Los verdugos respetables en la propaganda corporativa .
La vuelta de Orwell y el Gran Hermano a la guerra en Palestina, Ucrania y contra la verdad
John Pilger · · · · ·
20/07/14
John Pilger escribe desde Londres sobre la constante supresión de la verdad por parte de los poderosos intereses creados.
La otra noche vi 1984, de George Orwell,
representada en los escenarios de Londres. Pese a que pide a gritos una
interpretación contemporánea, las advertencias de Orwell sobre el futuro
se presentaron como una obra perteneciente a un periodo remoto e
inofensivo. Parecía como si Edward Snowden nunca hubiera hecho públicas
sus revelaciones, el Gran Hermano no fuera hoy un espía digital y el
propio Orwell nunca hubiera dicho aquello de «para dejarse corromper por
el totalitarismo no hace falta vivir en un país totalitario».
La producción, aclamada por la crítica, se me
antojó una medida de nuestros tiempos culturales y políticos. Cuando se
encendieron las luces, el público estaba ya en pie de camino hacia la
puerta de salida. Todos parecían indiferentes o, quizás, absortos en
otros asuntos. «Menudo rompecabezas», escuché que decía la chica de
enfrente, mientras encendía su teléfono.
Cuando las sociedades avanzadas se
despolitizan, los cambios se producen de forma tan sutil como
espectacular. En el discurso del día a día, el lenguaje político está
invertido, tal y como Orwell profetizó en 1984. «La democracia» es ahora
un artefacto retórico. La paz es
una «guerra perpetua». «Global» significa imperial. El concepto de
«reforma», que una vez resultó esperanzador, hoy equivale a regresión e
incluso destrucción. «Austeridad» es la imposición del capitalismo
extremo a los pobres y la concesión del socialismo a los ricos: un
sistema bajo el cual la mayoría está al servicio de las deudas de unos
pocos.
En las artes, la hostilidad a la verdad política se ha convertido en un artículo de fe burguesa. Un
titular del diario Observer prefigura «El periodo rojo de Picasso y por
qué los políticos no hacen buen arte». Cabe mencionar que este titular
se publicó en un periódico que saludaba el baño de sangre en Iraq a modo
de cruzada liberal. La incesante oposición de Picasso al fascismo se
contempla como una nota a pie de página, de igual forma que el
radicalismo de Orwell ha desaparecido del premio que se apropió de su
nombre.
Hace unos pocos años, Terry Eagleton, entonces
profesor de literatura inglesa en la Universidad de Manchester,
consideró que «por primera vez desde hace dos siglos no hay poeta,
dramaturgo o novelista británico que esté preparado para cuestionar los
fundamentos del estilo de vida occidental». Ya no se escriben discursos
como los de Shelley a los pobres, sueños utópicos como los de Blake,
condenas como las de Byron a la corrupción de la clase gobernante, ni
hay un Tomas Carlyle o un John Ruskin que descubran los desastres
morales del capitalismo. Ni William Morris, Oscar Wilde, HG Wells o George Bernard Shaw conocen equivalentes hoy. Harold Pinter fue el último en alzar su voz. Entre
las insistentes voces del feminismo, ninguna hace eco a Virginia Woolf,
quien describió extensamente «el arte de dominar a los demás... de
gobernar, matar o adquirir tierras y capital».
En el Teatro Nacional, una obra nueva, Gran
Bretaña, propone una sátira sobre el escándalo de las intervenciones
telefónicas por el que varios periosdistas han sido juzgados y
condenados, incluyendo a un antiguo editor del periódico News of the
World de Rupert Murdoch. Descrita como «una comedia con colmillos
afilados [que] pone a toda la incestuosa cultura [mediática] en el
banquillo de los acusados y la somete a un ridículo despiadado», el
punto de mira de la obra está puesto en los «agraciados y divertidos»
personajes de los tabloides británicos. Todo ello está muy bien y
resulta familiar. Pero, ¿cuál de los medios que no son tabloides y se
consideran respetables y creíbles no sirve a la función paralela de
brazo del estado y de los poderes corporativos, tal y como ocurre con la
promoción de guerras ilegales?
Las indagaciones de Leveson en torno a las
intervenciones telefónicas mostraron lo que era inmencionable. Tony
Blair se encontraba declarando, protestando ante su señoría por el acoso
del tabloide a su mujer, cuando una voz lo interrumpió desde la galería
. David Lawley-Wakelin, un conocido director de cine, exigía el arresto
de Blair y su enjuiciamiento por ser culpable de numerosos crímenes de
guerra. Hubo un espacioso silencio: la conmoción que siempre produce la
verdad. Lord Leveson dio un salto sobre sus pies, ordenó que se
expulsara al divulgador de verdades y pidió disculpas al criminal de
guerra. Lawley-Wakelin fue enjuiciado y Blair salió en libertad.
Los cómplices de Blair son su invariable
respetabilidad. Cuando la presentadora de la BBC Kirsty Wark lo
entrevistó en el décimo aniversario de su invasión a Iraq, le obsequió
con un momento con el que jamás podía haber soñado: le permitió
mostrarse agonizante por la «difícil» decisión en torno a Iraq, en vez
de pedirle cuentas por el épico cimen. Me recordó al desfile de
periodistas de la BBC, quienes en 2003 declararon que Blair podía
sentirse «libre de culpa» y consiguientemente se emitió la serie
«seminal» de la BBC, The Blair Years, para la que eligieron a David
Aaronovitch como guionista, presentador y entrevistador. Aaronovitch,
lacayo de Murdoch, elogió con pericia la campaña de ataques militares a
Iraq, Libia y Siria.
Desde la invasión de Iraq –ejemplo de agresión
no provocada que el fiscal de Nuremberg Robert Jackson denominó «el
crimen internacional supremo, que se ha distinguido de otros crímenes de
guerra únicamente por contener en sí mismo el mal acumulado de la
totalidad» – a Blair y a su portavoz y principal cómplice, Alastair
Campbell, les concedieron un espacio generoso en el periódico Guardian
para restablecer su reputación. Descrito como la «estrella» del Partido
Laborista, Campbell se ha granjeado la simpatía de los lectores por su
depresión y ha expuesto sus intereses, aunque no su reciente
nombramiento como consejero de Tony Blair, sobre la tiranía militar de
Egipto.
Al tiempo que Iraq se desmembra a causa de la
invasión Blair/Bush, un titular de Guardian reza: «Fue correcto derrocar
a Saddam, pero nos hemos retirado demasiado pronto». Este coincidió con
otro prominente artículo del 13 de junio, escrito por un antiguo
funcionario de Blair, John McTernan, quien también sirvió al nuevo
dictador de Iraq designado por la CIA Iyad Allawi. En su llamamiento a
reiterar la invasión del país que su antiguo maestro ayudó a destruir,
no hizo referencia alguna a las muertes de al menos 700.000 personas, la
huida de cuatro millones de refugiados y una revuelta sectaria en un
país que antes se jactaba de su tolerancia comunitaria.
«Blair personifica la corrupción y la guerra»,
escribió el columnista radical del Guardian Seumas Milne en un vehemente
artículo del 3 de julio. Esto, en la profesión, se conoce como
«equilibrio». Al día siguiente, el periódico publicó el anuncio de un
bombardero furtivo estadounidense a página completa. Sobre la amenazante
imagen del bombardero se leían las palabras: «F-35. El GRAN de
Bretaña». Esta otra personificación de «la corrupción y la guerra»
costará a los contribuyentes británicos 1.300 millones de libras, con el
lastre adicional de que los predecesores de este modelo F han masacrado
a miles de personas en el tercer mundo.
En un pueblecito de Afganistán, habitado por
los más pobres de los pobres, grabé a Orifa, arrodillada frente a las
tumbas de su marido, Gul Ahmed, un tejedor de alfombras, otros siete
miembros de su familia, entre ellos seis niños, y dos niños que fueron
asesinados en la casa vecina. Una bomba de «precisión» de 500 libras
cayó directamente sobre su casita de barro, piedra y paja, dejando un
cráter de 15 metros de ancho. Lockheed Martin, el fabricante del avión,
obtuvo un puesto de honor en el anuncio del Guardian.
La anterior secretaria de estado y aspirante a
presidente de los EEUU, Hilary Clinton, apareció hace poco en el
programa Women´s Hour de la BBC. La presentadora, Jenni Murray,
introdujo a Clinton como el paradigma del éxito femenino. No recordó a
sus oyentes la obscenidad proferida por Clinton de que Afganistán fue
invadida para «liberar» a mujeres como Orifa. No preguntó a Clinton
sobre la campaña de terror de su administración en la que se emplearon
aviones no tripulados para masacrar a mujeres, hombres y niños. No se
mencionó la amenaza de Clinton de «eliminar» a Irán en su campaña por
ser la primera mujer presidente, ni tampoco su apoyo a la vigilancia
masiva ilegal o a la búsqueda de delatores.
Sí le hizo, sin embargo, una pregunta
comprometedora. ¿Había perdonado Clinton a Monica Lewinski por la
aventura con su marido? «El perdón es una elección», dijo Clinton, «para
mí fue, absolutamente, la elección adecuada». Esto me recordó a los
años 90 y la perpetua obsesión por el «escándalo» Lewinsky. El
presindente Bill Clinton se encontraba entonces invadiendo Haití y
bombardeando los Balcanes, África e Iraq. También se dedicaba a destruir
vidas de niños iraquís; Unicef informó de la muerte de medio millón de
menores de cinco años, como resultado del embargo impuesto por EEUU y
Gran Bretaña.
Los niños eran los nadies mediáticos, de la
misma manera que las víctimas de las invasiones que apoyó y promovió
Hilary Clinton –Afganistán, Iraq, Yemen, Somalia– son nadies mediáticos.
Murray no los mencionó. La página web de la BBC muestra una fotografía
de ella junto a su distinguida invitada, en la que ambas aparecen
radiantes.
En política, como en periodismo y en arte,
parece que la discrepancia que antes el «público» toleraba se ha
revertido y convertido en disidencia: una clandestinidad metafórica.
Cuando comencé mi carrera en Fleet Street de la Gran Bretaña de los años
60, la crítica del poder occidental como fuerza rapaz era aceptable. Se
podían leer los celebrados informes de James Cameron sobre la explosión
de la bomba de hidrógeno en Bikini Atoll, la atroz guerra de Korea y
los bombardeos estadounidenses de Vietnam del Norte. El gran espejismo
de hoy es el de pertenecer a una era de la información cuando, en
realidad, vivimos en una era mediática en la que la incesante propaganda
corporativa resulta insidiosa, contagiosa, eficaz y liberal.
En su ensayo de 1859 Sobre la Libertad, al cual
los liberales modernos rinden homenaje, John Stuart Mill escribió: «El
despotismo es una forma legítima de gobierno cuando se lidia con
bárbaros, siempre que su fin sea una mejora de las condiciones y los
medios se justifiquen haciendo efectivo tal fin». «Bárbaros» eran
amplios sectores de la humanidad de quienes se requería una «obediencia
implícita». «Es un mito afable y
conveniente que los liberales se consideren pacificadores y los
conservadores belicistas», escribió el historiador Hywel Williams en el
2001, «pero el imperialismo de la mecánica liberal puede resultar más
peligroso dada su naturaleza no concluyente, su convicción de que
representa una forma de vida superior». Él tenía en mente un discurso de
Blair en el que el entonces primer ministro prometió «reordenar el
mundo que nos rodea» según sus propios «valores morales».
Richard Falk, respetada autoridad en derecho
internacional y Relator Especial de la ONU en Palestina, lo describió
una vez como una «pantalla moral/legal unidireccional y santurrona [con]
imágenes positivas de los valores e inocencia occidentales presentados
como gravemente amenazados, justificando así una campaña de violencia
política sin restricción». Está «tan ampliamente asumida que se ha
vuelto virtualmente inamovible».
La tenacidad y el clientelismo premian a los
guardianes. En la Radio 4 de la BBC, Razia Iqbal entrevistó a Toni
Morrison, la premio Nobel Afro-Americana. Morrison se preguntaba por qué
tantas personas estaban tan «enfadadas» con Barack Obama, pues era
«guay» y deseaba construir «una economía y un sistema sanitario
sólidos». Morrison se enorgullecía de haber hablado por teléfono con su
héroe, el cual había leído uno de sus libros, y la había invitado a su
inaguración.
Ni ella ni su entrevistador mencionaron las
siete guerras perpetradas por Obama, incluyendo su campaña de terror con
aviones no tripulados, por la cual familias enteras, sus rescatadores y
deudos fueron asesinados. Lo que parecía importar de verdad era que un
hombre de color con un «discurso muy refinado» había conseguido alcanzar
las imponentes alturas del poder. En Los condenados de la Tierra,
Frantz Fanon escribió que la «misión histórica» de los colonizados era
servir como «línea de transmisión» de los que gobernaban y oprimían. En
la era moderna, el uso de la diferencia étnica en los sistemas de poder y
propaganda occidentales se contempla como un elemento esencial. Obama
parece ser la encarnación de este elemento, aunque el gabinete de George
W. Bush –su camarilla belicista– fue el más multiracial en la historia
de la presidencia.
Cuando la ciudad iraquí de Mosul cayó bajo el
mando de los yihadistas de ISIS, Obama dijo que «el pueblo americano ha
hecho grandes inversiones y sacrificios para conceder a los iraquís la
oportunidad de trazar un destino mejor». ¿No es «guay» esa mentira? Qué
discurso tan «refinado» dio Obama en la academia militar de West Point
del 28 de mayo. En su exposición del «estado del mundo» en la ceremonia
de graduación de los que «asumirán el liderazgo de América» a lo largo y
ancho del mundo, Obama dijo que «los Estados Unidos emplearán la fuerza
militar, de forma unilateral si es necesario, cuando nuestros
principales intereses así lo exijan. La opinión internacional nos
importa, pero América nunca pedirá permiso...»
Repudiando el derecho internacional y los
derechos de las naciones independientes, el presidente de los Estados
Unidos reivindica una divinidad basada en el poder de su «indispensable
nación». Es el consabido mensaje de la impunidad imperial, que pese a
todo resulta siempre animoso. Evocando el resurgimiento del fascismo en
1930, Obama dijo: «Creo en la excepcionalidad americana con cada fibra
de mi ser». El historiador Norman
Pollack escribió: «Para los militaristas, substitúyase la aparentemente
más inocua militarización de la cultura total. Para el grandilocuente
líder, tendremos al reformista frustrado, trabajando despreocupadamente,
planeando y llevando a cabo asesinatos y sonriendo todo el tiempo».
En febrero, los EEUU organizaron uno de sus
golpes de estado «coloristas» contra el gobierno legítimo de Ucrania,
explotando las protestas genuinas contra la corrupción en Kiev. La
secretaria de estado de Obama Victoria Nuland escogió personalmente al
líder del «gobierno interino». Lo apodó «Yats». El vicepresidente Joe
Biden viajó a Kiev, igual que hizo el director de la CIA John Brennan.
Las tropas de choque de su golpe de estado fueron fascistas ucranianos.
Por primera vez desde 1945, un partido
neo-nazi, abiertamente antisemita, controla las áreas clave de poder en
una capital europea. Ningún líder
de la europa occidental ha condenado este resurgimiento del fascismo en
la tierra fronteriza a través de la cual las tropas de invasión
hitlerianas asesinaron a millones de rusos. Obtuvieron el apoyo del
Ejército Insurgente Ucraniano (UPA), responsable de la masacre de judíos
y rusos, que ellos llamaban «alimañas». El UPA es la inspiración
histórica del actual partido Svoboda y su aliado el Pravy Sektor. El
líder de Svoboda Oleh Tyahnybok ha hecho un llamamiento para purgar
Ucrania de la «mafia moscovita-judía» y demás «escoria», como gays,
feministas y grupos de izquierdas.
Desde el colapso de la Unión Soviética, los
Estados Unidos han sitiado a Rusia con bases militares, aviones de
guerra nucleares y misiles, como parte de su Proyecto de Ampliación de
la OTAN. Imcumpliendo la promesa hecha al presidente soviético Mikhail
Gorbachev en 1990 de que no se extendería «un solo centímetro hacia el
este», la OTAN, de hecho, ha ocupado la europa oriental. En el antiguo
Cáucaso soviético, la expansión de la OTAN representa la mayor
construcción militar desde la Segunda Guerra Mundial.
El Plan de Acción de Membresía de la Otan es la
concesión de Washington al régimen golpista de Kiev. En Agosto, la
«Operación Tridente Rápido» situará a las tropas estadounidenses y
británicas en la frontera Rusia-Ucrania y el ejercicio militar «Sea
Breze» enviará buques de guerra estadounidenses a vista de los puertos
rusos. Uno puede imaginarse la reacción si estos actos de provocación o
intimidación se llevaran a cabo en las fronteras estadounidenses.
Al reclamar Crimea –que Nikita Kruschev separó
ilegalmente de Rusia en 1954– los rusos no hacen más que defenderse,
como han estado haciendo desde hace casi un siglo. Más del 90 por ciento
de la población de Crimea votó a favor de devolver el territorio a
Rusia. Crimea es el hogar de la Flota del Mar Negro y su pérdida podría
significar el final para la Marina Rusa y un premio para la OTAN.
Habiendo confundido las partes de guerra en Washington y Kiev, Vladimir
Putin retiró las tropas de la frontera Ucraniana y urgió a las etnias
rusas del este de Ucrania a abandonar las ideas de separatismo.
De una forma muy orwelliana, a todo esto se le
ha dado la vuelta en occidente convirtiéndolo en «amenaza rusa». Hillary
Clinton comparó a Putin con Hitler. Sin ninguna ironía, los
comentaristas políticos de la derecha alemana profirieron las mismas
palabras. En los medios, se limpia la imagen de los neo-nazis ucranianos
llamándolos «nacionalistas» o «ultra nacionalistas». Lo que temen es
que Putin esté buscando una solución diplomática y que pueda
encontrarla. El 27 de junio, en respuesta al último acuerdo de Putin –su
petición al Parlamento Ruso de rescindir la legislación que le otorgaba
el poder de intervenir en nombre de la etnia rusa de Ucrania–, el
Secretario de Estado John Kerry lanzó otro de sus ultimatums. Rusia debe
«actuar en las próximas horas, literalmente» para acabar con la
revuelta en Ucrania del este. A pesar de que a Kerry se lo conoce como
un bufón, el grave objetivo de tales «advertencias» era propiciar que
Rusia obtuviera el estatus de paria y reprimir las noticias de la guerra
del régimen de Kiev contra su propio pueblo.
Un tercio de la población de Ucrania es de
habla rusa y bilingüe. Hace tiempo que el pueblo persigue una federación
democrática que refleje la diversidad étnica de Ucrania y sea tanto
autónoma como independiente de Moscú. La mayoría no es «separatista» ni
«rebelde», sino ciudadanos que desean vivir seguros en su patria. El
separatismo no es más que una reacción a los ataques que sufren por
parte de la junta de Kiev, que ha enviado al exilio en Rusia a unos
110.000 (según datos de la ONU). En general, se trata de mujeres y niños
traumatizados.
Como los niños del embargo a Iraq y las mujeres
y niñas «liberadas» de Afganistán, este pueblo étnico de Ucrania,
aterrorizado por los caudillos de la CIA, son los nadies mediáticos de
occidente; su sufrimiento y las atrocidades que han sufrido han sido
minimizadas hasta casi desaparecer. Tampoco se ha informado en los
medios de comunicación oficiales de occidente de la escala de los
ataques del régimen. Esto no carece de precedentes. Volví a leer la
magistral The First Casualty: the war correspondent as hero,
propagandist and mythmaker, de Phillip Knightle, con admiración renovada
por Morgan Philips Price del Manchester Guardian, el único reportero
occidental que permaneció en Rusia durante la revolución de 1917 e
informó de la desastrosa invasión de los aliados occidentales. Justo y
valeroso, Philips Price agitó él solo lo que Knightley denomina el
«oscuro silencio» anti-ruso de occidente.
El 2 de mayo, en Odessa, 41 personas de etnia
rusa fueron quemadas vivas en la sede de un sindicato ante la mirada
impasible de la policía. Existe un video terrible que lo prueba. El
líder de Pravy Sektor Dmytro Yarosh saludó la masacre como «otro día
brillante de nuestra historia nacional». En los medios de comunicación
británicos y estadounidenses se transmitió la noticia como una «tragedia
turbia» resultante de los «enfrentamientos» entre «nacionalistas»
(neo-nazis) y «separatistas» (el pueblo que recogía firmas para convocar
un referendum por una Ucrania federal). El New York Times la entrerró,
desechando como propaganda rusa sus advertencias sobre las políticas
fascistas y antisemitas de los nuevos clientes de Washington. El Wall
Street Journal condenó a las víctimas – «Fuego Mortal Ucraniano
Probablemente Detonado por los Rebeldes, Según el Gobierno». Obama
felicitó a la junta por su «refrenamiento».
El 28 de junio, el Guardian dedicó casi una
página entera a las declaraciones del «presidente» del régimen de Kiev,
el oligarca Petro Poroshenko. De
nuevo se aplicó la ley de inversión de Orwell. No hubo golpe de estado;
no hubo guerra contra la minoría de Ucrania; los rusos tenían la culpa
de todo. «Quiero modernizar mi país», dijo Poroshenko. «Queremos
introducir la paz, la democracia y los valores Europeos. Hay personas a
quienes no les gusta. Hay personas a quienes no gustamos».
El reportero del Guardian Luke Harding
obviamente no puso en duda tales aseveraciones, ni mencionó la atrocidad
cometida en Odesa, los ataques aéreos y de artillería del régimen en
las áreas residenciales, el rapto y asesinato de periodistas, el
bombardeo de la redacción de un periódico de la oposición y su amenaza
de «liberar Ucrania de escoria y parásitos». El enemigo son «rebeldes»,
«militantes», «insurgentes», «terroristas» y secuaces del Kremlin. Si
congregamos a los fantasmas de la historia de Vietnam, Chile, Timor del
Este, Africa Austral o Iraq, podremos identificar las mismas etiquetas.
Palestina es el imán de este inamovible engaño. El 11 de julio, tras la
última matanza en Gaza –80 personas, entre ellas seis niños de la misma
familia– perpetrada por el ejército de Israel equipado con armamento
estadounidense, un general israelí escribió un artículo en el Guardian
bajo el titular «Una muestra de fuerza necesaria».
En los años 70, conocí a Leni Riefenstahl, a
quien pregunté sobre las películas que había rodado para glorificar a
los nazis. Utilizando una cámara y unas técnicas de iluminación
revolucionarias, produjo un documental en un formato que fascinó a los
alemanes: era el Triunfo de la Voluntad, donde al parecer vehiculaba las
maldiciones de Hitler. Le pregunté sobre la propaganda en sociedades
que se imaginaban superiores al resto. Ella respondió que los «mensajes»
de sus películas no estaban subordinados a las «órdenes de arriba» sino
al «vacío sumiso» de la población alemana. «¿Incluye eso a la burguesía
liberal e instruída?» Le pregunté. «A todo el mundo», contestó, «y, por
descontado, a la intelligentsia».
John Pilger, nacido en 1939 en Australia, es
uno de los más prestigiosos documentalistas y corresponsales de guerra
del mundo anglosajón. Particularmente renombrados son sus trabajos sobre
Vietnam, Birmania y Timor, además de los realizados sobre Camboya, como
Year Zero: The Silent Death of Cambodia y Cambodia: The Betrayal.
Traducción para www.sinpermiso.info: Vicente Abella