Sombras en la caverna de Platón
«Represéntate hombres en una morada subterránea en forma de caverna (...). En ella están desde niños con las piernas y el cuello encadenados, de modo que deben permanecer allí y mirar sólo delante de ellos, porque las cadenas les impiden girar en derredor la cabeza. (...) ¿crees que han visto de sí mismos, o unos de los otros, otra cosa que las sombras proyectadas por el fuego en la parte de la caverna que tienen frente a sí?».
(Platón: República, libro VII)
En una democracia cada vez más emocional y con menos espacios para el ponderado ejercicio de la racionalidad, los grandes manipuladores de sombras en la caverna platónica, los vehementes retóricos del rencor y el resentimiento, triunfan en la lucha sin cuartel por ganar la atención de los alienados, que confunden la realidad con la apariencia, y acaban por perder pie a la hora de buscar un suelo estable en el que sustentarse para ejercer un juicio responsable.
Las sombras en el fondo de la caverna frente a la realidad. El símbolo frente a lo que representa. Un cómico finge limpiarse los mocos en una bandera. El sentimiento patrio enardece ciertos espíritus y nubla sus razones. Un actor sufre un calvario judicial por expresar su desprecio por vírgenes y procesiones. Se ofenden los que dicen tener sentimientos religiosos, que –lo que quiera que sean– tienen por más valiosos que el derecho constitucional a la libertad de expresión, dejando claro que nuestro estado aconfesional es, como poco, minusválido. Distracciones para los alienados que se hallan sin esperanza mirando las sombras del fondo de la caverna, encadenada su atención a fruslerías que, por ser su principal objeto, alcanzan la importancia necesaria para que adquieran el peso ontológico que, por naturaleza, no les corresponde.
¡Qué grande Platón! Cuán sugerente su eterno texto conocido como «el mito de la caverna», en verdad una alegoría plagada de símbolos, preñada de sugerencias significativas sin fin, tan vigente como el mismo día en que Platón la escribió hace ya prácticamente 2500 años. La habré leído como poco un centenar de veces, y con cada lectura se me revelan nuevos detalles; pero es que, conforme ha ido pasando el tiempo y el mundo en el que me ha tocado vivir ha ido cambiando, este pasaje clásico de la historia de la filosofía ha acrecentado su poder de ofrecer ideas a través de las cuales pensar críticamente. No importa cuánto haya innovado el ser humano, cuánto haya ganado en recursos tecnológicos, en lo esencial el mensaje del gigante del pensamiento sigue siendo verdad. Verdad, una palabra maltratada por la posmodernidad y que actualmente se adultera de mil formas a cual más sofisticada, quedando relegada en aras de una posverdad situada en la cresta de la ola política. No hay verdad; hay intereses. ¿Platón perdió la batalla contra los sofistas entonces?
Tiene uno la tentación de responder que sí cuando ve en los medios (¿la pared del fondo de la caverna?) las sombras y comprueba que se cae en la confusión, que se muestra una y otra vez un debilitamiento del juicio que permite discernir realidad de apariencia. Ésta ha creado su propio mundo diríase más potente que la realidad misma. Hay síntomas; demasiados. Si un cómico representa un gag en el que hace como que se suena los mocos en la bandera del Reino de España no ocurre de verdad; no es la realidad. Ahora bien, mediante esa representación sí que puede denunciar algo real, a saber, la falta de respeto que muestran ante el ordenamiento legal que constituye la realidad institucional del Estado aquellos que, mediante acciones –estas sí ocurridas de verdad–, contravienen los valores democráticos que constituyen el fundamento sobre el que se asienta y que afectan a la vida de los ciudadanos concretos, y no a animales metafísicos como la nación o la patria. Lo dijo Dani Mateo, camino de convertirse en el mártir español del humor, cuando declaró en una entrevista radiofónica que estamos poniendo a los símbolos por encima de las personas. Les hemos dado vida autónoma, desvinculada de los hechos; les estamos convirtiendo en monstruos que nos exigen de forma insaciable más y más idolatría. Fascinados por las sombras, encadenada nuestra atención a las imágenes de las mil y una pantallas de las que vivimos cotidianamente rodeados, la realidad queda literalmente apantallada, suplantada –como advirtió Baudrillard hace algún tiempo– por el simulacro. Simulacro de la transparencia. Éste es capaz de generar su propia lógica, que es la lógica inconexa del tuit, la del fogonazo que es más potente cuanto más emocional es su efecto. Ni el contexto, ni la memoria, ni la estructura argumentativa tienen especial relevancia en ese discurso, perdiéndose incluso la exigencia de aplicar el juicio de realidad y el cuestionamiento intelectual. Y así, como ya mostrara Platón, confundimos las cosas y personas con su representación, nuestro modelo del mundo con el mundo mismo, lo que determina nuestra relación con él. Esto vale para la política; especialmente para la política, en la cual gana peso progresivamente su dimensión virtual amenazando con fagocitar la realidad política en su totalidad.
El ya fallecido Carlos Castilla del Pino, en la linde entre la psicología y la filosofía y ejerciendo más de intelectual que de psiquiatra –que es lo que era de formación–, se detuvo en este asunto en su libro titulado El delirio, un error necesario. En él analiza los presupuestos lógicos del juicio de realidad que se definen en la aplicación de lo que llama «predicado diacrítico», la cual se traduce en la resolución correcta de dos interrogantes (los dos momentos del juicio de realidad); primero: ¿es el objeto cuya existencia afirmo percepto o representación? Dicho de otra manera, ¿del espacio exterior o del espacio íntimo (mental)?; segundo: la interpretación que suelo hacer con el reconocimiento de ese objeto, ¿la considero subjetiva en todo momento o, por el contrario, en alguno que otro la estimo propiedad del objeto? Del análisis de estos presupuestos lógicos concluye Castilla del Pino: «El predicado diacrítico correcto de los dos momentos del juicio de realidad da, pues, a la realidad externa lo que es de ella y a la realidad interna lo que le pertenece. Pero si la barrera diacrítica (una metáfora de la frontera virtual que separa ambos espacios, externo e interno) se permeabiliza para determinados objetos internos (uno de ellos, la interpretación), éstos emergen en el exterior y pasan a formar parte de los objetos externos y se los trata con la lógica que les corresponde». El trasunto político de este craso error conlleva difuminar la frontera entre el espacio público y el íntimo, lo que tiene como consecuencia el debilitamiento de la capacidad para distinguir lo que es representación de lo que es hecho. Así, los sentimientos, que son elementos propios del espacio íntimo y que dentro de sus límites han de gestionarse –pues en gran medida son producto de una interpretación subjetiva–, irrumpen en el escenario político, el de los derechos y libertades, y se entienden legitimados para condicionarlos. Es lo que ocurre con el nacionalismo y la religión.
¿O cómo si no de delirio pueden ser calificados el llamado proceso independentista de Cataluña y la concesión de medallas y otros reconocimientos institucionales a imágenes religiosas? Porque la clave está en la suspensión del juicio de realidad, aplicado tanto a la realidad de los nudos hechos materiales como la que se construye institucionalmente, que comparten por igual el ámbito extramental. Al respecto es muy revelador lo que en estos días está aconteciendo en el territorio en el que no parece importar más que la exhibición de esteladas y lazos amarillos; ¿son las huelgas y manifestaciones de médicos, bomberos y demás funcionarios del maltrecho estado de bienestar un rayo de esperanza realista? He ahí la plasmación concreta e ineludible de lo que importa: el bienestar concreto de los ciudadanos, que como seres humanos, como seres vivos, requieren una atención sanitaria como es debido, y los profesionales que se ocupan de ella, unas condiciones dignas de trabajo. Pero siempre están esos que mueven las sombras, que las nutren, ya representados por Platón en su aludida alegoría, a los que podríamos calificar de engañadores, probablemente ellos mismos engañados. Repárese como ilustración en las recientes declaraciones de Eduard Pujol, portavoz de Junts per Catalunya en el parlamento autonómico, que califica de «cuestiones no esenciales» las que llevan a protestar a los trabajadores públicos. Según él, nos distraen de lo esencial, que es promocionar por doquier una república inexistente invirtiendo todos los recursos que sean menester. Habrá quienes asientan a sus palabras; son los que miran las sombras que él proyecta en el fondo de la caverna.
El juicio que se celebra en Cádiz por la concesión de la medalla de oro de la Ciudad a la Virgen del Rosario es sencillamente un atentado contra los sentimientos ilustrados (qué pena que tal delito no exista en nuestro Código Penal) y que muestra otro exponente de ese fenómeno de delirio no patológico –pero no por ello menos alienante– que constituye el denominador común del caso del cómico Dani Mateo y de la ya aludida situación político-social en Cataluña. La concesión de la dichosa medalla por parte del ayuntamiento gaditano nos enfrenta a la otra categoría de delirio quizá más común y más potente: el religioso(-folclórico). Al analizarlo ingresamos en el reino del absurdo, en esa lógica que sólo puede compartir y entender quien ha abandonado la exigencia de coherencia racional y el respeto por los hechos objetivos, y que hunde sus raíces en la más oscura sentimentalidad tribal (intimidad colectiva, al fin y al cabo), pero que tiene un efecto pernicioso cierto que no debemos despreciar, y que no es otro que el debilitamiento de la democracia, la rendición del poder político, el representado por el ayuntamiento (para más inri de gobierno de izquierdas supuestamente laicista) ante la trampa que le tendió el sector más rancio de la sociedad gaditana. Aquí ni se respeta la evidencia empírica (se trata de un fenómeno de idolatría), ni la institucional, con base en la cual Europa Laica planteó su demanda; pues la Virgen no es persona física ni jurídica, como exige la norma, la cual ordena el ámbito institucional otorgándole objetividad y poniéndolo a salvo de interpretaciones subjetivas y exabruptos sentimentales, da igual que sean de mayorías o de minorías.
Debido a los hechos que aquí he escogido para mi reflexión, y a otros que no mencionaré porque no hacen sino abundar en lo mismo, temo que la barrera diacrítica a la que antes me he referido y que permite el sano ejercicio del juicio de realidad se halle en una coyuntura de debilidad; prestamos una atención inmerecida a las sombras, es decir, a los símbolos y demás representaciones a los que otorgamos así la importancia y densidad ontológica que no les corresponde. ¿Pudiera ser que la explicación de este fenómeno resida en el modo en que se relaciona con la verdad la que el filósofo Byung-Chul Han llama «sociedad de la transparencia», o sea, la nuestra? De ella se habría desterrado toda negatividad, es decir, toda resistencia que opone el ser material para que, así, todos quedáramos libres de la disciplina racional y de la exigencia de indagación de la verdad. En ella está justificada la mordaza al librepensamiento si éste hiere aquellas sensibilidades socialmente sacralizadas, así como la protección a toda costa de los símbolos, pues éstos absorben toda la gravidez de la realidad al tiempo que, paradójicamente, levantan un muro de sombras que obstaculiza la tan humana búsqueda de sentido.