viernes, 7 de diciembre de 2018

Sombras en la caverna de Platón .

Sombras en la caverna de Platón



«Represéntate hombres en una morada subterránea en forma de caverna (...). En ella están desde niños con las piernas y el cuello encadenados, de modo que deben permanecer allí y mirar sólo delante de ellos, porque las cadenas les impiden girar en derredor la cabeza. (...) ¿crees que han visto de sí mismos, o unos de los otros, otra cosa que las sombras proyectadas por el fuego en la parte de la caverna que tienen frente a sí?».
(Platón: República, libro VII)

En una democracia cada vez más emocional y con menos espacios para el ponderado ejercicio de la racionalidad, los grandes manipuladores de sombras en la caverna platónica, los vehementes retóricos del rencor y el resentimiento, triunfan en la lucha sin cuartel por ganar la atención de los alienados, que confunden la realidad con la apariencia, y acaban por perder pie a la hora de buscar un suelo estable en el que sustentarse para ejercer un juicio responsable.
Las sombras en el fondo de la caverna frente a la realidad. El símbolo frente a lo que representa. Un cómico finge limpiarse los mocos en una bandera. El sentimiento patrio enardece ciertos espíritus y nubla sus razones. Un actor sufre un calvario judicial por expresar su desprecio por vírgenes y procesiones. Se ofenden los que dicen tener sentimientos religiosos, que –lo que quiera que sean– tienen por más valiosos que el derecho constitucional a la libertad de expresión, dejando claro que nuestro estado aconfesional es, como poco, minusválido. Distracciones para los alienados que se hallan sin esperanza mirando las sombras del fondo de la caverna, encadenada su atención a fruslerías que, por ser su principal objeto, alcanzan la importancia necesaria para que adquieran el peso ontológico que, por naturaleza, no les corresponde.
¡Qué grande Platón! Cuán sugerente su eterno texto conocido como «el mito de la caverna», en verdad una alegoría plagada de símbolos, preñada de sugerencias significativas sin fin, tan vigente como el mismo día en que Platón la escribió hace ya prácticamente 2500 años. La habré leído como poco un centenar de veces, y con cada lectura se me revelan nuevos detalles; pero es que, conforme ha ido pasando el tiempo y el mundo en el que me ha tocado vivir ha ido cambiando, este pasaje clásico de la historia de la filosofía ha acrecentado su poder de ofrecer ideas a través de las cuales pensar críticamente. No importa cuánto haya innovado el ser humano, cuánto haya ganado en recursos tecnológicos, en lo esencial el mensaje del gigante del pensamiento sigue siendo verdad. Verdad, una palabra maltratada por la posmodernidad y que actualmente se adultera de mil formas a cual más sofisticada, quedando relegada en aras de una posverdad situada en la cresta de la ola política. No hay verdad; hay intereses. ¿Platón perdió la batalla contra los sofistas entonces?
Tiene uno la tentación de responder que sí cuando ve en los medios (¿la pared del fondo de la caverna?) las sombras y comprueba que se cae en la confusión, que se muestra una y otra vez un debilitamiento del juicio que permite discernir realidad de apariencia. Ésta ha creado su propio mundo diríase más potente que la realidad misma. Hay síntomas; demasiados. Si un cómico representa un gag en el que hace como que se suena los mocos en la bandera del Reino de España no ocurre de verdad; no es la realidad. Ahora bien, mediante esa representación sí que puede denunciar algo real, a saber, la falta de respeto que muestran ante el ordenamiento legal que constituye la realidad institucional del Estado aquellos que, mediante acciones –estas sí ocurridas de verdad–, contravienen los valores democráticos que constituyen el fundamento sobre el que se asienta y que afectan a la vida de los ciudadanos concretos, y no a animales metafísicos como la nación o la patria. Lo dijo Dani Mateo, camino de convertirse en el mártir español del humor, cuando declaró en una entrevista radiofónica que estamos poniendo a los símbolos por encima de las personas. Les hemos dado vida autónoma, desvinculada de los hechos; les estamos convirtiendo en monstruos que nos exigen de forma insaciable más y más idolatría. Fascinados por las sombras, encadenada nuestra atención a las imágenes de las mil y una pantallas de las que vivimos cotidianamente rodeados, la realidad queda literalmente apantallada, suplantada –como advirtió Baudrillard hace algún tiempo– por el simulacro. Simulacro de la transparencia. Éste es capaz de generar su propia lógica, que es la lógica inconexa del tuit, la del fogonazo que es más potente cuanto más emocional es su efecto. Ni el contexto, ni la memoria, ni la estructura argumentativa tienen especial relevancia en ese discurso, perdiéndose incluso la exigencia de aplicar el juicio de realidad y el cuestionamiento intelectual. Y así, como ya mostrara Platón, confundimos las cosas y personas con su representación, nuestro modelo del mundo con el mundo mismo, lo que determina nuestra relación con él. Esto vale para la política; especialmente para la política, en la cual gana peso progresivamente su dimensión virtual amenazando con fagocitar la realidad política en su totalidad.
El ya fallecido Carlos Castilla del Pino, en la linde entre la psicología y la filosofía y ejerciendo más de intelectual que de psiquiatra –que es lo que era de formación–, se detuvo en este asunto en su libro titulado El delirio, un error necesario. En él analiza los presupuestos lógicos del juicio de realidad que se definen en la aplicación de lo que llama «predicado diacrítico», la cual se traduce en la resolución correcta de dos interrogantes (los dos momentos del juicio de realidad); primero: ¿es el objeto cuya existencia afirmo percepto o representación? Dicho de otra manera, ¿del espacio exterior o del espacio íntimo (mental)?; segundo: la interpretación que suelo hacer con el reconocimiento de ese objeto, ¿la considero subjetiva en todo momento o, por el contrario, en alguno que otro la estimo propiedad del objeto? Del análisis de estos presupuestos lógicos concluye Castilla del Pino: «El predicado diacrítico correcto de los dos momentos del juicio de realidad da, pues, a la realidad externa lo que es de ella y a la realidad interna lo que le pertenece. Pero si la barrera diacrítica (una metáfora de la frontera virtual que separa ambos espacios, externo e interno) se permeabiliza para determinados objetos internos (uno de ellos, la interpretación), éstos emergen en el exterior y pasan a formar parte de los objetos externos y se los trata con la lógica que les corresponde». El trasunto político de este craso error conlleva difuminar la frontera entre el espacio público y el íntimo, lo que tiene como consecuencia el debilitamiento de la capacidad para distinguir lo que es representación de lo que es hecho. Así, los sentimientos, que son elementos propios del espacio íntimo y que dentro de sus límites han de gestionarse –pues en gran medida son producto de una interpretación subjetiva–, irrumpen en el escenario político, el de los derechos y libertades, y se entienden legitimados para condicionarlos. Es lo que ocurre con el nacionalismo y la religión.
¿O cómo si no de delirio pueden ser calificados el llamado proceso independentista de Cataluña y la concesión de medallas y otros reconocimientos institucionales a imágenes religiosas? Porque la clave está en la suspensión del juicio de realidad, aplicado tanto a la realidad de los nudos hechos materiales como la que se construye institucionalmente, que comparten por igual el ámbito extramental. Al respecto es muy revelador lo que en estos días está aconteciendo en el territorio en el que no parece importar más que la exhibición de esteladas y lazos amarillos; ¿son las huelgas y manifestaciones de médicos, bomberos y demás funcionarios del maltrecho estado de bienestar un rayo de esperanza realista? He ahí la plasmación concreta e ineludible de lo que importa: el bienestar concreto de los ciudadanos, que como seres humanos, como seres vivos, requieren una atención sanitaria como es debido, y los profesionales que se ocupan de ella, unas condiciones dignas de trabajo. Pero siempre están esos que mueven las sombras, que las nutren, ya representados por Platón en su aludida alegoría, a los que podríamos calificar de engañadores, probablemente ellos mismos engañados. Repárese como ilustración en las recientes declaraciones de Eduard Pujol, portavoz de Junts per Catalunya en el parlamento autonómico, que califica de «cuestiones no esenciales» las que llevan a protestar a los trabajadores públicos. Según él, nos distraen de lo esencial, que es promocionar por doquier una república inexistente invirtiendo todos los recursos que sean menester. Habrá quienes asientan a sus palabras; son los que miran las sombras que él proyecta en el fondo de la caverna.
El juicio que se celebra en Cádiz por la concesión de la medalla de oro de la Ciudad a la Virgen del Rosario es sencillamente un atentado contra los sentimientos ilustrados (qué pena que tal delito no exista en nuestro Código Penal) y que muestra otro exponente de ese fenómeno de delirio no patológico –pero no por ello menos alienante– que constituye el denominador común del caso del cómico Dani Mateo y de la ya aludida situación político-social en Cataluña. La concesión de la dichosa medalla por parte del ayuntamiento gaditano nos enfrenta a la otra categoría de delirio quizá más común y más potente: el religioso(-folclórico). Al analizarlo ingresamos en el reino del absurdo, en esa lógica que sólo puede compartir y entender quien ha abandonado la exigencia de coherencia racional y el respeto por los hechos objetivos, y que hunde sus raíces en la más oscura sentimentalidad tribal (intimidad colectiva, al fin y al cabo), pero que tiene un efecto pernicioso cierto que no debemos despreciar, y que no es otro que el debilitamiento de la democracia, la rendición del poder político, el representado por el ayuntamiento (para más inri de gobierno de izquierdas supuestamente laicista) ante la trampa que le tendió el sector más rancio de la sociedad gaditana. Aquí ni se respeta la evidencia empírica (se trata de un fenómeno de idolatría), ni la institucional, con base en la cual Europa Laica planteó su demanda; pues la Virgen no es persona física ni jurídica, como exige la norma, la cual ordena el ámbito institucional otorgándole objetividad y poniéndolo a salvo de interpretaciones subjetivas y exabruptos sentimentales, da igual que sean de mayorías o de minorías.
Debido a los hechos que aquí he escogido para mi reflexión, y a otros que no mencionaré porque no hacen sino abundar en lo mismo, temo que la barrera diacrítica a la que antes me he referido y que permite el sano ejercicio del juicio de realidad se halle en una coyuntura de debilidad; prestamos una atención inmerecida a las sombras, es decir, a los símbolos y demás representaciones a los que otorgamos así la importancia y densidad ontológica que no les corresponde. ¿Pudiera ser que la explicación de este fenómeno resida en el modo en que se relaciona con la verdad la que el filósofo Byung-Chul Han llama «sociedad de la transparencia», o sea, la nuestra? De ella se habría desterrado toda negatividad, es decir, toda resistencia que opone el ser material para que, así, todos quedáramos libres de la disciplina racional y de la exigencia de indagación de la verdad. En ella está justificada la mordaza al librepensamiento si éste hiere aquellas sensibilidades socialmente sacralizadas, así como la protección a toda costa de los símbolos, pues éstos absorben toda la gravidez de la realidad al tiempo que, paradójicamente, levantan un muro de sombras que obstaculiza la tan humana búsqueda de sentido.

jueves, 6 de diciembre de 2018

Francia al borde de la insurrección.



Dibujo ..Vasco Gargalo en Rebelión .
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  Cincuenta años después del mayo del 68, Francia vive una revuelta inaudita
Francia: la cólera en marcha

Nueva Tribuna

El movimiento de los gilets jaunes puede apagarse, como le ocurrió a la protesta de la Sorbona y Nanterre hace cincuenta años, pero el General tuvo que marcharse a casa un año después, arruinado su capital político


Cincuenta años después del mayo del 68, Francia vive una revuelta inaudita, sin duda muy distinta, en forma, fondo, significación y probablemente alcance, cargada de inquietudes y temores para algunos, pero también de esperanza y aliento según otros.
La protesta de los gilets jaunes (los chalecos amarillos con que se identifican los conductores en ruta) ha dejado en llamas muchas calles y plazas de París y de numerosas ciudades y pueblos de esa Francia interior tan decisiva para comprender la verdadera dimensión del país y tan desconocida para el exterior. Algunos edificios emblemáticos han resultado dañados y señalados como símbolos heridos o testigos de una cólera ciudadana largo tiempo incubada.
Nadie sabe adónde conducirá este movimiento (así ha sido definido por la mayoría de los analistas), carente, al menos hasta ahora, de líderes, de programa, de estrategia más allá de forzar cierta rendición de las autoridades (1). De momento, los gilets jaunes han doblegado el brazo del Eliseo. El gobierno ha suspendido el incremento del impuesto sobre los combustibles, motivo inicial de la protesta.
Se trata de una derrota política y personal del presidente, Emmanuel Macron , quien dijo que no cedería ante la presión de la calle. No lo hizo, no al menos de manera tangible, como en este caso, cuando lo desafiaron los sindicatos por la reforma laboral. No lo hizo con la movilización de profesores, estudiantes y trabajadores de la enseñanza. Ahora, sí. A pesar de una esperable resistencia inicial, de una firmeza con aires de arrogancia, al ausentarse del frente de combate (viaje a Argentina para asistir a la cumbre del G-20), para demostrar que la calle no lo intimidaba (2).
El presidente ha rectificado con visible malestar. Seguramente, con temor, más que con respeto, hacia la expresión de cólera. Sin perder la cara, en todo caso, advirtiendo a través de su pálido primer ministro que no se tolerarán actos de violencia como los registrados el pasado 1 de diciembre y en jornadas anteriores. Una línea roja de manual que podría ser rebasada, complicando la posición política del jefe del Estado. El 18 amenaza a Macron como el 68 lo hizo con De Gaulle.
El movimiento de los gilets jaunes puede apagarse, como le ocurrió a la protesta de la Sorbona y Nanterre hace cincuenta años, pero el General tuvo que marcharse a casa un año después, arruinado su capital político. Macron el reformista no tiene el ascendiente ni el liderazgo de su antecesor, obvio es decirlo, aunque estos tiempos de gaseosa mediática le hayan conferido una altura ficticia.
Con un índice de popularidad en torno al 25%, se encuentra seriamente fragilizado. Y, lo que es peor, su proclamado proyecto de cambiar Francia y dinamizar Europa, de hacer frente al populismo de derechas y de izquierdas, se ve seriamente cuestionado. Macron ha dejado de ser la esperanza del orden liberal, de los demócratas de academia, de la Europa complaciente de despachos y gabinetes. La revuelta le ha arrojado al panteón de líderes en derribo, como Merkel o May.
Cuesta explicar el fenómeno de los gilets jaunes. Es muy fuerte la tentación del deslumbramiento ante la espontaneidad aparente de su explosión. Por lo demás, sería una ingenuidad ignorar los intentos de utilización por parte de los extremos. La violencia asusta, pero también seduce. La humillación del poder excita. Sin olvidar el oportunismo de la oposición convencional, que saca ventaja del debilitamiento gubernamental.
El movimiento refleja, en todo caso, la insatisfacción, la frustración, en realidad, de esa Francia del interior y de la periferia de las grandes ciudades, agobiada por la carestía de la vivienda, por la precariedad del trabajo, por la incertidumbre de la renta, por la fragilidad de los pequeños negocios. La subida del impuesto que ha encarecido el combustible golpea hasta lo insufrible la economía doméstica de estos sectores de la población, que abarca a las clases medias y medias-bajas . La carencia de una red de transportes ajustada a las necesidades cotidianas ha acrecentado la dependencia del vehículo particular. La ecotasa con la que Macron quería blindar la respuesta a la amenaza del cambio climático, uno de los emblemas de su elegante discurso reformador, se ha convertido en la espita de la revuelta (3).
Le Monde  ha analizado las reivindicaciones del movimiento y concluye que son compatibles en sus dos terceras partes con el ideario de La Francia insumisa, mientras la mitad coincide con las propuestas de la extrema derecha. Nada que ver con los programas liberales del centro derecha o de Macron (4).
Hay en un sector de los gilets jaunes un aire de resistencia al cambio, de ejemplo lacerante de esa Francia anclada en los viejos hábitos que se resiste a morir. Pero es muy fácil decir eso desde las atalayas de la comodidad o al menos de la falta de agobio que produce la vida difícil. Que Marine Le Pen salude el movimiento no necesariamente lo deslegitima. El oportunismo de la extrema derecha no le otorga carta de naturaleza.
Desde la orilla opuesta, la izquierda radical, insumisa, externa al sistema, se trata de comprender y encuadrar el fenómeno, de canalizar la insurrección. Es una pretensión tradicional del espíritu revolucionario francés. Los jacobinos intentaron hacerlo con los enragés durante los primeros años convulsos de la República. Sin éxito. Ahora, ciertas figuras emergentes, como el diputado-periodista por la Somme François Ruffin(el Desmoulins de este tiempo), sintonizan su discurso con los revoltosos en un intento de conferirle sentido y propósito constructivo, de edificar sobre él una alternativa política. Algunos han querido ver en ello una lucha encubierta por el poder frente a una perdida de vigor de Jean-Luc Mélenchon, el líder de la Francia insumisa (5). Como también ocurriera en el 68, a la izquierda francesa le pilla esta explosión social en plena descomposición, en una especie de agujero negro en el que agoniza el socialismo y se desliza fantasmal el comunismo.
Conviene ser cauteloso sobre el futuro inmediato de la crisis. El gobierno pretende apaciguar las cosas con la retirada del impuesto, pero la falta de un liderazgo estructurado de los revoltosos impide anticipar qué ocurrirá ahora. De momento, se mantienen las convocatorias de protesta. Es muy posible que surjan divisiones y fracturas. De eso hay también abundantes ejemplos históricos. Macron y su entorno esperan precisamente eso para desactivar el movimiento y recuperar el control.
Sea como fuere, este brumario francés, este otoño convulso ha dejado muy tocado el proyecto gubernamental (6). Macron se ha dejado muchas plumas en este año y medio. Su proyecto de una República en marcha hacia un futuro coloreado se ha visto frenado por una República en cólera, que se niega ya a dejar seducirse por discursos grandilocuentes y quiere soluciones inmediatas.
NOTAS:
(1) “’Gilets jaunes’, la colére sans intermédiaires”. WILL HUTTON. THE OBSERVER, 25 de noviembre.
(2) “Après les violences, le gouvernement tente de rebondir”. LE MONDE, 2 de diciembre.
(3) “France’s yellow vest protests: the movement that has put Paris on edge”. ALISSA RUBIN. THE NEW YORK TIMES, 3 de diciembre.
(4) “Sur une axe de Mélenchon à Le Pen, ou se situent les revendications des ‘gilets jaunes’”. LE MONDE, 4 de diciembre.
(5) “Derrière les ‘gilets jaunes’, François Ruffin, omniprésent mais insaisissable”. LE MONDE, 27 de noviembre.
(6) “’Gilets jaunes’, le point de bacule du quinquennat” Editorial. LE MONDE, 4 de diciembre.
Fuente: https://www.nuevatribuna.es/articulo/europa1/francia-chalecosamarillos-macron-mayo68-giletsjaunes/20181205102112158144.html

miércoles, 5 de diciembre de 2018

3-D.- La metamorfosis


Acostarse rojo y levantarse facha

Juan Carlos Escudier


La gran pregunta que ha dejado las elecciones andaluzas remite a Kafka y a su metamorfosis. Quienes hayan leído el relato compartirán que lo más repulsivo no es que alguien se acueste siendo un viajante de comercio y se levante convertido en un escarabajo, sino la transformación que sufre su entorno, que acaba siendo mucho más inhumano que el insecto al que ocultan en su habitación. Nadie entendió las razones por las que Gregorio Samsa se convirtió en un repulsivo coleóptero ni se preocupó de buscarlas. La reacción de la familia se limitó primero al espanto y luego a la ira, que tomó la forma de una manzana incrustada en su caparazón.

Puede que nada de lo anterior venga al caso de Andalucía ni explique por qué cientos de miles de personas mutaron de repente para convertirse en votantes de extrema derecha, pero sería un inmenso error no indagar sus motivos, ya que lo que no cabe esperar es que, como el infortunado comerciante, los metamorfoseados se recluyan en sus dormitorios para ver si se les pasa ni, por supuesto, se dejen morir de hambre para aliviar a sus horrorizados parientes.

Aquí, pese a los sucesivos brotes de racismo vividos, se ha presumido absurdamente de anticuerpos para un virus que no ha hecho sino extenderse por Europa con un caldo de cultivo menos favorable incluso que el nuestro. Nuestra supuesta comprensión hacia los inmigrantes acabó con la crisis económica y de nada valieron los esfuerzos –muy escasos por cierto- para hacernos entender que su presencia era la que explicaba buena parte de nuestra prosperidad anterior y que, sin ella, no hubiera sido posible ni el vertiginoso acceso de la mujer al mercado de trabajo ni el sostenimiento de las pensiones y del estado del Bienestar en su conjunto, al que aportaron mucho más de lo que recibieron.

Tragamos entonces con los inmigrantes pero con condiciones: que aceptaran los trabajos que nadie quería y si era por la voluntad aún mejor; que no se dejaran ver mucho por la calle, que eso daba muy mala imagen y esto no era Casablanca; que no pusieran la música muy alta, que aquí nunca hemos dado que hablar; que se curaran ellos solos, que bastante teníamos con nuestras listas de espera para encima soportar más retrasos por culpa de estos muertos de hambre; y, finalmente, que volvieran a sus países cuando se quedaran en el paro porque el cupo de la sopa boba ya estaba cubierto.

Los más pudientes apenas si tuvieron conflictos con ellos porque los inmigrantes con los que se relacionaron solían formar parte de su servicio doméstico y hasta hablaban tagalo y se lo enseñaban a los niños, como la criada filipina de Lucía Figar. Los problemas surgieron en los barrios más humildes, en los rellanos de las escaleras donde la convivencia era inevitable, especialmente cuando llegaron las vacas flacas y prendió la idea de que el vecino búlgaro o marroquí eran como termitas que devoraban las ayudas sociales habiendo españoles con pedigrí tan necesitados. El caso es que fallamos con el diagnóstico: no era a los inmigrantes a los que había que integrar sino a nosotros mismos. Y ello sólo era posible con más recursos públicos, justo lo que sigue faltando, porque la vacuna infalible contra la xenofobia es el dinero.

Así que ha bastado que alguien dijera públicamente lo que muchos proferían en los bares, que prometiera muros infranqueables en las fronteras, deportaciones masivas, restricciones sanitarias y hasta demoliciones de mezquitas para que decenas de miles, que el día anterior se acostaron siendo del PP, del PSOE y hasta de Podemos, se sacudieran los complejos y se levantaran con la papeleta de Vox en la mano dispuestos a cerrar la puerta y echar el cerrojo.

La recreación de ese imaginario país de españoles muy españoles tiene como corolario la exaltación de un patrioterismo rancio que busca la grandeza en la Enciclopedia Álvarez, con sus católicos reyes, sus colonizaciones y conquistas y sus imperios donde no se ponía el sol ni con el horario de invierno. Expulsados judíos, moriscos y rumanos, conjurado el peligro exterior, sólo queda neutralizar al enemigo interno, ese independentismo que si ha florecido ahora es por ese cáncer de las autonomías que ha facilitado la división, el despilfarro y la corrupción. Poco importa que Cataluña siga siendo la locomotora económica del país, la segunda comunidad más poblada, el primer destino turístico o que represente casi la quinta parte de la riqueza nacional. No se trata de convencer sino de someter y castigar ejemplarmente a los sediciosos y a sus seguidores, aunque sean dos millones de personas.

Quienes han aceptado su conversión a la extrema derecha han sido convencidos de que la culpa de sus males es siempre de los demás, ya sean inmigrantes, catalanes o burócratas de Bruselas. Ese orgullo inflamado es el que les hace aceptar soluciones fáciles a problemas complejos. Lejos de establecer un cordón sanitario en torno a los propagadores de la enfermedad, hay partidos dispuestos a intercambiar sus miasmas y extender el contagio. Vayan preparando las vacunas o habrá muchos más casos de esta explicable metamorfosis.

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 La guerra de Vox contra el feminismo



 ver .
  Vox se infiltró en Jusapol y los sectores ultra de la Policía apoyaron su despegue electoral
  y ver ... La conexión de Vox con las supuestas «pantallas» ultracatólicas del Yunque 


  ver  un trozo del programa de VOX
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lunes, 3 de diciembre de 2018

2-D .- Ya somos europeos.


sábado, 1 de diciembre de 2018

El problema es Alemania, no Italia .




Entrevista a Sergio Cesaratto
"El problema es Alemania, no Italia"

El Viejo Topo

Resultado de imagen de Sergio Cesaratto



 Enemigo del euro, el economista Sergio Cesaratto arroja aquí un poco de luz sobre el conflicto que enfrenta a los mandatarios europeos con el gobierno italiano. Cesaratto (de quien El Viejo Topo publicará en breve su exitoso Seis lecciones de economía) imparte clases en la Universidad de Siena sobre Crecimiento económico y Políticas fiscales de la Unión Europea.
—El Comisario de Asuntos Económicos, Moscovici, y el responsable de Estabilidad Económica de la UE, Dombrovskis, han declarado que el gobierno italiano va abierta y conscientemente en contra sus compromisos consigo mismo y con otros Estados miembros. Le acusan de violar el Pacto de Estabilidad y Crecimiento.
—Pero ese es un pacto absurdo, porque durante la fase de depresión los presupuestos públicos tienen el deber de entrar en déficit y apoyar la economía. Lo que sí es necesario es reducir los intereses de la deuda, y el BCE dispone de los medios para intervenir y facilitarlo.
—Dombrovskis reprocha al gobierno italiano que pretenda resolver el déficit incrementando la deuda, en vez de presentar un presupuesto equilibrado.
—Gastamos 65.000 millones al año en intereses –el mismo dinero que damos a la educación– nos dice Moscovici. Bien, ¿queremos reducir la deuda para reducir los intereses? Hagámoslo, pero con cuidado, porque esta es la receta que en los últimos años ha matado a la economía italiana. En lugar de reducir la deuda, primero reduzcamos el tipo de interés, de modo que liberemos recursos para apoyar la demanda, y así también lograremos reducir la deuda.
—¿Y cómo reducir el interés?
—Los tipos de interés no los deciden los mercados, sino los bancos centrales cuando quieren hacerlo. Si no quieren, dejan que lo hagan los mercados. Y ese es precisamente el problema de nuestra deuda, que ha empeorado desde que los mercados tomaron el relevo del banco central. Si el BCE quiere, puede hacerlo. Ya lo hizo en 2010-2012, comprando bonos del Estado de unos pocos países, valores griegos, irlandeses, portugueses, españoles e italianos… Si el BCE empezara a comprar valores, los mercados recuperarían la confianza en la deuda pública de Italia y los tipos de interés caerían. Y el gobierno podría usar lo que se ahorre en el pago de intereses para implementar su programa electoral.
—¿Cree que el BCE lo hará?
—No, no lo hará. Para empezar, porque Draghi está acabando su mandato. En segundo lugar, porque primero debería convencer a los alemanes. En 2012 pudo pronunciar el famoso discurso de “lo que sea necesario” solo porque convenció a Merkel de que, de lo contrario, el lunes siguiente ya no existiría el euro.
—Japón tiene un ratio deuda/PIB del 250%; Grecia del 180% e Italia del 132%. ¿Por qué se preocupan tanto los inversionistas en el caso italiano?
— Al evaluar la sostenibilidad de la deuda pública hay que tener en cuenta dos factores: 1) Si está denominada en moneda nacional o extranjera; 2) Si está principalmente en manos de acreedores nacionales o extranjeros.
Una deuda denominada en moneda nacional y en manos de residentes se considera generalmente segura. Este es el caso de Japón. En particular, en Japón, los principales tenedores de bonos del Estado son su banco central y el sistema financiero nacional, que no se espera que vayan a especular contra su propio gobierno. El hecho de que la deuda pública japonesa se mantenga a nivel nacional no es sorprendente. Dado que Japón tiene tradicionalmente superávit de comercio exterior, la economía no depende de préstamos externos. Además, su deuda está denominada en yenes y el gobierno puede confiar en el Banco de Japón como comprador final, lo que tranquiliza a los inversores privados. Esto también significa que los tipos de interés –y el rendimiento de los bonos– están bajo control. Este círculo virtuoso mantiene estable la relación deuda/PIB. Si la deuda de Japón estuviera denominada en moneda extranjera y en manos de no residentes, la economía estaría expuesta a oleadas de pánico financiero. En el caso de Grecia, España e Italia, no existe ningún banco central que pueda actuar como comprador de último recurso.
El problema de la deuda pública italiana es su denominación en moneda extranjera (el euro) y la falta de un banco central nacional, cosas que van de la mano con la ausencia de control de los flujos de capital. Pero, a diferencia de España, Italia no tiene una exposición significativa con países extranjeros.
—¿Cómo llegó Italia a este nivel de endeudamiento? ¿Es por despilfarro o es un asunto más sistémico?
—El gran salto de la deuda pública italiana tuvo lugar en los años ochenta. Los setenta fueron un período de conflicto social que condujo a la inestabilidad de los precios. Sin embargo, un tipo de cambio flexible mantuvo la competitividad exterior, mientras que la política del Banco de Italia impidió el aumento de la deuda pública. A finales de la década, la élite italiana eligió un nuevo régimen de política económica basado en el tipo de cambio fijo y un banco central independiente.
Sin embargo, la pérdida de competitividad exterior provocó problemas de demanda agregada y, como dijo Stiglitz, los países con déficit por cuenta corriente persistentes o en expansión a menudo se ven obligados a contraer déficit fiscales para apoyar la demanda agregada. “Sin déficit fiscal, tendrían un alto nivel de desempleo”, escribió Stiglitz en 2010. Estos déficits fiscales y los elevados tipos de interés necesarios para mantener la paridad de los tipos de cambio en el SME provocaron la explosión del ratio deuda pública/PIB. El intento de imponer una “restricción externa” está en la base del problema de la deuda italiana.
Aunque Italia ha recuperado el aliento desde que dejó el SME en 1992, ha repetido el error de atarse las manos con su participación en la Unión Monetaria Europea. En la primera década del euro, Italia utilizó los tipos de interés más bajos y una política fiscal restrictiva para reducir el ratio deuda/PIB de alrededor del 125% al 100%, al precio del estancamiento de la demanda interna, que ha frenado la inversión y el crecimiento de la productividad.
La pérdida de competitividad externa –también debido a las políticas neomercantilistas alemanas– no ha ayudado. Como consecuencia de la crisis financiera y, sobre todo, del retraso en la intervención del Banco Central Europeo y de la imposición de la austeridad, el ratio deuda/PIB volvió a aumentar hasta el 130%.
Italia necesita desesperadamente una reactivación de la demanda interna a través de una política presupuestaria expansiva. Esto requiere que los tipos de interés se mantengan comparables a los niveles franceses. Italia ha sido rigurosa en sus cuentas públicas desde 1991, mucho más que Alemania, por lo que merece un apoyo. Por supuesto, se debe firmar un pacto de sangre para estabilizar la relación deuda/PIB, o para reducirla lentamente de manera compatible con el crecimiento.
—Sin embargo las agencias de calificación y los mercados internacionales están ejerciendo cada vez más presión. Y la Comisión Europea pide más disciplina fiscal.
—El problema de la economía europea es Alemania, no Italia. Es la mentalidad de la élite alemana, caracterizada por un modelo mercantilista que insiste en la moderación fiscal y salarial. Sostengo que la disciplina europea (o alemana) es la principal responsable del aumento de la deuda pública, el estancamiento económico y el declive. Los mercados financieros están asustados porque los inversores temen que Italia pueda descarrilar como resultado de la expansión fiscal sin el apoyo europeo.
—Usted reprocha a Alemania haber violado las reglas del juego, no solo las que recogen los Tratados, sino también las no escritas pero reconocidas por la disciplina económica como necesarias para el funcionamiento de un sistema de tipo de cambio fijo como el euro. ¿Qué reglas viola Alemania?
— Una economía excedentaria necesita llevar a cabo políticas económicas expansivas; exactamente lo contrario de lo que está ocurriendo ahora con Alemania y sus políticas mercantilistas, que dan como resultado un superávit desproporcionado y adopta una política fiscal restrictiva con superávit presupuestario. En concreto, Alemania viola dos reglas básicas: durante años ha tenido un superávit comercial muy superior al 6% establecido por el Six Pack, un reglamento europeo; se niega a abandonar la moderación salarial para impulsar la demanda interna y, por lo tanto aumentar las importaciones, y al hacerlo también viola dos reglas que de hecho no están escritas: la de la convergencia, en la zona euro, de las tasas de inflación cercanas al 2%, y la de mantener el crecimiento de los salarios nominales en línea con la productividad.
—En su último libro se habla de “doble moral”, un concepto, el de moral, que generalmente tiene muy poco que ver con la economía. A menos que se esté refiriendo al ordoliberalismo, un pensamiento económico germano vinculado a la economía social de mercado…
—Sí, por supuesto me refiero al ordoliberalismo, una ideología –me resulta difícil llamar a esta mezcolanza de palabras una economía– que impregna la forma de pensar de las élites alemanas. El pensamiento ordoliberal se ha convertido en portador de un juicio moral en la economía a través del “principio de responsabilidad” y el consiguiente concepto de “culpa”, y todo lo que no es un presupuesto equilibrado se ha convertido en inmoral: la deuda es inmoral, etc… Pero como suele suceder, el moralista es el mayor pecador. El Estado alemán ha ayudado a los bancos alemanes con cientos de miles de millones, y eran bancos especulativos que estaban en crisis porque fueron los protagonistas de la crisis financiera estadounidense. La deuda de guerra alemana fue en parte perdonada y en parte aplazada, pero la benévola Berlín no tuvo la misma actitud con Grecia. Y con la crisis, Alemania se ha sobreequipado: el euro débil ha favorecido aún más sus exportaciones, la fuga de capitales de los países periféricos a sus bonos del Estado ha conllevado enormes ahorros en los gastos de intereses. Se ha calculado que entre 2010 y 2015 el Estado alemán ha tenido un ahorro de intereses de 100.000 millones de euros, ¡equivalente al 3% del PIB!
—La Lega Norte parece estar empujando a la economía hacia un modelo orientado a dar facilidades a las empresas, fomentando una generosa reducción de los costes empresariales: un impuesto fijo con dos niveles (15-20%) y ningún aumento del IVA. El Movimiento 5 Estrellas piensa en un estímulo impulsado por la demanda, con un ingreso mínimo garantizado (780 euros) y una revisión de las reformas de las pensiones. ¿Puede Italia hacer todo eso y mantener un déficit presupuestario inferior al 3%, o incluso al 1,6%, como afirma el Ministro de Economía Giovanni Tria?
— Si Italia tuviera que hacer frente a las mismas tasas de interés que Francia en la deuda pública, podría permitirse una política fiscal expansiva moderada, consistente con la estabilización de la relación deuda/PIB.
En mi opinión, la posición del Gobierno italiano debería ser la siguiente: Italia ha mantenido un buen nivel de disciplina fiscal desde 1991 (superávit primario); si no fuera por las políticas equivocadas de la UE y del BCE, el ratio deuda/PIB se situaría en el nivel francés (100%). En cualquier caso, un 130% no es muy diferente. ¿Por qué Italia no debería obtener apoyo europeo a cambio de un compromiso para estabilizar el ratio deuda/PIB al nivel actual? Eso es razonable.
Desafortunadamente, Berlín dirá nein. Con el cambio en la gestión del BCE y un gobierno alemán más a la derecha, las cosas podrían incluso empeorar. Italia debería entonces prepararse para la salida. El principal problema de una salida sería la posible represalia franco-alemana. Demasiado para los sueños europeos del presidente Mattarella.
—Como economista, ¿qué políticas cree que ayudarían más al crecimiento italiano?
— Italia no necesita un impuesto fijo, sino una campaña contra la evasión fiscal. Por supuesto, siempre que sea posible, sería deseable que los impuestos fueran más bajos, pero esa no es la prioridad. La economía debe dar prioridad a las familias que se encuentran por debajo del umbral de pobreza. Sin embargo, preferiría un plan de empleo en lugar de una renta básica generalizada. La infraestructura y la educación también son prioridades.
—Los bancos italianos, griegos y españoles tienen una gran cantidad de préstamos morosos. Esto se debe en parte a las personas que no pueden pagar sus préstamos y en parte a que las pequeñas y medianas empresas ya no son rentables. ¿La disciplina fiscal está ayudando a los bancos a reducir sus préstamos en mora?
—La morosidad es claramente el resultado de la austeridad. Por tanto, continuar con las mismas políticas no ayuda. La ausencia de un banco central que cubra la deuda pública y el aumento de los tipos de interés también afectan al coste del crédito para las empresas y los hogares italianos. Los bancos italianos cumplen con su trabajo de apoyar la economía. Los grandes bancos alemanes son instituciones especulativas, y están entre los protagonistas de la crisis financiera estadounidense. Todavía están repletos de activos tóxicos. La opinión pública alemana debería estar mejor informada al respecto. Como señala Adalbert Winkler, los economistas alemanes se quejaron cuando Draghi se movilizó para apoyar la deuda pública italiana, pero no dijeron nada cuando el gobierno alemán salvó a sus bancos atrapados en la crisis estadounidense. La actual caída del valor de los títulos del Estado italiano también ha tenido un impacto negativo en los balances de los bancos italianos. Por supuesto, forzarlos a deshacerse de ella sería un suicidio.
—El Banco Central Europeo pondrá fin a su programa de adquisición de valores en diciembre de 2018. ¿Cómo afectará esto a la economía italiana?
— No cambiará mucho, los bonos del Tesoro italiano ya están fuertemente penalizados, injustificadamente. Por supuesto, si se produjera un ataque especulativo a la deuda italiana, tener un Draghi o un Trichet marcaría una diferencia. En este sentido, parece que Alemania también quiere evitar un nuevo presidente polémico como Weidmann. Sin embargo, las reformas de la gobernanza económica europea propuestas por Berlín son desestabilizadoras. La intención es privar a la Comisión Europea del poder de controlar y sancionar el cumplimiento de las normas fiscales, entregándolas a un Fondo Monetario Europeo y finalmente a los mercados. Esto deja poco espacio para la negociación política, y en última instancia es suicida. Ningún gobierno italiano puede sumarse a estas reformas.
—¿Italia destruirá la zona euro?
— Mi respuesta espontánea sería: “Eso espero”. Creo que la zona euro es una jaula antidemocrática. Hasta cierto punto, esto también se aplica a la UE, que es una institución neoliberal. Por ejemplo, la UE ha prohibido las políticas industriales patrocinadas por el Estado y ha obligado a Italia a privatizar sus empresas públicas, principalmente vendiéndolas a empresas extranjeras, que a menudo las han desmantelado.
Italia destruirá la zona euro si Bruselas empuja al país a su destrucción a través de la especulación del mercado y las políticas de austeridad. ¿Quién está destruyendo la Eurozona y el comercio mundial, Italia o los superávits fiscales y exteriores de Alemania? Mi temor es que, aunque se vea expuesta a un ataque financiero y a una troika, Italia no se rebelará contra los dictados y permitirá que un nuevo Mario Monti masacre el país en nombre de Europa. Desafortunadamente, la tragedia griega nos enseña que la resiliencia de la gente ante las dificultades económicas (y a la estupidez) es infinita.
—En cualquier caso, el hecho de que no existan normas para la salida del euro pone a todos los países ante un salto en el vacío en el caso del eurexit o de la ruptura del sistema del euro, una posibilidad que no debe excluirse en caso de que se produzca una nueva crisis financiera. ¿Qué significaría la salida del euro para Italia?
— La perspectiva de una reforma progresiva de la zona euro es más bien negra. La lógica alemana impulsa a que nos alimentemos en los mercados hasta que seamos disciplinados (¡como si realmente fuéramos indisciplinados!). En el caso de una crisis financiera y un ataque de los mercados a la deuda pública italiana, las hipótesis son: a) Troika más un nuevo Monti (ya hace tiempo que está preparado: Enrico Letta, con quizás Draghi como Presidente de la República). b) Salida. La salida implica problemas formidables tanto a corto como a largo plazo. Mucho depende de si hay o no represalias europeas. En resumen, a corto plazo, los “amigos” europeos pueden desconectar Target 2, el sistema de pago electrónico en el que viajan nuestras operaciones bancarias. Sería una parálisis, pero también un acto de guerra contra nosotros. A medio plazo, existe el problema de la deuda externa no renegociable. Se trata de abrir negociaciones. Menos preocupante es el frente devaluación/inflación, sobre el que se están pronosticando los catastrofismos más tontos. La devaluación de la lira sería limitada. La inflación debe ser controlada por una política de ingresos estricta. Los salarios aumentarán a medida que aumente la productividad. Sería importante que con el espacio que nos diera la devaluación se pudiera proceder a una expansión fiscal para que el empleo y la productividad se reanuden de inmediato. Pero el punto clave sería la actitud de Francia y Alemania.
Fuente: http://www.elviejotopo.com/articulo/el-problema-es-alemania-no-italia/


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viernes, 30 de noviembre de 2018

Pensar el mundo: Spinoza el maldito.


Pensar el mundo: Spinoza el maldito

El Viejo Topo


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Nota de edición: Tal día como hoy [24.XI] en 1632 nacía en Ámsterdam Baruch Spinoza. Su obra fue uno de los más polémicos e influyentes proyectos de rebeldía, rechazo de todas las formas de trascendencia, confesional o metafísica, y reivindicación absoluta de la inmanencia.

Introducción
Spinoza: una filosofía materialista

Pensar el mundo: Spinoza el maldito
Todo pensar lo es en unas coordenadas: espaciales y temporales. Nadie piensa en el vacío y, por eso, el pensamiento se ocupa siempre de unos asuntos determinados a los que se enfrenta de una manera concreta. Esa determinada selección de asuntos y ese modo de enfrentarlos marcan una singularidad; una singularidad que, sin embargo, no se origina en la subjetividad del pensador entendida como originalidad fundante.
La filosofía de Spinoza se desarrolla durante el tercer cuarto del siglo XVII en el contexto de las polémicas y conflictos (religiosos, científicos, económicos, organizativos: políticos) que sacuden a la República holandesa de las Provincias Unidas.
La República holandesa de las Provincias Unidas presenta, como consecuencia de los avatares del proceso histórico, unas singularidades de funcionamiento tan específicas que permiten incluso a hablar –en expresión ya consagrada– de una cierta “anomalía” holandesa.
La larga y cruenta guerra en la que las Provincias Unidas conquistan su independencia (desde finales del XVI y durante toda la primera mitad del XVII) se ha desarrollado precisamente en paralelo al proceso de su conversión en el centro de esa misma relación global que está recomponiendo los espacios internacionales de poder e influencia y el desarrollo ciudadano, y la importantísima red de relaciones económicas que los comerciantes holandeses están tejiendo en prácticamente todo el planeta ha trastocado también la correlación de fuerzas entre las diversas élites que conviven en la naciente República: así, junto a la nobleza territorial (cuya cabeza visible son los sucesivos personajes que se encuentran al frente de la casa de Orange), la burguesía “industrial” y, sobre todo, financiera y comercial ha alcanzado tal importancia económica y política que es capaz de influir de manera decisiva en la orientación de las decisiones organizativas.
Por eso, a pesar de los intentos que los príncipes de la casa de Orange no dejaron de protagonizar para hacerse con el control político, mientras toda Europa se lanza por la senda de la centralización monárquica y del desarrollo de un poder absoluto, las Provincias Unidas se constituyen como una república que, además de excluir la figura de un rey, excluye también la centralización y opta por un desarrollo de corte casi federativo (que, además, permite la formulación de las primeras teorizaciones burguesas de la libertad de comercio y de una política de la libertad individual, en la obra de autores como Bodino, Hugo Grocio o Althusius). Por eso también, mientras en toda Europa los espacios estatales tienden a aglutinar ideológicamente la cohesión y la obediencia a partir de la adopción de una determinada confesión religiosa (poniendo en práctica el nuevo principio: cujus regio ejus religio), en Holanda se mantiene –y es el único lugar en Europa en el que sucede– una dificultosa pero abierta libertad religiosa.
Baruch Spinoza nació en Amsterdam en 1632, en el seno de una familia hebrea asentada desde hacía varias décadas en esa ciudad, procedente al parecer de Portugal.
La Comunidad hebrea de Amsterdam se había formado con la presencia de judíos sefarditas procedentes de la península ibérica (en diversas oleadas), recogiendo también judíos askenazíes procedentes de ciudades como Hamburgo y, a partir de 1635, de toda Alemania (como de Polonia-Lituania a partir de 1655). La Comunidad floreció al hilo del desarrollo económico holandés y algunos de sus miembros pudieron incluso participar en 1609 en la creación del Banco de Amsterdam (sin duda, la afluencia de capitales que se produjo con la llegada de exiliados judíos a Holanda tuvo una importante incidencia en el curso de la economía ciudadana) y, en todo caso, su prosperidad corrió en paralelo a los avatares históricos que convierten entonces a Holanda en el centro de la Economía-Mundo.
La distinta procedencia de los judíos que se reúnen en Amsterdam (y las distintas tradiciones de práctica religiosa que incorporan) provocó diversas e importantes polémicas en torno a cuestiones de rito y de ortodoxia, pero, además de estas cuestiones, la vida intelectual de la Comunidad se vio pronto atravesada por el mismo tipo de disputas que sacuden el mundo de los gentiles: no sólo porque existen tradiciones hebreas ciertamente heréticas (que discuten la inmortalidad del alma o el carácter de normatividad universal de los principios de la ley de Noé) que perviven y afloran con la “libertad de pensamiento” que se reconoce en la república holandesa, sino también porque algunos de los judíos que llegan a la ciudad desde el resto de Estados europeos conoce –y participa de– las principales líneas de discusión teórico-ideológica que se debaten en el continente, desde el escepticismo hasta el humanismo, pasando por el deísmo difuso e incluso el ateísmo de corte mecanicista.

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Con gran escándalo de la Comunidad –y a veces con un importante eco “externo”– en las décadas de 1630 y 1640 se han producido en relación con la Comunidad e incluso en su mismo seno importantes episodios que ponen de manifiesto la presencia de esa misma conflictividad doctrinal y/o interpretativa: así, las polémicas que enfrentaron a los principales representantes de la Comunidad, como el propio Saúl Leví Morteira con el anabaptista Jan Pietersz, que fue expulsado a gritos cuando, entre 1644 y 1645, pretendía encontrar aclaración racional sobre algunos extremos de la Escritura, o el famosísimo “caso” de Uriel da Costa (de origen portugués y activo propagador de la mortalidad del alma, negador de la autoridad interpretativa de los rabinos y defensor de la racionalidad necesaria en la lectura de los textos sagrados y, también, reivindicador del valor universal de los preceptos noaquitas como legislación superior incluso a la propia Ley de Moisés), cuya perniciosa influencia obligó a Menasseh ben Israel a escribir un tratado defendiendo el principio de la inmortalidad del alma y cuyas sucesivas “excomuniones” y cuya muerte supusieron un escándalo de primer orden.
El joven Spinoza conoció –no podía no conocerlos– aquellos escándalos que debían responder a disidencias bastante extendidas: al parecer, en la escuela Talmud Torá, el propio Spinoza puso a sus maestros en algún aprieto al pedirles la explicación racional de algunos pasajes de la Escritura. Conoció también, no cabe duda, las polémicas teológico-políticas que se produjeron en Holanda: desde 1649 empezó a ocuparse del negocio familiar y, por tanto, a relacionarse también con el mundo de los goyim. Y, sobre todo, tenía 18 años cuando en 1650 se produce (en alianza con la Iglesia calvinista) el intento de “golpe de Estado” de Guillermo de Orange, particularmente centrado en la ciudad de Amsterdam. Joven de su tiempo, desde 1652 establece contactos con cristianos de Amsterdam especialmente conocidos por sus posiciones “radicales” a partir del momento en que se acerca a las clases de latín de Franciscus van den Enden (católico y, al parecer, antiguo jesuita que participó en la guerra contra España, en cuya casa se reúnen para recibir una formación humanística de primer orden los hijos de las principales familias de la elite republicana) y, a partir de 1655, tiene también contacto directo con el judío deísta y escéptico Juan de Prado, que por su profesión ha recorrido Europa y es perfecto conocedor de la tradición libertina desarrollada en Francia y –al igual que Uriel da Costa– abierto defensor de la racionalidad frente a la ortodoxia y detractor de la Ley Oral en defensa de una legislación moral y política universalista que viene a poner en cuestión la necesidad “mediadora” de la Ley de Moisés y de la ortodoxia rabínica.
Independientemente de polémicas estériles sobre el origen de la suya, es claro que Baruch Spinoza conoció las principales heterodoxias de su tiempo y que desde su juventud se movió en unos ámbitos en los que los conflictos abiertos en materia ideológica, teológica y política formaban parte de la normalidad. Un tiempo convulso. Y en él tomó partido.
Sin que podamos determinar exactamente los motivos, en 1656 Spinoza fue apartado expresamente de la Comunidad con la más grave de las fórmulas de herem (de “excomunión”, podría traducirse) existentes: con apenas 24 años, por tanto, la Comunidad judía de Amsterdam le identifica como uno de los más peligrosos –y sin duda los hay en el mismo periodo: abandonos de la observancia de la Ley y conversiones al cristianismo están perfectamente documentados– propagadores de la heterodoxia: una heterodoxia que Spinoza no oculta. Algún testimonio afirma que las autoridades rabínicas le habrían sugerido mantener sus disidencias sin castigo (incluso, quizá alguna pensión) a cambio de que las mantuviera en el ámbito privado… sin obtener del joven disidente la respuesta buscada. Más aún: en alguna de sus biografías se especula con la posibilidad de que llegase incluso a escribir una “Apología para justificar su salida de la Sinagoga”. El herem parece, en todo caso, no preocuparle en absoluto ni, mucho menos, sumirle en la depresión que acabara llevando a Uriel da Costa al suicidio. Se trata de algo impensable si se leen las reconvenciones que incluye la fórmula utilizada (sobre todo porque impide al resto de los judíos tener relación con el anatematizado), pero parece como si, después del herem, Spinoza –incluso, durante un tiempo, en relación con el negocio familiar– hubiera continuado desarrollando su vida con total normalidad: persistencia en la heterodoxia misma.
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Así, mantiene sus contactos con los heterodoxos del ámbito judío (algunos “espías” de la Inquisición española declaran haberlo visto en Amsterdam en compañía de Juan de Prado y compartiendo con él actitud y opiniones: los señalan por “aber dado en ateístas”, por buscar la mejor religión para profesarla, por negar la inmortalidad del alma y por considerar falsa la Ley judaica) y profundiza sus relaciones con los heterodoxos del universo cristiano: hace estable su presencia en la casa de Van den Enden y comparte reuniones con los anabaptistas más activos (como, al parecer, Jan Pietersz o el doctor Galenus) y asiste a las discusiones de los grupos de “colegiantes”: un “círculo” de amistades y complicidades, de sintonías y de radicalismo (religioso y político) al que permaneció unido, incluso en la distancia física, hasta su muerte en 1677.
En lo vital y en lo teórico, una apuesta contra los sometimientos confesionales, por la racionalidad y el valor del conocimiento; una apuesta que se extiende (¿o que deriva de ellas?) a las consecuencias políticas del rechazo de los absolutos.
Toda la obra de Spinoza –pese a las diferencias que se evidencian en la simple lectura de sus distintos textos– está atravesada por esa afirmación de la libertad y, en consecuencia, por el rechazo activo (incluso militante) tanto de los Absolutos como de sus mediaciones. Toda su obra: desde los escritos iniciales (el Breve tratado y el Tratado de la reforma del entendimiento, ya entre 1660 y 1661: una época en la que nuevamente arrecia –en la forma de una disputa religiosa– la disputa política y organizativa entre las diferentes élites de la República) hasta las últimas líneas que escribiera: tanto en los Principios de la filosofía de Descartes (1663: el único texto suyo que publicó en vida –seguido por unas reflexiones que llamó Pensamientos metafísicos– firmado con su propio nombre), como en el Tratado teológico-político (1670), en la Ética (empezada en la década de los años 60 pero terminada en 1675) o en el inconcluso (por fallecimiento en 1677) Tratado político.
Desde sus primeros escritos, pues, la obra de Spinoza responde a la intención expresa de intervenir en las disputas de su tiempo y, de entrada, se adentra en la crítica de la primacía de lo confesional.
Antes de hacer estable la relación con la escuela de Van den Enden, el joven Spinoza había chocado ya de forma más o menos abierta con las enseñanzas rabínicas. Los biógrafos de Spinoza, así, señalan que para intentar resolver por su cuenta las incongruencias que encontraba en sus doctrinas, ya en la década de 1650 se había dedicado a la lectura de los grandes filósofos hebreos y de algunas de las principales intervenciones filosóficas desarrolladas en el Renacimiento: Ibn Ezra, Maimónides, Gerson, Crescas, pero también León Hebreo o Giordano Bruno. Con ese bagaje teórico y conceptual, que incorpora concepciones de origen neoplatónico e incluso derivaciones claramente místicas (cosa no del todo extraña si atendemos al importantísimo filón místico que se desarrolla como elemento fundamental de algunas de las investigaciones “científicas” del siglo XVI e incluso del XVII), en los primeros escritos de Spinoza vemos cómo se acomete un primer intento de puesta al margen de los supuestos confesionales. Así, frente a la superstición y su influencia práctica, con la pretensión explícita de “construir una sociedad tal como se requiere”, planifica la realización de una “reforma del entendimiento” en un escrito que tendría precisamente ese título (la redacción de este Tratado de la reforma del entendimiento –en adelante TRE– fue interrumpida en 1660) y en el que aborda por primera vez una problemática, la del conocimiento –cuyo análisis desarrollaremos más adelante–, y se adentra en la redacción de un tratado (el Breve tratado sobre Dios, el alma y su felicidad –en adelante BT–, escrito en neerlandés: cosa que, en sí misma, supone un claro índice de la intensidad de las relaciones que en ese tiempo mantiene con los grupos del radicalismo cristiano) que, desde un deísmo de corte casi panteísta (al estilo bruniano) presenta por primera vez (y será ésta, aunque con resultados diferentes tanto en la forma como en el fondo, una de las cuestiones que se presentan de manera recurrente –y no por casualidad– a lo largo de su obra) una apuesta por la negación de la trascendencia y por la afirmación de la inmanencia absoluta.
En lo personal, a partir de 1660, Spinoza se aleja –incluso físicamente– de la Comunidad hebrea y traslada su residencia, primero, a Rijnsburg y después a los alrededores de La Haya, cerca de los ámbitos en los que se desarrolla buena parte de la vida intelectual y política holandesa, y lleva desde entonces una vida tranquila y alejada de las polémicas: “ateo virtuoso” –según la fórmula que la tradición nos ha transmitido–, pasa su vida dedicado al pulido de lentes, a la escritura de sus diversos textos y, en los ratos libres, a contemplar las leyes de la naturaleza en acción: alguno de sus biógrafos se hace eco de la fruición con la que, al parecer, entretenía sus horas contemplando cómo una mosca era atrapada en una tela de araña.
Y sin embargo, diversas referencias sin confirmación documental le sitúan en las cercanías del poder como consejero, incluso, de Jan de Witt. También –en una circunstancia extraña y poco aclarada– visitando el cuartel general del gran Condé en medio de la invasión francesa. Poco conocemos de esas relaciones y esas actividades (precaución –“caute”– fue el lema que Spinoza impuso a sus intervenciones e incluso a la divulgación de sus obras), salvo que sin apenas haber publicado obras con su nombre (sólo los Principios de la filosofía de Descartes, en 1663), era conocido por todos los intelectuales europeos y refutado por personalidades ligadas a los más diversos marcos confesionales.
Sabemos que, cuando finalmente los hermanos de Witt fueron asesinados y la casa de Orange se hizo con el control de la República, salió a las calles, al parecer indignado, para fijar en los muros un manifiesto de protesta que hablaba de los ultimi barbarorum que acababan con la libertad e imponían la barbarie. Sabemos también que murió en 1677 en la habitación en la que pasó sus últimos años, acompañado por su médico personal, uno de los amigos colegiantes de su juventud.
Pero sabemos, sobre todo, que su obra fue –ya en vida– uno de los más polémicos e influyentes proyectos de rebeldía, un rechazo de todas las formas de trascendencia (confesional o metafísica) y una reivindicación absoluta de la inmanencia.
Primer apartado de la Introducción de Juan Pedro García del Campo a su libro Spinoza esencial

Fuente: http://www.elviejotopo.com/topoexpress/pensar-el-mundo-spinoza-el-maldito/

jueves, 29 de noviembre de 2018

Brexit . - La venganza de Bruselas .