viernes, 22 de agosto de 2025

Los misiles Patriot .

Los misiles Patriot y el «arsenal de la democracia»

   

Fuentes: Rebelión


En los últimos meses causó un fuerte impacto la decisión del gobierno de los EEUU de “pausar” el envío de suministros militares a Ucrania. Se especuló sobre las razones políticas, de RRII, propiamente militares, y/o relacionadas con la capacidad productiva del complejo de defensa de los EEUU. Alguna de estas cuestiones o la combinación de varias podía estar detrás de esta decisión.

Fue en junio pasado en plena escalada del conflicto en Medio Oriente entre Irán e Israel, y con una ofensiva aérea rusa en desarrollo, que el Pentágono suspendió los envíos de misiles Patriot, interceptores PAC-3, proyectiles de artillería de 155 mm, misiles Hellfire y otros sistemas de precisión a Ucrania. El argumento público fue que esto se debía a la disminución de las reservas de armamento de Estados Unidos. Esta decisión impidió el traslado de equipos que ya se encontraban en Polonia con destino a Ucrania. En realidad, una cantidad importante de suministros fueron trasladados a las bases de EEUU en el Golfo Pérsico.

La “pausa” ocurre en un momento crítico, ya que Rusia incrementó esos días sus ataques aéreos al lanzar 60 misiles y 477 drones en un solo fin de semana. Este fue el mayor ataque desde el inicio de la guerra convencional en 2022. Hecho que pone en el terreno de combate el aumento exponencial de la capacidad de producción de drones por parte de Rusia. Al darse en coincidencia con la guerra de los 12 días (del 12 al 24 de junio) entre Irán e Israel que tuvo como hecho destacado la intervención de los EEUU, nos advierte de observar con gran atención si el famoso “arsenal de la democracia” (como señaló Roosevelt que era su país) estaba en realidad al límite de su capacidad.

Según parecía, y anunciaba el Pentágono, el sostenimiento de la defensa de Israel, de sus bases regionales, la guerra de Ucrania y la atención al Asia Pacífico, como a los pedidos de sus aliados, superaban la capacidad de los EEUU; quien a su vez debía mantener una cantidad armas en reserva y para su propia protección. Es de destacar que las guerras tanto en el escenario generado por Israel como en Ucrania estaban signadas por el “intercambio de salvas” por lo que requieren un número no esperado de interceptores.

De diferente forma tanto Ucrania como Israel dependen de los EEUU para continuar la guerra. Aunque la capacidad de influencia política interna de Israel en los EEUU (y muchos otros países) es desproporcionada. Lo cierto es que gran parte de la capacidad operativa de las fuerzas armadas de la OTAN, de Ucrania, de Israel y de los demás aliados de los EEUU en Asia (como Corea y Taiwán) está inserta en una cadena de producción y suministros cuyos eslabones dependen de Washington. Esto Trump lo sabe y en ese sentido considera que puede actuar con la arrogancia que lo hace ante sus aliados, que parecen más “dependientes” que pares con un “primus” entre ellos.

Todos tenemos en mente ese “arsenal de la democracia” anunciado en la segunda guerra mundial por Franklin D. Roosevelt. Un oficial alemán consultado sobre cómo habían sido derrotados en Normandía señalo satíricamente que “nos aplastaron con una avalancha de millones de toneladas de suministros”. El almirante Yamamoto, quien había estado en Nueva York y visto el inmenso parque automotor de los norteamericanos, señalo que tendrían un año y después estarían perdidos. También sabemos que Inglaterra pudo subsistir gracias al respaldo de los EEUU, que inclusive la URSS debió una parte sustancial de su logística a los envíos de su entonces aliado yanqui para enfrentar a los alemanes. Esa idea de la inmensa e inagotable capacidad productiva yanqui que pareciera repetirse una y otra vez desde hace más de un siglo ¿puede hoy estar cuestionada? ¿qué ha cambiado para que el pentágono señale que no dispone de suficientes misiles y municiones? ¿es verdad? Y ¿Qué profundidad tiene esa carencia si es real?

En este artículo dejaremos de lado las hipótesis alternativas o complementarias de que Trump y los suyos desean explícitamente retacear armas a sus aliados para ´presionar políticamente, para obtener una paz o alto el fuego, o conseguir concesiones de Europa. Nos centraremos en los anuncios oficiales sobre la disminución de reservas en los arsenales, y los ofíciales y privados sobre los límites de la capacidad de producción de misiles Patriot: la “estrella” de los interceptores antiaéreos de los EEUU desde los 90. Y consideramos reales y determinantes a estos problemas.

Partimos de una hipótesis que se relaciona con el marco estructural general de la economía capitalista occidental. Este se basa en que, en el mundo globalizado, sucedieron dos cuestiones que hacen a la logística militar. Una, la “deslocalización” o sea la globalización de las empresas y su instalación fuera de los países centrales, o al menos de gran parte de sus capacidades productivas y logísticas. Dos, la carencia (temporal, pero real) de que no había más conflictos convencionales entre grandes naciones. Ambas cuestiones convergen para el debilitamiento de la capacidad de decisión a nivel nacional respecto a la producción para la defensa.

En este sentido va de la mano de la política económica de Donal Trump, quien señala (y sus acciones en el terreno de las RRII dicen tender a revertir esto) que los EEUU han sufrido un proceso de desindustrialización (en favor de China, pero no solo de ella) y que ha perdido el control de las cadenas logísticas en algunas áreas fundamentales. Sin embargo, es de destacar que si analizamos la evolución del PBI destinado a la defensa a partir de los 90 se nota en forma muy clara la caída en Europa. Por ejemplo, Alemania disminuyo su gasto en defensa desde el 2,5 en 1990 al 1.1 en el 2005, en el 2014 realizo módicos aumentos al 1,3%, a partir del 2022 está aumentando notoriamente. Sin embargo, muchas de las capacidades locales alemanas fueron perdidas y empresas como Rehinmetall tiene dificultades en cubrir las necesidades actuales, a pesar de que las expectativas bélicas han hecho subir sus acciones en forma exponencial. Para los EEUU, no del mismo porcentaje de caída que Europa. Habría que preguntarse en qué gasta la plata EEUU, quien aún destina aun en temas militares aproximadamente lo mismo que todo el resto del mundo junto (aunque debemos notar que ha ido retrocediendo). Sin dudas en ese sentido Trump debe tener razón, y el complejo de defensa yanqui se encuentra también “deslocalizado” al menos en sus cadenas de suministros y tecnología.

Los Patriot

El acrónimo «PATRIOT» significa «Phased Array Tracking Intercept of Target» (Intercepción de seguimiento de matriz en fase del objetivo), aunque la resonancia del acrónimo es menos técnica. Según el informe del 14 de julio de 2025, “Congressional Research Service In Focus report, PATRIOT Air and Missile Defense System for Ukraine”; el sistema “es un componente integral de la defensa aérea y antimisiles de Estados Unidos. El sistema y sus interceptores son caros y limitados en suministro”. El 21 de diciembre de 2022 bajo la presidencia de J. Biden, “el Departamento de Defensa anunciaba que Estados Unidos proporcionaría una batería Patriot a Ucrania como parte de un paquete de asistencia de seguridad de 1.850 millones de dólares” y desde 2022, los Estados Unidos han proporcionado otros sistemas e interceptores Patriot a Ucrania; hoy dispone de seis baterías (Dos de Estados Unidos, dos de Alemania, una de Rumania y una donada conjuntamente por Alemania y los Países Bajos) Zelensky ha pedido veinticinco baterías.

Cómo funciona una batería Patriot

Según el Ejército de los EEUU el sistema Patriot está diseñado para derrotar tanto a los aviones más modernos como a los misiles balísticos tácticos (aunque es discutible su eficacia contra algunos misiles rusos más avanzados), es el único sistema de defensa aérea de los EEUU operativo que puede derribar misiles de ataque. Una batería Patriot está formada por unos 90 soldados, pero tres soldados en la estación de control de combate son el único personal necesario para operar la batería en combate.

Una batería Patriot tiene seis componentes principales: una central eléctrica (dos generadores de 150 kilovatios montados en vehículos], sistema de radares, estación de control de compromiso, estaciones de lanzamiento, grupo de mástil de antenas y misiles interceptores (PAC-2s y PAC-3s). El Radar Set proporciona detección y seguimiento de objetivos, así como control de fuego. El radar de matriz gradual ayuda a guiar a los interceptores a sus objetivos. La Estación de Control calcula trayectorias para interceptores y controla la secuencia de lanzamiento, se comunica con las estaciones de lanzamiento y otras baterías Patriot. Es la única estación tripulada en una unidad. Las estaciones de lanzamiento transportan y protegen los misiles interceptores y proporcionan la plataforma para el lanzamiento físico del misil. Cada estación de lanzador puede acomodar cuatro misiles PAC-2 o 16 misiles PAC-3. El Grupo Antena es la columna vertebral principal de las comunicaciones de la unidad. Los Misiles Interceptores: PAC-2 explotan cerca de un misil entrante, PAC-3 ha sido diseñado específicamente para interceptar y destruir misiles impactándolos directamente con la energía cinética (chocar con el objetivo). Una vez lanzado el misil interceptor, el radar de matriz por etapas lo rastrea. A medida que el interceptor se acerca al objetivo, su buscador activo lo dirigirá al objetivo. Un interceptor del PAC-2 detonará cerca del misil de amenaza, mientras que un PAC-3 tratará de impactar. El Patriot complementa una gama de capacidades de defensa aérea de mediano y corto alcance (Stinger y el Sistema Nacional Avanzado de Misiles Tierra-Aire) proporcionadas por occidente que cubren diferentes rangos que se pueden comparar con el concepto que hemos visto operar en Israel

Cuánto cuestan los Patriot

Las cifras oficiales del costo del sistema Patriot no están disponibles públicamente. Según un artículo del Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales (CSIS) del 16 de diciembre de 2022, «Patriot Ucrania: ¿Qué significa?»[1], una batería de nueva producción cuesta alrededor de 1.100 millones de dólares, incluyendo unos 400 millones para el sistema y unos 690 millones para los misiles. El CSIS sugiere además que los futuros batallones (un batallón consta de cuatro baterías) podrían costar hasta 1.270 millones de dólares cada uno sin misiles. Se estima que los interceptores cuestan alrededor de 4 millones de dólares por misil. Las baterías Patriot generalmente se despliegan con cinco a ocho lanzadores equipados con una mezcla de misiles PAC-3 y los misiles PAC-2 más antiguos y menos costosos. Suponiendo cinco lanzadores con PAC-2s (cuatro por lanzador) y tres con PAC-3 (6 por lanzador), y dos recargas para cada lanzador, los costos de los misiles podrían ser de unos 700 millones de dólares.

El alto costo por misil y el número relativamente pequeño de misiles en una batería significa que los operadores Patriot no pueden disparar a cada objetivo. Los aviones rusos y misiles balísticos de alto valor serían objetivos apropiados. Gastar 4 millones de dólares para intentar interceptar un misil de crucero ruso podría estar justificado si esos misiles alcanzaran objetivos sensibles. Sin embargo, el lanzamiento de un misil de 4 millones de dólares sobre un dron de 50000 dólares no. Así cuando contamos con una doctrina de “saturación” con el lanzamiento de decenas de misiles y cientos de drones, muchos de ellos señuelos, con la intención de que solo una fracción impacte, el uso de los patriots se puede ver afectado. Como hemos visto recientemente con el sistema multicapa israelí.[2]

Quienes poseen los Patriot y donde se encuentran distribuidos

El Ejército de EE. UU. señala que otros 16 países cuentan con sistemas Patriot, incluidos varios miembros de la OTAN: Alemania, Grecia, Países Bajos. España, Suecia, Polonia y Rumanía, así como otros países no pertenecientes a la OTAN, como Japón, la República de Corea, Israel, Kuwait, Catar, Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos, Taiwán y Baréin (venta aprobada por el Departamento de Estado de EE. UU. en mayo de 2019).

Según el ejército de los EEUU actualmente hay quince batallones Patriot disponibles, en realidad catorce (uno en mantenimiento). Tres están en el Indopacífico, uno en el EUCOM y el resto se mantiene en servicio. Hay planes para aumentar el número a 18 batallones, sin incluir los de Guam. La guerra en Ucrania ha intensificado el pedido de unidades con el despliegue adicional en Europa del Este.

El problema para el envío de nuevos Patriot a Ucrania depende de la procedencia del equipo. Si se retira de otras fuerzas operativas, como el Comando Central de EE. UU. o el Comando Indo-Pacífico de EE. UU., transferir el sistema a Ucrania debilita esos escenarios. Si se retiran del territorio estadounidense, esto podría obstaculizar los ciclos de entrenamiento o modernización. De los 15 batallones Patriot disponibles actualmente, uno suele modernizarse como parte de un ciclo de modernización relativamente lento de aproximadamente 15 años.

Consecuencias del racionamiento logístico

La paralización de envíos de junio[3] incluyo 30 misiles Patriot (misiles no baterías), 8,500 proyectiles de 155 mm, 250 sistemas GMLRS y 142 misiles Hellfire, todos necesarios para las operaciones defensivas y ofensivas de Ucrania, estuvo en sincronía con las nuevas victorias rusas. Los sistemas Patriot han demostrado una alta eficacia en Ucrania, ya que interceptaron misiles rusos avanzados como los Iskander-M y Kinzhal. Sin estos interceptores, Ucrania debe racionar sus recursos, desprotegiendo algunas zonas menos claves para su esfuerzo militar. Los F16 ucranianos ya operativos efectuaron misiones de ataque a baja altura con bombas GBU-39. Sin embargo, la ausencia de misiles Hellfire y AIM-120 reduce su capacidad ofensiva. Como señalamos Rusia va aprendiendo (la guerra es una carrera de innovación y aprendizaje), modificó sus tácticas al emplear drones para implementar ataques por saturación para superar las defensas Ucras, como vimos de desarrolla de la misma forma en Medio Oriente contra Israel. Rusia fabrica entre 60 y 70 Iskander y entre 10 y 15 Kinzhal al mes, lo que supera la capacidad de reposición de los Patriot[4].

Desde el inicio de la guerra en 2022, Estados Unidos proporcionó más de 66 mil millones de USS en armas y asistencia militar a Ucrania. La interrupción de los envíos evidenció tensiones en la capacidad de sostener este nivel de apoyo. La pausa también perjudica otros socios estadounidenses, como Israel y Taiwán, que esperaban miles de proyectiles de tanque de 120 mm y municiones de precisión programadas hasta 2026. Los planificadores del Pentágono observaron que el uso de municiones antiaéreas en escenarios como Ucrania, Yemen, Israel, y el Golfo fue mayor que la capacidad de reposición. Esto colocaba en tensión los considerados mínimos de stock para garantizar la seguridad estratégica en diversos escenarios.

El esquema sería este en Ucrania para ver un balance operacional a nivel bombardeo y defensa/respuesta al mismo (también ataque): -Envíos detenidos: 30 misiles Patriot, 8,500 proyectiles de 155 mm, 250 GMLRS y 142 misiles Hellfire. -Ataque ruso: 60 misiles y 477 drones lanzados en un fin de semana, el mayor desde 2022. -Producción rusa: 60-70 misiles Iskander-M y 10-15 Kinzhal al mes. -Ayuda total de EE. UU. a Ucrania: Más de 66 mil millones desde 2022 (sumado al europeo es aproximadamente equivalente al gasto ruso). -Compromisos de EE. UU.: Ventas militares a Israel y Taiwán hasta 2026 en problemas.

Producción en EEUU. Los problemas de momento

Raytheon Technologies fabrica los sistemas de radar y tierra Patriot, y Lockheed Martin fabrica los misiles interceptores. Anuncio de Asistencia de Seguridad de Ucrania del 21 de diciembre de 2022 fue un cambio en la postura original de la Administración Biden sobre el suministro de unidades Patriot a Ucrania. Sin embargo, debemos tener en cuenta que desde una visión de largo plazo (el conflicto pronto llegará a los 4 años) occidente mantuvo una asistencia permanente, con una elevación del tipo de ayuda militar gradual. El esfuerzo militar occidental con la guerra en términos de material parece haber sido algo no pensado o no previsto (quizás creían realmente que Rusia podía ser derrotada fácilmente). Así el incremento de la ayuda, del consumo masivo, y el tipo de material más complejo, con el paso de los meses, y ahora de los años, se encuentra con cuellos de botella no planificados con antelación.

La detención de los envíos de misiles Patriot y otros sistemas muestra los limites del “arsenal de la democracia”, al menos en este momento con el nivel de producción y eslabonamiento logístico existente. La producción de interceptores Patriot, bajo responsabilidad de Raytheon y Lockheed Martin, presenta retrasos por problemas en las cadenas de suministro, especialmente en cuanto a la obtención de elementos de tierras raras necesarios para componentes electrónicos de misiles como el AIM-120.

Según el almirante francés Pierre Vandier, que, revista en la OTAN, hay que ser pesimista y señala que el plazo de entrega de las nuevas baterías Patriot sería de unos siete años. Sin embargo, fuentes más optimistas señalan que podrían estar en condiciones de abastecer el mercado en un par de años. Teniendo en cuanta la posición francesa que declama permanentemente por la “Autonomía estratégica”, es probable que el almirante tenga una visión muy negativa para incentivar el esfuerzo europeo de provisión propia. Lo cierto es que Lockheed Martin y Raytheon, han aumentado la producción de unos 500 a 650 misiles al año. Raytheon “aumentará la producción mensual de interceptores GEM-T en un 150% de aquí a 2028 para satisfacer una demanda sin precedentes”[5]. El portavoz añadió que la empresa también ha comprometido casi 1.000 millones de dólares para asegurar los materiales críticos de los proveedores y acelerar la fabricación de radares; a pesar de que señala que la empresa enfrenta ´problemas de proveedores como las demás empresas de EEUU que requieren este tipo de tecnología e insumos.  Recordemos la insistencia de Trump en sus negociaciones de cuestiones relacionadas con “tierras raras” (casos paradigmáticos son las negociaciones, muy distintas de por sí, con China y Ucrania, pero también con Congo).

Según la prensa israelí las instalaciones de producción, en varios casos dependientes de maquinaria antigua, no poseen capacidad para escalar rápidamente la fabricación. Desde 2022, el Ejército de EEUU cuadruplicó sus objetivos de adquisición de interceptores Patriot. Sin embargo, la reposición completa podría requerir meses o incluso años, debido a estas restricciones[6].

La fabricación de proyectiles de artillería de 155 mm también enfrenta dificultades. En 2022 (antes del inicio de la guerra de alta intensidad en Ucrania y Medio Oriente, que consumen millones de proyectiles de artillería y miles de misiles al año), Estados Unidos producía 14,000 proyectiles mensuales, el objetivo es alcanzar 100,000 unidades por mes para fines de 2025. Pero el apuro enfrenta límites objetivos; entre estas la escasez de mano de obra calificada y las interrupciones en las cadenas de suministro globales. Como señalamos al principio EEUU depende de cadenas transnacionalizadas en virtud de la globalización y la deslocalización. Y de los materiales importados que no controla con firmeza. Rusia en cambio, a pesar de ser una economía mucho más pequeña, mantiene una producción sostenida de munición de artillería mediante cadenas de suministro propias y norcoreanas. Por su parte China esta dando prioridad a la fabricación de nuevos sistemas que intentan equiparar al Patriot como los misiles de defensa antiaérea HQ-9. Y mantiene una vinculación logística con Rusia que le ayuda a sostener el esfuerzo de guerra.

Según señalan los israelíes, quienes han sido beneficiarios de los Patriot desde la guerra del golfo en 1991[7], la industria de defensa estadounidense enfrenta dificultades tanto en producción como en planificación. La fabricación estaba limitada a dos misiles por semana debido a restricciones en chips de silicio y componentes electrónicos. La producción de estos elementos requiere más de un año, lo que impide una respuesta rápida ante necesidades urgentes. Esta situación contrasta con la capacidad de Rusia, que incrementó la fabricación de misiles y drones para agotar las defensas antiaéreas ucranianas.

Hacia donde vamos

La administración Trump ha decidido inyectar recursos y las empresas han emprendido la modernización necesaria y adecuación a la nueva situación, sin embargo, la modernización de fábricas y la capacitación de personal especializado requieren tiempo. El Pentágono asignó prioridad a la modernización de las líneas de producción, con énfasis en la automatización y en la reducción de la dependencia de materiales importados. Sin embargo, la falta de chips de silicio y otros componentes electrónicos continúa siendo una limitación significativa. Recordemos que con un sistema mucho mas simple en el cuarenta la administración Roosevelt tardó un año a poner a la maquinaria yanqui a plena operación, y era otra época, otro nivel de integración nacional de la industria y una tecnología mucho mas simple.

Debemos ver algunas cuestiones que se relacionan con esta necesidad. Además de las políticas de “renacionalización” o “reindustrialización localizada” que pretende Trump, hay detalles que indican algunos itos en las necesidades de recursos y tecnología militar de punta. Una, la cuestión de China y Taiwán, especialmente la intención de Trump de que los taiwaneses orienten su producción, y si es posible instalen sus empresas en los EEUU, ¿pero estas están vinculadas al mercado y capital chino! Otra (similar peor según parece menos conflictiva) los acuerdos con la UE sobre temas de producción militar compran de armamento a EEUU y migración de las industrias europeas al otro lado del Atlántico. Aun así, es de destacar que todos estos procesos, suponiendo que se desarrollen tal como los piensa la actual administración yanqui, no son inmediatos.

El impacto de la incapacidad actual de los EEUU de cubrir toda la demanda de Patriots y otras armas sin dudas genera inquietud en sus socios tanto de Europa del Este (especialmente Europa del Este es la zona donde se encuentran los países más “antirrusos”) e Israel y Taiwán. Es evidente que Washington tuvo que realzar cierta dosificación para los diferentes frentes abiertos. Y esto tiene consecuencias políticas que debemos incluir como un vector mas en las movidas y presiones que realiza Trump respecto Rusia, Ucrania, Israel, Irán, etc. No solo es que EEUU busca cumplir su objetivo de poner su atención en China, o que Trump vino a “pacificar el mundo”, sino que no dispone de armas para suministrar sin limites en varias guerras de alta intensidad. Es una declaración de principios de grupo gobernante en EEUU que el nuevo mundo multipolar no permite a EEUU intervenir en todos los conflictos, aunque la realidad parece imponer otra dinámica, ciertamente EEUU no puede pelear varias guerras a la vez (o sostener conflictos en “zona gris” que requieran despliegue militar importante convencional) contra rivales de envergadura.

Israel, que recibió un volumen considerable de interceptores Patriot y municiones de precisión, depende de Estados Unidos para preservar su equilibrio militar en Medio Oriente. Respecto de Ucrania, el debilitamiento de la provisión de armamento del tipo que tratamos aquí sin dudas esta relacionado con la situación crítica en el frente y con la dificultad se sostener la moral entre el bando de Kiev, que además carece de capacidad de una recluta suficiente. Esto ultimo es de destacar, ya que, ante la carencia de hombres y la caída de la moral, se podría compensar cubriendo más espacios con tecnología, o estructurando una defensa estratégica o táctica eficaz con menos hombres por más terreno y con éxitos defensivos de algún tipo.  La incapacidad de defensa con armamento de precisión impide compensar y a su vez realimenta los problemas.

Mas allá de la guerra de Ucrania, creemos que es importante evaluar en la relación de fuerzas actuales en el mundo en términos económicos, militares, políticos y geopolíticos, el rol de EEUU como “arsenal de la democracia” frente a la emergencia del mundo multipolar y una conflictividad entre actores de mayor paridad.   

Guillermo Caviasca

7 de agosto 2025

UBA/UNLP


[1] https://www.csis.org/analysis/patriot-ukraine-what-does-it-mean

[2] https://www-twz-com.translate.goog/news-features/concerns-over-stockpile-of-patriot-missiles-grow-pentagon-claims-it-has-enough?_x_tr_sl=en&_x_tr_tl=es&_x_tr_hl=es&_x_tr_pto=tc

[3] https://www-theguardian-com.translate.goog/us-news/2025/jul/08/us-pentagon-military-plans-patriot-missile-interceptor?_x_tr_sl=en&_x_tr_tl=es&_x_tr_hl=es&_x_tr_pto=tc

[4] Producción de misiles Iskander por Rusia, incremento en la producción 2023: Rusia produjo aproximadamente 250 misiles Iskander-M. 2024: La producción aumentó significativamente a 700 misiles Iskander-M, casi triplicando la cifra del año anterior. 2025: Según informes de inteligencia ucraniana, la producción mensual de misiles Iskander-M se sitúa entre 40 y 60 unidades, lo que indica una capacidad de producción anual de aproximadamente 480 a 720 misiles.  Capacidad de producción mensual: En junio de 2025, la industria de defensa rusa produjo aproximadamente 195 misiles estratégicos, incluyendo entre 60 y 70 misiles Iskander-M, junto con misiles Kinzhal y Kh-101. 

Factores que impulsan el aumento. Modernización de instalaciones: A pesar de las sanciones internacionales, Rusia ha logrado importar maquinaria avanzada, en su mayoría proveniente de China, para aumentar la producción de misiles.  Reorientación industrial: La industria de defensa rusa ha reorganizado sus operaciones y centralizado bajo el Consejo de Seguridad para acelerar la producción.  Colaboración internacional: Países como Irán y Corea del Norte han colaborado con Rusia, proporcionando componentes y asistencia en la producción de misiles. Existencias actuales: Según la inteligencia militar ucraniana, en junio de 2025, Rusia poseía un inventario de aproximadamente 600 misiles Iskander-M y 300 misiles Iskander-K, lo que, a un ritmo de uso actual, podría durar alrededor de dos años. Se puede consultar: Bulgarian Military, Meta-Defense, Ukrainian Defense Intelligence{ Institute for the Study of War.

[5] https://euractiv.es/section/defence/news/trumps-patriot-missile-deal-for-ukraine-sparks-european-fears-over-air-defence-gaps/

[6] https://israelnoticias.com/militar/paralizacion-de-los-misiles-patriot-se-esta-colapsando-la-produccion-de-municion-en-ee-uu/

[7] Sobre la eficacia de los patriots  https://www-forbes-com.translate.goog/sites/pauliddon/2025/06/15/these-patriot-missiles-are-israels-trash-and-ukraines-treasure/?_x_tr_sl=en&_x_tr_tl=es&_x_tr_hl=es&_x_tr_pto=tc&_x_tr_hist=true

Guillermo Martín Caviasca: UBA – UNLP

domingo, 17 de agosto de 2025

La muerte del periodismo .


                                                                        




La muerte del periodismo .                    

 Jonathan  Martínez 

                            13/08/25 

.La historia de la prensa europea discurre por insólitos meandros. Pongamos por caso Alemania. En 1927, antes del ascenso del nazismo, la primera sesión del nuevo Parlamento de Hamburgo empezó con una agitada controversia. Resulta que el diputado socialdemócrata Theodor Haubach se enfrentaba a una querella en calidad de editor del Hamburger Echo. El injuriado era el diputado conservador Josef Hoffmann. Un artículo sin firma lo atacaba con alusiones a su estatura. Decía el Hamburger Echo que la altura de Hoffmann era inversamente proporcional a la cortedad de su entendimiento.

 La acusación no era gratuita. En fechas previas, Hoffmann había denigrado los fastos de la Constitución de Weimar y había tachado a los celebrantes de judeodemócratas y marxistas. Esta anécdota explica por sí sola la ensalada ideológica que iba a encender los hornos crematorios de Auschwitz. Haubach, por su parte, tuvo que abonar una multa de mil marcos por la ofensa. Una minucia en comparación con las represalias que lo aguardaban. Los nazis lo encerraron durante dos años y lo apartaron del periodismo. Por fin, en 1945, lo ahorcaron en la prisión berlinesa de Plötzensee.

 Por entonces Werner Lorenz era un alto funcionario de las SS que había inculcado a su primogénita el amor por los caballos. La pequeña Rosemarie, instalada en la alta sociedad y casada con un empresario del cemento, hubo de interrumpir sus pasiones hípicas a causa de la guerra. En aquel tiempo horrible fue enfermera voluntaria. Luego la guerra terminó y el Tribunal de Núremberg condenó a su padre por crímenes contra la humanidad. En los informes de las Naciones Unidas aparecen cargos por secuestro de niños, reasentamiento de extranjeros, esclavitud y saqueo de bienes públicos y privados.

 Aquella condena no entorpeció los sueños de Rosemarie, que no solo retomó la equitación sino que además rehízo su vida sentimental con el empresario de prensa Axel Springer. Springer acababa de fundar el periódico Bild, una firma sensacionalista y conservadora que terminaría dominando el mercado informativo alemán. Basándose en fuentes de la inteligencia estadounidense, el periodista de investigación Murray Waas sostiene que el imperio mediático de Springer prosperó gracias a los siete millones de dólares que le proporcionó la CIA en los años cincuenta. En 1951, el Alto Comisionado estadounidense John J. McCloy anunció medidas de gracia para un centenar de criminales de guerra en Alemania. Werner Lorenz salió en libertad en 1954.

 En 1967, Springer difundió los valores corporativos que debían reinar en sus periódicos: el apoyo a Israel, a la OTAN y al libre mercado. El tiempo pasó pero aquella declaración aún puede leerse con leves variaciones en la página web del grupo editorial. Por el camino ha habido cambios. Al capital familiar se ha sumado el dinero de KKR, el fondo de inversión proisraelí que ha tomado el control de los grandes festivales de música en España. Como explica Jordi Calvo en nombre del Centre Delàs, los inversores del grupo Axel Springer forman parte de la cadena de suministros bélicos que utiliza el ejército de Israel contra la población palestina.

 El otro día, Israel mató en Gaza al periodista palestino Anas al Sharif y a otros cinco reporteros de Al Jazeera. En octubre de 2024, las FDI lo habían acusado de tener vínculos con Hamás y aquel informe se convirtió en su sentencia de muerte. No sabemos si las armas que han matado a Anas al Sharif llevan el sello de KKR, pero sabemos que el Bild ha relativizado el crimen deslizando sospechas de terrorismo sobre el periodista caído. La portavoz estadounidense, Tammy Bruce, ha añadido que los miembros de Hamás acostumbran a hacerse pasar por periodistas.

 Desde el 7 de octubre de 2023, Israel ha asesinado a cerca de doscientos profesionales de prensa. ¿Cómo es posible, se preguntan algunas voces, que haya periodistas impasibles ante el exterminio de sus compañeros? La respuesta es sencilla: porque no son sus compañeros. Porque apelar a la solidaridad gremial por encima de las relaciones de dominación es una fatiga inútil. Tan periodista era Theodor Haubach como los redactores del Völkischer Beobachter que avalaron su ajusticiamiento. Nemi El-Hassan es tan periodista como los periodistas del Bild que consiguieron apartarla de la televisión pública entre dudosas acusaciones de antisemitismo.

 El periodismo muere pero también mata. Dispara balas de indiferencia, titulares capciosos y tinta pagada por grandes capitales que lo mismo son dueños de un telediario que de un festival de música o de una multinacional armera. Israel no quiere testigos en Gaza aunque ya no queden alfombras para cubrir tanta mierda. Pero la historia es pertinaz y no se calla. Lo escribió Theodor Haubach antes de que lo colgaran de una viga. “Es posible matar a la persona que resiste pero no es posible destruir la idea de la resistencia. Ni siquiera el exterminio puede erradicar la memoria de lo que ha sucedido”.

                     https://www.publico.es/opinion/columnas/muerte-periodismo.html


Nota del blog .-

Cómo la prensa de Alemania ayuda a Israel a legitimar el asesinato de periodistas en Gaza



miércoles, 13 de agosto de 2025

Estado Profundo de Trump y las grandes tecnológicas.

 El nuevo Estado Profundo de Trump y las grandes tecnológicas


Paolo Gerbaudo , sociólogo español

30 julio, 2025  

 Se está formando un nuevo bloque militar-industrial-informático, con empresas como Palantir o Anduril que se han aliado con el trumpismo y están aprovechando la economía de guerra.

 En la vertiginosa década neoliberal de 1990, el tecno-optimismo alcanzó sus extremos más vergonzosos. Inmersos en la imagen fatua de lo que Richard Barbrook ha llamado la «ideología californiana», trabajadores tecnológicos, emprendedores e ideólogos tecnovisionarios identificaron la tecnología digital como un arma de liberación y autonomía personal. Esta herramienta, proclamaban, permitiría a los individuos derrotar al odiado Goliat del Estado, entonces identificado con el gigante del bloque soviético en implosión.

Para cualquiera con un conocimiento mínimo de los orígenes de la tecnología digital y de Silicon Valley, esta debería considerado esto como creencia ridícula desde el principio. Las computadoras fueron producto del esfuerzo bélico de principios de la década de 1940, desarrolladas como un medio para decodificar mensajes militares cifrados, con Alan Turing, como es bien sabido, involucrado en Bletchley Park.

El ENIAC, o Integrador y Computador Numérico Electrónico, considerado el primer computador de propósito general utilizado en Estados Unidos, se desarrolló para realizar cálculos de artillería y apoyar el desarrollo de la bomba de hidrógeno. 

Como lo afirmó G. W. F. Hegel, la guerra es el estado en su forma más brutal: la actividad en la que la fuerza del estado se mide contra la de otros estados. Las tecnologías de la información se han vuelto cada vez más cruciales para esta actividad estatal por excelencia.

Algunos podrían aún creer en el mito de que Silicon Valley surgió espontáneamente gracias a hackers que soldaban circuitos impresos en sus garajes. Pero la realidad es que nunca la informática habría cobrado vida sin el apoyo infraestructural del aparato de defensa estadounidense y sus contratos gubernamentales, que garantizan la viabilidad comercial de muchos productos y servicios que ahora damos por sentados.

Esto incluye la propia Internet, con DARPA (la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada del Departamento de Defensa) responsable del desarrollo de la tecnología de conmutación de paquetes que aún sustenta la arquitectura de comunicaciones de la web hoy en día.

Cierto: A partir de esta incubación militar, Silicon Valley evolucionó gradualmente para centrarse principalmente en fines civiles, desde las redes sociales hasta el comercio electrónico, desde los videojuegos hasta las criptomonedas y la pornografía. Pero nunca rompió sus vínculos con el aparato de seguridad. 

Las filtraciones de PRISM del denunciante Edward Snowden en 2013 revelaron una cooperación profunda y casi incondicional entre las empresas de Silicon Valley y los aparatos de seguridad estatales como la Agencia de Seguridad Nacional (NSA). 

La gente ya se ha dado cuenta de que cualquier mensaje intercambiado a través de las grandes empresas tecnológicas, como Google, Facebook, Microsoft, Apple y otras, podía ser fácilmente espiado con acceso directo a través de puertas traseras: una forma de vigilancia masiva con pocos precedentes en cuanto a su alcance y omnipresencia, especialmente en estados nominalmente demócratas. 

Las filtraciones provocaron indignación, pero al final, la mayoría de la gente prefirió apartar la vista de la impactante verdad que se había revelado.

En cualquier caso, el vínculo entre el estado de seguridad y Silicon Valley es ahora más visible que nunca. El regreso de Donald Trump no solo ha fomentado una alianza entre la extrema derecha y las grandes tecnológicas que hasta hace poco pocos consideraban posible, sino que también ha abierto la puerta al surgimiento de un nuevo tipo de estado destinado a consolidar este nuevo bloque de poder. Podríamos describirlo como el «Estado Profundo de las Grandes Tecnológicas».

El llamado «Estado profundo» —el aparato de vigilancia y represión en el corazón de todo Estado moderno, bajo el aparato ideológico superficial de los parlamentos, los medios de comunicación o las iglesias— está ahora profundamente entrelazado con estas tecnologías de la comunicación. Previamente promocionadas como herramientas de liberación y autonomía, ahora se revelan como herramientas de manipulación, vigilancia y control desde arriba.

El presidente republicano Dwight D. Eisenhower advirtió célebremente sobre los riesgos del complejo militar-industrial, advirtiendo sobre la creación de un centro de poder autónomo y la interferencia que este podría tener en el proceso democrático. Ahora deberíamos preocuparnos por el excesivo poder del complejo militar-informático, para usar un término propuesto por primera vez en 1996 por el politólogo John Browning y el editor de The Economist, Oliver Morton. 

Esto refleja una relación cada vez más estrecha entre Silicon Valley y el Estado profundo, que corre el riesgo de desmantelar lo que queda de nuestras democracias. 

El complejo militar-informático

El 13 de junio de 2025, tuvo lugar un extraño ritual militar en el Salón Conmy de la Base Conjunta Myer-Henderson Hall, en Virginia. Un grupo de ejecutivos tecnológicos de algunas de las empresas más destacadas de Silicon Valley, entre ellos Shyam Sankar, director de tecnología (CTO) de Palantir; Andrew Bosworth, CTO de Meta; Kevin Weil, director de producto de OpenAI; y Bob McGrew, consultor del Laboratorio de Máquinas Pensantes y exdirector de investigación de OpenAI, se presentaron con uniforme militar completo ante un numeroso grupo de soldados. Juraron como tenientes coroneles del Ejército, parte del recién formado Destacamento 201: el Cuerpo Ejecutivo de Innovación (EIC) del Ejército.

La iniciativa se presentó en la típica jerga neoliberal como parte de un esfuerzo por «aprovechar la experiencia privada» en beneficio del «sector público». Pero la realidad es mucho más desconcertante. Esta contratación indica que no existe una barrera clara entre los sectores público y privado: el hijo pródigo de la tecnología digital puede haberse alejado hace tiempo de sus raíces militares, pero ahora está volviendo a casa. ¿Por qué? Porque generalmente son los militares quienes pagan a estas empresas digitales.

El caso más extremo es el de la empresa de vigilancia e inteligencia Palantir. Casi la mitad de sus ingresos provienen de contratos gubernamentales, incluyendo el Departamento de Defensa y las agencias de inteligencia, así como las fuerzas armadas de varios aliados de la OTAN. 

A pesar del intento de la empresa de diversificar sus fuentes de ingresos hacia usos más comerciales, es probable que siga estando fuertemente vinculada a los contratos gubernamentales, especialmente dado el continuo aumento de las tensiones globales y el autoritarismo. En el primer trimestre de 2025, sus contratos gubernamentales aumentaron un 45% , mientras que su valoración en Wall Street ha aumentado más del 200% desde la elección de Trump.

Palantir fue, en muchos sentidos, un pionero del Estado Profundo de las grandes tecnológicas. Cuando fue fundada en 2003 por Peter Thiel (también sudafricano,  amigo íntimo de Elon Musk, junto con Stephen Cohen, Alexander Karp y Joe Lonsdale), la empresa recibió financiación inicial de In-Q-Tel, la división de capital riesgo de la CIA, lo que la alineó con el aparato de seguridad estatal desde su creación.

Su servicio consiste esencialmente en proporcionar una versión más sofisticada de la vigilancia masiva que las filtraciones de Snowden revelaron hace más de una década. En concreto, su objetivo es apoyar al ejército y la policía en la identificación y el seguimiento de diversos objetivos, muchas veces humanos. Por eso se llama Palantir: en El Señor de los Anillos de J.R.R. Tolkien , los Palantiri son esferas de cristal mágicas utilizadas para la visión remota.

Esta metáfora de la «piedra vidente» encarna la intención de la empresa de ofrecer servicios capaces de descubrir patrones ocultos en grandes cantidades de datos y proporcionar información práctica a diversas agencias. 

Un ejemplo es el servicio más famoso de Palantir, llamado Gotham. Utilizado por la CIA, el FBI, la NSA y las fuerzas armadas de otros aliados de EE. UU., ofrece análisis de patrones y capacidades de modelado predictivo que conectan a las personas, sus cuentas telefónicas, vehículos, registros financieros y ubicaciones. Pero la «información algorítmica» también puede utilizarse con éxito en el campo de batalla. Los servicios de IA de Palantir ya se han utilizado para identificar objetivos de bombardeo en Ucrania.

Si bien la empresa niega rotundamente su participación directa en el apoyo al genocidio en Gaza, se ha informado de que algunos de sus equipos más avanzados han sido suministrados a Israel desde octubre de 2023. 

Dado el secretismo de la empresa, el alcance de esta participación sigue siendo difícil de verificar de forma independiente. Pero no sería una gran sorpresa: de hecho, la colaboración entre Palantir y el gobierno israelí es tan sólida que ambas partes firmaron una alianza estratégica a principios de 2024. La Relatora Especial de las Naciones Unidas para Palestina, Francesca Albanese, ha incluido a Palantir entre las empresas que se benefician del genocidio .

Además de sus guerras en el extranjero, Palantir también es muy activo en el ámbito nacional, como lo demuestra su larga colaboración con el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE), que se ha intensificado desde la llegada de Trump al poder. Su software se ha utilizado para la vigilancia y el rastreo de personas en tiempo real, facilitando redadas en lugares de trabajo y domicilios, como las cada vez más frecuentes bajo la presidencia de Trump.

En resumen: Palantir es una empresa cuyo negocio es apoyar al estado de seguridad en sus manifestaciones más brutales: en operaciones militares que conducen a pérdidas masivas de vidas, incluidas civiles, y en un brutal control de la inmigración que aterroriza a grandes sectores de la población estadounidense.

Desafortunadamente, Palantir es solo una parte de un complejo militar-informático más amplio, que se está convirtiendo en la columna vertebral del nuevo «Estado Profundo de las Grandes Tecnológicas». 

Varias empresas similares han surgido en los últimos años. Quizás la más distópica sea Anduril Technology, especializada en «sistemas autónomos» o inteligencia artificial aplicada a las armas. Fue fundada por Palmer Luckey, un emprendedor que previamente inventó las gafas de realidad virtual Oculus Rift.

Se autodenomina «sionista radical»; fue uno de los primeros en apoyar MAGA (Make America’s Good Aging) y organizó varias recaudaciones de fondos para Trump en 2016. Anduril (de nuevo con un nombre tolkieniano) se centra en diversos servicios basados en inteligencia artificial para el sector de defensa, como la monitorización automatizada de fronteras e infraestructuras, el dron de municiones Altius y sistemas de realidad aumentada para soldados. Actualmente, su patrimonio neto supera los 30 000 millones de dólares.

Estas empresas representan lo peor del capitalismo y la intervención estatal. Operan en sectores opacos, donde la competencia es prácticamente inexistente, y prosperan gracias a contratos militares, un sector prácticamente carente de transparencia y notoriamente propenso a la corrupción y a una fuerte interferencia política. 

Esta es una paradoja irónica, dado que sus magnates, como Thiel, se definen como libertarios antiestatales. En realidad, están tan entrelazadas con el Estado que es más fácil interpretarlas como derivaciones financiarizadas del aparato de seguridad estatal que como empresas privadas verdaderamente autónomas. 

Contra el imperio tecnológico

Empresas como Palantir y Anduril no sólo se han convertido en nuevas herramientas del estado de seguridad, contribuyendo a la guerra en el exterior y al duro control policial en el país, sino que ahora no lo ocultan e incluso intentan presentar sus operaciones como inspiradas en ideales elevados.

En su reciente libro, Technological Republic, Karp, director ejecutivo de Palantir y filósofo, elogió el regreso de Silicon Valley a sus raíces. Karp, exliberal, obtuvo un doctorado en el Instituto de Investigación Social de la Universidad Goethe de Fráncfort, sede de la Escuela de Fráncfort —institución fundada por el grupo liderado por Theodor W. Adorno y Max Horkheimer, y más recientemente asociada con figuras destacadas del posmarxismo liberal como Jürgen Habermas—, que incluso fue su mentor académico durante un breve periodo antes de que se le asignara un nuevo supervisor.

Mientras que los fundadores de la Escuela de Frankfurt concibieron las ciencias sociales como un campo de investigación crítica en apoyo de la emancipación humana, Karp utilizó este conocimiento para hacer algo muy diferente: elaborar una justificación ideológica de por qué Silicon Valley debería trabajar con el estado de seguridad.

En su libro, Karp critica a Silicon Valley por centrarse demasiado en la prestación de servicios a los consumidores, descuidando sus obligaciones con el Estado y los objetivos geopolíticos relacionados, especialmente en el contexto de la creciente confrontación con China. 

Aboga por que internet se aleje de la ternura de los emojis y las selfies de Instagram y adopte una ética marcial de sacrificio y patriotismo, en un panorama poblado por sistemas de armas controlados por IA, drones autónomos, robots de combate y otras tecnologías distópicas de ciencia ficción.

Esto se justifica por el «patriotismo», pero de un tipo que, casualmente, encaja a la perfección con los intereses económicos de Karp y sus semejantes. Karp considera que la unión entre el Estado y la industria del software es necesaria para la supervivencia de ambos. 

Se invocan diversos enemigos externos para aumentar la sensación de peligro, como Rusia y China, ambos acusados de amenazar a las democracias occidentales. El terrorismo psicológico contra las autocracias parece ser el único tema liberal que Karp ha conservado de su anterior postura habermasiana.

En el caso de Palantir, esta colaboración «patriótica» con el gobierno es simplemente una farsa deshonesta: un reflejo de la necesidad material de una empresa que depende en gran medida de los contratos gubernamentales. 

Para todos aquellos cuyas vidas no dependen de los contratos de defensa, las fluctuaciones de las acciones de Palantir ni del desarrollo de tecnología militar letal, debería ser hora de comprender que el complejo militar-cibernético representa una grave amenaza para lo que queda de nuestras democracias.

Este tipo de alianza de intereses generalmente representa una grave amenaza para la democracia y la paz, como advirtió el propio Eisenhower hace décadas. Restaurar la democracia en las sociedades occidentales bajo la amenaza del creciente autoritarismo y garantizar la paz en un mundo devastado por la guerra requiere erradicar el poder omnipresente de estos gigantes de la seguridad. Esto significa relegar al olvido el nuevo y omnipresente «Estado profundo» que han creado..

https://observatoriocrisis.com/2025/07/30/el-nuevo-estado-profundo-de-trump-y-las-grandes-tecnologicas/


lunes, 11 de agosto de 2025

Las oenegés al servicio del Imperio .

 

    Las ONG de derechos humanos. HRW y Amnistía muestran lazos acogedores con el gobierno de los Estados Unidos

 

Human Rights Watch y Amnistía Internacional dicen ser independientes, pero tienen una puerta giratoria con el gobierno de Estados Unidos, y sirven a sus intereses de política exterior, con fondos de fundaciones vinculadas a la CIA y oligarcas multimillonarios.

Ben Norton

2022-03-1

La industria de los derechos humanos a menudo se presenta como independiente del gobierno de los Estados Unidos, pero en realidad el complejo industrial sin fines de lucro está estrechamente vinculado a Washington.

Incluso el uso del término "organización no gubernamental" (ONG) es engañoso, porque muchas de las llamadas ONG no sólo colaboran con los gobiernos occidentales, sino que a menudo son financiadas directamente por ellas.

El arquitecto de la guerra de Irak, Colin Powell, se refirió a las ONG de derechos humanos como multiplicadores de fuerza para el ejército de los EE.UU., llamándolos una parte importante de nuestro equipo de combate.

Como secretario de Estado para el George W. La administración Bush, el general Powell reunió a líderes de las principales organizaciones de derechos humanos en el Departamento de Estado en octubre de 2001 y les dijo que su trabajo sería crucial en la próxima Guerra contra el Terror.

Powell dijo que se había puesto en contacto con embajadores de EE.UU. y les instruyó para hacer todo lo posible para trabajar con las ONG. Le dijo a los pesados.es heavy-hitters de la industria de los derechos humanos, es el hecho mismo de ser independiente y no un brazo de gobierno que te hace tan valioso.



https://geopoliticaleconomy.com/2022/03/17/human-rights-ngo-hrw-amnesty-us-government/

sábado, 9 de agosto de 2025

El derecho internacional del más fuerte

 Los orígenes del “doble rasero”

El derecho internacional del más fuerte

 ¿Podemos imaginar relaciones internacionales codificadas e impuestas al resto del mundo por países de América Latina, África, el Cáucaso o Asia? Difícilmente, y por un buen motivo: desde el siglo XVII, el derecho internacional ha reflejado los intereses de las grandes potencias. Sin embargo, sus formas contemporáneas, como las Naciones Unidas, siguen siendo el recurso –por desgracia, a menudo impotente– de los Estados dominados.

por Perry Anderson,

 febrero de 2024

 El derecho internacional, en su acepción contemporánea, evoca indefectiblemente la idea de relaciones entre Estados soberanos. En occidente se considera que estas empezaron a cobrar una forma más o menos codificada con los tratados de Westfalia, firmados en 1648 y con los que se puso fin a la guerra de los Treinta Años. Sin embargo, el nacimiento de un corpus teó­rico sobre el asunto precedió a ese momento fundacional, ya que se ­remonta a la década de 1530 y a los escritos del teólogo español Francisco de Vitoria. Más que a las relaciones entre los Estados de Europa –de los cuales España era por entonces, con mucho, el más poderoso–, Vitoria se interesó por las que los europeos (empezando, claro está, por los españoles) mantenían con las poblaciones de las Américas, recientemente descubiertas.

 Apoyándose en el ius gentium o ‘derecho de gentes’ romano, Vitoria pasó revista a los posibles fundamentos del derecho que asistía a los españoles para conquistar el Nuevo Mundo. ¿Era porque las tierras acaparadas estaban deshabitadas? ¿Porque el papa las había asignado a la Corona española? ¿Porque para los cristianos era un deber convertir a los paganos, si era preciso por la fuerza? Acabó rechazando todos estos motivos para presentar otro: los salvajes que poblaban las Américas habían violado un derecho universal: el “derecho de comunicación” (ius communicandi), que amparaba la libertad de viajar y comerciar donde fuera, unida a la de predicar la verdad cristiana a los indígenas. Habida cuenta de que los indios –como los llamaban los españoles– ponían impedimentos al ejercicio de estas libertades, los españoles estaban en el derecho de responder con las armas, construir fortalezas y confiscar tierras. Y, si los indios se obstinaban en su empeño, merecían el destino reservado a los peores enemigos: el expolio y la servidumbre (1). En otras palabras: la dominación española era perfectamente legítima.

 El primer pilar verdadero de lo que seguiría llamándose “derecho de gentes” durante cerca de doscientos años fue levantado, pues, para justificar el expansionismo español. El segundo –aún más crucial– fue obra del diplomático neerlandés Hugo Grocio, de comienzos del siglo XVII. En nuestros días, Grocio es conocido (y admirado) por su tratado Del derecho de la guerra y de la paz (De iure belli ac pacis), que data de 1625. Pero como comenzó a dejar su sello en el derecho internacional moderno fue con una obra redactada unos veinte años antes. En Del derecho de presa (De iure praedae) fundaba en derecho un episodio de pirateo sin precedentes que había dado que hablar en toda Europa: uno de sus primos, capitán en la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales, había atacado un buque portugués y se había hecho con su cargamento de cobre, seda, porcelanas y plata por un valor que ascendía a tres millones de florines, el equivalente a los ingresos anuales de Inglaterra. En el decimoquinto capítulo de su ensayo, publicado más tarde de forma separada con el título De la libertad de los mares (Mare Liberum), Grocio explicaba que la alta mar debía ser una zona de total libertad tanto para los Estados como para las empresas privadas que contaran con un ejército. Por consiguiente, su primo actuó conforme a derecho. Así fue como el imperialismo comercial neerlandés se vio, a su vez, jurídicamente justificado.

Justificar la expansión europea

 Cuando apareció Del derecho de la guerra y de la paz, los Países Bajos habían extendido sus pretensiones a las posesiones terrestres, en concreto arrancando una parte de Brasil de manos de los portugueses. En su célebre tratado, Grocio proclamaba el derecho de los europeos de hacer la guerra a todo pueblo cuyas costumbres juzgaran bárbaras, incluso en ausencia de provocación. Era el ius gladii o ‘derecho de espada’: “Es preciso saber también que los reyes, y quienes tienen un poder igual al de los reyes, tienen derecho a infligir castigos no solo por las injurias cometidas contra ellos y sus súbditos, sino también por las que, sin incumbirles de manera particular, violan en demasía el derecho de la naturaleza o el de gentes en cualquier persona” (2). Dicho de otro modo: daba permiso para atacar, conquistar y matar a quienquiera que se interpusiese en el camino de la expansión europea.

A estos primeros cimientos del derecho internacional moderno (el ius communicandi y el ius gladii) se añadieron dos argumentos más que justificaban las empresas colonizadoras. Thomas Hobbes halló un pretexto en la demografía: mientras que Europa estaba superpoblada, las lejanas tierras de los cazadores recolectores contaban con tan pocos habitantes que los colonos europeos tenían derecho, no a “exterminar a los habitantes que encuentren allí, sino que se les ordenará vivir con ellos y no cubrir una vasta extensión de terreno para apoderarse de lo que encuentren” (3). Una vía abierta a la creación de reservas como las que más adelante alojarían a las poblaciones nativas norteamericanas. (Por supuesto, si las tierras podían simplemente declararse deshabitadas, ni siquiera hacía falta complicarse con el anterior razonamiento). John Locke reforzó esta idea comúnmente aceptada al precisar que era totalmente legal confiscar los territorios codiciados a las poblaciones instaladas en ellos si estas no habían sabido darles el “mejor uso”. Mejorar la productividad de los suelos equivalía, en efecto, a cumplir la voluntad divina (4). Así pues, el colonialismo europeo de finales del siglo XVII estaba perfectamente equipado de una bonita panoplia de justificaciones.

 En el siglo siguiente, fueron las relaciones entre Estados europeos las que se convirtieron en el tema principal de los escritos dedicados al derecho internacional, y hubo varios pensadores de la Ilustración, como Denis Diderot, Adam Smith e Immanuel Kant, que pusieron en duda la moralidad de las usurpaciones coloniales (por más que no apelaran a dar marcha atrás). El más notable de los tratados escritos durante este periodo fue el del filósofo suizo Emer de Vattel, El derecho de gentes (1758). En él, Vattel observaba con frialdad: “La tierra pertenece al género humano para su subsistencia. Si desde el principio se hubiera apropiado cada nación de un vasto país para vivir solo de la caza, de la pesca y de los frutos silvestres, no sería suficiente nuestro globo para la décima parte de los hombres que lo habitan ahora. No nos apartamos por consiguiente de los designios de la naturaleza reduciendo a los salvajes a límites más estrechos” (5). Pese a que en este punto Vattel se inscribía en la estela de sus predecesores, su obra supuso un giro conceptual al proponer una versión más laica del derecho internacional. El expansionismo siguió apelando a la religión, pero esta pasó a un segundo plano.

 De conformidad con las convenciones diplomáticas de su tiempo, Vattel partía del principio de que todos los Estados soberanos eran iguales. El Congreso de Viena, celebrado en 1814 y 1815, rompió con esta visión e instauró una jerarquía oficial en el propio interior de Europa al identificar cinco “grandes potencias” –Inglaterra, Rusia, Austria, Prusia y Francia– que se beneficiaban de privilegios especiales. Este sistema, al principio destinado a consolidar la ­coalición contrarrevolucionaria que había derrotado a Napoleón y que había restaurado las monarquías por todo el continente, se mantuvo hasta bastante pasado el periodo de la Restauración en sentido estricto. En 1883, el gran jurista escocés James Lorimer bien podía escribir que el principio de la igualdad de los Estados había sido refutado por la historia.

 En un contexto en el que el imperialismo europeo ya no solo tenía en su punto de mira a pueblos inermes, sino a vastos imperios (principalmente asiáticos) y otras naciones desarrolladas más capaces de defenderse, se plantearon nuevas cuestiones: ¿cómo debían clasificarse esos Estados?, ¿disfrutaban de los mismos derechos que las potencias europeas? El Congreso de Viena había respondido implícitamente a ambas preguntas al prohibir al Imperio otomano participar en el concierto europeo que estaba organizando. Aun cuando su proscripción hubiera podido explicarse por consideraciones religiosas, otra fue la doctrina que cobró forma a lo largo de las siguientes décadas, la del “criterio de civilización”: los europeos solo aceptarían tratar como iguales a aquellos Estados que juzgaran “civilizados”.

 El criterio de civilización incluía en su lista negra tres categorías de Estados: los Estados “criminales” (o Estados “canallas”, en la terminología contemporánea), como la Comuna de París o las sociedades musulmanas fanáticas, a los que habría que añadir Rusia si por ventura cedía a los cantos de sirena nihilistas; los Estados semibárbaros, que no se oponían como los precedentes a las normas de la civilización europea, pero que tampoco las encarnaban, como en el caso de China o Japón; y, por último, los Estados “impotentes” o “decadentes” (hoy los llamaríamos Estados “fallidos”), que desde luego no podían ser considerados unos actores responsables. Además de ser excluidos de la comunidad internacional propiamente dicha, las naciones del primer y tercer grupo debían ser aplastadas por la fuerza de las armas. Como explicaba Lorimer, “el comunismo y el nihilismo están condenados y prohibidos por el derecho internacional” (6).

“Las naciones civilizadas”

 En 1884, la Conferencia de Berlín selló el destino de África tal y como el Congreso de Viena selló el de Europa. Los Estados europeos reunidos en la capital alemana se repartieron el pastel colonial, y el pedazo más grande se lo quedó Bélgica –el mismo país en el que el derecho internacional estaba en trance de constituirse como disciplina– bajo la forma de una empresa privada dirigida por el rey. El Instituto de Derecho Internacional, fundado en Bruselas unos diez años antes, celebró estas nuevas ­adquisiciones.

 A la Primera Guerra Mundial le siguió una nueva cumbre internacional: la Conferencia de Paz de París. Organizada por las potencias victoriosas –Inglaterra, Francia, Italia, Japón y Estados Unidos–, dio lugar en 1919 a la firma del Tratado de Versalles, que fijó las sanciones impuestas a Alemania, redibujaba el mapa del este europeo y distribuía los territorios nacidos del desmembramiento del Imperio otomano. Y, sobre todo, dio a luz la Sociedad de Naciones, una instancia internacional encargada de garantizar la “seguridad colectiva” y asegurar el establecimiento de una paz y una justicia duradera entre Estados. Washington tuvo buen cuidado de hacer que en el propio Pacto de la Sociedad de las Naciones –como uno de los instrumentos “que aseguran el mantenimiento de la paz”– figurara la doctrina Monroe, que convertía América Latina en el patio trasero del país. En cuanto al Tribunal Internacional de Justicia creado en La Haya por esta misma conferencia, aún hoy sigue refiriéndose, en su artículo 38, a los “principios generales de derecho reconocidos por las naciones civilizadas”. Entre los autores de sus estatutos se encontraba el autor de una relación de 600 páginas en la que se defendía la admirable gestión de la Administración belga en el Congo.

 El Senado de Estados Unidos acabó pronunciándose en contra de la adhesión a la Sociedad de Naciones, pero no por ello la nueva institución dejó de reflejar fielmente las exigencias de los países que salieron triunfantes de la guerra. Los otros cuatro vencedores fueron, pues, gratificados con la condición exclusiva de miembros permanentes del Consejo de la Sociedad de Naciones, el precedente del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Indignada por este patente desequilibrio, Argentina se negó de inmediato a participar en la institución, siendo imitada en 1926 por Brasil, cuya solicitud de que se concediera un puesto permanente a un país de América Latina había sido rechazada. Veinte años después de la creación de la Sociedad de Naciones, esta fue abandonada por no menos de otros ocho países del subcontinente, tanto pequeños como grandes.

 Al final de la Segunda Guerra Mundial, se volvieron a barajar las cartas. La supremacía de los países europeos –en su mayor parte en ruinas o aplastados por la deuda– pertenecía al pasado. Creada en San Francisco en 1945, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) perpetuó el principio jerárquico heredado de la Sociedad de Naciones. Los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad tenían incluso más peso que sus predecesores gracias a su derecho de veto. El nuevo sistema, sin embargo, señalaba el final del monopolio occidental, ya que, junto a Estados Unidos y al lado de una Francia y un Reino Unido muy venidos a menos, ahora se sentaban la Unión Soviética y China. A lo largo de las siguientes dos décadas, con la aceleración de los procesos de descolonización, la Asamblea General de la ONU se transformó en un foro en el que se manifestaban requerimientos y se votaban resoluciones cada vez más incómodas para Washington y sus aliados.

 En su impresionante ensayo El nomos de la tierra, publicado en 1950, Carl Schmitt subrayó hasta qué punto el concepto de derecho internacional en el siglo XIX fue específicamente europeocentrista. Así, según él, nociones supuestamente universales, como “civilización”, “humanidad” o “progreso”, que irrigan el pensamiento y la fraseología de la diplomacia, solo eran juzgados válidos cuando se les agregaba el adjetivo “europeo”. Pero Schmitt añadió que, en el momento en el que escribía, ese antiguo orden de cosas estaba en declive (7). Por supuesto, Europa no ha desaparecido, solo ha sido engullida por una de sus propias prolongaciones territoriales: Estados Unidos. Lo que lleva a uno a preguntarse en qué medida, desde 1945, el derecho internacional sigue siendo una criatura ya no europea, ­sino de un Occidente gobernado en la actualidad por la superpotencia norteamericana.

 Pero, de hecho, ¿cómo definir la naturaleza de ese derecho? A este propósito, Thomas Hobbes brinda una respuesta inequívoca: lo que instaura el derecho no es la verdad, sino la autoridad, o, como escribe: “Los convenios, cuando no hay temor a la espada, son solo palabras” (8). A falta de una autoridad identificable e investida del poder de dictar el derecho internacional o de hacerlo respetar, este deja de ser un derecho para reducirse a una simple opinión. A menudo olvidamos que, por llamativo que les resulte a los juristas y abogados internacionales de nuestros días –en su gran mayoría progresistas–, también el mayor filósofo liberal del siglo XIX, John Stuart Mill, llegó a esta misma conclusión. En respuesta a las críticas formuladas a propósito de la efímera II República francesa, que se había puesto de parte de la insurgencia polaca frente a la dominación prusiana, Mill escribió en 1849 que “solo es posible mejorar la moralidad internacional violando las reglas establecidas. […] [Donde] solo hay costumbre, el único modo de alterarla es actuando en oposición a ella” (9).

 Mill se expresaba desde un espíritu de solidaridad revolucionaria en un tiempo en que el derecho internacional, desprovisto de toda dimensión institucional, apenas era sino una fórmula hueca esgrimida por los dirigentes políticos para justificar acciones que servían a sus intereses, y en el que todavía no existían abogados especializados en este ámbito. A principios de la década de 1880, lord Salisbury ­podía afirmar ante el Parlamento británico: “El derecho internacional en el sentido habitual de la palabra ‘derecho’ no existe. Deriva, esencialmente, de los prejuicios de quienes redactan los manuales. Y ningún tribunal puede obligar a que se respete” (10). Un siglo más tarde, la institucionalización estaba en su apogeo. A la Carta de las Naciones Unidas y al Tribunal Internacional de Justicia se añadieron todo un ejército de abogados profesionales y una disciplina universitaria en constante expansión.

 El derecho internacional tal y como se desarrolló a partir de 1918 –y cuya evolución seguimos contemplando hoy en día– se caracterizaba, según Carl Schmitt, por su naturaleza profundamente discriminatoria (11): las guerras libradas por los amos del sistema eran intervenciones desinteresadas con vistas a preservar el derecho internacional; las libradas por cualquier otro eran empresas criminales que violaban ese mismo derecho. Esta característica distintiva no ha dejado de reforzarse desde entonces, y en un doble sentido: por un lado, tenemos un derecho que ni siquiera finge tener una fuerza coercitiva en el mundo real, lo que lo asimila a una aspiración sin sustancia o, dicho de otro modo, a una pura y simple opinión; por otro lado, las potencias dominantes actúan más que nunca a su buen entender, bien sea en nombre o a despecho del derecho internacional. El recurso a la agresión no es, por lo demás, privativo de la potencia hegemónica, ya que hemos visto guerras de invasión emprendidas de manera unilateral, ya distorsionando, ya infringiendo abiertamente las reglas del derecho: Reino Unido y Francia contra Egipto, China contra Vietnam, Rusia contra Ucrania, por no hablar de actores de menor envergadura como Turquía contra Chipre, Irak contra Irán o Israel contra Líbano.

 En el mismo momento en que se constituía la ONU –encarnación última del derecho internacional, cuya Carta consagra la soberanía y la integridad de los países miembros–, Estados Unidos se aplicaba a violar esos principios. A unos cuantos kilómetros de donde se celebraba la conferencia inaugural en San Francisco, un equipo de la inteligencia militar estadounidense estacionado en el Presidio –una antigua fortificación española convertida en base militar– interceptaba la mayor parte de los cables intercambiados entre las delegaciones y sus países de origen. Los comunicados acababan al día siguiente en la mesa del secretario de Estado, Edward R. Stettinius, que los revisaba mientras tomaba el desayuno. Como escribe el historiador Stephen Schlesinger con un tono regocijado al describir esta operación de espionaje sistemático, la ONU fue “desde el principio, un proyecto de Estados Unidos, concebido por el Departamento de Estado, hábilmente guiado por dos presidentes que se implicaron en ello en persona […] e impulsado por la potencia estadounidense” (12).

Tratado de geometría variable

 Sesenta años más tarde, nada había cambiado. Mientras que la Convención sobre las Prerrogativas e Inmunidades de las Naciones Unidas, aprobada en 1946, estipula que todos los bienes y haberes de la organización, “dondequiera que se encuentren y en poder de quienquiera que sea, gozarán de inmunidad contra allanamiento, requisición, confiscación y expropiación y contra toda otra forma de interferencia, ya sea de carácter ejecutivo, administrativo, judicial o legislativo”, en 2010 se descubrió que a Hillary Clinton, por entonces secretaria de Estado, dicha regla le traía sin cuidado. En un cable enviado en julio de 2009, ordenaba a la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés), a la Oficina Federal de Investigación (FBI, por sus siglas en inglés) y a los servicios secretos que consiguieran las contraseñas y claves de cifrado del secretario general y de los embajadores de los otros cuatro miembros permanentes del Consejo de Seguridad, así como que recabaran información personal (datos biométricos, direcciones de correo electrónico, números de tarjetas de crédito…) de multitud de funcionarios que ocupaban puestos clave y de responsables sobre el terreno de las operaciones de mantenimiento de la paz o de misiones con contenido político. Ni que decir tiene que ni Hillary Clinton ni el Gobierno de Estados Unidos han asumido responsabilidades por esta descarada violación del derecho internacional –que supuestamente protege la institución donde dicha ley tiene su sede: la propia Organización de las ­Naciones Unidas–, análogamente a como ningún responsable político estadounidense se ha visto importunado por las atrocidades cometidas durante las guerras de Corea y Vietnam.

Creado en 1993 por el Consejo de Seguridad, al Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia (TPIY) se le encomendó la misión de perseguir a los responsables de crímenes de guerra perpetrados durante la disolución del país. La fiscal general –de nacionalidad canadiense–, en estrecha colaboración con la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), cuidó de que las condenas sobre limpiezas étnicas recayeran mayoritariamente sobre los serbios –que eran la bestia negra de estadounidenses y europeos–, eximiendo de ello a los croatas armados y entrenados por Washington para realizar con éxito sus propias operaciones de limpieza étnica. En 1999, la misma fiscal tuvo buen cuidado de excluir del ámbito de sus investigaciones todas las acciones cometidas por la OTAN durante su guerra contra Serbia, entre ellas el bombardeo de la embajada de China en Belgrado. La cosa no dejaba de tener su lógica: como recordó el por entonces portavoz de la OTAN, “el tribunal fue creado por los países de la OTAN, que lo financian y defienden día tras día” (13). Una vez más, Estados Unidos y sus aliados utilizaban un proceso judicial para criminalizar a los adversarios vencidos mientras se aseguraban de permanecer ellos mismos fuera del alcance de la justicia.

 Exactamente lo mismo sucedió con el Tribunal Penal Internacional (TPI), creado a las apremiantes instancias de Washington, que tuvo un papel crucial en su concepción desde 1998. Cuando una primera versión de sus estatutos fue modificada para ampliar la posibilidad de inculpar a ciudadanos de Estados no firmantes –cosa que habría podido poner a soldados, pilotos, torturadores y otros criminales estadounidenses en el punto de mira del Tribunal–, la Administración de Clinton, furiosa, se apresuró a cerrar acuerdos bilaterales con más de un centenar de países que por entonces contaban o habían contado con presencia del Ejército estadounidense con el fin de proteger a los ciudadanos norteamericanos de posibles persecuciones. Por último, horas antes de abandonar la Casa Blanca, Clinton ordenó al delegado de Estados Unidos que firmara los estatutos del futuro Tribunal, a sabiendas de que la decisión no tenía la menor posibilidad de ser ratificada por el Congreso. Creado oficialmente en 2002, nada tuvo de sorprendente que el TPI –cuyo personal se caracteriza por su complacencia– rechazara investigar las operaciones estadounidenses o europeas en Irak y Afganistán, reservando sus venablos para los países de África en virtud de la siguiente máxima sobreentendida: un derecho para los ricos y otro para los pobres.

En cuanto al Consejo de Seguridad, garante (sobre el papel) del derecho internacional, su actuación habla por sí misma. Mientras que la ocupación iraquí de Kuwait en 1990 conllevó sanciones inmediatas contra Bagdad, a las que se añadió una reacción militar que movilizó a más de un millón de efectivos, la ocupación israelí de Cisjordania se prolonga desde hace más de medio siglo sin que el Consejo mueva un dedo para evitarla. En 1998-1999, tras fracasar en su intento de que se votara a favor de una resolución que le habría autorizado a atacar Yugoslavia, Estados Unidos y sus aliados se volcaron en la OTAN en flagrante violación de la Carta de las Naciones Unidas, que prohíbe las guerras de agresión. Kofi Annan, el por entonces secretario general de la ONU –designado por Washington–, explicó con toda la calma que, aunque puede que la acción de la OTAN no fuera legal, sí era, cuando menos, legítima. Cuatro años más tarde, después de que Estados Unidos y el Reino Unido atacaran Irak al margen del Consejo de Seguridad –donde Francia amenazó con oponer su veto–, Kofi Annan hizo de modo que la operación fuera respaldada retroactivamente por medio de la adopción unánime de la resolución 1483, que reconocía a ambos países como “potencias ocupantes” y les aseguraba el apoyo de las Naciones Unidas. Se puede prescindir del derecho internacional para emprender una guerra, pero es de lo más oportuno cuando de legitimarla con posterioridad se trata.

 Donde mejor es posible percibir la naturaleza discriminatoria del orden mundial nacido a raíz de la Guerra Fría es en el Tratado sobre la No Proliferación de Armas Nucleares (1968), que solo reserva a los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad el derecho a poseer y desplegar bombas de hidrógeno. Israel lleva mucho tiempo pisoteando este acuerdo y dotándose de un enorme arsenal nuclear, pero eso es algo que conviene no sacar a colación. Al mismo tiempo, las grandes potencias castigan a Corea del Norte e Irán por tratar de hacer otro tanto: una elocuente ilustración de las paradojas del derecho internacional.

La utopía como excusa

 ¿Significa eso que este derecho está desprovisto, en la práctica, de toda universalidad? No, ya que es universal en al menos un sentido: todos los Estados del planeta apelan a él para garantizar la inmunidad diplomática a su personal en el extranjero, un principio respetado de manera incondicional, incluso cuando el país anfitrión declara la guerra al país representado. Ni que decir tiene que las embajadas de los grandes Estados (y de la mayoría de los más modestos) están plagadas de agentes exclusivamente empleados en misiones de espionaje, sin el menor fundamento legal. Este género de incoherencias poco hace por embellecer los timbres del derecho internacional.

 Visto desde un punto de vista realista, en suma, este derecho no es ni propiamente internacional ni propiamente un derecho. Eso no significa que no sea una fuerza con la que haya que contar, pero se trata de una fuerza esencialmente ideológica al servicio de la potencia hegemónica y de sus aliados. Hobbes lo llamó “opinión”, y veía en ello un componente esencial para la estabilidad política de un reino: “El poder de los poderosos solo se funda en la opinión y en las creencias del pueblo” (14). Por quimérico que sea, el derecho internacional no es cosa que deba ser tomada a la ligera.

 Según Antonio Gramsci, el ejercicio de la hegemonía implica lograr que un interés particular sea considerado un valor universal, tal y como logra el lenguaje de la “comunidad internacional”. La hegemonía supone siempre, por definición, una mezcla de coacción y aprobación. En la escena internacional, la coacción escapa a menudo a la acción de la ley, mientras que la aprobación –suponiendo que se consiga– es necesariamente más débil y precaria. El derecho internacional sirve para enmascarar este desajuste, pues provee a los Estados de excusas cómodas para justificar toda acción que tengan a bien emprender, o bien la engalana de los atavíos de la moralidad de un modo totalmente desconectado de la realidad. También puede obrar la fusión entre las dos posturas: no la utopía o la excusa, sino la utopía como excusa: la responsabilidad de proteger para legitimar la destrucción de Libia, la búsqueda del apaciguamiento para justificar el estrangulamiento de Irán, y así con todo.

 Sus defensores no dudan en afirmar que más vale un derecho del que los Estados, de facto, abusan, que la ausencia total de derecho, e invocan la célebre máxima de La Rochefoucauld: “La hipocresía es un homenaje que el vicio rinde a la virtud”. Pero también podríamos darle la vuelta a la cita y definir la hipocresía como la contrahechura de la virtud por parte del vicio con el fin de disimular sus malignos propósitos. ¿Acaso otra cosa prueban el ejercicio arbitrario del poder sobre los débiles por parte de los fuertes o las guerras despiadadas libradas o provocadas en nombre de la paz?

 

Una versión larga de este texto apareció en la New Left Review, n.° 143, Londres, septiembre-octubre de 2023.

 

(1) Francisco de Vitoria, Relecciones sobre los indios (1538-1539), Espasa-Calpe, Madrid, 1946.

 

(2) Hugo Grocio, Del derecho de la guerra y de la paz, tomo 2, capítulo XL, Maxtor, Valladolid, 2020.

 

(3) Thomas Hobbes, Leviatán, parte II, “Del Estado”, capítulo 30, “De la función del representante soberano”.

 

(4) John Locke, Tratado del gobierno civil, capítulo IV, “De la propiedad de las cosas”.

 

(5) Emer de Vattel, El derecho de gentes, libro I, capítulo XVIII, “Del establecimiento de una nación en un país”.

 

(6) James Lorimer, The Institutes of the Law of Nations: A Treatise of the Jural Relations of Separate Political Communities, Edimburgo y Londres, 1883.

 

(7) Carl Schmitt, El nomos de la tierra, Editorial Comares, Granada, 2003.

 

(8) Thomas Hobbes, Leviatán, parte II, capítulo 17, “De las causas, generación y definición de un Estado”.

 

(9) John Stuart Mill, La Révolution de 1848 et ses détracteurs, Librairie Germer Baillière, París, 1875.

 

(10) Lord Salisbury, discurso en la Cámara de los Lores, 25 de julio de 1887.

 

(11) Carl Schmitt, Die Wendung zum diskriminierenden Kriegsbegriff, Berlín, 1988.

 

(12) Stephen Schlesinger, Act of Creation: The Founding of the United Nations, Westview Press, Boulder (Colorado), 2003.

 

(13) James Shea, 17 de mayo de 1999.

 

(14) Thomas Hobbes, Behemoth, diálogo I.

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