domingo, 14 de mayo de 2023

La responsabilidad de los medios .

 Ante la guerra que se avecina, alzad la voz ahora



 


En 1935 se celebró en Nueva York el Congreso de Escritores Estadounidenses, al que siguió otro dos años después. Se convocó a “cientos de poetas, novelistas, dramaturgos, críticos, escritores de relatos y periodistas” para debatir el “rápido desmoronamiento del capitalismo” y la inminencia de otra guerra. Fueron eventos emocionantes que, según se cuenta, contaron con la asistencia de 3.500 personas y otras mil fueron rechazadas.

Arthur Miller, Myra Page, Lillian Hellman y Dashiell Hammett advirtieron que el fascismo iba en aumento, a menudo disfrazado, y que los escritores y periodistas tenían la responsabilidad de alzar la voz para denunciarlo. Se leyeron telegramas de apoyo de Thomas Mann, John Steinbeck, Ernest Hemingway, C Day Lewis, Upton Sinclair y Albert Einstein. La periodista y novelista Martha Gellhorn habló a favor de los desamparados y los desempleados y de “todos los que estamos bajo la sombra de un gran poder violento”

Martha, quien llegó a ser buena amiga mía, me dijo más tarde mientras bebía su habitual vaso de Famous Grouse con soda: «Sentía una inmensa responsabilidad como periodista. Había sido testigo de las injusticias y el sufrimiento causados por la Depresión, y sabía, todos sabíamos, lo que se avecinaba si no rompíamos el silencio». Sus palabras resuenan en los silencios de hoy, silencios llenos de un consenso de propaganda que contamina casi todo lo que leemos, vemos y escuchamos. Permítanme darles un ejemplo:

El “Peligro Amarillo”

El 7 de marzo los dos periódicos más antiguos de Australia, el Sydney Morning Herald y The Age, publicaron varias páginas sobre «la amenaza inminente» de China. Pintaron de rojo el Océano Pacífico. Los ojos chinos eran marciales y amenazantes. El Peligro Amarillo estaba a punto de caer sobre nosotros como por el peso de la gravedad.

No se dio ninguna razón lógica para explicar el supuesto ataque de China contra Australia. El «panel de expertos» no presentó ninguna prueba creíble. Uno de ellos es un exdirector del Instituto de Política Estratégica de Australia, una pantalla del Departamento de Defensa de Canberra, el Pentágono de Washington, los gobiernos de Gran Bretaña, Japón y Taiwán, y la industria bélica occidental.

«Beijing podría atacar dentro de tres años», advertían. «No estamos preparados». Se destinarán miles de millones de dólares a submarinos nucleares estadounidenses, pero eso, al parecer, no es suficiente. «Las vacaciones de Australia de la historia han terminado», sea lo que sea que eso signifique.

No existe ninguna amenaza para Australia, ninguna. El lejano «país afortunado» no tiene enemigos, y mucho menos China, su socio comercial más importante. Sin embargo, atacar a China, basándose en la larga historia de racismo de Australia hacia Asia, se ha convertido en una especie de deporte para los autoproclamados «expertos». ¿Qué piensan los chino-australianos al respecto? Muchos están confundidos y tienen miedo.

Los autores de este grotesco intento de agitar los ánimos y rendir pleitesía al poder estadounidense son Peter Hartcher y Matthew Knott, supuestamente «reporteros de seguridad nacional». Recuerdo a Hartcher por sus viajes pagados por el gobierno israelí. El otro, Knott, es la voz de los hombres con traje de Canberra. Ninguno de los dos ha visitado nunca una zona de guerra y sus extremos de degradación y sufrimiento humano.

¿Dónde están las voces que se oponen?

«¿Cómo llegamos a esto?» diría Martha Gellhorn si estuviera aquí. «¿Dónde están las voces que se oponen? ¿Dónde está la camaradería?»

Esas voces se escuchan en el samizdat de este sitio web y de otros. En literatura, personajes como John Steinbeck, Carson McCullers o George Orwell han quedado obsoletos. Ahora manda el posmodernismo. El liberalismo ha ascendido en su escala política. Una socialdemocracia antaño somnolienta, Australia, ha promulgado una red de nuevas leyes que protegen el poder secreto y autoritario e impiden el derecho a saber. Los denunciantes de conciencia son proscritos y juzgados en secreto. Una ley especialmente siniestra prohíbe la «injerencia extranjera» de quienes trabajan para empresas extranjeras. ¿Qué significa esto?

La democracia es ahora teórica; lo que existe es una élite empresarial todopoderosa fusionada con el Estado y las demandas de «identidad». Los almirantes estadounidenses cobran miles de dólares al día del contribuyente australiano por su «asesoramiento». En todo Occidente nuestra imaginación política ha sido pacificada por las relaciones públicas y distraída por las intrigas de políticos corruptos de muy baja estofa: un Boris Johnson, un Trump, un Sleepy Joe Biden o un Zelensky.

Ningún congreso de escritores en 2023 se preocupa por el «desmoronamiento del capitalismo» y las provocaciones letales de «nuestros» líderes. El más infame de ellos, Tony Blair, un criminal prima facie según los Valores de Nuremberg, es libre y rico. Julian Assange, que desafió a los periodistas a demostrar que sus lectores tenían derecho a saber, se encuentra en su segunda década de encarcelamiento.

El auge del fascismo en Europa es indiscutible. O del «neonazismo» o el «nacionalismo extremo», como prefieran. Ucrania, como colmena fascista de la Europa moderna, ha visto resurgir el culto a Stepan Bandera, el apasionado antisemita y asesino de masas que alabó la «política judía» de Hitler que masacró a 1,5 millones de judíos ucranianos. “Pondremos vuestras cabezas a los pies de Hitler», proclamaba un panfleto banderista dirigido a los judíos ucranianos.

En la actualidad Bandera es venerado como un héroe en Ucrania occidental, y la Unión Europea y Estados Unidos han pagado decenas de estatuas suyas y de sus compañeros fascistas en sustitución de los monumentos a los gigantes de la cultura rusa y de otros que liberaron a Ucrania de los nazis originales.

En 2014, los neonazis desempeñaron un papel clave en un golpe de Estado financiado por Estados Unidos contra el presidente electo, Víktor Yanukóvich, acusado de ser «pro-Moscú». El régimen golpista incluía a destacados «nacionalistas extremistas», nazis en todo menos en el nombre.

Al principio la BBC y los medios de comunicación europeos y estadounidenses informaron ampliamente de ello. En 2019 la revista Time presentó las ‘milicias supremacistas blancas’ activas en Ucrania. NBC News informó: “El problema nazi de Ucrania es real”. La inmolación de sindicalistas en Odessa fue filmada y documentada.

Encabezados por el regimiento Azov, cuya insignia, el «Wolfsangel», se hizo tristemente célebre por las SS alemanas, los militares ucranianos invadieron la región oriental rusohablante de Donbás. Según Naciones Unidas, 14.000 personas murieron en el este. Siete años después, cuando Occidente saboteó las negociaciones de paz de Minsk, como confesó Angela Merkel, el Ejército Rojo invadió Ucrania.

Esta versión de los hechos no fue difundida en Occidente. Pronunciarla siquiera supone la acusación de “defender a Putin», independientemente de que el autor (como yo mismo) haya condenado la invasión rusa. Comprender la extrema provocación que suponía para Moscú una frontera armada por la OTAN, la misma frontera por la que invadió Hitler, es un anatema.

Los periodistas que viajaron al Donbas fueron silenciados o incluso acosados en su propio país. El periodista alemán Patrik Baab perdió su trabajo y a una joven reportera free lance alemana, Alina Lipp, le embargaron su cuenta bancaria.

En Gran Bretaña, el silencio de la intelectualidad liberal es el silencio de la intimidación. Temas de Estado como Ucrania e Israel deben evitarse si se quiere conservar un trabajo en el campus o una plaza de profesor. Lo que le sucedió a Jeremy Corbyn en 2019 se repite en los campus universitarios donde los opositores al apartheid de Israel son calumniados a la ligera como antisemitas.

El profesor David Miller, irónicamente la principal autoridad del país en propaganda moderna, fue despedido de la Universidad de Bristol por sugerir públicamente que los «activos» de Israel en Gran Bretaña y sus grupos de presión política ejercían una influencia desproporcionada en todo el mundo, un hecho del que existen numerosas pruebas.

La universidad contrató a un destacado abogado para que investigara el caso de forma independiente. Su informe exoneró a Miller en la «importante cuestión de la libertad de expresión académica» y concluyó que «los comentarios del profesor Miller no constituían un discurso ilegal». Sin embargo, Bristol lo despidió. El mensaje es claro: Israel tiene inmunidad, no importa el ultraje que cometa, y sus críticos deben ser castigados.

Hace unos años, Terry Eagleton, entonces profesor de literatura inglesa en la Universidad de Manchester, consideraba que «por primera vez en dos siglos, no hay ningún eminente poeta, dramaturgo o novelista británico dispuesto a cuestionar los fundamentos del modo de vida occidental».

Ningún Shelley habla en nombre los pobres, ningún Blake defiende los sueños utópicos, ningún Byron condena la corrupción de la clase dominante, ningún Thomas Carlyle o John Ruskin revela el desastre moral del capitalismo. William Morris, Oscar Wilde, HG Wells, George Bernard Shaw no tenían equivalentes hoy en día. Entonces vivía Harold Pinter, «el último en alzar la voz», escribió Eagleton.

¿De dónde procede el posmodernismo, el rechazo de la política real y de la auténtica disidencia? La publicación en 1970 del bestseller de Charles Reich, El reverdecer de América, ofrece una pista.  Estados Unidos se encontraba entonces en un estado de agitación: Nixon ocupaba la Casa Blanca, una resistencia civil, conocida como «el movimiento», había irrumpido desde los márgenes de la sociedad en medio de una guerra que afectaba a casi todo el mundo. En alianza con el movimiento por los derechos civiles, presentaba el desafío más serio al poder de Washington desde hacía un siglo.

En la portada del libro de Reich aparecían estas palabras: “Se avecina una revolución. No será como las revoluciones del pasado. Se originará en el individuo».

Por aquel entonces yo era corresponsal en Estados Unidos y recuerdo la ascensión de la noche a la mañana a la categoría de gurú de Reich, un joven académico de Yale. El New Yorker había publicado por entregas su libro, cuyo mensaje era que «la acción política y la verdad» de los años sesenta habían fracasado y sólo «la cultura y la introspección» cambiarían el mundo. Daba la impresión de que el hippismo se apoderaba de la clase consumidora.  Y en cierto sentido así era.

En pocos años, el culto al «yo» prácticamente había anulado el sentido de la solidaridad, la justicia social y el internacionalismo de muchas personas. Clase, género y raza estaban separados. Lo personal era lo político y los medios eran el mensaje. Ganad dinero, se decía.

En cuanto al «movimiento», su esperanza y sus canciones, los años de Ronald Reagan y Bill Clinton acabaron con todo eso. La policía estaba ahora en guerra abierta contra los negros; las tristemente célebres leyes de bienestar de Clinton batieron récords mundiales en el número de personas, en su mayoría negras, que enviaron a la cárcel.

Cuando ocurrió el 11-S, la fabricación de nuevas «amenazas» en la «frontera de América» (como llamaba al mundo el Proyecto para un Nuevo Siglo Americano) completó la desorientación política de quienes, 20 años antes, habrían formado una vehemente oposición.

Estados Unidos contra el mundo

En los años transcurridos desde entonces Estados Unidos ha entrado en guerra con el mundo. Según un informe ampliamente ignorado de Médicos por la Responsabilidad Social, Médicos por la Supervivencia Global y la Asociación Internacional de Médicos para la Prevención de la Guerra Nuclear, galardonados con el Premio Nobel, el número de muertos en la «guerra contra el terror» de Estados Unidos ha sido de «al menos» 1,3 millones en Afganistán, Irak y Pakistán.

Esta cifra no incluye los muertos de las otras guerras dirigidas y alimentadas por Estados Unidos en Yemen, Libia, Siria, Somalia y otros países. La cifra real, según el informe, «bien podría ser superior a 2 millones, aproximadamente diez veces mayor que la que el público, los expertos y los responsables de la toma de decisiones conocen y [es] propagada por los medios de comunicación y las principales ONG».

“Al menos» un millón de personas fueron asesinadas en Irak, dicen los médicos, el equivalente al 5% de la población.

La enormidad de esta violencia y sufrimiento parece no tener cabida en la conciencia occidental. “Nadie sabe cuántos» es el estribillo propagado por los medios de comunicación. Blair y George W. Bush –y Jack Straw, Dick Cheney, Colin Powell y Donald Rumsfeld entre otros– nunca corrieron el riesgo de ser procesados. El maestro de propaganda de Blair, Alistair Campbell, es celebrado como una «personalidad mediática».

En 2003, grabé una entrevista en Washington con Charles Lewis, el aclamado periodista de investigación. Hablamos de la invasión de Irak de unos meses antes. Le pregunté: «¿Qué habría ocurrido si los medios de comunicación más libres del mundo hubieran cuestionado seriamente a George W. Bush y Donald Rumsfeld e investigado sus afirmaciones, en lugar de difundir lo que resultó ser burda propaganda?». El respondió: “Si los periodistas hubiéramos hecho nuestro trabajo, es muy, muy probable que no hubiéramos ido a la guerra de Irak».

Hice la misma pregunta a Dan Rather, el famoso presentador de la CBS, que me dio la misma respuesta.  David Rose, del Observer, que había promovido la «amenaza» de Sadam Husein, y Rageh Omaar, entonces corresponsal de la BBC en Iraq, me dieron la misma respuesta. El admirable arrepentimiento de Rose por haber sido «engañado», hablaba en nombre de muchos periodistas que carecían de su valor para decirlo.

Merece la pena repetirlo: Si los periodistas hubieran hecho su trabajo, si hubieran cuestionado e investigado la propaganda en lugar de amplificarla, un millón de hombres, mujeres y niños iraquíes podrían estar vivos hoy; millones podrían no haber huido de sus hogares; la guerra sectaria entre suníes y chiíes podría no haber estallado, y el Estado Islámico podría no haber existido.

Si proyectamos esta verdad sobre las guerras de rapiña desencadenadas desde 1945 por Estados Unidos y sus «aliados», la conclusión es sobrecogedora. ¿Se habla alguna vez de esto en las facultades de periodismo?

Hoy en día, la guerra por los medios de comunicación es una tarea clave del llamado periodismo dominante, que recuerda a la descrita por un fiscal de Núremberg en 1945: “Antes de cada gran agresión, con algunas pocas excepciones basadas en la conveniencia, iniciaban una campaña de prensa calculada para debilitar a sus víctimas y preparar psicológicamente al pueblo alemán… En el sistema de propaganda… la prensa diaria y la radio eran las armas más importantes”.

El belicismo del premio Nobel de la Paz

Uno de los hilos persistentes en la vida política estadounidense es un extremismo sectario que se acerca al fascismo. Aunque se le atribuye a Trump, fue durante los dos mandatos de Obama cuando la política exterior estadounidense coqueteó seriamente con el fascismo. De esto apenas se informó.

“Creo en el excepcionalismo estadounidense con cada fibra de mi ser”, dijo Obama, que expandió un pasatiempo presidencial favorito, los bombardeos, y los escuadrones de la muerte conocidos como ‘operaciones especiales’ como ningún otro presidente lo había hecho desde los inicios de la Guerra Fría.

Según un estudio del Council on Foreign Relations, en 2016 Obama lanzó 26.171 bombas. Es decir, 72 bombas cada día. Bombardeó a los más pobres y a la gente de color: en Afganistán, Libia, Yemen, Somalia, Siria, Irak y Pakistán.

Cada martes, según el New York Times, seleccionaba personalmente a quienes serían asesinados por misiles de fuego infernal disparados desde drones. Se atacaba a bodas, funerales, pastores y a quienes intentaban recoger los trozos de cadáveres que adornaban el «objetivo terrorista».

Un destacado senador republicano, Lindsey Graham, estimó con satisfacción que los drones de Obama habían matado a 4.700 personas. “A veces matas a gente inocente, algo que yo odio – dijo– pero hemos eliminado a algunos miembros muy importantes de Al Qaeda».

En 2011, Obama declaró a los medios de comunicación que el presidente libio Muamar el Gadafi estaba planeando un «genocidio» contra su propio pueblo. “Sabíamos –dijo– que si esperábamos un día más, Bengasi, una ciudad del tamaño de Charlotte [Carolina del Norte], podría sufrir una masacre que habría repercutido en toda la región y manchado la conciencia del mundo».

Era una mentira. La única “amenaza” era la inminente derrota de los islamistas fanáticos por las fuerzas armadas libias. Con sus planes para resucitar en panafricanismo independiente, una moneda y un banco africanos, todo ello a partir del petróleo libio, Gadafi era considerado un enemigo del colonialismo occidental en el continente en el que Libia era el segundo Estado más moderno.

El objetivo era destruir la “amenaza” de Gadafi y su Estado moderno. Con el apoyo de Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia, la OTAN lanzó 9.700 operaciones contra Libia. Un tercio se dirigió contra infraestructuras y objetivos civiles, informó la ONU. Se utilizaron ojivas de uranio y los bombardeos arrasaron las ciudades de Misurata y Sirte. La Cruz Roja identificó fosas comunes y Unicef informó de que «la mayoría [de los niños asesinados] eran menores de diez años».

Cuando Hillary Clinton, la secretaria de Estado de Obama, fue informada de que Gadafi había sido capturado por los insurrectos y sodomizado con una bayoneta, se echó a reír y declaró a la cámara: “¡Llegamos, vimos y murió!”.

El 14 de septiembre de 2016 el Comité de Asuntos Exteriores de la Casa de los Comunes de Londres informó de las conclusiones de un estudio de un año de duración sobre el ataque de la OTAN a Libia, basado en lo que el estudio describió como un «arsenal de mentiras», incluida la historia de la masacre de Bengasi.

El bombardeo de la OTAN provocó un desastre humanitario en Libia, supuso la muerte de miles de personas y el desplazamiento de cientos de miles más, transformando a Libia del país africano con más alto nivel de vida en un Estado fallido devastado por la guerra.

Con Obama, Estados Unidos amplió las operaciones secretas de las «fuerzas especiales» a 138 países, es decir, al 70% de la población mundial. El primer presidente afroamericano lanzó lo que equivaldría a una invasión a gran escala de África.

Con reminiscencias del Reparto de África del siglo XIX, el Comando Africano de Estados Unidos (Africom) ha construido desde entonces una red de suplicantes entre los regímenes africanos colaboradores deseosos de recibir los sobornos y armamento estadounidenses. La doctrina «soldado a soldado» del Africom implica la participación de oficiales estadounidenses en todos los niveles de mando, desde general hasta suboficial. Sólo faltan los salacots.

Es como si la orgullosa historia de liberación africana, de Patrice Lumumba a Nelson Mandela, hubiera sido condenada al olvido por la élite colonial negra del nuevo amo blanco. La «misión histórica» de esta élite, advirtió el sagaz Frantz Fanon, es la promoción de «un capitalismo rampante aunque camuflado».

El año en que la OTAN invadió Libia, 2011, Obama anunció lo que se conoció como el «giro hacia Asia». Casi dos tercios de las fuerzas navales estadounidenses se trasladarían a Asia-Pacífico para «hacer frente a la amenaza de China», en palabras de su Secretario de Defensa. No había ninguna amenaza por parte de China; había una amenaza a China por parte de Estados Unidos: alrededor de 400 bases militares estadounidenses forman un arco que rodea el corazón industrial chino, lo que un oficial del Pentágono describió con orgullo como una “soga”.

Al mismo tiempo Obama colocó misiles en Europa Oriental apuntando hacia Rusia. Fue precisamente el beatificado premio Nobel de la Paz quien incrementó el gasto en cabezas nucleares hasta un nivel superior al de cualquier otra administración estadounidense desde la Guerra Fría; eso después de haber prometido en un emotivo discurso pronunciado en Praga en 2009 que “ayudaría a librar al mundo de las armas nucleares”.

Obama y su Administración sabían demasiado bien que el golpe de Estado que su secretaria de Estado adjunta, Victoria Nuland, fue a supervisar contra el gobierno de Ucrania en 2014 provocaría una respuesta rusa y probablemente llevaría a la guerra. Y así ha sido.

Nuestra propaganda

Escribo esto el 30 de abril, aniversario del último día de la guerra más larga del siglo XX, en Vietnam, de la que fui reportero. Yo era muy joven cuando llegué a Saigón y allí aprendí mucho. Aprendí a reconocer el zumbido característico de los motores de los gigantescos B-52, que dejaban caer desde lo alto de las nubes las bombas que provocaban una carnicería y no perdonaban a nada ni a nadie; aprendí a no apartar la vista ante un árbol calcinado festoneado con partes humanas; aprendí a valorar la bondad como nunca antes; aprendí que Joseph Heller tenía razón en su magistral novela Trampa-22 (Catch-22): que la guerra no era apta para personas cuerdas; y aprendí sobre «nuestra» propaganda.

A lo largo de toda esa guerra, la propaganda afirmaba que una victoria de Vietnam contagiaría su enfermedad comunista al resto de Asia, permitiendo que el Gran Peligro Amarillo se extendiera por el norte. Los países caerían en un efecto dominó.

El Vietnam de Ho Chi Minh salió victorioso y no ocurrió nada de lo anterior. En cambio, la civilización vietnamita floreció, lo cual resulta notable, a pesar del alto precio que tuvo que pagar: tres millones de muertos. Los mutilados, los deformes, los adictos, los envenenados, los desaparecidos.

Si los actuales propagandistas consiguen su guerra con China, esto será solo una fracción de lo que se avecina. Alzad la voz.

John Pilger es un periodista de investigación australiano residente en Londres galardonado con múltiples premios en Reino Unido. Se le puede seguir en su sitio web www.johnpilger.com

Fuente: https://www.counterpunch.org/2023/05/02/the-coming-war-speak-up-now/.

Traducido para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo

viernes, 12 de mayo de 2023

Represión política en Ucrania


Las personas que se oponen al Gobierno actual están detenidas o muertas


 





Ucrania fue considerada durante mucho tiempo el país más libre del espacio postsoviético. Hasta hace diez años, partidos políticos y organizaciones públicas de todos los colores y una variedad de medios de comunicación actuaban libremente en nuestro Estado y adversarios políticos, periodistas y activistas podían criticar abiertamente y sin temor a las autoridades. Cualquier intento de evitar la crítica a las actividades de las autoridades se convertía en causa de un gran escándalo, por lo que se producían pocos de esos intentos.










Pero todo cambió espectacularmente desde [las manifestaciones y disturbios de] el Euromaidán de 2014. El régimen oligárquico de extrema derecha que asumió el poder con una ideología nacionalista comenzó a perseguir a sus oponentes utilizando métodos terroristas.


El ejemplo más trágico no ya de persecución sino de asesinatos por parte del régimen gobernante de Kiev contra oponentes ideológicos se produjo en Odessa el 2 de mayo de 2014, cuando militantes nacionalistas con la plena connivencia y asistencia de las autoridades impidieron las actividades antifascistas que tenían lugar en la Casa de los Sindicatos prendiendo fuego al edificio, lo que provocó que muchas personas se arrojaran por las ventanas para huir de las llamas y acabaran su vida al impactar contra el suelo. Más de 40 personas murieron entonces, entre ellas Vadim Papura, miembro del Komsomol (el sindicato de jóvenes comunistas) así como Andrei Brazhevsky, miembro de la organización de izquierdas Borotbá.

Nadie fue nunca castigado por este crimen, aunque quienes participaron en el atentado quedaron registrados en muchas fotografías y videos. Por si eso fuera poco, uno de los organizadores de la masacre se convirtió posteriormente en portavoz del Parlamento Ucraniano y otro entró en dicho parlamento en las listas del partido del antiguo presidente Poroshenko.

Igual ha ocurrido con los asesinos de varios políticos y periodistas bien conocidos de la oposición muertos desde 2014: la exdiputada del Partido Socialista de Ucrania Valentina Semenyuk-Samsonenko, (asesinato disfrazado de suicidio, 27 de agosto de 2014); el exdiputado, organizador de acciones opositoras Oleg Kalashnikov (asesinado el 15 de abril de 2015); el popular escritor y publicista antifascista Oles Buzina (asesinado el 16 de abril de 2015) y muchos otros. Del mismo modo, las actividades del mayor partido de izquierdas del país en aquel momento, el Partido Comunista de Ucrania fueron prohibidas.

Además, políticos, periodistas y activistas de mentalidad opositora, muchos de ellos de izquierdas, han sido golpeados, arrestados y encarcelados en los últimos años en base a falsos cargos de “alta traición” y otras acusaciones manifiestamente políticas. Esto fue así, en concreto, con los periodistas Vasily Muravitsky, Dmitry Vasilets, Pavel Volkov, y el activista proderechos humanos Ruslan Kotsaba, entre otros. Resulta característico que una vez en los tribunales, y a pesar de la presión de las autoridades, estas acusaciones por lo general se desmoronan y resultas ser completamente insostenibles.

La situación política se ha ido agravando año tras año, especialmente desde que Vladimir Zelensky se convirtió en el presidente de Ucrania. La razón formal para la completa eliminación de los restos de las libertades civiles y el inicio de una represión política abierta fue el conflicto militar que comenzó en Ucrania en febrero de 2022.

Todos los partidos de la oposición en Ucrania, la mayoría de izquierdas, entre los que se encuentra la Unión de Fuerzas de Izquierda (por un Nuevo Socialismo) bajo mi dirección, fueron prohibidos en base a acusaciones inventadas y falsas de ser “prorrusos”.

Al mismo tiempo, el único miembro del parlamento ucraniano que fue abiertamente a trabajar en las autoridades creadas por Rusia en el territorio de Ucrania, Oleksiy Kovalyov, representaba al partido del presidente Zelensky, Servidor del Pueblo. Además, durante toda la guerra, el partido gobernante se ha visto sacudido por sonados escándalos de corrupción que socavan la autoridad de los representantes públicos a los ojos del pueblo y destruyen los restos de autoridad de Ucrania a los ojos de la comunidad mundial (los casos del Jefe Adjunto de la Oficina del Presidente Kyrylo Timoshenko, el Ministro de Defensa Oleksiy Reznikov y su adjunto Vyacheslav Shapovalov, el Viceministro de Desarrollo de Comunidades, Territorios e Infraestructuras Vasily Lozinsky, Presidente del Consejo de Naftogaz Ukrainy Andriy Kobolev, Jefe de la Administración Militar Regional de Dnepropetrovsk Valentyn Reznichenko y otros). A pesar de que esta «actividad» del partido gobernante sea una amenaza directa para la seguridad y la existencia del país, por alguna razón aún no ha sido prohibida por las autoridades.

El Servicio de Seguridad de Ucrania (SBU) detuvo a diversos líderes de opinión y periodistas que antes de la guerra hicieron comentarios en los medios de comunicación y criticaron al gobierno. Todos ellos fueron acusados de fomentar una postura prorrusa, alta traición, espionaje, propaganda, etc.

Una larga lista de detenciones, desapariciones y muertes

En febrero-marzo de 2022 conocidos blogueros y periodistas fueron detenidos acusados de alta traición e ingresados en centros de detención preventiva (SIZO), como Dmitry Dzhangirov (de ideología izquierdista, colaboró con nuestro partido), Yan Taksyur (de ideología izquierdista), Dmitry Marunich, Mikhail Pogrebinsky, Yuri Tkachev, etc. El motivo de su detención no fue en absoluto el de traición, sino el temor de las autoridades a su posición pública, que no coincidía con la oficial.

En marzo de 2022 el historiador Alexander Karevin, conocido por su ciudadanía activa, desapareció sin dejar rastro después de que agentes del SBU visitaran su casa. Karevin había criticado duramente en repetidas ocasiones la actuación de las autoridades ucranianas en el ámbito de las humanidades, la política lingüística y la política de memoria histórica.

En febrero de 2023 Dmitry Skvortsov, publicista y bloguero ortodoxo, fue detenido en un monasterio cercano a Kiev e ingresado en un centro de detención preventiva.

En marzo de 2022, en Kiev, la abogada y activista de derechos humanos conocida por su posición antifascista, Olena Berezhnaya, fue enviada a un centro de detención preventiva bajo sospecha de traición (en virtud del Artículo 111 del Código Penal). Esta activista había hablado ante el Consejo de Seguridad de la ONU en diciembre de 2021 sobre la ilegalidad de lo que estaba aconteciendo en Ucrania.

El 3 de marzo de 2022 los hermanos Alexander y Mikhail Kononovichi, activistas antifascistas, fueron detenidos en Kiev acusados de violar el Artículo 109 del Código Penal de Ucrania («acciones dirigidas a cambiar por la fuerza el orden constitucional o tomar el poder del Estado»). Se les ingresó en un centro de detención preventiva hasta finales de 2022 donde fueron golpeados y torturados, y se les negó la asistencia médica oportuna.

En mayo de 2022, en Dnipró, el SBU detuvo a Mikhail Tsarev, hermano del excandidato presidencial Oleg Tsarev, acusado de «desestabilizar la situación sociopolítica en la región». En diciembre de 2022 fue condenado por terrorismo a 5 años de prisión.

El 7 de marzo de 2022 seis activistas de la organización opositora Patriotas por la Vida desaparecieron sin dejar rastro en Severodonetsk y en mayo uno de los líderes del grupo Azov, Maxim Zhorin, publicó en Internet una foto de sus cadáveres, afirmando que «habían sido ejecutados», y que su asesinato estaba relacionado con su cargo y había sido llevado a cabo por estructuras paramilitares.

El 12 de enero de 2023 Sergei Titov, residente en Belaya Tserkov, una persona discapacitada medio ciega con una enfermedad mental, fue arrestado e ingresado en un centro de detención preventiva por «saboteador». El 2 de marzo se informó de que había muerto en dicho centro.

Desde noviembre de 2022 Dmitry Shymko, de Khmelnytsky, está en los calabozos por sus convicciones políticas.

Cientos de personas perseguidas por distribuir contenido político en Internet

Las autoridades han tomado bajo un férreo control el espacio informativo de Ucrania, incluido Internet. Cualquier publicación personal de los ciudadanos sobre errores en el frente, sobre la corrupción de las autoridades y los militares o sobre las mentiras de los funcionarios se declara delito. Estas personas, así como los blogueros y los administradores de los canales de Telegram, son objeto de acoso por parte de la policía y el Servicio de Seguridad.

Según el SBU, en la primavera de este año fueron bloqueados 26 canales de Telegram en los que la gente se informaba mutuamente sobre las convocatorias de movilización. Se realizaron registros a seis administradores públicos considerados sospechosos. De ese modo se bloquearon páginas que funcionaban en las regiones de Ivano-Frankivsk, Cherkasy, Vinnitsa, Chernivtsi, Kiev, Lviv y Odessa, a las que estaban suscritos más de 400.000 usuarios. Los administradores de dichas páginas se enfrentan a diez años de cárcel.

En marzo de 2022 se introdujo en el Código Penal de Ucrania el artículo 436-2 sobre la «Justificación, reconocimiento como lícita, negación de la agresión armada de la Federación Rusa contra Ucrania, glorificación de sus participantes», que en realidad va dirigido contra cualquier ciudadano de Ucrania que opine algo diferente de la postura política oficial.

Esta norma está formulada de tal manera que, en esencia, prevé castigar el «delito de pensamiento»: palabras, frases pronunciadas no sólo en público, sino también en una conversación privada, escritas en un canal privado o en un mensaje SMS enviado por teléfono. De hecho, estamos hablando de una invasión de la vida privada de los ciudadanos, de sus pensamientos. Esto se ha visto confirmado por la aplicación de la ley: a fecha de marzo de 2023, hay 380 condenas en el registro de resoluciones judiciales por simples conversaciones en la calle y “likes” en Internet, incluyendo penas reales de prisión.

Así, en junio de 2022, en Dnipró, un residente de Mariupol que en marzo de 2022 afirmó que los bombardeos contra la población civil y las infraestructuras civiles de Mariupol habían sido llevados a cabo por militares de las Fuerzas Armadas de Ucrania fue condenado a 5 años de prisión. Otra sentencia, basada en una conversación telefónica en marzo de 2023, fue dictada contra un residente de Odessa, condenado a dos años de libertad condicional por conversaciones «antipatrióticas y antiestatales» a través de un teléfono móvil.

Una residente del pueblo de Maly Bobrik en la región de Sumy, que en abril de 2022, estando en su patio en presencia de tres personas, aprobó las acciones de las autoridades rusas en relación con Ucrania y que luego no admitió su culpabilidad, fue condenada en virtud del Artículo 436-2 del Código Penal en junio de 2022 a una pena real de seis meses de prisión.

Al menos 25 ucranianos han sido condenados por «actividades antiucranianas» en las redes sociales. Según la investigación, estos residentes en Ucrania distribuían símbolos «Z», banderas rusas en sus páginas y calificaban la invasión de «liberación».

También se impusieron condenas no a quienes distribuyeron tales publicaciones, sino que sólo les «gustaron» (expresaron su aprobación en las redes sociales) -al menos los textos de dos sentencias dicen que los llamados «me gusta» tenían el objetivo de «llevar la idea a un amplio abanico de personas cambiando las fronteras del territorio de Ucrania» y «justificar la agresión armada de la Federación Rusa». La justificación por parte de los investigadores fue que las páginas personales tienen acceso abierto, y las publicaciones con «me gusta» pueden ser vistas por muchas personas.

Así, en mayo de 2022, en Uman, una pensionista fue condenada a dos años de prisión con un período de prueba de un año por el hecho de que «debido al rechazo a las actuales autoridades ucranianas […] puso los llamados «me gusta» en la red de Internet Odnoklassniki a una serie de publicaciones que justifican la agresión armada de la Federación de Rusia contra Ucrania».

En Kremenchug en mayo de 2022, de acuerdo con el Artículo 436-2 del Código Penal de Ucrania, fue condenado un ciudadano de Ucrania, que bajo un apodo habló en Odnoklassniki sobre los nazis en Ucrania y el desarrollo de armas biológicas financiadas por el Pentágono.

La represión empleada por el actual gobierno para luchar contra quienes discrepan ha convertido a Ucrania en el estado más carente de libertad de Europa, en un Estado en el que cualquier persona que se atreva a oponerse a las autoridades, a la oligarquía, al nacionalismo y al neonazismo arriesga la libertad y, a menudo, la vida.

Solicitamos toda la difusión posible de esta información, ya que en la situación actual solo una amplia publicidad internacional de los hechos presentados en este artículo puede ayudar a salvar a miles de personas cuya libertad y vida están ahora amenazadas en Ucrania.

Maxim Goldarb es el Presidente de la Unión de Fuerzas de Izquierda (por un Nuevo Socialismo)


Traducido del inglés para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo

https://rebelion.org/las-personas-que-se-oponen-al-gobierno-actual-estan-detenidas-o-muertas/



miércoles, 10 de mayo de 2023

Fascismo y el miedo a la libertad .

Fascismo, narcisismo colectivo y el miedo a la libertad

 Jorge Majfud  

                                                                       


Fuentes: Rebelión - Imagen: "Narciso", Michelangelo Merisi da Caravaggio, 1594-1596.

Las investigaciones psicológicas sobre narcisismo en las últimas generaciones no han llegado a una conclusión clara. Tal vez porque todas, aunque buscan entender un fenómeno colectivo, se centran en el estudio de individuos.

La discusión es menos ambigua cuando, por ejemplo, consideramos los nuevos medios de comunicación que se benefician económicamente de “la globalización del yo”, aunque sea tan fugaz como una pompa de jabón, representada en prácticas obsesivas como las selfies y la publicación de hechos personales e irrelevantes, algo ausente en las generaciones anteriores a excepción de las vedettes y de algunas pocas celebridades. Si antes un hecho ocurrido en el barrio no era real si no aparecía en la televisión, hoy la experiencia de felicidad por un viaje o por el nacimiento de un hijo no es real (o no es completa) si el individuo no se lo cuenta al mundo entero. Así, al mismo tiempo que las relaciones comunitarias desaparecen, el ego narcisista se disuelve en el espejo de una comunidad anónima, inexistente.

Existe un entendido popular de que tanto en el comunismo como en el fascismo el individuo desaparece. Paradójicamente, la narrativa es la contraria cuando se refiere al individualismo capitalista. Pero individuo e individualismo, como libertad y liberalismo no son equivalentes sino opuestos. El neofascismo tiene más que ver con los segundos. Veamos.

En El miedo a la libertad, Erich Fromm adelantó en 1941 la idea de que el individuo escapa de la incertidumbre renunciando a su libertad y poniéndola en manos de una autoridad o de una creencia. Por ejemplo, la predestinación calvinista como solución a la inestabilidad creada por el capitalismo. Esta ha sido una práctica común por milenos: el individuo pone su fe en un profeta o en un sistema religioso y calma así su ansiedad ante la posibilidad de cometer un error capital, sea en este mundo como en el más allá (nos detuvimos en esto en Crítica de la pasión pura, 1998). De la misma forma, el ritual, opuesto a la festividad, es la necesidad de poner orden y predictibilidad en un mundo impredecible y fuera de control. También la obsesión fascista sobre el pasado es el miedo al futuro de un presente inestable.

Los estudios psicológicos actuales no consideran el narcisismo colectivo, tribal (el neofascismo) que, en cualquier caso, no trasciende nunca las fronteras nacionales porque se define en su necesidad de combatir un antagónico que supone una amenaza a la existencia de su tribu. De ahí su recurrente obsesión a los símbolos y rituales: banderas, escudos, eslóganes, juramentos, tatuajes, ceremonias de iniciación, de salvación, gritos, gesticulaciones y todo tipo de lenguaje primitivo, no verbal. Al fin y al cabo, no dejamos de ser primates caídos de los árboles.

La mayor expresión de narcisismo colectivo en la historia es el nacionalismo. En sus orígenes no estaba tan definido por fronteras como por una etnia. Luego, como colección de etnias, por una religión. Todos los pueblos fundados en el nacionalismo se definieron como elegidos por sus dioses. El más conocido por la tradición occidental es el pueblo hebreo y, más recientemente, los imperios modernos, desde el inglés hasta el Destino manifiesto del Estados Unidos en plena expansión territorial durante el siglo XIX.

Este narcisismo colectivo se agrava en tiempos de crisis, como ocurrió en Europa hace un siglo: la inestabilidad económica, el orgullo herido y la propaganda de los nuevos medios conformaron la tríada perfecta y necesaria para el resurgimiento cíclico del fascismo. El fascismo necesita mirar hacia el pasado y ver hechos mitológicos que nunca existieron o fueron magnificados como santos, heroicos y grandiosos. Es la psicología de la inestabilidad y del miedo en búsqueda de la solidez de un pasado fácil de manipular por el deseo y la propaganda.

Hoy la propaganda de la radio ha sido sustituida por la propaganda de los medios digitales, de las redes sociales. Si bien como principio el fascismo no es ideológicamente consistente con el capitalismo y menos con el liberalismo clásico, ambos, capitalismo y liberalismo se han casado, una vez más, con el fascismo como lo hicieron antes con el imperialismo. Es la conciencia de la decadencia nacional, de la pérdida de los privilegios simbólicos, como la de un trabajador empobrecido o de un mendigo orgulloso de su imperio.

Ahora, si consideramos qué relación tienen los dos datos más duros de la realidad actual, por un lado (1) el surgimiento de la extrema derecha fascista y nacionalista y (2) la hiper concentración de los capitales y del poder financiero en grupos e individuos que se cuentan con los dedos de una mano, creo que es razonable concluir que la popularidad del fascismo no es necesariamente consistente con la hiper acumulación económica del capitalismo, pero es la mejor forma de bloquear cualquier cuestionamiento a esa realidad, demonizando y aplastando cualquier crítica y, sobre todo, cualquier opción política o social que la amenace.

La concentración de capitales no solo es una característica fundacional del capitalismo desde el siglo XVII sino que, como cualquier otro sistema anterior, es concentración de poder. El dinero no es inocente y mucho menos cuando acumulado en el centro hegemónico global suma más riqueza que muchos países enteros.

Esta riqueza debe protegerse y expandirse, y para ello necesita del poder político. Necesita administrar las leyes y los ejércitos más poderosos del mundo a nivel internacional y los ejércitos criollos a nivel nacional. Pero este poder político, tanto en las democracias, en las semi democracias y en dictaduras tradicionales necesita controlar la opinión pública, tanto para elegir candidatos obedientes detrás de una máscara histriónica, como para evitar masivas protestas sociales.

Es aquí donde se establece la relación entre fascismo y medios de comunicación. La dictadura es perfecta. Mientras las plataformas de “redes sociales” dedican el uno por ciento al pago de salarios y hacen que mil millones de personas trabajen gratis para unos pocos señores feudales, los usuarios–usados lo hacen felices, sintiendo que tienen libertad y publican lo que quieren. Sienten que sus hábitos e ideas son espontáneas, no inoculaciones de un sistema dictatorial.

La raíz del problema está en la estructura de acumulación de riquezas, de consecuente y conveniente producción de miedo, deseo e insatisfacción, una de las industrias más prolíficas del actual sistema capitalista.

Las opciones a este orden son dos: (1) se revierte de forma progresiva la hiper acumulación y el paisaje político, social e ideológico cambia radicalmente o (2) se llega a una crisis total de la civilización (económica, social, ecológica) y los humanos son obligados a adaptarse y sobrevivir sobre las ruinas de un sistema hasta que encuentren otra forma de volver a empezar.

La primera opción, la gradualista, es demasiado racional para una mentalidad autocomplaciente. Es decir, es la más improbable. La segunda, la más dolorosa, es la más común en la historia de la humanidad. Es decir, la más probable.

https://rebelion.org/fascismo-narcisismo-colectivo-y-el-miedo-a-la-libertad/

 

sábado, 6 de mayo de 2023

Es hora de alzar la voz

 

Es hora de alzar la voz

  John Pilger

En 1935 se celebró en Nueva York el Congreso de Escritores Estadounidenses, al que siguió otro dos años después. Convocaron a «cientos de poetas, novelistas, dramaturgos, críticos, cuentistas y periodistas» para debatir sobre el «rápido desmoronamiento del capitalismo» y la inminencia de otra guerra. Fueron actos eléctrizantes a los que, según una crónica, asistieron 3.500 personas, y más de mil no pudieron entrar.

Arthur Miller, Myra Page, Lillian Hellman y Dashiell Hammett advirtieron que el fascismo estaba surgiendo, a menudo de forma encubierta, y que los escritores y periodistas tenían la responsabilidad de denunciarlo. Se leyeron telegramas de apoyo de Thomas Mann, John Steinbeck, Ernest Hemingway, C. Day Lewis, Upton Sinclair y Albert Einstein. La periodista y novelista Martha Gellhorn habló en nombre de los sin techo y los parados, y de «todos los que estamos bajo la sombra de un gran poder violento».

Martha, que se convirtió en mi amiga íntima, me dijo más tarde ante su habitual copa de Famous Grouse con soda:

«La responsabilidad que sentía como periodista era inmensa. Había sido testigo de las injusticias y el sufrimiento que trajo la Depresión, y sabía, todos lo sabíamos, lo que se avecinaba si no se rompían los silencios».

Sus palabras resuenan en los silencios de hoy: son silencios llenos de un consenso de propaganda que contamina casi todo lo que leemos, vemos y oímos.  Permítanme darles un ejemplo:

El 7 de marzo, los dos periódicos más antiguos de Australia, el Sydney Morning Herald y The Age, publicaron varias páginas sobre «la amenaza inminente» de China. Colorearon de rojo el Océano Pacífico. La mirada china era marcial, en marcha y amenazadora. El Peligro Amarillo estaba a punto de caer como por la fuerza de la gravedad.

No se dio ninguna razón lógica para un ataque de China a Australia. Un «panel de expertos» no presentó ninguna prueba creíble: uno de ellos es un antiguo director del Instituto Australiano de Política Estratégica, una tapadera del Departamento de Defensa en Canberra, el Pentágono en Washington, los gobiernos de Gran Bretaña, Japón y Taiwán y la industria bélica de Occidente.

«Pekín podría atacar dentro de tres años», advirtieron. «No estamos preparados». Se van a gastar miles de millones de dólares en submarinos nucleares estadounidenses, pero eso, al parecer, no es suficiente». Las vacaciones de Australia de la historia han terminado»: signifique lo que eso signifique.

No hay ninguna amenaza para Australia, ninguna. Este lejano país «afortunado» no tiene enemigos, y menos aún China, su mayor socio comercial. Sin embargo, las críticas a China, basadas en la larga historia de racismo de Australia hacia Asia, se han convertido en una especie de deporte para los autodenominados «expertos». ¿Qué piensan los australianos de origen chino? Muchos están confusos y temerosos.

Los autores de esta grotesca pieza de silbo perruno y servilismo al poder estadounidense son Peter Hartcher y Matthew Knott, «reporteros de seguridad nacional» creo que se llaman. Recuerdo a Hartcher de sus excursiones pagadas por el gobierno israelí. El otro, Knott, es un portavoz de los trajeados de Canberra.  Ninguno de los dos ha visto nunca una zona de guerra con sus extremos de degradación y sufrimiento humanos.

«¿Cómo hemos llegado a esto? diría Martha Gellhorn si estuviera aquí. «¿Dónde están las voces que dicen no? ¿Dónde está la camaradería?»

El posmodernismo al mando

Las voces se oyen en el samizdat de esta web y de otras. En literatura, personajes como John Steinbeck, Carson McCullers o George Orwell han quedado obsoletos. Ahora manda el posmodernismo. El liberalismo ha desplegado su escalera política. Una socialdemocracia antaño somnolienta, Australia, ha promulgado una red de nuevas leyes que protegen el poder secreto y autoritario e impiden el derecho a saber. Los denunciantes son proscritos y juzgados en secreto. Una ley especialmente siniestra prohíbe la «injerencia extranjera» de quienes trabajan para empresas extranjeras. ¿Qué significa todo esto?

La democracia es ahora nocional; existe la élite todopoderosa de la corporación fusionada con el Estado y las exigencias de la «identidad». Los almirantes estadounidenses cobran miles de dólares al día del contribuyente australiano por «asesoramiento». En todo Occidente, nuestro imaginario político ha sido pacificado por las relaciones públicas y distraído por las intrigas de políticos corruptos de muy baja estofa: un Boris Johnson o un Donald Trump o un Sleepy Joe o un Volodymyr Zelensky.

Ningún congreso de escritores de 2023 se preocupa por el «capitalismo en ruinas» y las provocaciones letales de «nuestros» líderes. El más infame de ellos, Tony Blair, un criminal prima facie según la Norma de Nuremberg, es un hombre libre y rico. Julian Assange, que desafió a los periodistas a demostrar que sus lectores no tenían derecho a saber, se encuentra en su segunda década de encarcelamiento.

El auge del fascismo en Europa es incontrovertible. O «neonazismo» o «nacionalismo extremo», como prefieran. Ucrania, como colmena fascista de la Europa moderna, ha visto resurgir el culto a Stepan Bandera, el apasionado antisemita y asesino de masas que alabó la «política judía» de Hitler, que dejó 1,5 millones de judíos ucranianos masacrados. «Pondremos vuestras cabezas a los pies de Hitler», proclamaba un panfleto banderista a los judíos ucranianos.

Hoy en día, Bandera es venerado como un héroe en el oeste de Ucrania y decenas de estatuas de él y sus compañeros fascistas han sido pagadas por la UE y Estados Unidos, sustituyendo a las de gigantes culturales rusos y otros que liberaron a Ucrania de los nazis originales.

 En 2014, los neonazis desempeñaron un papel clave en un golpe de Estado financiado por Estados Unidos contra el presidente electo, Víktor Yanukóvich, acusado de ser «pro-Moscú». El régimen golpista incluía a destacados «nacionalistas extremistas», nazis en todo menos en el nombre.

Al principio, la BBC y los medios de comunicación europeos y estadounidenses informaron ampliamente de ello. En 2019, la revista Time presentó las «milicias supremacistas blancas» activas en Ucrania. NBC News informó: «El problema nazi de Ucrania es real». La inmolación de sindicalistas en Odessa fue filmada y documentada.

Encabezados por el regimiento Azov, cuya insignia, el «Wolfsangel», se hizo tristemente célebre por las SS alemanas, los militares ucranianos invadieron la región oriental de habla rusa de Donbass. Según las Naciones Unidas, 14.000 personas murieron en el este. Siete años después, con las conferencias de paz de Minsk saboteadas por Occidente, como confesó Angela Merkel, el Ejército  Rojo ( según ellos) procedió a la invasión.

Esta versión de los hechos no fue difundida en Occidente. Incluso pronunciarla es sufrir el abuso de ser acusado de «apologista de Putin», independientemente de si el escritor (como yo) ha condenado la invasión rusa. Comprender la extrema provocación que supone para Moscú una frontera armada por la OTAN, Ucrania, la misma frontera por la que invadió Hitler, es un anatema.

Los periodistas que viajaron al Donbass fueron silenciados o incluso acosados en su propio país. El periodista alemán Patrik Baab perdió su trabajo y a una joven reportera freelance alemana, Alina Lipp, le embargaron su cuenta bancaria.

 

En Gran Bretaña, el silencio de la intelectualidad liberal es el silencio de la intimidación. Hay que evitar los temas de Estado, como Ucrania e Israel, si se quiere conservar un trabajo en el campus o una plaza de profesor. Lo que le sucedió al ex líder laborista Jeremy Corbyn en 2019 se repite en los campus, donde los opositores al apartheid de Israel son calumniados como antisemitas.

El profesor David Miller, irónicamente la principal autoridad del país en propaganda moderna, fue despedido por la Universidad de Bristol por sugerir públicamente que los «activos» de Israel en Gran Bretaña y su lobby político ejercían una influencia desproporcionada en todo el mundo, un hecho del que la evidencia es notoria.

La universidad contrató a un destacado QC para que investigara el caso de forma independiente. Su informe exoneró a Miller en la «importante cuestión de la libertad de expresión académica» y concluyó que «los comentarios del profesor Miller no constituían un discurso ilegal». Sin embargo, Bristol lo despidió. El mensaje es claro: no importa la barbaridad que cometa, Israel tiene inmunidad y sus críticos deben ser castigados. Hace unos años, Terry Eagleton, entonces profesor de literatura inglesa en la Universidad de Manchester, consideraba que «por primera vez en dos siglos, no hay ningún poeta, dramaturgo o novelista británico eminente dispuesto a cuestionar los fundamentos del modo de vida occidental».

Ningún Shelley habló por los pobres, ningún Blake por los sueños utópicos, ningún Byron condenó la corrupción de la clase dominante, ningún Thomas Carlyle o John Ruskin reveló el desastre moral del capitalismo. William Morris, Oscar Wilde, HG Wells, George Bernard Shaw no tienen equivalentes hoy en día. Entonces vivía Harold Pinter, «el último en alzar la voz», escribió Eagleton.

¿De dónde procede el posmodernismo, el rechazo de la política real y de la auténtica disidencia? La publicación en 1970 del bestseller de Charles Reich, The Greening of America, ofrece una pista. Estados Unidos se encontraba entonces en estado de agitación; Richard Nixon estaba en la Casa Blanca, una resistencia civil, conocida como «el movimiento», había irrumpido desde los márgenes de la sociedad en medio de una guerra que afectaba a casi todo el mundo. En alianza con el movimiento por los derechos civiles, presentaba el desafío más serio al poder de Washington desde hacía un siglo.

En la portada del libro de Reich aparecían estas palabras: «Se avecina una revolución. No será como las revoluciones del pasado. Se originará en el individuo».

Por aquel entonces yo era corresponsal en Estados Unidos y recuerdo el ascenso de la noche a la mañana a la categoría de gurú de Reich, un joven académico de Yale. El New Yorker había publicado sensacionalistamente su libro, cuyo mensaje era que «la acción política y la verdad» de los años sesenta habían fracasado y sólo «la cultura y la introspección» cambiarían el mundo. Daba la impresión de que el hippismo se apoderaba de la clase consumidora. Y en cierto sentido así fue.

En pocos años, el culto al «yoísmo» casi había anulado el sentido de la solidaridad, la justicia social y el internacionalismo de mucha gente. Clase, género y raza estaban separados. Lo personal era lo político y lo mediático era el mensaje. Ganar dinero, se decía.

En cuanto al «movimiento», su esperanza y sus canciones, los años de Ronald Reagan y Bill Clinton acabaron con todo eso. La policía estaba ahora en guerra abierta con los negros; las tristemente célebres leyes de bienestar de Clinton batieron récords mundiales en el número de personas, en su mayoría negros, que enviaron a la cárcel.

Cuando ocurrió el 11-S, la fabricación de nuevas «amenazas» en la «frontera de América» (como el Proyecto para un Nuevo Siglo Americano llamaba al mundo) completó la desorientación política de aquellos que, 20 años antes, habrían formado una vehemente oposición.

En los años transcurridos desde entonces, Estados Unidos ha entrado en guerra con el mundo. Según un informe en gran medida ignorado de Médicos por la Responsabilidad Social, Médicos por la Supervivencia Global y Médicos Internacionales para la Prevención de la Guerra Nuclear, galardonados con el Premio Nobel, el número de muertos en la «guerra contra el terror» de Estados Unidos fue de «al menos» 1,3 millones en Afganistán, Irak y Pakistán. Esta cifra no incluye los muertos de las guerras dirigidas y alimentadas por Estados Unidos en Yemen, Libia, Siria, Somalia y otros países. La cifra real, según el informe, «bien podría ser superior a 2 millones [o] aproximadamente 10 veces mayor que la que el público, los expertos y los responsables de la toma de decisiones conocen y es propagada por los medios de comunicación y las principales ONG».

«Al menos» un millón fueron asesinados en Irak, dicen los médicos, el 5% de la población.

Nadie sabe cuántos muertos

La enormidad de esta violencia y sufrimiento parece no tener cabida en la conciencia occidental. «Nadie sabe cuántos» es el estribillo de los medios de comunicación. Blair y George W. Bush –y Straw y Cheney y Powell y Rumsfeld et al– nunca estuvieron en peligro de ser procesados. El maestro de propaganda de Blair, Alistair Campbell, es celebrado como una «personalidad mediática».

En 2003, grabé una entrevista en Washington con Charles Lewis, el aclamado periodista de investigación. Hablamos de la invasión de Irak unos meses antes. Le pregunté: «¿Y si los medios de comunicación constitucionalmente más libres del mundo hubieran cuestionado seriamente a George W. Bush y Donald Rumsfeld e investigado sus afirmaciones, en lugar de difundir lo que resultó ser burda propaganda?».

Él respondió. «Si los periodistas hubiéramos hecho nuestro trabajo, hay muchas, muchas posibilidades de que no hubiéramos ido a la guerra de Irak».

Hice la misma pregunta a Dan Rather, el famoso presentador de la CBS, que me dio la misma respuesta. David Rose, del Observer, que había promovido la «amenaza» de Sadam Husein, y Rageh Omaar, entonces corresponsal de la BBC en Iraq, me dieron la misma respuesta. El admirable arrepentimiento de Rose por haber sido «engañado», hablaba en nombre de muchos reporteros carentes de su valor para decirlo.

Merece la pena repetir su punto de vista. Si los periodistas hubieran hecho su trabajo, si hubieran cuestionado e investigado la propaganda en lugar de amplificarla, un millón de hombres, mujeres y niños iraquíes podrían estar vivos hoy; millones podrían no haber huido de sus hogares; la guerra sectaria entre suníes y chiíes podría no haber estallado, y el Estado Islámico podría no haber existido.

Si echamos esa verdad sobre las guerras de rapiña desde 1945 desencadenadas por Estados Unidos y sus «aliados», la conclusión es sobrecogedora. ¿Se plantea esto alguna vez en las facultades de periodismo?

Hoy en día, la guerra por los medios de comunicación es una tarea clave del llamado periodismo dominante, que recuerda a la descrita por un fiscal de Nuremberg en 1945: «Antes de cada gran agresión, con algunas pocas excepciones basadas en la conveniencia, iniciaban una campaña de prensa calculada para debilitar a sus víctimas y preparar psicológicamente al pueblo alemán… En el sistema de propaganda… eran la prensa diaria y la radio las armas más importantes».

Uno de los hilos persistentes en la vida política estadounidense es un extremismo cultista que se acerca al fascismo. Aunque se atribuyó a Trump, fue durante los dos mandatos de Barack Obama cuando la política exterior estadounidense coqueteó seriamente con el fascismo. De esto casi nunca se informó.

«Creo en el excepcionalismo estadounidense con cada fibra de mi ser», dijo Obama, que tuvo un pasatiempo presidencial favorito, los bombardeos y los escuadrones de la muerte conocidos como «operaciones especiales» como ningún otro presidente lo había hecho desde la primera Guerra Fría.

Según una encuesta del Consejo de Relaciones Exteriores, en 2016 Obama lanzó 26.171 bombas. Es decir, 72 bombas cada día. Bombardeó a los más pobres y a la gente de color en Afganistán, Libia, Yemen, Somalia, Siria, Irak, Pakistán.

Cada martes –informó The New York Times– seleccionaba personalmente a quiénes serían asesinados por misiles de fuego infernal disparados desde drones. Bodas, funerales, pastores eran atacados, junto con aquellos que intentaban recoger las partes del cuerpo que engalanaban el «objetivo terrorista.»

Un destacado senador republicano, Lindsey Graham, estimó, aprobándolo, que los drones de Obama habían matado a 4.700 personas. «A veces se golpea a gente inocente y lo odio», dijo, «pero nos hemos cargado a miembros muy importantes de Al Qaeda».

En 2011, Obama declaró a los medios que el presidente libio Muamar Gadafi planeaba un «genocidio» contra su propio pueblo. «Sabíamos…», dijo, «que si esperábamos un día más, Bengasi, una ciudad del tamaño de Charlotte [Carolina del Norte], podría sufrir una masacre que habría reverberado en toda la región y manchado la conciencia del mundo.»

Esto era mentira. La única «amenaza» era la próxima derrota de los islamistas fanáticos a manos de las fuerzas gubernamentales libias. Con sus planes para un renacimiento del panafricanismo independiente, un banco africano y una moneda africana, todo ello financiado por el petróleo libio, Gadafi fue presentado como un enemigo del colonialismo occidental en el continente en el que Libia era el segundo Estado más moderno.

El objetivo era destruir la «amenaza» de Gadafi y su Estado moderno. Respaldada por Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia, la OTAN lanzó 9.700 salidas contra Libia. Un tercio se dirigió contra infraestructuras y objetivos civiles, informó la ONU. Se utilizaron ojivas de uranio y se bombardearon las ciudades de Misurata y Sirte. La Cruz Roja identificó fosas comunes, y Unicef informó de que «la mayoría [de los niños asesinados] eran menores de diez años». Cuando a Hillary Clinton, secretaria de Estado de Obama, le dijeron que Gadafi había sido capturado por los insurrectos y sodomizado con un cuchillo, se rió y dijo a la cámara: «¡Vinimos, vimos, murió!».

El 14 de septiembre de 2016, el Comité de Asuntos Exteriores de la Cámara de los Comunes en Londres informó de la conclusión de un estudio de un año sobre el ataque de la OTAN a Libia que describió como un «conjunto de mentiras» –incluida la historia de la masacre de Bengasi.

El bombardeo de la OTAN sumió a Libia en un desastre humanitario, matando a miles de personas y desplazando a cientos de miles más, transformando a Libia del país africano con el más alto nivel de vida a un Estado fallido devastado por la guerra.

Con Obama, Estados Unidos amplió las operaciones secretas de las «fuerzas especiales» a 138 países, es decir, al 70% de la población mundial. El primer presidente afroamericano lanzó lo que equivalía a una invasión a gran escala de África.

Con reminiscencias de la Lucha por África en el siglo XIX, el Mando Africano de Estados Unidos (Africom) ha construido desde entonces una red de suplicantes entre los regímenes africanos colaboradores deseosos de sobornos y armamento estadounidenses. La doctrina «de soldado a soldado» de Africom integra a oficiales estadounidenses en todos los niveles de mando, desde el general hasta el suboficial. Sólo faltan los cascos.

Es como si la orgullosa historia de liberación de África, desde Patrice Lumumba hasta Nelson Mandela, hubiera sido relegada al olvido por la élite colonial negra de un nuevo amo blanco. La «misión histórica» de esta élite, advirtió el sabio Frantz Fanon, es la promoción de «un capitalismo rampante aunque camuflado».

En el año en que la OTAN invadió Libia, 2011, Obama anunció lo que se conoció como el «pivote hacia Asia». Casi dos tercios de las fuerzas navales estadounidenses se trasladarían a Asia-Pacífico para «hacer frente a la amenaza de China», en palabras de su secretario de Defensa.

No había amenaza de China; había una amenaza para China por parte de Estados Unidos; unas 400 bases militares estadounidenses formaban un arco a lo largo del borde de los núcleos industriales de China, que un funcionario del Pentágono describió con aprobación como una «soga».

Al mismo tiempo, Obama colocó misiles en Europa del Este apuntando a Rusia. Fue el beatificado receptor del Premio Nobel de la Paz quien incrementó el gasto en cabezas nucleares a un nivel superior al de cualquier administración estadounidense desde la Guerra Fría, habiendo prometido, en un emotivo discurso en el centro de Praga en 2009, «ayudar a librar al mundo de las armas nucleares».

Obama y su administración sabían perfectamente que el golpe que su secretaria de Estado adjunta, Victoria Nuland, fue enviada a supervisar contra el gobierno de Ucrania en 2014, provocaría una respuesta rusa y probablemente llevaría a la guerra. Y así ha sido.

Escribo esto el 30 de abril, aniversario del último día de la guerra más larga del siglo XX, en Vietnam, de la que fui reportero. Era muy joven cuando llegué a Saigón y aprendí mucho. Aprendí a reconocer el zumbido inconfundible de los motores de los gigantescos B-52, que dejaban caer su picadora de carne desde lo alto de las nubes sin perdonar nada ni a nadie; aprendí a no apartar la vista ante un árbol carbonizado adornado con partes humanas; aprendí a valorar la bondad como nunca antes; aprendí que Joseph Heller tenía razón en su magistral Catch-22: que la guerra no era apta para personas cuerdas; y aprendí sobre «nuestra» propaganda.

Durante toda aquella guerra, la propaganda decía que un Vietnam victorioso extendería su enfermedad comunista al resto de Asia, permitiendo que el Gran Peligro Amarillo al norte se extendiera. Los países caerían como «fichas de dominó».

El Vietnam de Ho Chi Minh salió victorioso y nada de lo anterior ocurrió. En cambio, la civilización vietnamita floreció, notablemente, a pesar del precio que pagaron: 3 millones de muertos. Los mutilados, los deformes, los adictos, los envenenados, los perdidos.

Si los propagandistas actuales consiguen su guerra con China, esto será una mínima parte de lo que está por venir.

https://www.elviejotopo.com/topoexpress/es-hora-de-alzar-la-voz/

Fuente: Consortium News .