( El destino manifiesto con la guadaña)
De cómo la invasión de Iraq regresó a casa
El presidente del rebote
TomDispatch
Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García |
Si usted quiere saber de dónde viene el
presidente Donald Trump, si quiere rastrear el largo y sinuoso camino (o
escalamiento) que le llevó al Despacho Oval, no mire la realidad que
nos muestra la televisión ni la de Tweeter, ni siquiera el surgimiento
de la nueva derecha estadounidense. Mire hacia el lugar más improbable:
Iraq.
Es posible que Donald Trump haya nacido en la ciudad de
Nueva York. Es posible que se haya hecho adulto en medio de sus luchas
en el ámbito de los bienes inmobiliarios. Es posible que no haya viajado
más allá de Atlantic City, New Jersey, para convertir el mundo en un
casino y crear esas mágicas letras doradas que se convertirían en lo
esencial de su marca. Es posible que haya hecho un salto aun más
asombroso a la televisión sin haber salido de casa, transformando el
“¡Esta usted despedido!” en una frase de uso doméstico. Aun así, su
presidencia es una cuestión completamente distinta. Es algo ajeno a él.
Proviene, totalmente radicalizada –con su repeinado cardado y su eterno
bronceado–, de Iraq.
A pesar de que él negara haber estado a
favor de la invasión de este país en 2003, Donald Trump es un presidente
hecho por la guerra. Su ascensión al cargo más alto de Estados Unidos
es inconcebible sin esa invasión, que se inició con gloria y acabó (si
alguna vez lo hizo) en infamia. Él es el presidente de un territorio
rehecho por la guerra en una forma que su pueblo aún no ha asimilado.
Hay que reconocer que en toda su vida personal él esquivó el verse
involucrado en una guerra. Al final de cuentas, él no estuvo en Vietnam.
Aun así, él es el presidente que la guerra trajo a casa. No piense en
él como el Presidente Fanfarrón sino como el Presidente del Rebote.
Id en masa. Arrasadlo todo
Para
captar esto, se necesita bajar un poco por el sendero de la memoria;
hasta el 11-S, esto es, el día más nefasto de nuestra historia reciente.
No hay otra forma de recordar lo gloriosamente que empezó todo en medio
de los escombros. Si usted quisiera, podría elegir el momento, tres
días después del derrumbe de las torres del World Trade Center, en el
que –megáfono en mano– el presidente George W. Bush escaló el montón de
cascotes en el centro de Manhattan, pasó su brazo sobre el hombro de un
bombero y gritó en su bocina “¡Puedo oíros! ¡Todo el mundo os oye!...
Quienes echaron estos edificios sabrán pronto de nosotros”.
Sin
embargo, si tuviera que marcar el origen de la presidencia de Donald
Trump escogería un momento algo anterior; en un Pentágono parcialmente
en ruinas gracias al secuestro del avión del vuelo 77 de American
Airlines. Allí, apenas cinco horas después del ataque, el secretario de
Defensa Donald Rumsfeld consciente ya de que la destrucción alrededor de
él era probablemente responsabilidad de Osama bin Laden, ordenó a sus
ayudantes (según las notas tomadas por uno de ellos) que empezaran a
planificar un ataque en represalia contra... sí, el Iraq de Saddam
Hussein. Sus palabras fueron exactamente: “Id en masa. Arrasadlo todo.
Esté relacionado con esto o no”. Así, cumpliendo lo ordenado, casi
inmediatamente empezó a llenarse el gigantesco cubo de basura en que se
convirtió la Guerra Global Contra el Terror (o GWOT, por sus siglas en
inglés); algo para nada vinculado con el 11-S (la administración Bush
jamás admitió esto). No obstante, estaba íntimamente relacionado con los
sueños más recónditos de los hombres (y una mujer, Condoleezza Rice)
que supervisaban la política exterior estadounidense en los años de
Bush: la eliminación del autócrata gobernante de Iraq, Saddam Hussein.
( La doctrina Monroe y la conquista de México )
..
Sí,
era con bin Laden y también con el Taliban y Afganistán con quienes
había que vérselas pero –un pequeño cambio–, casi inmediatamente, al
mismo tiempo que se alistaba alguna fuerza aérea, la CIA envío dólares a
los señores de la guerra afganos y un modesto contingente de militares
estadounidenses. En cuestión de meses, Afganistán fue “liberado”, bin
Laden había abandonado el país, el Taliban había dejado las armas y eso
fue todo (¿quién habría imaginado entonces en Washington que 15 años más
tarde una nueva administración tuviera que resolver un pedido del 12º
comandante militar de Estados Unidos en ese país para que le enviaran
más saldados para sostener una guerra fracasada?).
En otras
palabras, en cuestión de meses, todo estaba dispuesto para que esos
hombres se dedicaran a lo que George W. Bush, Dick Cheney y Cía. veían
como su propio destino, como la clave del glorioso futuro imperial de
Estados Unidos: el derrocamiento del dictador iraquí. Esto, tal como
Rumsfeld ordenara en el Pentágono el 11-S, estuvo siempre donde de
verdad estaba enfocado. Era con lo que algunos de ellos habían soñado
desde el momento, durante la Guerra de Golfo de 1990-1991, cuando el
presidente G.W. Bush mandó detener el avance de las tropas hacia Bagdad y
dejó en el poder a Hussein, que después de haber sido aliado de Estados
Unidos sería más tarde comparado con Hitler.
Estos personajes
no tenían duda alguna; la invasión de marzo de 2003 sería un momento
inolvidable en la historia de Estados Unidos como potencia mundial (como
ciertamente resultó ser, aunque no en la forma que ellos imaginaban).
Las fuerzas armadas de EEUU, a las que George W. Bush llamaría “la más
maravillosa fuerza para la liberación humana que el mundo ha conocido”
recibieron la orden de liberar Iraq mediante una milagrosa campaña de
alta tecnología llamada “conmoción y espanto” que el mundo jamás
olvidará. Esa vez, al revés que en 1991, los soldados entrarían en una
Bagdad envuelta en llamas, Saddam sería apresado y todo sucedería sin la
ayuda de las fuerzas armadas de los otros 28 países.
Es decir,
se trató de una acción de soledad imperial que beneficiaba a la última
superpotencia del planeta Tierra. Por supuesto, los iraquíes nos
saludarían como liberadores y nosotros instalaríamos una prolongada
ocupación en el centro del territorio petrolero del Oriente Medio. De
hecho, en el momento de que se lanzaría la invasión, el Pentágono ya
tenía los planos para la construcción de cuatro enormes bases militares
permanentes para las tropas estadounidenses (inicialmente, recibieron un
nombre que nada decía: “campos de supervivencia”) en Iraq; estos campos
estaban fortificados y pensados para albergar en ellos a miles de
soldados estadounidenses durante una eternidad. En el apogeo de la
ocupación llegó a haber más de 500 bases, que iban desde pequeñísimos
puestos de combate de avanzada hasta verdaderas ciudades
estadounidenses; después de 2011, muchas de ellas se transformaron en
ciudades fantasma de un sueño enloquecido hasta que algunas fueron
reocupadas recientemente por soldados de Estados Unidos en la lucha
contra el Daesh.
Naturalmente, en la estela de la amistosa
ocupación del ahora democrático (y agradecido) Iraq, la hostil Siria de
la familia Assad estaría entre el martillo y el yunque (el Iraq-cuartel
estadounidense e Israel), mientras el régimen fundamentalista iraní
–después de dos décadas de implacable hostilidad anti-EEUU– estaría
acabado. La ocurrencia neocon de ese momento era: “Todo el mundo quiere
ir a Bagdad. Los hombres de verdad quieren ir a Teherán”. Bastante
pronto –era inevitable– Washington dominaría el Gran Oriente Medio desde
Pakistán hasta el norte de África como ninguna gran potencia lo había
hecho. Sería el comienzo de la
Pax Americana en el planeta Tierra que se extendería a las generaciones siguientes.
( El reparto de China y por detrás las cañoneras)
Ese
era el sueño. Por supuesto, usted recuerda la realidad, la que llevó a
una capital saqueada; unos militares del ejército de Saddam dados de
baja y en la calle que se unían a los alzamientos que estaban por
producirse; un conjunto de enconadas insurgencias (sunníes y shiíes);
guerra civil (y limpiezas étnicas locales); un programa de
reconstrucción –que abarcaba a toda la sociedad– supervisado por
corporaciones guerreras vinculadas al Pentágono que acabaron en enormes
proyectos solo aptos para el despilfarro, los magros logros y ninguna
reconstrucción; los años perdidos, el Daesh y la última versión de la
guerra estadounidense, librándose ahora tanto en Siria como en Iraq y
planificada para incrementarse en los primeros tiempos de la era Trump.
Mientras
tanto, como nuestro nuevo presidente nos recordaba recientemente en un
discurso al Congreso, billones de dólares que podían haber sido gastados
en la verdadera seguridad (en el sentido más amplio) de Estados Unidos
fueron dilapidados en un programa para unas fracasadas fuerzas armadas
que dejaron en estado de caos la infraestructura de este país. En
conjunto, todo un récord. En cierto modo, a cambio de la destrucción de
una parte del Pentágono y un sector del centro de Manhattan convertido
en escombros, Estados Unidos desencadenaría una serie de guerras,
conflictos, insurgencias y daría lugar a un pujante conjunto de
organizaciones terroristas que transformarían importantes regiones del
Gran Oriente Medio en países fallidos o a punto de serlo y una pasmosa
cantidad de sus ciudades y pueblos en ruinas.
Había una vez –todo
esto les parece tan distante a los estadounidenses– una Guerra Global
Contra el Terror en la que el presidente Bush animó a los
estadounidenses que mostraran sin demora su patriotismo, no mediante el
sacrificio o la movilización o incluso alistándose en las fuerzas
armadas, sino visitando Disney World y recuperando las pautas de consumo
anteriores al 11-S, como si nada hubiese pasado (“Acercaos a Disney
World en Florida. Levad a vuestra familia y disfrutad de la vida del
modo que nosotros queremos que sea disfrutada.”). Ciertamente, el
consumo personal subió significativamente aquel octubre de 2001. La otra
cara de la gloria en aquellos años de notable paz en Estados Unidos
sería la pasividad de una población desmovilizada que –salvo periódicos
agradecimientos a las fuerzas armadas– tendría muy poco que ver con las
guerras distantes, algo de lo que se ocupaban los profesionales, aunque
lucharan por la victoria en nombre de esa población.
Por supuesto, ese era el sueño. La realidad demostró ser totalmente diferente.
( Panamá y el canal )
La invasión de Estados Unidos
Al
final, la guerra permanente y sin victoria en todo el Gran Oriente
Medio efectivamente llegó a casa. Fue toda la nueva parafernalia bélica
–la captación de las comunicaciones de la telefonía celular, lo
vehículos a prueba de explosivos, los drones y demás– que empezaron a
emigrar de vuelta a casa. Fue la militarización de las policías de
Estados Unidos, por no hablar del auge del estado de la seguridad
nacional hasta convertirse en un extraoficial cuarto poder del Gobierno.
A casa volvieron también los miedos de los tiempos posteriores al 11-S,
la vaga pero inquietante sensación de que en algún lugar del mundo
había unos extraños e incomprensibles alienígenas que practicaban una
misteriosa religión dispuestos a atacarnos, de que algunos de ellos
estaban dotados de algo cercano a los superpoderes y eran inmunes
incluso al poderío de “las fuerzas armadas más maravillosas del mundo” y
de que sus posibles actos terroristas eran el principal peligro de
Topeka*, Kansas (importaba poco que terrorismo del Daesh real fuera tal
vez el menor de los peligros que los estadounidenses enfrentaban en su
vida cotidiana).
Todo esto ha alcanzado su punto culminante (al
menos hasta ahora) con Donald Trump. Pensemos en el fenómeno Trump –en
su propia y extraña forma– como la culminación de la invasión de 2003
traída a casa en versión aumentada. Su campaña electoral con
aspiraciones de conmocionar y espantar en la que él “decapitaría” uno a
uno a sus rivales. El magnate neoyorkino de los bienes raíces, la
hostelería y los casinos, que cuando le fue necesario nadó cómodamente
en las aguas de la elite progre y prácticamente no tenía nada que ver
con el Estados Unidos profundo sería tan extranjero con sus habitantes
como las fuerzas armadas estadounidenses lo fueron para los iraquíes
invadidos. Y aun así, él lanzaría su propia invasión en esas tierras
centrales montado en su avión privado dotado de lavabo con accesorios
enchapados en oro sin preocuparse por los miedos que habían estado
creciendo en este país desde el 11-S (alimentados para su propio
beneficio tanto por los políticos como por el estado de la seguridad
nacional). Y esos miedos harían sonar una campana con tanta intensidad
en esas tierras centrales que le llevarían a la Casa Blanca. En
noviembre de 2016, Donald Trump tomo Bagdad, EEUU, por todo lo alto.
En
este contexto, pensemos un momento en la extraña manera en que la
invasión de Iraq –tomando la forma de una cinta de Moebius– se replicó
en Estados Unidos.
Al igual que los neocons de la administración
Bush, Donald Trump había soñado durante mucho tiempo en su momento de
gloria imperial y, como en Afganistán 2001 y de nuevo en Iraq en 2003,
cuando el 8 de noviembre de 2016 este momento llegó, no podría haber
sido más glorioso. Sabemos de esos sueños suyos porque –por algo habrá
sido– apenas seis días después de que Mitt Rommey perdiera frente a
Barack Obama en la campaña electoral de 2012, Donald hizo el primer
intento de registrar como suyo el viejo eslogan inspirado por Reagan
“Hagamos que Estados Unidos vuelva a ser grande”.
( La conquista de Filipinas)
..
Al igual que
George W. y Dick Cheney, Donald Trump estuvo intentando adueñarse de la
tierra petrolífera central del planeta que, en 2003, ciertamente había
sido Iraq. Sin embargo, hacia 2015-2016. Estados Unidos había entrado en
el territorio de las apuestas energéticas, gracias al fracking y otras
tecnologías de avanzada para extraer combustibles fósiles que parecían
estar transformando el país en un “Estados Unidos Saudí”. Agreguemos a
esto los planes de Trump de aumentar la extracción continental de
combustibles fósiles y con toda certeza ya tenemos un competidor de
Oriente Medio. Si adaptamos lo dicho por él mismo sobre lo que hubiera
preferido hacer en Iraq, en cierto sentido, podríamos decir que Donald
Trump quiere “conservar” nuestro petróleo.
Al igual que las
fuerzas armadas de Estados Unidos en 2003, Donald Trump también llegó a
la escena con planes para convertir su país de elección en un país
acuartelado. Prácticamente las primeras palabras que salieron de su boca
cuando empezó la carrera por la presidencia en junio de 2015 implicaban
la promesa de proteger a los estadounidenses de lo “violadores”
mexicanos mediante la construcción de un “gran muro” inexpugnable en la
frontera sur del país. Nunca se apartó de esto, ni siquiera cuando –en
términos de financiación– se hizo evidente que, cuando llegara a
presidente, para construir su “gran, espeso, hermoso muro” debería
recortar la asignación presupuestaria tanto del Servicio de Guardacostas
como la de la seguridad aeroportuaria y la de la Agencia Federal de
Gestión de Emergencias (FEMA, por sus siglas en inglés).
Sin
embargo, está claro que su anhelo de crear un país acantonado va mucho
más allá de la construcción de una muralla. Incluye también un
remozamiento sin precedentes de las fuerzas armadas de Estados Unidos,
el reforzamiento de las fuerzas policiales y, por encima de todo, la
policía de fronteras. Detrás de esto está el empeño de, del modo que
sea, separar a los estadounidenses de sus vecinos. Su política de
inmigración, ardorosamente publicitada (en realidad, no tan novedosa
como parece) debe ser vista como parte de un proyecto de construir otra
“gran muralla”, una de tipo conceptual cuyo mensaje implícito con
destino al mundo es asombroso: “No sois bienvenidos ni deseados aquí. No
vengáis. No nos visitéis”.
A su vez, todo esto se ha ido
fusionando con los muchos miedos irracionales que han estado
acumulándose como nubes de tormenta durante tantos años, unas nubes que
Trump (y sus compañeros de la nueva derecha) empujaron hacia las ya
saqueadas tierras centrales del país. Al hacerlo, desencadenaron una ola
de odio (tiroteos, quema de mezquitas, amenazas de bomba e incremento
de los grupos de odio, sobre todo contra los musulmanes) que, en
términos históricos, no era nada nuevo en Estados Unidos, pero de todas
maneras ha sorprendido por su virulencia en este momento nuestro.
En
combinación con las muy publicitadas “proscripciones de musulmanes” y
acciones de odio, el cercamiento de Estados Unidos de Trump pronto
golpeó en casa. Inmediatamente se hizo evidente una caída de los
extranjeros que querían visitar este país y señales de alarma en el
turismo atribuibles a Trump; unos días después de su asunción, las
empresas del turismo registraron 185 millones de dólares de caída en las
reservas y las agencias de viaje presagian que lo peor está por venir.
Incuestionablemente,
este es significado real del eslogan “Estados Unidos primero”: un país
vallado tanto hacia fuera como hacia dentro. Se puede pensar que el
camino recorrido entre 2003 y 2017 es el que separa a la única
superpotencia mundial de un potencial superparia. Dicho de otro modo,
Donald Trump está dando un nuevo significado patrio al orgulloso
aislamiento imperial inherente a la invasión de Iraq.
( Salvar a Cuba y el cubano saca el machete)
Y no
olvidemos la “reconstrucción” de Iraq, como fue llamada después de la
invasión. Respecto de Estados Unidos, la estropeada tierra de la que
hablamos, a cuya infraestructura se le concedió hace poco tiempo el
grado D+ en un “informe” dado a conocer por la Sociedad Estadounidense
de Ingenieros Civiles (ASCE, por sus siglas en inglés), Donald Trump
prometió un programa de infraestructuras de un billón de dólares para
reconstruir autopistas, túneles, puentes, aeropuertos y otras por el
estilo. Si eso sucede de verdad, deberá contarse con que el programa
será entregado a algunas de las mismas corporaciones guerreras que
reconstruyeron Iraq (y otras entidades corporativas similares a ellas)
cuyo funcionamiento garantizará una versión doméstica del despilfarro
presupuestario que fue Iraq.
En 2017, tal como ocurrió durante
la invasión de la primavera de 2003, todavía estamos en los días
(relativamente) luminosos de la era Trump. Pero como en Iraq, aquí 14
años después, ya están apareciendo las primeras grietas, a medida que
crece la división en este país (pensemos en los enfrentamientos entre
sunníes y shiíes).
Y algo más que debe ser tenido en cuenta al
pensar en el futuro: las guerras reactivas que han resultado en Donald
Trump y el actual país-cuartel atenazado por el miedo que es Estados
Unidos nunca han terminado. De hecho, tal como ha pasado con los
presidentes Gueorge W. Bush y Barack Obama, da la impresión de que
ahora, con Donald Trump al mando, nunca acabarán. La administración
Trump ya está restableciendo el poder militar estadounidense en Yemen,
Siria y posiblemente Afganistán. Entonces, más allá del rebote que puede
haber habido, no hemos visto más que el comienzo. Todo está dado para
que dure unos cuantos años.
Para resumir todo esto, nada podría ser más adecuado que la frase “¡Mision cumplida!”
*
La ciudad de Topeka, en el estado de Kansas –un lugar donde nunca
ocurre nada–, es el último lugar de Estados Unidos donde podría
producirse un ataque terrorista del yihadismo islámico. (
N. del T.)
Tom Engelhardt es cofundador del American Empire Project, autor de The United States of Fear y de una historia de la Guerra Fría, The End of Victory Culture. Forma parte del cuerpo docente del Nation Institute y es administrador de TomDispatch.com. Su libro más reciente es Shadow Government: Surveillance, Secret Wars, and a Global Security State in a Single-Superpower World
Fuente:
http://www.tomdispatch.com/post/176255/tomgram%3A_engelhardt%2C_walled_in/#more
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Nota ..
Trump bajo la sombra de Theodore Roosevelt y el imperialismo de viejo cuño americano anterior a la Primera Guerra Mundial .
(Este viejo cartel antiamericano del PCF en apoyo de los trabajadores de la Renault)