierno democrático del presidente Hugo Chávez, la irrefrenable lengua de los torpes golpistas revelaron –de modo arrogante y ufano y en cadena televisiva nacional– cómo se urdió el golpe, cómo se manipuló a la opinión pública y cómo se cooptó a la cúpula militar. Eso les costó la indignación pública (la derrota del golpe ya estaba anunciada por esa flagrante imprudencia). Del mismo modo y, como si de una maldición se tratara, la lengua suelta de los protagonistas del golpe en Bolivia, tampoco tardaron en delatarse y, de la propia boca del cívico Camacho –uno de los principales instigadores–, se pudo conocer (en un video recientemente hecho público) la mediación que hicieron su propio padre y el actual ministro de defensa para prácticamente comprar a la jerarquía policial y militar.
Todavía los incautos y los necios apologistas de una apócrifa “sucesión constitucional”, se resisten a admitir lo que señala la declaración del cívico: la calculada premeditación de un operativo cívico-policial-militar que tenía por fin la alteración definitiva del proceso democrático en Bolivia. A los académicos que aún se amparan en definiciones de manualitos polvorientos, para seguir en su patológica negación de que hubo un golpe, hay que recordarles que, si la realidad nunca está quieta, tampoco los conceptos pueden estancarse en definiciones sin vigencia actual.
En febrero del 2002, al día siguiente de consumado el golpe contra el gobierno democrático del presidente Hugo Chávez, la irrefrenable lengua de los torpes golpistas revelaron –de modo arrogante y ufano y en cadena televisiva nacional– cómo se urdió el golpe, cómo se manipuló a la opinión pública y cómo se cooptó a la cúpula militar. Eso les costó la indignación pública (la derrota del golpe ya estaba anunciada por esa flagrante imprudencia). Del mismo modo y, como si de una maldición se tratara, la lengua suelta de los protagonistas del golpe en Bolivia, tampoco tardaron en delatarse y, de la propia boca del cívico Camacho –uno de los principales instigadores–, se pudo conocer (en un video recientemente hecho público) la mediación que hicieron su propio padre y el actual ministro de defensa para prácticamente comprar a la jerarquía policial y militar.
Todavía los incautos y los necios apologistas de una apócrifa “sucesión constitucional”, se resisten a admitir lo que señala la declaración del cívico: la calculada premeditación de un operativo cívico-policial-militar que tenía por fin la alteración definitiva del proceso democrático en Bolivia. A los académicos que aún se amparan en definiciones de manualitos polvorientos, para seguir en su patológica negación de que hubo un golpe, hay que recordarles que, si la realidad nunca está quieta, tampoco los conceptos pueden estancarse en definiciones sin vigencia actual.
Para estar a la altura de la crítica situación presente, la teoría no puede remitirse a una descripción de un mundo ya inexistente, sino que precisa una crítica transformación actualizada de sus contenidos. El golpe en Bolivia ha puesto en crisis al análisis político que persiste en moldear la realidad a estructuras teóricas que ya no tienen ninguna pertinencia; estos analistas, además “autonombrados críticos” sólo se remiten, para beneficio de la narrativa imperial, en repetir sus prejuicios coloniales de clase como única hermenéutica. Por eso el Imperio hasta puede prescindir de ellos y poner en boca de improvisados periodistas (de la press-titución) la imagen de realidad que se quiere promover.
El análisis que se hace en los think tanks de Washington, aventaja demasiado a la casi inexistente reflexión política y geopolítica de nuestros países; y la prueba de ello es que, fruto del concepto de guerras de cuarta y quinta generación (donde ya ingresa la importancia estratégica de la inteligencia artificial), es que se concibe una necesaria reconceptualización de lo que es un golpe geopolítico. Un ejemplo de ello es, por ejemplo, el concepto de “golpe suave”. En la actual decadencia de la hegemonía imperial, los medios de restauración del poder estratégico, han renovado y complejizado sus posibilidades operativas de injerencia extensiva; esto quiere decir que: un golpe es más golpe cuanto menos golpe parece (en el mundo de la posverdad, su éxito depende del mejor camuflaje que pueda adoptar).
El cívico Camacho vendió la idea de que fue Cristo, cuando supuestamente ingresó a palacio de gobierno, quien sacó a Evo del poder; es más, hasta llegó a afirmar en medios nacionales e internacionales, que “fue un milagro” que, en menos de quince minutos, después de ingresar la Biblia a palacio, Evo renunciara. Todos los apologistas del ficcionado relato de la “revolución de las pititas”, jamás se pusieron a tematizar el simbolismo teológico de dominación que representaba esa teatralización evangélica. No fue ningún milagro, sino que todo estaba planeado; con Camacho regresaba el golpe cívico-prefectural del 2008, el rechazo a la Constitución, la oferta fascista de que Goni gobierne desde Santa Cruz, es decir, la respuesta oligárquica a la insurrección popular del 2003. La llegada de Camacho a La Paz era la señal para el amotinamiento policial y la apostasía constitucional del ejército (el gobierno estaba cercado, no darse cuenta de ello ya no era ingenuidad sino traición interna).
Como en todo melodrama, no es la escenografía la que determina la trama sino el guion, que define además las formas a adoptar: no fueron las “pititas”, ni los vecinos, ni la movilización citadina y menos el pueblo, el autor de una supuesta “revolución pacífica”. Todo ello no fue sino la escenografía funcionalizada para legitimar un golpe orquestado bajo fisonomía supuestamente democrática. A eso se le llama “golpe suave” y, si los militares no toman fácticamente el poder, sí constituyen el factor decisivo para dejar completamente vulnerable al poder político.
Si ejército y policía hubiesen actuado honrando su juramento a la constitución y a la patria, su deber consistía básicamente en oponerse a cualquier alteración del orden constitucional. Pero, para que militares y policías tengan un argumento que les haga sostener que la interrupción misma de este orden significaba su defensa, hacía falta el relato del “fraude”. Y eso era lo que todo análisis serio debía desentrañar, más allá de las irreflexivas declaraciones de Camacho. ¿Quiénes tenían el poder para montar el relato del “fraude”? ¿Quiénes se beneficiaban de ese relato?
Si el cívico tiene el desparpajo de evidenciarse ante cámaras, lo hace porque es un simple peón que, por arrogancia o imprudencia, desea aparecer, en sus cinco minutos de fama, como el adalid de la supuesta “recuperación democrática”. Pero detrás de Camacho hay un poder mucho más inteligente, que actúa siempre detrás de cualquier pantomima pendenciera. Siendo peones todos los que ahora son colocados en el poder político, no hacen más que obedecer un guion impuesto, incluso saliéndose de éste, pues quienes manejan los hilos del asunto saben cuándo y cómo deshacerse de las fichas prescindibles.
Porque en los entramados del poder oculto, nunca hay nada comprometedor, por eso acuden y se sirven de peones que, por cinco minutos de fama, serán los únicos señalizados por la opinión pública. En la estructura del poder oculto nadie puede ser incriminado, porque todo puede negarse de modo plausible; por eso, sólo en el núcleo más profundo se entretejen las relaciones más comprometedoras, que consiste en la negociación de fuertes intereses (que tienen todos los medios posibles que sus ambiciones precisan), los cuales calculan costos y hasta muertes para que ganen a cualquier precio, y que nadie pueda acusarles de nada. Eso sólo es posible con un golpe de Estado.
La cooptación de la clase media urbana, como contingente decisivo de movilización derechista, viene de antes. Sin ir demasiado lejos, podemos consignar al 21-F como el operativo activador de un desacuerdo convertido crecientemente en odio manifiesto. Pero, para entender este odio desatado, por mediación hasta religiosa, que sacó lo peor de una sociedad urbana fundada en la desigualdad, hay que superar la mera descripción del racismo como una discriminación más.
El por qué las discriminaciones actuales se hacen tan inhumanas, sólo se explica a partir de desentrañar el hecho de que la clasificación social presupone una anterior y fundante clasificación racializada. Eso es lo decisivo. Porque, sólo en ese sentido, se puede comprender el racismo como el mito fundacional de la modernidad, en cuanto proyecto civilizatorio. Esto quiere decir que, sin racismo no hay sociedad moderna y tampoco capitalismo:
Del mismo modo como la acumulación originaria presupone una acumulación pre-originaria, a la división internacional del trabajo le presupone una clasificación antropológica de la humanidad (superior-inferior, civilizado-bárbaro, centro-periferia, desarrollo-subdesarrollo, etc.). Para que haya la transición de dinero a capital, primero debe haber robo de trabajo humano y, para justificar este robo, debe negarse la humanidad de las víctimas de ese robo. En ese sentido, la inferiorización del indio (como la primera negación de la humanidad de las víctimas del mundo moderno que nacía en la conquista del Nuevo Mundo) es fundamental para que la apropiación o robo del trabajo ajeno aparezca como algo “justo”, amparado por la ley y el derecho.
De ese modo, la clasificación social sólo se sostiene por una deshumanización previa que naturaliza la desigualdad como orden cultural, político, económico y social; porque es previamente un orden antropológico. Ese es el pecado original de este mundo y no la desobediencia o rebelión a un orden presuntamente natural, pero que fue históricamente impuesto desde 1492. La desobediencia a este orden (fundado en la desigualdad humana) es más bien –para que se anoticien los evangélicos– la anticipación mesiánica, o sea, la buena nueva del “Reino de los cielos”. Lo que Camacho y la autoproclamada, hacen ingresar a palacio, no es el “amor” o la “democracia”; lo que hacen, desde el balcón de palacio, es llamar a la aniquilación de toda desobediencia a ese orden –fundado en la desigualdad humana– que consideran ya no sólo natural sino hasta divino.
Es lo que la teología cristiano-sionista imprime ideológicamente en el nuevo evangelismo made in USA, y es sumamente eficaz porque guarda correspondencia con el sistema de creencias del individuo moderno –y en proceso de modernización– que subjetiva muy bien el mundo valórico del capitalismo, que no es otro sino el impuesto por el mundo moderno, naturalizado como idolatría social o religiosidad mercantil.
Desde el 21-F se fueron magnificando ostensiblemente, gracias a los medios, las incongruencias de un gobierno que despotricaba con su antimperialismo mientras gozaba de una internacionalmente alabada estabilidad y crecimiento económicos. Se trataba de un discutible pero innegable éxito económico. Pero esto no caló en el imaginario social urbano, sino que empezó a pesar más la animadversión generada por una sistemática propaganda anti-Evo (y todo lo que él representaba). Una “revolución de colores” (como la que diseñó el Imperio para el Medio Oriente ampliado y se vendió al mundo como la “primavera árabe”) se hallaba en curso, protagonizada por organizaciones paramilitares juveniles, comités cívicos y universitarios alineados al discurso derechista, al compás de la narrativa mitológica imperial de “defensa de la democracia”, los “derechos humanos” y la “libertad de expresión”. El discurso oligárquico, sobre todo camba, fue empoderándose, gracias a la funcionalización del racismo urbano como colchón de legitimación de la ideología señorialista de toda la oligarquía boliviana.
Eso se nota en el miedo actual de los barrios ricos a toda presencia popular (por eso el discurso mediático, como portavoz oficial del golpe, necesita deshumanizar al pueblo, para lavar toda culpabilidad, por ejemplo, de la masacre de Senkata: el uso de la gasolina manchada de sangre ya no traía problemas de conciencia, porque los muertos no eran seres humanos sino “vándalos”, “dementes”, “kleferos”, es decir, los mismos argumentos que usó el último gobierno neoliberal de Goni contra aquellos gracias a los cuales hoy tienen las ciudades gas domiciliario).
El miedo al indio convertido en bloque revolucionario es lo que activa la memoria del cerco indígena a La Paz, en el siglo XVIII. El descuartizamiento de Tupac Katari es lo que cala hondo no sólo en la memoria popular sino también en el otro lado, como miedo transformado en odio a la presencia acechante de la memoria de las víctimas. Lo que se ha actualizado con este odio centenario es una dialéctica maldita: quien le cierra las puertas a la solución pacífica, le abre inevitablemente las puertas a la resolución violenta. Por eso el miedo debe transformarse en odio, para justificar la aniquilación de las víctimas convertidas, como en la Conquista, en “inferiores” y no humanos...…………………….
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y sigue ….
https://www.alainet.org/en/node/204026
Y ver ..
El Estado de excepción transfigurado como “gobierno de transición”
https://www.alainet.org/en/node/203990
Y ver ..
Exacerbar el chovinismo
http://www.jornada.com.mx/2019/12/30/opinion/002a1edi
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