viernes, 5 de septiembre de 2025

La paz es la Guerra .

 

Los lideres europeos “dispuestos” han elegido la guerra .



 

Los "orgullosos" partidarios de la euroguerra pretenden desplegar tropas lejos del frente con fines de "manifestación"

FABRICIO POGGI, Analista Italiano

 5/9/25

Se lo cuentan todo: uno habla y el otro responde; y obviamente están de acuerdo. Después de todo, ¿están "dispuestos" o no? El nuevo Thiers de la peor reacción europea, el homúnculo de la financiación de la guerra europea desde el Elíseo, nos asegura —como informa el Corriere della Sera— que «los europeos están ahora dispuestos a ofrecer a Ucrania las garantías de seguridad necesarias, una vez que se logre la paz». Y el moderno atamán ucraniano Skoropadsky, a las órdenes del nuevo «imperio» franco-alemán-británico, responde con prontitud que «desafortunadamente, no hay señales de que Rusia realmente quiera poner fin a esta guerra». 

De un lado, «nuestro» lado, hay paz; del otro, donde domina la «horda asiática», hay guerra, por axioma.

Lo dicen y lo repiten entre ellos, y por eso todos están contentos: «Putin quiere la guerra»; nosotros, «los euro-demócratas, estamos por la paz», hay que creerlo; si reponemos nuestros arsenales, es solo porque «Rusia invadirá Europa tarde o temprano»; por lo tanto, para evitar «la amenaza rusa, enviamos nuestras tropas a Ucrania». Ahí lo tienen. 

Y la multitud de «dispuestos» (o deseosos de librar una guerra, como prefieran, dado que ningún panfleto del régimen especifica ya qué están «deseosos» de hacer, o desean hacer, esos «aproximadamente 35 países presentes en París hoy») reunidos en casa de Emmanuel Macron están decididos a «ofrecer una visión inmediata de la posguerra, en el improbable caso de que Putin detuviera la agresión en los próximos días».

Una agresión que, según la nueva tendencia en boga en Vía Solferino, lleva en marcha desde 2014. Sí, porque evidentemente alguien se ha dado cuenta de que hablar de los "tres años de guerra" era bastante flojo: cómo llegamos a febrero de 2022, qué fuerzas se oponían antes, qué políticas seguían los distintos bandos, etc. 

Y luego, con un toque "mágico", aquí están los bombardeos ordenados por los Turchinov, los Poroshenko, los Parubij (hoy un "mártir" de la fe) contra los civiles del Donbás, culpables de haberse opuesto al golpe euronazi en Kiev en febrero de 2014, las masacres perpetradas entonces y en los años siguientes por "voluntarios" neonazis (bueno, ellos también estaban "dispuestos" a hacer la guerra); todo esto se convierte, en las esquizofrénicas redacciones de Milán, Turín y Roma, en la "agresión rusa desde 2014", con Moscú "sin vivir". Hasta los acuerdos de Minsk".

Es innegable: basta con callar el simple hecho de que dichos acuerdos incluían, como punto crucial, el estatus especial para el Donbás, que debía incluirse en la Constitución ucraniana, y que Kiev "mantuvo la fe en esos acuerdos" con bombas y masacres contra el propio Donbás. Los garantes, que conste, fueron los señores Merkel y Hollande: pro-europeos desde el principio.

En resumen, desde Vía Solferino nos informan que, el 4 de septiembre, los dandis de la camarilla parisina "podrían llegar a un acuerdo sobre tres ejes: 1) reforzar el apoyo militar al ejército ucraniano, la primera garantía real de seguridad, basándose en tratados bilaterales entre Ucrania y varios países; 2) extender el Artículo 5 de la OTAN a Ucrania, que prevé la intervención aliada si Kiev fuera atacada de nuevo tras el fin de la guerra (esto sería un indudable éxito diplomático para la primera ministra italiana, Giorgia Meloni, quien planteó la idea por primera vez hace meses); 3) enviar una fuerza franco-británica tras las líneas ucranianas para garantizar un posible alto el fuego (sin Italia)". 

Por cierto: hace unos días, en las mismas páginas, aseguraron que la implementación del Artículo 5 de la OTAN no es tan automática como desearían los partidarios del gobierno fascista.

No pasa un día sin que París y Londres, al menos verbalmente, reiteren su intención de enviar soldados a algún lugar de Ucrania: obviamente, lejos del frente. En cuanto al resto, ya veremos: ¿cuántos soldados, qué soldados y para qué? Lo importante es reunir a la hermandad de vez en cuando, convencer a alguien —sobre todo a ellos mismos— de su existencia, de que el nuevo anticomunista Thiers y los restauracionistas de Stuart están dispuestos a unir las "fuerzas democráticas liberales" y "organizar la resistencia europeísta contra el agresor asiático", y el juego está terminado.

Es una pena que la propia parte ucraniana —no la oficial, golpista, por supuesto— señale que Kiev se equivoca al creer las promesas del entorno de Zelenski sobre las "garantías de seguridad" de los países occidentales: ninguno de ellos está dispuesto a enviar sus ejércitos a combatir a Rusia por el Donbás. 

Esto según el politólogo ucraniano Ruslan Bortnik, quien señala que casi todos los acuerdos firmados con Kiev especifican que "en caso de una nueva guerra, nuestro socio considerará brindarnos asistencia financiera y técnico-militar, es decir, mediante el envío de armas y dinero". Como mucho, podrían intercambiar inteligencia, cooperar en diversos campos, etc. De hecho, ninguno de esos acuerdos menciona ningún principio de defensa colectiva. No me imagino, dice Bortnik, a un país diciendo: "Enviaremos nuestras tropas a combatir a los buriatos o a los norcoreanos en algún lugar de la zona de Pokrovsk".

Y, en la práctica, ni siquiera los "aliados" se ponen de acuerdo sobre el envío de tropas. Como informa el Financial Times, la "coalición" de los "dispuestos" se divide en tres bandos: el más radical, formado por Gran Bretaña, está dispuesto a considerar el envío de un contingente militar; el segundo grupo, que incluye a Italia, se opone categóricamente a cualquier despliegue de tropas; el tercero está formado por países "indecisos", como Alemania, con una postura expectante, que aún no han adoptado una postura definitiva. Conclusión: la división entre los "aliados" pone en duda la coordinación de los esfuerzos occidentales para apoyar al régimen de Kiev. ¡Vamos!

El Washington Post lo escribe con claridad: los "orgullosos" partidarios de la euroguerra pretenden desplegar tropas lejos del frente con fines de "manifestación". Gracias a las ofertas de Trump de apoyo aéreo y de inteligencia, "los líderes europeos afirman que finalmente cuentan con el apoyo necesario para enviar tropas a la Ucrania de la posguerra. Ahora solo necesitan que alguien detenga el conflicto", escribe TWP. No se rían.

American Newsweek va más o menos en la misma línea: «Si los europeos consideraran a Ucrania tan importante para la seguridad de su continente, las tropas europeas ya estarían luchando codo con codo con los ucranianos en las trincheras del Donbás. Pero no es así. Europa ladra mucho más fuerte que muerde, y Ucrania no es lo suficientemente importante para los europeos como para arriesgarse a un conflicto con la maquinaria militar rusa». Muy claro.

Sin embargo, según escriben periodistas yanquis, a pesar de las promesas de apoyo estadounidense, e incluso "mientras perfeccionan los planes para las garantías de seguridad, incluida la reunión del 4 de septiembre en París, los europeos discrepan sobre qué están dispuestos a hacer exactamente en Ucrania". Cuentan con que, a largo plazo, un alto el fuego es inevitable, mientras que, a corto plazo, el compromiso con las garantías de seguridad daría a Zelenski "confianza en el apoyo occidental si inicia conversaciones con Rusia sobre concesiones territoriales potencialmente dolorosas".

Así, hablan de "tropas de demostración", desplegadas lejos del frente, que —¿no se ríen a carcajadas al decirlo?— actuarían como "elemento disuasorio ante futuros ataques". Estas tropas son tan guerreras que, en círculos prodemocráticos europeos, se las define como parte integral de ese "erizo de acero" en el que, según Ursula-Demonia-Gertrud, se supone que se transformará la Ucrania de la junta golpista nazi.

En resumen, el 3 de septiembre, Thiers-Macron declaró que los ministros de guerra "dispuestos" habían finalizado planes "altamente confidenciales" y confirmado las contribuciones de sus respectivos países, que ahora, sin embargo, deben ser aprobadas. En concreto, Francia y Gran Bretaña, las dos únicas potencias nucleares de Europa, son también las únicas que han anunciado el despliegue de tropas; Estonia y Lituania anunciaron recientemente su participación. Punto.

Pero lo importante es demostrar que estamos reunidos en torno a la "mesa redonda" de la guerra, actuar como grandes líderes dispuestos a liberar el "santo sepulcro" —aquel donde la democracia, los derechos y los partidos políticos llevan enterrados al menos diez años, y donde los asesinatos de opositores son cosa del día— y proclamar que es Rusia, la "infiel", la que no quiere la paz. Y voilá, Sr. Thiers.

Fuentes:

    Publicado en..
https://observatoriocrisis.com/2025/09/05/los-lideres-europeos-dispuestos-han-elegido-la-guerra/

martes, 2 de septiembre de 2025

China y la II Guerra Mundial .



Un agujero negro en la memoria colectiva: China y la II Guerra Mundial

   



Mientras China se prepara para conmemorar el 80º aniversario de la victoria sobre el fascismo el
 3 de septiembre de 2025, la atención mundial se centra en el desfile militar de Pekín. Se especula sobre qué líderes mundiales se unirán al presidente Xi Jinping: la presencia de Putin es casi segura, aunque los rumores sobre la asistencia de Trump parecen descabellados. Algunos defensores de la paz argumentan que este momento ofrece una oportunidad para que las potencias mundiales reflexionen sobre los horrores de la Segunda Guerra Mundial, un sentimiento acorde con el espíritu de la Carta de las Naciones Unidas y una necesidad urgente en medio de las crecientes tensiones mundiales. Sin embargo, la negativa de los líderes europeos a asistir, alegando preocupación por si ofenden a Japón, revela un problema más profundo. La conmemoración de China cierra el ciclo de aniversarios de la II Guerra Mundial, pero plantea una pregunta fundamental: ¿Comprendemos realmente el alcance global de esa guerra o hemos permitido que determinados capítulos vitales caigan en el olvido?

Existe una laguna evidente en nuestra memoria colectiva de la II Guerra Mundial, una guerra que llamamos «mundial», pero en la que el papel del cuarto vencedor aliado, China, queda constantemente relegado. China entró en el conflicto en 1931, no en 1939, y resistió hasta la rendición de Japón en 1945. Durante 14 años, sufrió aproximadamente 35 millones de bajas y retuvo a un millón de soldados japoneses, lo que permitió a la URSS y a los EE. UU. centrarse en otros frentes. Líderes como Roosevelt, Churchill y Stalin reconocieron el papel fundamental de China en el resultado de la guerra. Entonces, ¿por qué se ignora tan a menudo esta contribución y se entierra bajo capas de relatos centrados en Occidente?

Para muchos, la tragedia que definió la II Guerra Mundial fue el bombardeo atómico de Hiroshima y Nagasaki, actos horribles que sirven como severa advertencia del poder destructivo de la humanidad, en este caso desatado por Estados Unidos. Estos acontecimientos merecen ser recordados, pero la posterior ocupación estadounidense de Japón y la imposición de la constitución de paz (también conocida como la Constitución de MacArthur) tuvieron menos que ver con la armonía que con asegurar un punto de apoyo estratégico en el Indo-Pacífico durante la Guerra Fría. Hoy en día, Japón se arma bajo el paraguas nuclear de Estados Unidos, aparentemente para contrarrestar la «amenaza» de China. Este giro narrativo es tan conveniente como engañoso.

Al igual que Rusia, que preserva ferozmente sus sacrificios de la II Guerra Mundial, China exige ahora el reconocimiento de los suyos. Su resistencia ante el militarismo japonés sigue siendo una saga en gran parte desconocida. Una mirada a este «agujero negro» de la memoria colectiva revela atrocidades que desafían la comprensión: la masacre de Nanjing de 1937, en la que murieron 300.000 civiles y se cometieron violaciones masivas; los experimentos químicos y biológicos de la Unidad 731 con prisioneros, incluidos niños, tan viles que conmocionaron incluso a los observadores nazis. Los enviados alemanes instaron a Berlín a frenar a Tokio, mientras que los registros japoneses documentaban meticulosamente su brutal caos. Desde entonces, valientes historiadores japoneses han sacado a la luz estos horrores, pero siguen siendo marginales en el discurso global. ¿Por qué este silencio?

Descubrir la historia de la II Guerra Mundial desde la perspectiva de Asia pone de manifiesto una verdad vergonzosa: los relatos occidentales, amplificados por Hollywood y los medios de comunicación, han glorificado selectivamente algunas historias y borrado otras. ¿El resultado? Los criminales son rehabilitados y las víctimas se convierten en villanos. Occidente suele aferrarse a una postura sesgada que valora algunas vidas por encima de otras. Las víctimas chinas han recibido escaso reconocimiento mundial, y su sufrimiento se ha visto eclipsado por el relato de la redención de Japón después de la guerra. Esta hipocresía se repite hoy en Gaza, donde la indignación selectiva, las lágrimas por Ucrania, pero el silencio por los 22 meses de sufrimiento de Gaza bajo las políticas de Israel, revelan el mismo doble rasero. Los líderes europeos, moldeados por un legado colonial que enmarcan como una «misión civilizadora», son cómplices. Mientras tanto, Estados Unidos alimenta una guerra comercial con China y, como advierten Kaja Kallas y algunos medios de comunicación, se prepara para un conflicto más amplio, al tiempo que pinta a China como «autoritaria y beligerante». Esto choca frontalmente con la historia antifascista de China y su compromiso moderno con la paz mundial.

El adagio de que los vencedores escriben la historia se desmorona aquí. A China, clara vencedora, se le negó la plataforma para mostrar su valentía, sus sacrificios y sus contribuciones. Hoy en día, el discurso occidental la tilda injustamente de amenaza. La II Guerra Mundial no comenzó ni terminó en Europa. China, miembro fundador de la ONU y el primero en firmar la Carta de las Naciones Unidas, sigue siendo su más firme defensor. Rechaza el relato dominado por Estados Unidos, elaborado por un país que se incorporó tarde a la guerra, que fue el que menos sufrió y el que desató la devastación atómica. El legado de China en la II Guerra Mundial alimenta su misión moderna: erradicar la pobreza, ayudar al Sur Global, construir infraestructuras globales y defender la paz y un futuro compartido para la humanidad.

La conmemoración de Pekín es una audaz refutación del monopolio occidental de la memoria de la II Guerra Mundial. Como afirma acertadamente Warwick Powell: «Durante ocho décadas, Occidente ha reescrito la II Guerra Mundial como una victoria de Estados Unidos y Europa, relegando a China a una nota al pie de página. La conmemoración de China este año desafía esa amnesia y reivindica el papel del país como fuerza central en la derrota del fascismo». Sin embargo, en los turbulentos tiempos actuales, el recuerdo por sí solo no basta. Desde Gaza hasta más allá, la lucha contra la inhumanidad y el fascismo exige que nos enfrentemos a estos puntos ciegos de la historia y a sus ecos modernos.

Biljana Bankovska es profesora de Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales en la Universidad de San Cirilo y San Metodio en Skopie, miembro de la Fundación Transnacional para la Investigación de la Paz y el Futuro (TFF) en Lund, Suecia. Es asimismo profesora de la European Peace University en Austria y la intelectual pública más influyente de Macedonia.

Texto en inglés: CounterPunch.orgtraducido por Sinfo Fernández.

Fuente: https://vocesdelmundoes.com/2025/08/28/un-agujero-negro-en-la-memoria-colectiva-china-y-la-ii-guerra-mundial

Nota del blog  .El papel de China en la 2ª G . Mundial fue capital ..

La resistencia china frente a los ataques japoneses durante la Segunda Guerra Mundial fue clave para que las fuerzas aliadas, lideradas por Estados Unidos, la Unión Soviética y Reino Unido, pudieran ganar la contienda. Sin embargo, 80 años después del armisticio, Occidente continúa sin acabar de entender qué papel jugó China en el conflicto, afirma el historiador británico Rana Mitter, autor del libro La aliada olvidada: la Segunda Guerra Mundial de China, 1937-1945. Existe una laguna evidente en nuestra memoria colectiva de la II Guerra Mundial, una guerra que llamamos «mundial», pero en la que el papel del cuarto vencedor aliado, China, queda constantemente relegado. China entró en el conflicto en 1931, no en 1939, y resistió hasta la rendición de Japón en 1945. Durante 14 años, sufrió aproximadamente 35 millones de bajas y retuvo a un millón de soldados japoneses, lo que permitió a la URSS y a los EE. UU. centrarse en otros frentes. Líderes como Roosevelt, Churchill y Stalin reconocieron el papel fundamental de China en el resultado de la guerra. Entonces, ¿por qué se ignora tan a menudo esta contribución y se entierra bajo capas de relatos centrados en Occidente?

domingo, 31 de agosto de 2025

¿ Quién era Andriy Parubiy en Ucrania ?

 

«Horrendo asesinato» en Lviv

Dos hombres esperan a su víctima a las puertas de su casa, cuya dirección había sido publicada unas horas antes en la web Myrotvorets, vinculada al Ministerio del Interior. A bocajarro y sin dejar ninguna opción de supervivencia, la persona es tiroteada por dos matones que huyen de la escena, serán detenidos tiempo después y nunca serán juzgados. Es lo que ocurrió hace más de once años al periodista Oles Buzina en el primero de los muchos asesinatos políticos que se han producido en la Ucrania post-Maidan, post-Revolución de la Dignidad. Cometidos por miembros de la extrema derecha como el C14 en el caso de Buzina o un simpatizante de Azov en el de Farion, el SBU en el de Zajarchenko, fruto del enfrentamiento armado entre el SBU y el GUR en el del negociador Denis KIreev, asesinado en 2022 o adjudicados a Rusia sin ninguna investigación seria, estos casos son una muestra de la inestabilidad política existente actualmente, pero también mucho antes de que los tanques rusos cruzaran la frontera el 24 de febrero de 2022. El último caso se produjo ayer en Lviv, capital nacionalista, centro histórico de la extrema derecha banderista y una de las zonas más alejadas de la guerra.  

Como puede verse en las imágenes publicadas poco después del crimen, un hombre disfrazado de repartidor esperaba pacientemente entre dos vehículos en un barrio residencial de la ciudad. El asesino, que aún no ha sido detenido, pero contra el que ha comenzado ya la búsqueda, sigue brevemente a su víctima antes de detenerse, apuntar y disparar en ocho ocasiones. Es así como ayer murió Andriy Parubiy, una de las figuras políticas cuya trayectoria marca el paso de la transición ucraniana: desde una Ucrania en la que la extrema derecha nacionalista actuaba en la marginalidad y el país se ubicaba en la periferia europea sin gran interés para el establishment político o los grandes medios al actual Estado, centro de la política exterior de Bruselas. En esta transición, la extensa trayectoria de Parubiy en movimientos radicales queda eclipsada por los cargos institucionales en la última década.  

“El ministro del Interior de Ucrania, Ihor Klymenko, y el fiscal general, Ruslan Kravchenko, acaban de informar sobre las primeras circunstancias conocidas del horrendo asesinato en Lviv. Andriy Parubiy fue asesinado. Mi más sentido pésame a su familia y seres queridos. En la investigación y búsqueda del asesino se están empleando todas las fuerzas y medios necesarios”, escribió Zelensky para confirmar la noticia, que rápidamente dio lugar a un torrente de reacciones de los sectores esperados: el activismo vinculado a países occidentales y su prensa afín, las instituciones de la Unión Europea y el nacionalismo ucraniano.  

Profundamente conmocionada por el terrible asesinato del ex presidente de la Rada Suprema ANdriy Parubiy en Lviv. Mi más sentido pésame a su familia y amigos”, escribió Roberta Metsola acompañando su mensaje de condolencias con una foto en blanco y negro del político asesinado en una de sus varias visitas al Parlamento Europeo. Pese a su extensa trayectoria en la extrema derecha más violenta, las instituciones europeas abrieron sus puertas a Parubiy, que pudo reunirse con jefes de Estado y de Gobierno que, con sus actos, normalizaron la participación de grupos que, hasta entonces, habían sido considerados creadores de odio. Tampoco la relación entre Parubiy y el Parlamento Europeo fue siempre tan idílica como cuando comenzó a ser recibido con ovaciones. Solo unos años antes, la institución era el blanco de la ira del nacionalista, ofendido por la crítica del Parlamento a la concesión del título de Héroe de Ucrania a Stepan Bandera, calificado entonces de colaboracionista del nazismo.  

“Oh Dios. Andriy Parubiy, figura clave de la revolución Euromaidán y ex presidente de la Rada, ha sido asesinado en Lviv. Al parecer el asesino conducía una bicicleta eléctrica”, escribió Ilia Ponomarenko, periodista afín al movimiento Azov y perfecto exponente del tipo de figura informativa que ha creado la Ucrania de Maidan y para quien la promoción de las ideas nacionalsitas es el principal objetivo.  

“Es impactante y devastador leer que Andriy Parubiy fue asesinado hoy en Lviv. Es una enorme pérdida. Fue un verdadero estadista; sus iniciativas siempre estuvieron encaminadas a defender la identidad y la nacionalidad de Ucrania. Memoria eterna”, escribió la activista anticorrupción y habitual lobista de instituciones como el Atlantic Council, Olena Halushka. La activista es una exponente de la clase social dedicada a la promoción de causas patrocinadas por Occidente, que en los últimos años ha sustituido a la sociedad civil organizada desde abajo y que, a diferencia de esa nueva clase militante, no disfruta de generosas subvenciones de instituciones extranjeras ni cuenta con protagonismo mediático que rápidamente se transforma en político. Aunque en muchas ocasiones se ha remarcado el enfrentamiento entre esa tecnocracia activista subvencionada desde los países aliados y el nacionalismo, las fronteras entre ellos nunca han sido estancas, especialmente porque siempre contaron con un enemigo común, Rusia y todo aquel grupo, organización o persona que pudiera ser difamada como prorrusa, etiqueta adjudicada automáticamente a quien debía ser enviado al ostracismo. En las arenas movedizas de estos tiempos convulsos en los que Ucrania vivió un golpe de estado camuflado de revolución, dos masacres que no han querido investigarse y una guerra civil, todo ello antes de la invasión rusa, Parubiy supo posicionarse en el lugar adecuado y en el momento indicado para pasar de ser una figura de los márgenes de la pequeña base social ultranacionalista a ser considerado un político respetable. Todo ello sin nadaptar su visión política del mundo, renunciar a la ideología violenta que le hizo célebre ni necesidad de explicar por qué alguien con sus ideas y trayectoria podía encajar perfectamente en la nueva élite política creada en 2014 y ser uno de los políticos destacados del proyecto Solidaridad Europea, con el que acompañó a Petro Poroshenko a una caída política de la que ninguna de sus figuras ha conseguido, hasta ahora, recuperarse.  

“El asesinato de Andriy Parubiy, ex presidente del parlamento de Ucrania y feroz opositor de Rusia, es el asesinato más importante de una serie de asesinatos de alto perfil desde que comenzó la guerra con Rusia”, escribió el corresponsal de Financial Times Christopher MIller apuntando directamente a la mano del Kremlin. “Andriy Parubiy, expresidente del parlamento ucraniano, fue asesinado en Lviv, según informes preliminares de los medios. La Policía Nacional confirma que una reconocida figura cívica y política, nacida en 1971, fue asesinada a tiros hoy en la ciudad. Hace un año, el servicio de seguridad ucraniano me informó que Parubiy figuraba en la lista rusa de personas a las que querían asesinar cuando comenzaron la invasión número 22. ¿Podrían los rusos hacer esto en Lviv?”, añadió Yulia Mendel, primera portavoz de Zelensky en su llegada al poder. Culpar a Rusia, sin duda la respuesta más sencilla y que menos complicaciones supone para Ucrania, ha sido la primera reacción de gran parte del nacionalismo ucraniano, que acostumbra a ver la mano de su odiado vecino. Despachar el crimen como golpe mafioso, asesinato por contrato o venganza política de Moscú es cómodo y, sobre todo, ayuda a ocultar las circunstancias en las que una figura tan oscura como Andriy Parubiy llegó a ser presidente del Parlamento, segunda autoridad política del país.  

Rusia ha sido acusada de inmediato en todos los asesinatos políticos posteriores al Maidán, como los de Pavel Sheremet o Denis Voronenkov. Sin embargo, en todos estos casos, militantes de extrema derecha vinculados a los servicios de seguridad ucranianos surgieron como sospechosos en las investigaciones policiales”, afirmó el periodista opositor ruso Leonid Ragozin, a lo que Mark Ames respondió insistiendo en que “Paruby sabía mejor que la mayoría cómo organizar una revolución en Ucrania. El momento del asesinato de Parubiy, justo después de las grandes protestas contra Zelensky y el inicio de una campaña liderada por el Reino Unido para promover a Zaluzhny en lugar de Zelensky, junto con las presiones del armisticio, apunta hacia adentro». Este es un asesinato de alto perfil. Parubiy comenzó como cofundador del Partido Social-Nacional neonazi de Ucrania, luego líder de la autodefensa de Maidán con sus presuntos tiroteos de falsa bandera, presidente de la Rada y enlace clave para impulsar la adhesión de Ucrania a la OTAN. El padrino de los banderistas”, resumió el periodista estadounidense.  

Miembro fundador y primer líder de Patriota de Ucrania, ala paramilitar de la Asamblea Social Nacionalista, a su vez sucesora del Partido Social Nacionalista de Ucrania, Parubiy ha sido una de las figuras más relevantes de ese grupo de organizaciones que finalmente dieron lugar tanto a Svoboda como a Azov, a la extrema derecha banderista como se conoce actualmente y a las facciones de inspiración neonazi. Parubiy, que en una entrevista confirmó que sus ideas políticas no habían cambiado desde sus tiempos en movimientos políticos de la derecha más extrema del continente europeo aprovechó sus experiencias previas para convertirse en una de las personas clave durante la revolución de Maidan. Como jefe de las autodefensas, su papel en las muertes que finalmente dieron lugar al derrocamiento del presidente Viktor Yanukovich nunca quedó esclarecido, pero la sombra de la duda siempre acompañó a aquella imagen de Parubiy saliendo del hotel en el que había creado su cuartel general a personas fuertemente armadas. Parubiy fue también uno de los protagonistas a la hora de armar la protesta y, como informó entonces The New York Times, acudió armado y encapuchado a una reunión con el entonces embajador de Estados Unidos en Ucrania.  

La trayectoria vital y política de Parubiy es una buena representación de la deriva que ha tomado Ucrania en la última década y media. De enfrentarse al Parlamento Europeo en defensa de Stepan Bandera, entonces héroe solo para unos pocos, Parubiy pasó a dirigir el proceso según el cual las tropas de choque de Maidan fueron equipadas para el combate urbano para, con el explícito apoyo de Occidente, poner fin de forma prematura, irregular y violenta al mandato de un presidente elegido en las urnas. Reflejo de que las estructuras de Maidan se reconvirtieron en las instituciones de seguridad del país, una forma de infiltración de la extrema derecha en espacios clave del Estado, Parubiy fue nombrado brevemente presidente del Consejo de Seguridad Nacional y Defensa. Fue entonces cuando, apenas unos días antes de la masacre de 2 de mayo, se reunió en Odessa con activistas nacionalistas a los que equipó con chalecos antibalas. Como los asesinatos de Maidan, tampoco los de la Casa de los Sindicatos han contado con una investigación que buscara esclarecer los hechos y castigar a los culpables.  

Nombrado tras la victoria electoral de Petro Poroshenko, también cercano a los sectores banderistas, presidente de la Rada, Andriy Parubiy es el ejemplo perfecto de por qué la extrema derecha no precisa de grandes resultados electorales de partidos como Svoboda o de figuras como Andriy BIletsky para ejercer su influencia y consolidar el discurso nacionalista como discurso oficial del Estado, algo que comenzó mucho antes de la invasión rusa y que ha aumentado aún más desde entonces. Desde la tribuna de segunda autoridad del país, Parubiy tuvo la oportunidad de difundir su mensaje de odio contra la población del este -afirmando, por ejemplo, que la Unión Soviética había expulsado a la población ucraniana para repoblar esas áreas con población rusa- o defender su sueño de realizar una operación Krajina contra la población de Donbass.  

Memoria eterna, Andriy Volodymyrovych. Siempre fuiste un patriota de Ucrania e hiciste una gran contribución a la formación de nuestro Estado. Mi más sentido pésame a su familia y seres queridos. Esta es una profunda pérdida para el país. Debemos esclarecer con prontitud las circunstancias de la muerte y castigar a todos los responsables.”, afirma el panegírico de la primera ministra Svyrydenko. De líder paramilitar, autor de un libro titulado “Visión desde la derecha”, firmado y dedicado por Jean Marie LePen, a presidente del Parlamento y líder patriota, la vida de Andriy Parubiy es la representación de los cambios que ha vivido el país y la forma en la que una ideología antes marginal se ha abierto paso para convertirse en el discurso oficial. Su final, asesinado en un ajuste de cuentas interno o externo, es también el reflejo de las consecuencias que el proceso ha tenido para Ucrania.


https://slavyangrad.es/2025/08/30/horrendo-asesinato-en-lviv/#more-32942

Y ver  https://rebelion.org/la-ley-de-la-selva-3/

viernes, 29 de agosto de 2025

Los Cuadernos españoles de Iván Maiski .

                                                     

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  Entresijos del Comité de No Intervención durante la Guerra Civil Español

                       Jesús  Aller

 

Talentoso diplomático con sólida formación en historia y economía, Iván Maiski se convirtió en los años 30 y 40 en pieza fundamental de la política exterior de la URSS desde su puesto de embajador en Londres.

Su intermediación en la Segunda Guerra Mundial resultó decisiva frecuentemente, como se pone de manifiesto en sus minuciosos Diarios, que no pudieron ver la luz durante su vida y fueron publicados en su idioma original por Naúca en 2005 y en versión inglesa por la universidad de Yale en 2015. Hay una edición española, que traduce la inglesa resumida de 2016, de RBA en 2017.


Durante la Guerra Civil Española, Maiski fue uno de los miembros más destacados del infausto Comité de No Intervención establecido en la capital británica, y en él desplegó todas sus cualidades para ayudar al gobierno de la Segunda República. Sus Cuadernos españoles, cuyos aspectos esenciales voy a tratar de sintetizar en este texto, aportan un testimonio fiel y revelador sobre el funcionamiento del tristemente famoso Comité, y nos descubren los ardides de las potencias mundiales para estrangular el proceso revolucionario desencadenado en suelo hispano. El original ruso de este libro fue publicado por Voenizdat en Moscú en 1962, y allí mismo apareció poco después la versión castellana de editorial Progreso (trad. de Isidro R. Mendieta).

El hombre de Stalin en Londres

Nacido en 1884 cerca de Nizhni Nóvgorod en la familia de un médico militar judío y una maestra, Iván Mijáilovich Maiski estudió letras e historia en la universidad de San Petersburgo. Sus actividades revolucionarias con los mencheviques durante las jornadas de 1905 lo llevaron al exilio en Múnich, donde se graduó en economía, y después a Londres. En 1917 regresó a su país y prestó su colaboración al gobierno de Kérenski. Opuesto en un principio a la Revolución de Octubre, terminó uniéndose a los bolcheviques y en 1924 fue nombrado editor jefe de Zviezdá, una influyente revista literaria. El año siguiente comenzó su carrera diplomática, prestando servicios sucesivamente en Londres, Tokio, Helsinki y de nuevo en la capital británica, en la que fungió como embajador entre 1932 y 1943.

A Maiski le tocó liderar espinosas misiones relacionadas con la guerra de España, y lidiar después con las secuelas del pacto Mólotov-Ribbentrop y su posterior “cancelación”, pero tratar asiduamente a los principales políticos del momento, de Halifax a Eden o Churchill, le dejaba tiempo para cultivar la amistad de Wells, Shaw o Keynes. Sus Diarios nos revelan aspectos mal conocidos de la historia, como la postura de Churchill ante la invasión soviética de Finlandia, los países bálticos y el este de Polonia en 1939, resumida en una frase sorprendente que se pone en sus labios: “Rusia tiene todas las razones para ser la potencia dominante en los países bálticos y debería serlo. Mejor Rusia que Alemania. Eso favorece los intereses británicos”.

Cuando Mólotov sustituyó a Maksim Litvínov, viejo amigo de Iván Mijáilovich, en el ministerio de Exteriores soviético en 1939, la situación de éste fue volviéndose cada vez más inestable y en 1943 fue llamado a Moscú, donde su estrella fue declinando hasta su detención en 1953. El proceso que se le abrió por espionaje no tuvo consecuencias fatales, por el fallecimiento de Stalin a las pocas semanas del arresto, pero Maiski no fue liberado hasta 1955. Vivió todavía veinte años más, con tiempo para redactar sus memorias y otros textos, entre ellos sus Cuadernos españoles. En toda esta época, se mantuvo alejado de cualquier tipo de disidencia, aunque en 1966 fue uno de los firmantes de la “Carta de los 25” en la que escritores, científicos y figuras culturales soviéticas expresaban a Leonid Brézhnev su oposición a una posible rehabilitación de Stalin.

Primeros pasos del Comité de No Intervención

Los Cuadernos españoles comienzan narrando una visita que el 11 de julio de 1936 le hacen al autor en la embajada soviética en Londres, Julio Álvarez del Vayo y Francisco Largo Caballero. En la larga conversación que mantienen, Maiski recoge detalles que le parecen muy preocupantes, como la situación en un ejército que los gobernantes republicanos no han sido capaces de depurar. Así se lo transmite a sus visitantes, pero su pesimismo contrasta con la euforia de del Vayo. Esto hace reflexionar al embajador soviético sobre cómo “los lentes con cristales rosados, incluso de los mejores socialistas europeos, se pagan frecuentemente con la sangre y los sufrimientos de las masas populares.”

Cuando a los pocos días llegan de España noticias de la sublevación, Maiski lamenta haber acertado en su pronóstico. La embajada cierra por el período estival y él se toma vacaciones, visitando Sochi y el Cáucaso. Cuando regresa a Moscú en octubre se le urge a trasladarse sin demora a Londres, donde en septiembre se ha creado un Comité de No Intervención para velar por el cumplimiento del Acuerdo de No Intervención firmado en agosto por veintisiete Estados europeos. A través de él, éstos decidieron “abstenerse rigurosamente de toda injerencia, directa o indirecta, en los asuntos internos de ese país” y prohibir “la exportación… reexportación y el tránsito a España, posesiones españolas o zona española de Marruecos, de toda clase de armas, municiones y material de guerra”. En el Kremlin, al embajador se le encomienda la misión de luchar contra la hipocresía que se esconde tras estas declaraciones, y asumir una táctica “de ofensiva, ya que la defensiva sólo podría acarrear fracasos.”

En Londres, Maiski ve que ha de enfrentarse a un escenario “en extremo repugnante e incluso amenazador”. Se le informa de que toda la idea de la “No Intervención” ha surgido en el Foreing Office británico, aunque luego logró amplio apoyo en Europa y los EEUU. La adhesión de la Unión Soviética al acuerdo estuvo motivada en un principio por la intención de evitar injerencias externas en la lucha fratricida de España, pero cuando se pudo comprobar que todo era una “farsa indignante”, se decidió no obstante no abandonarlo, para vigilar los movimientos de las potencias occidentales y tratar de contrarrestar sus intentos de perjudicar al bando republicano. Se consiguió también con esta permanencia combatir el secretismo dominante, enviando extensos y fieles comunicados a la prensa que recogían la realidad de las deliberaciones y provocaban indignación en muchos lectores, a la vez que protestas de otros participantes en las reuniones.

El Comité contaba con veintisiete miembros, y pronto funcionó además un Subcomité de nueve, aún más secretista, que pasó a realizar la mayor parte del trabajo. En las reuniones de ambos, Maiski denuncia sistemáticamente las infracciones del Acuerdo de No Intervención por parte de Italia, Alemania y Portugal, y amenaza con retirar del mismo a la delegación soviética si éstas siguen produciéndose. Las noticias sobre la ayuda que recibían los sublevados del exterior causan una conmoción entre los obreros ingleses, que es neutralizada por los dirigentes del Partido Laborista. Los detalles de las deliberaciones de todos estos asuntos muestran una connivencia entre Alemania y Gran Bretaña, cuyo representante, Lord Plymouth, presidía las reuniones. Los delegados de otros países, como Suecia, Noruega, Checoslovaquia o Grecia, protestaban en voz baja de la desfachatez de las potencias fascistas, pero sin que la cosa llegara a mayores.

Como es lógico, los acusados de intervenir en España replicaron denunciando a la Unión Soviética por facilitar armas y combatientes a los republicanos. A esto la legación soviética contestó que, vista la inoperancia del Comité, la URSS no estaba dispuesta a dejarse atar las manos mientras Italia y Alemania se volcaban en ayudar a los golpistas. Maiski incorpora en sus Cuadernos españoles bien perfilados retratos de los miembros del Subcomité, diplomáticos en muchos casos con títulos nobiliarios, y demasiado proclives a contemporizar con los delegados fascistas: el astuto Grandi y el brutal y obtuso Ribbentrop, pronto apodado Brikkendrop (‘lanzador de ladrillos’).

Sólo en marzo de 1937, coincidiendo con el comienzo de la batalla de Guadalajara, se logró materializar las propuestas de prohibir el envío a España de “voluntarios” y establecer un control de fronteras para evitar la entrada de armamento en el país. Sin embargo, el desastroso desenlace de los combates para los italianos hizo que las potencias fascistas boicotearan los acuerdos firmados. En mayo se consiguió que se iniciara una aplicación efectiva de éstos, pero Alemania e Italia tenían claro que debían incrementar su ayuda a los sublevados y es por ello que justo entonces decidieron patear el tablero.

El asunto del Bismarck y el ocaso del Comité

El 29 de mayo la aviación republicana bombardeó el acorazado alemán Bismarck, anclado en el puerto de Palma. Los alemanes, aparte de realizar en represalia un salvaje cañoneo sobre Almería, encontraron en este hecho la disculpa perfecta para abandonar el Comité. Éste estaba herido de muerte y la postura soviética fue aprovechar para hacerlo desaparecer al tiempo que se denunciaba la cruel farsa que significaba, pero Italia y Alemania decidieron volver a sentarse a la mesa el 18 de junio, después de que se les ofrecieran garantías. Los acuerdos no conseguían despegar y el 9 de julio el Comité optó por elaborar un nuevo plan de control que trataba de satisfacer a Alemania e Italia, suprimiendo la vigilancia marítima, cerrando la frontera franco-española, concediendo beligerancia al bando de Franco y reduciendo el retiro de “voluntarios” a la vaga fórmula de un “progreso sustancial en la retirada de combatientes extranjeros”. Sin embargo, las conversaciones de este segundo plan encallaron también, mientras en el verano los fascistas multiplicaban sus actos de piratería en el Mediterráneo para obstaculizar el abastecimiento de la república. A esto puso solución la conferencia de Nyon en septiembre de 1937, en la que se acordó que las armadas británica y francesa patrullaran para evitar este tipo de incidentes, objetivo que se logró en gran parte.

En 1938, la política de Londres de “apaciguamiento” con Hitler provocó un interés por que la guerra de España concluyera lo antes posible, con lo que las actividades del Comité se ralentizaron. De todas formas, en julio se consiguió la aprobación del segundo plan, que fue enviado al gobierno republicano y a Franco para que expusieran su opinión. El boicot de este último a los acuerdos tomados, sugerido y asesorado desde Roma y Berlín, impidió avances significativos, pero Negrín decidió, como acto de buena voluntad y unilateralmente, retirar las Brigadas Internacionales en septiembre. En respuesta, Franco repatrió sólo una mínima parte de los efectivos nazifascistas con que contaba, fullería ante la que los “apaciguadores” cerraron los ojos. Así dejó de funcionar el Comité de No Intervención.

Un testimonio revelador

Maiski era un hombre con una memoria extraordinaria, capaz de transcribir literalmente una conversación de varias horas al final de ésta. Las escenas que detalla reflejan además su astucia en la esgrima dialéctica y una rara facultad de prever los planes de sus contrincantes y actuar en consecuencia. Su participación en el Comité de No Intervención, expuesta en los Cuadernos españoles, deja constancia de todas estas cualidades, que vemos enfrentadas a la belicosidad de las potencias fascistas y a la hipocresía de las oligarquías que dominaban Europa, atentas sólo a sus intereses económicos y empeñadas en apaciguar al monstruo que ellas mismas habían creado.

El relato de Iván Maiski sobre el desarrollo de la guerra española repite todos los clichés de la historiografía estalinista, pero los datos minuciosos que aporta sobre las deliberaciones y entresijos del Comité de No Intervención tienen un valor enorme. A través de estas páginas conocemos la triste realidad de un organismo cuyo fin último no era otro que estrangular con buenos modales diplomáticos a la república española. Julio Álvarez del Vayo en su libro La batalla por la libertad definió lo ocurrido en una frase memorable: “Ha sido un brillante modelo del arte de servir en bandeja la víctima de la agresión a los Estados agresores, observando las refinadas maneras del gentleman y dando la sensación, al mismo tiempo, de que el único fin que se persigue al proceder así es preservar la paz.” 

Iván Maiski revela los detalles del oprobio en sus Cuadernos españoles.

Blog del autor: http://www.jesusaller.com/

En él puede descargarse ya su último poemario: Los libros muertos.

Entresijos del Comité de No Intervención durante la Guerra Civil Española – Rebelion


lunes, 25 de agosto de 2025

¿Por qué Occidente cree su propia propaganda ?

El pantano de Ucrania, ¿por qué Occidente cree su propia propaganda?
   

Existe un guion, meticulosamente elaborado, cuya narrativa insiste, con una terquedad cercana al fervor religioso, en que la operación especial rusa comenzó como un acto de agresión no provocada un día de febrero de 2022. Algo horrible de decir o espantoso de contar, que como era de esperar, surgió de la mente revanchista de un solo hombre, desconectado de cualquier contexto histórico de seguridad previa.

Cualquier mención a las causas profundas, a la secuencia de eventos será tachada de «propaganda del Kremlin». Sin embargo, para comprender el callejón sin salida actual y la férrea posición de Moscú, es imperativo, por incómodo que resulte, trazar esa línea histórica, que nunca modificó su narrativa. La expansión constante de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) hacia el este, desde la disolución de la Unión Soviética en 1991, no es un detalle anecdótico; es la herida abierta, la grieta tectónica que incubó este conflicto.

Avanzó aproximadamente 1.600 kilómetros hacia las fronteras rusas, incorporando a una decena de países que antes integraban el Pacto de Varsovia; no fue un acto geopolítico neutral. Fue, en la percepción rusa —y no sin una base de razón—, el desmembramiento deliberado y progresivo de cualquier arquitectura de seguridad colectiva euroasiática que pudiera incluir a Moscú como un socio en pie de igualdad. Ignorar esta lógica fundamental, este casus belli estructural, es condenarse a no comprender absolutamente nada del conflicto y menos aún, su discusión.

La prueba más dolorosa de esta obstinación occidental yace en un documento fantasma, un camino no tomado que condenó a cientos de miles a una muerte evitable. En la primavera de 2022, el mundo estuvo al borde de una solución. Según revelaciones del Wall Street Journal, que han sido corroboradas por diversas fuentes, existió un borrador de tratado de paz entre Rusia y Ucrania, un texto de 17 páginas que delineaba el fin del conflicto.

Sus cláusulas, ahora vistas desde el presente, parecen provenir de una realidad alterna donde la sensibilidad prevaleció sobre la arrogancia. Ucrania se comprometía a restaurar su neutralidad constitucional, abandonando toda aspiración de ingresar a la OTAN; otorgaba estatus oficial al idioma ruso; aceptaba límites concretos al tamaño y capacidades de sus fuerzas armadas, renunciando a albergar armas extranjeras ofensivas, y, lo crucial, reconocía la influencia rusa en Crimea, a cambio de recibir garantías de seguridad de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, un mecanismo multilateral que incluía a Rusia, pero también a potencias occidentales.

Sobre los territorios de Donetsk, Lugansk, Jersón y Zaporiyia, el documento preveía un mecanismo de consulta popular, un referéndum bajo supervisión internacional para decidir su estatus futuro, un proceso que, de todos modos, Moscú impondría meses después, en septiembre de 2022. Este acuerdo, por imperfecto que fuera, hubiera congelado el conflicto, salvado innumerables vidas y preservado la integridad territorial ucraniana en mucha mayor medida que la catástrofe actual.

¿Por qué no se firmó? La respuesta es el núcleo de la tragedia occidental: la creencia fanática en su propia propaganda. La narrativa de una Rusia al borde del colapso, estrangulada por sanciones económicas «sin precedentes» y derrotada en el campo de batalla por un David ucraniano armado por Occidente, se impuso sobre la realidad. El entonces primer ministro británico, Boris Johnson, fue enviado a Kiev con un mensaje claro, según múltiples reportes: no se firmará ningún acuerdo; Occidente proveería todo lo necesario para la victoria.

Era una apuesta basada en una ilusión, una que el propio New York Times y otros medios del establishment se vieron forzados a admitir que había fracasado estrepitosamente tras la contraofensiva ucraniana del verano de 2023, un esfuerzo monumental que se estrelló contra las profundas líneas defensivas rusas con un coste humano y material inaceptable, un desgaste que continuó hasta septiembre de 2024, sellando el destino del conflicto. La guerra se prolongó no porque Ucrania pudiera ganar, sino porque Occidente no podía admitir que su estrategia de derrotar a Rusia era un espejismo. Prefirieron sacrificar la paz posible en el altar de una victoria imposible.

El 14 de junio de 2024, en un discurso fundamental ante los ejecutivos de su Ministerio de Asuntos Exteriores, el presidente Vladímir Putin enumeró las condiciones para poner fin a la guerra. Sus condiciones eran, en esencia, las mismas de 2022, pero ahora endurecidas por el hierro y la sangre de dos años más de guerra: 1) la desmilitarización de Ucrania, reduciendo drásticamente su potencial ofensivo; su «desnazificación», un término propagandístico que en la práctica se traduce en un cambio de élite política en Kiev mediante elecciones; 2) el restablecimiento permanente de la neutralidad constitucional, enterrando cualquier aspiración a la OTAN, y, el punto crucial, el reconocimiento internacional de la «nueva realidad sobre el terreno», es decir, la anexión rusa de las cuatro regiones de Donetsk, Lugansk, Jersón y Zaporiyia en sus fronteras completas, aunque no las controle totalmente.

Solo una vez aceptados estos hechos Moscú estaría dispuesto a sentarse a hablar de lo que Putin llama la «reorganización de la arquitectura de seguridad euroasiática», es decir, abordar la causa raíz que ellos identifican: la expansión de la OTAN. ¿Algo ha cambiado? En absoluto. La única diferencia es que ahora Rusia no negocia desde una posición de buscar un compromiso, sino desde la posición de una potencia victoriosa que busca la rendición de su adversario y la formalización de sus ganancias. Occidente, que en 2022 despreció un acuerdo que hubiera salvado mucho de lo que ahora está perdido, se encuentra ante unas exigencias mucho más severas.

La intrínseca y brutal relación entre el avance en el campo de batalla y la mesa de negociaciones quedó expuesta de manera obscena con la reciente intervención del presidente Trump reduciendo los 50 días para alcanzar una tregua con Ucrania. Era el reconocimiento tácito de un hecho incontrovertible para cualquier analista militar serio: la línea del frente ucraniano se está desintegrando. Los avances rusos están quebrando la resistencia enemiga, que sufre de una escasez crítica de soldados, artillería, municiones y defensas aéreas. La propuesta de Trump de una reunión en Alaska, por surrealista que pareciera, era un síntoma de desesperación, un intento de Washington de crear una rampa de salida gestionada antes de que el colapso militar en el teatro europeo se volviera total e incontestable, arrastrando consigo el prestigio y la credibilidad de Estados Unidos.

La cumbre de Alaska, en este sentido, fue una jugada maestra de Putin, una maniobra de soft power ejecutada con precisión quirúrgica. Le permitió presentarse ante el mundo no como un paria, sino como un actor global legítimo e indispensable, recibido en suelo estadounidense para discutir los términos de la paz, términos que él mismo dictaba. Le otorgó una legitimidad diplomática que Occidente le había negado durante años y, lo que es más crucial, le regaló un tiempo invaluable para continuar sus operaciones militares de desgaste, consolidando sus ganancias territoriales mientras sus oponentes se distraían con el teatro de la diplomacia. Alaska, como era previsible, no produjo un avance concreto, pero su mera celebración fue una victoria propagandística y estratégica para Moscú.

Demostró que, después de tres años de conflicto y de una retórica belicista sin cuartel, era la OTAN —o más precisamente— su líder, Estados Unidos, quien, reconociendo su derrota indirecta, se veía forzada a mendigar una conversación. La pregunta crucial que flota en el aire es: ¿por qué Rusia, desde su posición de fuerza abrumadora, extendería este salvoconducto a Washington? ¿A cambio de qué concedería a Estados Unidos una retirada medianamente digna de este pantano?

La respuesta parece tejerse en una compleja red de cálculos de largo plazo. Es posible que el Kremlin vea en Trump a un interlocutor más pragmático, menos ideologizado y más susceptible de entablar una relación transaccional basada en intereses mutuos, lejos del moralismo de la administración Biden. Existe la posibilidad de un gran quid pro quo que trascienda Ucrania: un entendimiento tácito sobre esferas de influencia que podría abarcar desde la gestión del Ártico y los recursos energéticos, hasta acuerdos sobre la no proliferación de cierto tipo de armamentos o incluso una relajación coordinada de sanciones.

La audaz teoría de un «Kissinger inverso» —donde Estados Unidos intentaría separar a Rusia de su alianza estratégica con China— es, aunque extremadamente difícil, un objetivo lo suficientemente tentador para Washington como para ofrecer concesiones sustanciales a Moscú. Para Rusia, incluso el simple hecho de flirtear con esta posibilidad le otorga una ventaja en su relación con Beijing, permitiéndole negociar desde una posición de mayor fuerza con su poderoso socio oriental, evitando convertirse en un mero satélite de China. Es un juego de equilibrios geopolíticos de alto riesgo donde Rusia, astutamente, se posiciona como el pivote entre dos gigantes enfrentados.

Sin embargo, la imagen más elocuente de la derrota estratégica europea y su humillante subordinación no se encontró en las estepas de Ucrania, sino en el Salón Oval de la Casa Blanca. Como astutamente expuso el analista Alfredo Jalife-Rahme, dos fotografías valen más que un millón de palabras para capturar el nuevo orden mundial en ciernes. La primera muestra a Donald Trump junto a un Volodymyr Zelensky visiblemente incomodo, posando frente a un mapa mural de Ucrania que, por su ubicación, resulta profundamente sugerente, casi como un presagio de la amputación territorial que se avecina (bit.ly/3V647wq). La segunda es aún más devastadora: un grupo de líderes europeos: el Canciller alemán, el presidente francés, el primer ministro británico, la presidenta de la Comisión Europea —sentados apretujados en sus sillas, con semblantes ceñudos y cuerpos encogidos, como colegiales regañados— frente a la imponente mesa de trabajo de Trump, flanqueada por los bustos vigilantes de Abraham Lincoln y Theodore Roosevelt, titanes de la unidad y el poder presidencial estadounidense (bit.ly/4oInf1d).

La imagen es perfecta: la vieja Europa, arrogante y presumida de su poder, reducida a un coro de suplicantes expectantes, aguardando mansamente la audiencia del nuevo emperador para ser informada de su destino. Habían acudido allí con una chispa de valentía. Creyeron que acompañar a Zelensky les daría peso colectivo. Fue un error catastrófico de cálculo. El objetivo real de convocarlos, según confesó un alto funcionario de la administración Trump a Politico, era precisamente el opuesto: decirles: “Estamos al mando; aprueben todo lo que digamos».

Esta torpeza europea no nace solo de la cobardía política; nace de una realidad material incontestable y aterradora. La capacidad de Europa para librar esta guerra —o cualquier guerra de alta intensidad contra una potencia como Rusia— sin el paraguas nuclear, logístico, de inteligencia y militar de Estados Unidos es simplemente inexistente. El proyecto de autonomía estratégica europea ha sido, hasta ahora, poco más que un eslogan bonito para discursos en conferencias. Una retirada abrupta de Estados Unidos, o incluso una reducción sustancial de su compromiso, dejaría al continente frente a un desastre estratégico de proporciones históricas. Carece de una fuerza disuasoria creíble por sí sola: sus stocks de armamento están agotados tras dos años de enviarlos a Ucrania, su industria militar es lenta, fragmentada e incapaz de escalar en una producción a la velocidad necesaria.

El movimiento de Trump al convocar a los europeos fue de una jugada maquiavélica. Tenía un objetivo dual perfecto. Por un lado, al forzar a los líderes europeos a presenciar y, por su silencio implícito, avalar la negociación directa con Zelensky, conviertiendolos en cómplices de cualquier acuerdo desfavorable que se alcanzara. Sin ellos la idea de que Zelensky, presionado por Trump, aceptar términos perjudiciales, y pudiera luego volver a Bruselas o Berlín en busca de refugio entre sus «socios belicistas», quedaba instantáneamente destruida.

Si Europa, representada por sus máximos líderes, guardó una dócil obediencia en el Salón Oval, no puede luego desvincularse del resultado. Por otro lado, proporciona a Estados Unidos la coartada perfecta para una retirada gestionada. Si el acuerdo finalmente se firma —aunque sea una capitulación encubierta— Washington podrá presentarlo como un éxito de su diplomacia, caso en contrario se atribuirá cualquier concesión dolorosa a la «debilidad» o «intransigencia» de los europeos y de Zelensky.

La narrativa ya está siendo preparada: «Hicimos lo posible, pero nuestros aliados no estuvieron a la altura», «Zelensky se aferró a un orgullo nacionalista irresponsable». Incluso se especula con la posibilidad de orquestar una «revolución de colores» en Kiev para derrocar a un Zelensky que, una vez firmada la paz, se convertiría en un recordatorio viviente de la derrota y cuyo alto nivel de corrupción —documentado por Transparencia International y otros— lo hace extremadamente vulnerable a ser usado como chivo expiatorio. Su principal motivación para mantenerse en el poder, más allá del patriotismo, podría ser muy pragmática: la inmunidad judicial. Sin la presidencia, podría enfrentar no solo el ostracismo político, sino la prisión.

El momento más surrealista y revelador de toda esta tragicomedia geopolítica ocurrió cuando, en medio de la reunión con los europeos y Zelensky presentes, Trump llamó por teléfono a Vladimir Putin y, en un alarde de teatro diplomático, le ofreció organizar una cumbre inmediata con Zelensky y él estar presente. La respuesta de Putin, transmitida a todos los presentes, fue una maestría del desdén: No tienes que venir. Quiero verlo personalmente.

Fue la confirmación final de que la guerra se terminará en los campos de batalla, mientras un presidente estadounidense negocia directamente con el Kremlin el futuro de Europa, con los líderes europeos reducidos a espectadores mudos y consentidos de su propia irrelevancia. Es el compendio de la pérdida de soberanía, el costo final de haber creído su propia propaganda y haber dilapidado, en una sucesión interminable de errores, cualquier oportunidad de forjar un destino estratégico propio.

El nuevo eje del mundo gira en torno a Moscú y Washington, las causas principales del conflicto no se han movido, por lo que la paz, parece bastante lejana.

Fuente: https://eltabanoeconomista.wordpress.com/2025/08/24/el-pantano-de-ucrania-por-que-occidente-cree-su-propia-propaganda/