La capitulación permanente de Europa
El pasado 27 de julio, el anuncio de un acuerdo comercial entre la Unión Europea y Estados Unidos según el cual los productos estadounidenses entrarán libremente en Europa mientras que sobre las exportaciones europeas a Estados Unidos recaerá un arancel fijo del 15% lo ilustró hasta la caricatura. Esta capitulación se ve acompañada de una promesa de comprar hidrocarburos estadounidenses por valor de 700.000 millones de euros e invertir 550.000 millones más en la otra orilla del Atlántico. El economista griego Yanis Varoufakis ve en ello la versión europea del Tratado de Nankín de 1842 (1). Aquel fue el primero de una serie de “tratados desiguales” impuestos a China por las potencias occidentales, supuso importantes concesiones en favor del Reino Unido y señaló el comienzo del llamado “siglo de humillación”. Pero, como explica el exministro de Finanzas griego, “a diferencia de la China de 1842, la Unión Europea ha elegido la humillación libremente”, no de resultas de una aplastante derrota militar.
Las imágenes de la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, recorriendo el campo de golf escocés propiedad de Trump el 27 de julio para oírle despotricar contra la energía eólica y anunciar medidas comerciales punitivas contrastan con la espectacular acogida que el presidente estadounidense dispensó a su homólogo ruso Vladímir Putin en Anchorage semanas más tarde. Una escena tanto más desconcertante por cuanto Europa contaba con buenas bazas a las que recurrir en un pulso trasatlántico.
En el terreno diplomático, el Viejo Continente oscila entre postergación y marginalización. Los dirigentes europeos, arrinconados en la sala de espera y relegados a papeles secundarios tras la “cumbre de la paz” entre Trump y Putin en Alaska, se han visto obligados a mendigar unas migajas de información y a lisonjear sin reparos al inquilino de la Casa Blanca. Aunque las negociaciones abordaban el futuro de su propio continente, “se afanaron por no parecer desbordados”, como se burlaba el Washington Post (10 de agosto de 2025). “El mejor paralelo histórico no se encuentra en Europa, sino, irónicamente, en las prácticas imperiales a las que Europa recurrió en el pasado frente a naciones más débiles”, explica el empresario y analista geopolítico francés Arnaud Bertrand (2). Dos días después de que Trump renunciara a un alto el fuego como condición previa a las negociaciones —acomodándose, así, a la preferencia de Rusia por un tratado de paz global—, la presidenta de la Unión Europea cambió a su vez de parecer sobre el asunto: “Ya lo llamemos alto el fuego o acuerdo de paz, hay que poner fin a las matanzas”, declaró el 17 de agosto, pese a haber mantenido hasta entonces la postura contraria.
Una servidumbre buscada
Como en el caso del acuerdo sobre los aranceles, Europa ha empedrado su propio vía crucis. Sus representantes han seguido la estrategia estadounidense de desestabilización de Rusia, se han sumado desde 2022 a la guerra por delegación de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) en Ucrania, han perjudicado sus propias economías privándose del barato gas ruso y han tratado de sabotear las iniciativas de paz de Trump prometiendo apoyo financiero y militar ilimitado a Kiev. Con ello no solo han puesto en peligro sus intereses fundamentales en materia económica y de seguridad, sino que, al alejarse tanto de Moscú como de Washington, han renunciado, de hecho, a todo papel relevante en las negociaciones.
Aunque los dirigentes de la Unión Europea a menudo justifican sus actos en nombre del vínculo trasatlántico, lo cierto es que no resulta fácil advertir intereses comunes a ambos lados del océano. De hecho, hasta se puede conjeturar que, al hacer que la guerra se prolongara, Washington no solo buscaba debilitar o “desangrar” a Rusia, sino también socavar a Europa rompiendo los lazos económicos y estratégicos que el Viejo Continente —y, en concreto, Alemania— mantenía con Rusia. Un objetivo que se ha alcanzado de dos modos. En primer lugar, por medio del impulso y la expansión de la OTAN, una organización controlada de facto por Estados Unidos y cuyo principal propósito siempre ha sido garantizar la subordinación estratégica de Europa a Washington. Y en segundo lugar, afianzando dicha subordinación con una dependencia a largo plazo de las exportaciones energéticas estadounidenses, como ilustra el sabotaje del gasoducto Nord Stream, una operación realizada bien directamente por Estados Unidos, bien por intermediación de países amigos (3). El silencio de Alemania y de las capitales europeas vecinas sobre el peor atentado industrial en la historia del continente, su probable complicidad en el encubrimiento de los responsables y su obstinación en impedir toda reparación de esta infraestructura suscriben lo voluntario de su servidumbre.
Desde esta perspectiva, las consecuencias de la guerra en Ucrania pueden interpretarse como un triunfo estratégico para Washington, logrado en detrimento de una Unión Europea cuya franja occidental —con Alemania en primer lugar— bascula entre el estancamiento y la recesión. La erosión de la base industrial europea abre el camino a la canibalización económica del continente por parte del capital estadounidense, dirigido por gigantes como BlackRock y otros megafondos de inversión. Como escribe el demógrafo francés Emmanuel Todd en La derrota de Occidente (Akal, 2024), “A medida que el sistema estadounidense se contrae en todo el mundo, tiene un peso cada vez mayor en sus protectorados originales, que son sus bases últimas de poder”. El acuerdo arancelario entre la Unión Europea y Estados Unidos, algunos de cuyos aspectos se asemejan a tributos coloniales disfrazados de “inversiones”, deja al descubierto esta realidad.
No menos emblemático de la subyugación europea, el gran rearme en el que se ha embarcado la Unión se traduce, en primer lugar, en el solemne compromiso de dar satisfacción a la exigencia de Trump de que todos los Estados miembros dediquen a la Alianza Atlántica no ya el 2%, sino el 5% de su producto interior bruto. Presentado como un paso hacia la “autonomía estratégica”, este refuerzo del brazo europeo de la OTAN, lejos de significar una ruptura con el orden existente, “tiende […] a consolidar la subordinación estructural del continente europeo al poder norteamericano”, como han escrito recientemente varios intelectuales de primer orden de la izquierda española (4).
Bruselas lleva casi dos años sin expresar la menor reserva a la colaboración militar, política, diplomática y económica de Washington con el actual genocidio en Gaza, y reitera periódicamente su apoyo a Tel Aviv. Una postura que revela a las claras el doble lenguaje del bloque europeo, habida cuenta de que el contraste con su reacción frente a la invasión rusa de Ucrania no puede ser más chocante. Con ello la Unión Europea también ha acabado de destruir lo poco de credibilidad moral que aún le quedaba en el escenario internacional y se ha aislado un poco más del resto del mundo. A la vista de la delegación de jefes de Estado europeos que el lunes 18 de agosto acudieron a toda prisa a Washington para reafirmar su apoyo al presidente ucraniano Volodímir Zelenski, ¿podemos imaginárnoslos precipitándose a la Casa Blanca para abogar en favor de un pueblo palestino masacrado y hambriento por obra no de un enemigo estratégico de Occidente, sino por uno de sus aliados, Israel?
¿Cómo hemos llegado a este punto? Obviamente, son varios los factores que conviene tener en cuenta, pero destaca uno de ellos: la inmensa influencia que ejerce Washington sobre Europa desde el final de la Segunda Guerra Mundial, especialmente por medio de la red de instituciones trasatlánticas extendida por los estados de Europa occidental y, en particular, en el núcleo de los aparatos militares y de inteligencia. Pero la subordinación del Viejo Continente también se debe al incesante trabajo de zapa realizado desde Washington para evitar que Europa se convierta en una potencia militar independiente; un enfoque que corroboró en 2005 Robert Kaplan, influyente periodista estadounidense e intelectual especializado en cuestiones de defensa: “La OTAN no puede coexistir con una fuerza de defensa europea autónoma. Una debe prevalecer sobre la otra, y debemos obrar de modo que lo haga la primera” (5).
La hegemonía cultural brinda una tercera explicación: después de setenta años de construcción comunitaria, la influencia del establishment estadounidense sobre el discurso público europeo se impone con holgura sobre el de cualquier país miembro. El inglés sigue siendo la lengua franca de la Unión Europea, y todos los grandes medios de comunicación anglófonos —en su mayoría, con sede en Estados Unidos o el Reino Unido— manifiestan una marcada inclinación atlantista. Por último, el ecosistema intelectual trasatlántico se articula en torno a laboratorios de ideas como el German Marshall Fund, la Comisión Trilateral, el Council on Foreign Relations y el Aspen Institute, todos ellos relacionados con agencias de inteligencia estadounidenses.
Bajo la acción combinada de todos estos factores, la Unión Europea se ha vuelto prácticamente incapaz de pensar —y aun menos de actuar— en función de sus propios intereses. Sus dirigentes han interiorizado hasta tal punto su subordinación que cubren de halagos a quien les explota, como el ex primer ministro neerlandés y hoy secretario general de la OTAN Mark Rutte, que envió a Trump un mensaje de una obsequiosidad insólita durante las preparaciones para la cumbre de la Alianza Atlántica en La Haya el pasado junio, antes de referirse a él como “daddy” (‘papi’) en una comparecencia conjunta.
¿“Intereses comunes”?
Tal vez se objete que estos elementos llevan lustros siendo conocidos y debatidos, especialmente por los círculos de la izquierda europea. Pero existe otro que sigue siendo en gran medida desconocido, en especial en esos medios: el papel de la propia Unión Europea en el refuerzo de la subordinación del continente a Estados Unidos. Contrariamente a la idea predominante de una Comunidad Económica Europea (CEE) concebida de entrada como un contrapeso frente a la superpotencia estadounidense, la integración europea fue apoyada y promovida por Washington a modo de escudo frente a la Unión Soviética durante la Guerra Fría (6). De hecho, el establishment tecnocrático de Bruselas siempre ha mostrado una adhesión a Estados Unidos más estrecha que los gobiernos de los Estados miembros. Y la creciente centralización de la UE en la figura de la Comisión Europea acentúa esta tendencia. En los quince últimos años, Bruselas se ha apoyado en una sucesión ininterrumpida de crisis (ya tengan que ver con finanzas, deuda, inmigración, terrorismo, seguridad, covid, guerra en Ucrania, etc.) para aumentar de manera radical —aunque discreta— sus prerrogativas en ámbitos antes privativos de los gobiernos nacionales. Insensiblemente, la Unión Europea va adquiriendo, a través de la Comisión, los atributos de un poder casi soberano y la capacidad de imponer sus prioridades sobre las aspiraciones democráticas de las poblaciones.
Así, Von der Leyen —a quien se ha llamado “la presidenta estadounidense de Europa” (7)— sacó partido recientemente de la crisis ucraniana para promover una supranacionalización de facto de la política exterior (por más que la Comisión Europea carezca de toda competencia formal en este ámbito) en detrimento de los intereses formales de Europa. Pero ¿acaso es de hecho posible hablar de “intereses comunes” a los Estados miembros? Treinta y cinco años después de Maastricht, la UE sigue estando dividida por líneas de fractura de naturaleza económica, diplomática y cultural. En materia de política exterior, estas diferencias se han acentuado desde la integración de los países bálticos y de Centroeuropa, tradicionalmente atlantistas. Un año antes de su ingreso simultáneo en la Unión Europea y la OTAN, en 2004, apoyaron la invasión ilegal de Irak por parte de Estados Unidos antes de enviar tropas. En ausencia de una posible “síntesis” de intereses, son las prioridades de los Estados dominantes y las élites tecnocráticas las que prevalecen.
La crisis de deuda de 2009-2012 mostró cómo el marco rígido de la Unión Europea bajo dominio alemán erosionaba la capacidad de las naciones para actuar en función de sus necesidades económicas y sus aspiraciones democráticas. Algo aún más cierto hoy en día. Como es sabido, la respuesta habitual achaca todo problema a una insuficiente transferencia de soberanía a Bruselas por parte de los Estados miembros. Pero Europa no adolece de falta de integración, sino de la propia integración. Para salir de su “siglo de humillación” deberá trascender y enfrentarse a la causa profunda del problema: la propia Unión Europea, involucrada en un federalismo cada vez más exacerbado.
(2) Arnaud Bertrand, “Not at the table: Europe’s colonial moment”, 10 de agosto de 2025, www.arnaudbertrand.substack.com
(3) Véase Fabian Scheidler, “Nord Stream: tres hipótesis para un atentado”, Le Monde diplomatique en español, octubre de 2024.
(4) Héctor Illueca, Augusto Zamora, Antonio Fernández, Rosa Medel, Carmen Collado et al., “El secuestro de Europa”, 29 de junio de 2025, www.elsaltodiario.com
(5) Robert D. Kaplan, “How we would fight China?”, The Atlantic, Washington D. C., junio de 2005.
(6) Véase François Denord y Antoine Schwartz, “Un tufillo a reacción desde los años 1950”, Le Monde diplomatique en español, julio de 2009.
(7) Suzanne Lynch e Ilya Gridneff, “Europe’s American president: The paradox of Ursula von der Leyen”, 6 de octubre de 2022, www.politico.eu