¿Por qué callan los corderos?
La democracia, la psicología y las técnicas se unen para manipular nuestra opinión e indignación.
Esta ponencia se ocupa de las técnicas al uso para invisibilizar en términos morales y cognitivos, las graves vulneraciones de la normativa moral por parte de las élites que nos dominan.
Prof. Dr. Rainer Mausfeld
“Moralmente invisible” pasa a ser la vulneración/violación de las normas morales, cuando se mantengan visibles/se expongan los hechos, pero incrustados en un contexto que impide que la ciudadanía llegue a sentir ni malestar ni indignación. Valgan de ejemplo las secuelas sociales y humanitarias debidas a la violencia estructural del orden económico neoliberal, tal y como la acusamos en el llamado “Tercer mundo”, pero que también va en aumento en los países industrializados de occidente.
“Cognitivamente invisibles” son aquellas violaciones de la normativa moral, cuando se visibilizan los hechos, pero se los incrusta en un contexto que impide sacar las oportunas conclusiones de ellos. En particular, se evita en estos casos establecer relaciones con sucesos parecidos o comparables, que las élites dominantes optan por valorar de modo totalmente distinto. Valgan de ejemplo las matanzas programadas/asesinatos selectivos(“targeted killing”) de personas que en un estado se consideren un riesgo o peligro para la seguridad. Semejantes asesinatos vulneran claramente el derecho internacional y no serían aceptados del mismo modo si los perpetraran estados que consideramos “nuestros adversarios”.
La visibilidad o no de unos hechos, en gran medida nos la facilitan los medios de comunicación quienes, al margen de los hechos en sí, también nos facilitan el deseado contexto interpretativo, y con éste, la “oportuna visión política del mundo”. Así que el tema afecta el día a día de nuestra vida social, la de todos nosotros. Las cuestiones que nos planteamos suelen ser de carácter fundamental y elemental. Para tratar con ellas, no necesitamos ningún conocimiento especializado, si bien es cierto que las élites dominantes se esfuerzan en otorgar el debate temático a un reducido grupo de “expertos idóneos”. Para los temas que nos afecten en tanto que citoyens, esto es, ciudadanos que desde la Ilustración participamos en la configuración y el diseño de nuestra comunidad, contamos por naturaleza con una capacidad intelectual, la lumen naturale de la Ilustración. El núcleo importante de esos planteamientos también somos capaces de tratarlo sin formación especializada alguna. Y de esto trata la presente ponencia.
Nuestra mente tiene la capacidad natural de cuestionar la terminología con que en los ámbitos social y político se suelen categorizar, ordenar y valorar los fenómenos y los hechos. Resaltemos como ejemplo todo ese (neo)lenguaje neoliberal que se emplea para encubrir y disimular lo que en el fondo realmente se opina y que fácilmente podría llenar un nuevo diccionario al estilo del newspeak orwelliano. Encontramos términos tales como reformas estructurales, voluntad reformadora, reducción de la burocracia, de(s)regularización, pacto de estabilidad, austeridad, fondo salvavidas/paraguas europeo, libre mercado, Estado delgado, liberación, armonización, democracia conforme al mercado, sin alternativas (TINA), capital humano, trabajo en régimen de cesión/subcontrata, costes laborales no salariales, envidia social, proveedor de servicios y prestaciones, etc., etc. Semejantes términos y conceptos nos facilitan otros enfoques ideológicos cuyo posible carácter totalitario somos llamados a descubrir y señalar. Para evitar que sucumbamos a estos enfoques ideológicos de manera inconsciente e involuntaria, debemos identificar y señalar lo que hay de tácito en las premisas, los prejuicios/aprioris y los componentes ideológicos de las nociones a la hora de hablar sobre los fenómenos sociales y políticos. Tampoco para esta labor necesitamos ser expertos en ninguna materia. Todos venimos dotados de la capacidad natural de nuestras mentes que, en todo caso, sería cuestión de ejercitar y refinar.
Intentemos pues identificar algunas de esas tácitas premisas ideológicas que la terminología puede encubrir y con las que en las sociedades democráticas, las élites dominantes pretenden estabilizar su poder.
Empecemos con este cuadro –"Fragmentación"– que documenta la percepción de un fenómeno que se pretende invisibilizar:
En este cuadro vemos algo que puede que percibamos como fragmentos de objetos sin reconocer el contexto, la relación significativa real entre ellos. La respuesta básica que nos facilita la psicología de la percepción al respecto es que nuestra percepción no es capaz de aplicar sus categorías significativas, mientras no reconozca/identifique la causa/el origen de tal fragmentación. Siempre suponiendo unos fragmentos idénticos que no se alteren – tan pronto como se visibilice la causa de su fragmentación, podremos completar sin problema lo que falte reconociendo la relación significativa del conjunto. Aquí descubrimos una regularidad general de nuestra psique que también recobra importancia en el tema que nos está ocupando. Cualquier relación significativa entre varios hechos permite ser invisibilizada con cierta facilidad si se representan de forma fragmentada. En tal caso, al leer un periódico, no solemos percibir nada más que un cúmulo de fragmentos informativos aislados. Pero tan pronto como se pueda reconocer el por qué, la causa de su fragmentación, ya nos resulta fácil reconocer también el contexto significativo.
La paradoja democrática.
En este contexto, debemos averiguar POR QUÉ y CÓMO ciertos estados de cosas pueden invisibilizarse fragmentándolos. Lo cual conduce directamente a la siguiente pregunta de QUIÉN puede tener interés en hacerlo y PARA QUIÉN. Para poder entender esta pregunta, hemos de abordar algo que recibe el nombre de ‘la paradoja democrática’, a saber, el problema que remite a la relación entre las élites y el pueblo. La investigación sistemática de este problema se remonta hasta la Antigüedad. En el discurso político, el pueblo es a menudo comparado con un rebaño que tiende a manifestar afectos irracionales y que, por tanto, hay que controlar. La dirección política de un pueblo presupone, pues, descifrar el silencio del rebaño e interpretarlo en el sentido de la actuación política que se persigue. En tiempos más recientes, este tema se ha vuelto popular por Richard Nixon, quien en su momento había interpretado el silencio de la ‘silent mayority’ como consentimiento a la Guerra de Vietnam.
El historiador griego Tucídides (454-399 a.C.) era el primero en abordar estas cuestiones de un modo sistemático. Tucídides también era el primero en ver la estrecho vínculo entre nuestras representaciones sobre las formas de gobernar y lo que podamos suponer acerca de la naturaleza del hombre. Cada tipo y forma de gobernar, de modo implícito o explícito, depende también de la idea o imagen que podamos tener de la naturaleza de la mente humana. Tucídides pensaba que la masa propende a una serie de afectos y pasiones, a costa de la razón: “las opiniones de la masa son inconstantes y veleidosas; de sus fallos suelen responsabilizar a otros…” Sobre los líderes políticos sostiene que los guía ante todo “su voluntad de poder para satisfacer su despotismo y ambición“. Tucídides sabía que cada buena forma de organización social debía tener en cuenta las debilidades de la naturaleza humana; cosa que, según su entender, era inviable en una democracia. Guiado por el gobierno de Pericles, consideraba como ideal una forma que “por su nombre fuera una democracia, pero, de hecho, fuera gobernado por su primer ciudadano”.
El entendimiento de Aristóteles (384–322 a.C.) era parecido. Su ideal era la “timocracia”, esto es, el poder en manos de los que poseen bienes y reputación. Pretendía que los elementos democráticos y oligárquicos se ponderasen de tal manera que existiera un equilibrio entre la masa de los pobres y las élites ricas. En la democracia Aristóteles veía una forma caduca de la timocracia, por implicar la posibilidad de que “los pobres, que conformaban la mayoría, llegasen a repartirse entre ellos el patrimonio de los ricos”, lo cual para él era ilícito.
La misma reflexión de base también la encontramos en los orígenes de la Constitución norteamericana: cada forma de gobernar debía garantizar la protección de la minoría opulenta contra la mayoría de los pobres (“to protect the minority of the opulent against the majority”) reclamaba James Madison (1751-1836), uno de los Padres Fundadores de la Carta Magna norteamericana. Según él, la resolución de esa tensión entre el pueblo y sus élites consistía en “la democracia representativa”, que de hecho es una forma de oligarquía, que permitía salvaguardar los intereses particulares de la minoría rica.
Sirvan estos pocos ejemplos para ilustrar que el ideario occidental en su conjunto viene impregnado por un profundo escepticismo acerca de la democracia, y que no pocas veces alcanza la hostilidad.
En el discurso y la retórica política de la Edad Moderna, la noción de la democracia, sin embargo, está adquiriendo más y más importancia. Democracia no sólo es una entre varias formas de gobernar, sino, después de todo, la única forma que permite legitimar el poder político. Las élites dominantes ven en ella una “ilusión necesaria” y procuran establecer detrás de la retórica en torno a ella, las estructuras oligárquicas necesarias para asegurarse sus propios intereses. Del mismo modo, ven en los avances democráticos seriamente logrados excesos democráticos (excess of democracy), cuyas estructuras tratan de erosionar de maneras no visibles para el pueblo; un proceso que en la actualidad se está acelerando a un ritmo alarmante. Valgan de ejemplo estos tópicos: el procedimiento legislativo de la UE; el Banco Mundial; el FMI; TTIP y la “Troika”.
El establecimiento de estructuras oligárquicas bajo el manto protector de la democracia, se ha logrado hasta el punto que las democracias occidentales ya tienen de hecho carácter oligárquico, un parecer que no sólo es compartido por los críticos de este proceso antidemocrático, sino por esas mismas élites dominantes. Ejemplo EEUU: en un informe de 1975 titulado “The Crisis of Democracy” -la crisis de la democracia– se alude a que sus autores diagnostican un “exceso de democracia” (“excess of democracy”). Samuel Huntington constata que en su tiempo, cuando al Presidente Truman se le permitía gobernar al país mediante un puñado de banqueros de Wall Street (“to govern the country with the cooperation of a relatively small number of Wall Street lawyers and bankers”), manejar o dirigir la democracia resultaba relativamente sencillo. Desde entonces, ese “exceso de democracia” se ha venido corrigiendo notablemente, de modo que el Washington Times en 2014 constataba: “America dejó de ser una democracia, no obstante la república democrática que los Padres Fundadores pudieran haber previsto” (“America is no longer a democracy – never mind the democratic republic envisioned by Founding Fathers”). El ex presidente Jimmy Carter, entrevistado el 28 de julio de 2015, calificaba a los EEUU de ‘oligarquía’ afectada de un ilimitado soborno político (“unlimited political bribery”). De modo que el carácter oligárquico de los EEUU a las élites les resulta ser un hecho más que evidente. Y quien no valore semejantes manifestaciones en su justa medida, puede que acabe por reconocer lo obvio una vez que quede documentado en base a una metodología científica. Los politólogos Martin Gilens y Benjamin Page investigaron en 2014 para los Estados Unidos el peso de voto que la voluntad de la gran masa del pueblo alcanza en las decisiones políticas. Sus análisis documentan que ese peso de voto es prácticamente nulo y que el 70 % de la población no ejerce ninguna influencia en las decisiones políticas.
Y este panorama no resulta distinto en Europa. De querer obtener una impresión realista de la situación europea, puede resultar muy esclarecedor acudir a los medios de información de las élites, como puede ser el Wallstreet Journal. Semejantes medios suelen tener una visión bastante nítida de las circunstancias reales, que tan importante resulta para las élites financieras y sus negocios. Puesto que estos medios informativos se dirigen a las élites, pueden ahorrarse la cruda retórica y propaganda política, que los medios de masas tienen preparadas para el gran público. El Wallstreet Journal del 28 de febrero de 2013 constata fríamente que el programa neoliberal –en contra de lo votado en numerosos países– ya no puede ser revisado por medios democráticos. También en Europa se está tornando ilusorio el creer que los votantes, mediante sus votos, puedan influenciar seriamente en los resultados de los comicios y/o las decisiones políticas relevantes para el sistema.
Concretamente en el ámbito económico ello no debe sorprendernos, toda vez que el neoliberalismo y la democracia resultan incompatibles de hecho. Milton Friedman (1912-2006), uno de los Padres Fundadores del neoliberalismo, lo manifestó así en 1990 en Newsletter of the Mont Pelérin Society: “una sociedad democrática, una vez establecida, destruye la libre economía” (“a democratic society once established, destroys a free economy”) –lo cual, desde la óptica de las élites, ha de evitarse en todo momento. Resulta pues que la democracia sólo se “admite” en tanto y cuanto sus decisiones democráticas no lleguen a afectar al ámbito económico, mientras no llegue a ser una democracia. Visto así, el neoliberalismo es el mayor enemigo de la democracia. Desde la óptica de las grandes empresas multinacionales, la democracia viene a ser en primer lugar un riesgo empresarial. Si la población no está dispuesta a admitir que la organización de una sociedad ha de obedecer a determinadas restricciones económicas y que los salarios y las prestaciones sociales resultan extremadamente perniciosas a la hora de acumular capital, las élites dominantes deben imponer de manera autoritaria las “medidas de adaptación estructural” que estimen necesarias.
Una sociedad de organización realmente democrática resulta a todas luces incompatible con las formas sociales que las élites dominantes suelen preferir. Al considerarla una ‘ilusión necesaria’ en el juego político, esa ‘democracia’ debería adoptar antes la forma de una “democracia de espectadores” (“spectator democracy”) que la de una participativa. En una democracia de espectadores, cabe mantener la ilusión democrática, y garantizar a la vez la estabilidad del estatus de las élites políticas.
Concretamente sobre estos problemas versa el ya referido informe titulado The Crisis of Democracy, que se había redactado en 1975 por encargo de la llamada “Comisión trilateral” –la trilateralidad alude al hecho de que los miembros de esa elitista comisión consultora procedían de los tres grandes bloques económicos Norteamérica, Europa y Japón. Esa Comisión trilateral mantiene estrechas relaciones con otras redes de la élite, en particular, con la conferencia Bilderberg y el “Puente Atlántico”, entre cuyos miembros encontramos a Joseph Ackermann, Gerhard Schröder, Edelgard Buhlmann o el publicista Theo Sommer.
En el referido informe se constata que la crisis democrática provocada por un “exceso de democracia” tan sólo cabe manejar y resolverla (en beneficio de las élites) cuando algunos individuos y grupos muestren cierto grado de apatía y no implicación (“the effective operation of a democratic political sistem usually requieres some measure of apathy and noninvolvement on the part of some individuals and groups”). Huelga decir que estos individuos y grupos cuya indiferencia se considera esencial para “manejar la democracia de manera efectiva” no pertenecen a las élites dominantes, sino al pueblo llano. La democracia de espectadores que éstas persiguen tanto sólo se puede alcanzar si la ciudadanía queda ampliamente despolitizada, afectada de letargo político y apatía moral.
Esta meta no se alcanza sin técnicas apropiadas, métodos capaces, por ejemplo, de inducir la apatía (preocupación por el sustento, generación del miedo, consumismo, etc.); técnicas en la manipulación de las opiniones y la indignación.
Democracia y propaganda
Al comparar las ventajas e inconvenientes de las diversas formas de gobierno –como defiende el politólogo norteamericano Harold Lasswell (1902-1978), coincidiendo con la muy extendida opinión entre las élites– hay que dar preferencia a la democracia, siempre y cuando se lograra al mismo tiempo asegurarse la aprobación ciudadana del sistema político y las decisiones que la clase especializada adopta en él. Lo cual es factible mediante las técnicas de propaganda adecuadas. Para este autor, la propaganda es consustancial, y por tanto, elemento obligatorio de toda democracia ‘operativa’. Las técnicas aptas para manipular las opiniones, a diferencia de las prácticas de control dictatorial, según él, tienen además la ventaja de resultar más “económicas que la violencia, el soborno o cualquier otro modo de control” (“cheaper than violence, bribery or other possible control techniques”). Visto así, manejada y dirigida por un “Management de las opiniones”, la democracia llegaría a ser la forma óptima de gobernar.
Lo mismo expresaba Edward Bernays (1891-1995) con una franqueza que, evidentemente, hoy día ya no es la habitual. Bernays era el difusor de mayor influencia de propaganda cuyas bases y técnicas había reunido en su libro Propaganda publicado en 1928. Según él, son propaganda todos los intentos sistemáticos que pretendan socavar la capacidad natural, el discernimiento de las personas, mediante la generación de pareceres, opiniones y convicciones por las que la gente puede ser abusada en beneficio de las élites dominantes (“incapacitación”, “instrumentalización”).
Escribe Bernays: “El manipular consciente e inteligentemente las conductas y opiniones de las masas, forma parte elemental de las sociedades democráticas. Los procesos sociales son dirigidos por organizaciones que trabajan de modo invisible, y que conforman un gobierno invisible, que es el poder real dominante en nuestro país”. En ello no debemos olvidar que la situación que Bernays describe no era la meta, sino la ya existente realidad en aquel entonces, una situación que hoy en día se nos presenta considerablemente más grave aún. La propaganda de hoy resulta ser parte integrante del sistema de adoctrinamiento de todas las sociedades occidentales. Y el “gobierno invisible, que es el real poder dominante en nuestro país”, consiste de entramados casi invisibles de redes entre las diversas élites. Éstas son las que “dirigen los procesos sociales”. Manejan las decisiones políticas que nos hacen llegar mediante “periodistas infiltrados” (“embedded”) en los medios de comunicación, y que nos venden las respectivas medidas como restricciones obligatorias y necesarias para el bienestar de la ciudadanía.
¿Cómo se llega a este estado en que las élites pretenden alcanzar, ese “gobierno invisible” de un pueblo suministrándole la dosis necesaria de apatía? En ello juegan un papel decisivo los medios de comunicación, cuya función nos aclara Paul Lazarsfeld, uno de los más eminentes investigadores de la comunicación y fundador de la investigación social empírica moderna: “Es cuestión de hundir a los ciudadanos en una avalancha de informaciones, de modo que tengan la ilusión de estar informados”, que les hace tener la conciencia tranquila, porque creyéndose informados sobre todo lo esencial, podrán acostarse tranquilos.
En este sentido, Lazarsfeld cuenta a los medios entre “los narcóticos sociales más respetables y eficientes” (“most respectable and efficient of social narcotics”). A los ciudadanos se les proporciona la ilusión de estar informados: En el desayuno leyendo el Süddeutsche Zeitung, por la tarde algo en SpiegelOnline, por la noche viendo las noticias del día en el Tagesschau, quedarán tan impresionados del grado de su supuesta información que, piensa Lazarsfeld, ya ni son capaces de reconocer su enfermedad/dolencia (“to keep the addict from recognizing his own malady”).
Antes todo, son las capas consideradas cultas las más propensas a caer en esa ilusión de creerse informados. Estas capas, por motivos evidentes, son siempre las más adoctrinadas por la ideología de turno, trátese del nacionalsocialismo o de la ideología que predomina ahora. Dada su silente tolerancia, son un elemento estabilizador importante para la ideología dominante en cada momento.
Abundan los ejemplos de cómo la referida narcotización puede obtenerse por la vía afectiva.
Al margen de la referida sedación en el ámbito político, encontramos técnicas de control afectivo y de generación de miedo. En la retórica que pretende legitimar las intervenciones militares, encontramos con frecuencia una estrategia doble: las capas sociales más cultas pueden ganarse fácilmente bajo el ‘banner’ de las “intervenciones humanitarias”, y a las menos cultas se las gana instrumentalizando o provocando sus miedos ante cualquier fuerza supuestamente malévola y violenta. Un ejemplo de una ya histórica notoriedad y de enormes consecuencias: Colin Powell, el ministro de exteriores de EEUU, cuando el día 5 de febrero de 2003, ante el Consejo de Seguridad de la ONU muestra un tubito lleno de polvo, que había de servirle de “prueba definitiva” para la existencia de armas de destrucción masiva al alcance de Sadam Husein. Esta ‘prueba’ iba dirigida ante todo al pueblo norteamericano y pretendía encender sus miedos de tal manera que prestaran su consentimiento para la invasión del Irak que ya estaba proyectada desde hacía tiempo. Esta manipulación afectiva resultaba ser enormemente efectiva, y surtía otro efecto ‘colateral’ que era la muerte de más de 100.000 civiles iraquíes. El ejemplo reciente de más calado de cómo se puede hacer política hegemónica instrumentalizando el miedo, lo tenemos en la información de los medios sobre Rusia y Ucrania.
Para dirigir a los ciudadanos, por lo general se debe dar preferencia a aquellas técnicas que tengan un alcance más largo. Aquí habría que dar prioridad a la dirección de la opinión pública ante su manipulación meramente afectiva. Las opiniones suelen ser más estables que los afectos, por lo que juegan un papel especial las técnicas de manipulación de las primeras. Abordaré aquí solamente unos cuantos aspectos sencillos. Para poder manipular las opiniones, no se requieren conocimientos especiales en psicología; es el pan de cada día de los medios:
Declara los hechos como si fueran opiniones. En la actitud que trata los hechos como meras opiniones, reside, según Hannah Arendt, uno de los más terribles aspectos de toda ideología totalitaria.
Fragmenta la representación de los hechos relacionados en su fondo, de tal manera que se pierda su relación significativa o contexto.
Descontextualiza los hechos, esto es, sepáralos de su contexto natural, de modo que aparezcan casos singulares aislados.
Recontextualiza los hechos, incrustándolos en otro contexto de representaciones positivas de tal manera que pierdan su contextualidad original y, con ella, cualquier indignación moral posible.
Mediante estas técnicas relativamente sencillas, la psicología ha podido identificar un gran número de mecanismos más sutiles y sorprendentes en la formación de nuestras decisiones y opiniones, que pueden ser (ab)usadas para dirigir y manipularlas de modo muy eficaz. Tanto más, si tenemos en cuenta que nuestros procesos centrales de decisión y opinión, discurren inconscientes por lo que no son accesibles al control intencionado. Dos ejemplos:
i) Una serie de estudios experimentales ha mostrado que una afirmación, enunciada por los directores del experimento -conforme se repita- aumenta el grado de veracidad que las personas del test le atribuyen, incluso cuando se les hace observar expresamente que se trata de una afirmación falsa. Estos procesos se producen de modo automático e inconsciente. Quiere decir que no nos podemos defender ante ellos. Incluso si el sujeto del experimento es previamente informado sobre ese fenómeno, el efecto es el mismo: cuantas más veces escucha una opinión, tanto más crece la estimada, la supuesta veracidad. Abundan los respectivos ejemplos en la prensa diaria, trátese de los “griegos reacios a las reforma’ o, en el contexto de Crimea, de la noción de ‘anexión’. La mera repetición hace que crezca el grado de la veracidad que estimamos.
ii) Cuanto menos conocimiento tengamos en una materia o ámbito, tanto más propensos seremos a ubicar la verdad en medio. Nos inclinamos a considerar pues a todas las opiniones como equivalentes, obviando los “extremos” al margen del espectro observado, y eso incluso en el supuesto de que la opinión “correcta” se encuentre allí mismo.
Vemos pues que la formación de la opinión publica permite ser dirigida muy eficazmente predeterminando esos “márgenes” de lo que aún se considera “razonable”. Quien sea capaz de marcar estos márgenes en el espectro visible de opiniones, y con ello los límites de lo “razonablemente aceptable”, ya ha recorrido un gran trecho en el manejo de la opinión pública. En la ‘democracia’ neoliberal, concebida conforme al mercado, será lógicamente muy importante determinar el límite izquierdo de lo admisible, de lo razonablemente aceptable. En las tesis que defiende, por ejemplo, Jürgen Habermas puede que las élites dominantes vean lo último defendible y que en el marco de “nuestra democracia liberal” estén dispuestas a aceptar. Cualquier posicionamiento más radical y capaz de enfocar el centro del poder ya quedaría descartado como fuera de lo públicamente ‘aceptable’, y por tanto, por ‘irresponsable’. Quedaría, pues, fuera del alcance de cualquier debate “sensato”.
¿Cómo se pueden invisibilizar, a nivel cognitivo y moral, los hechos capaces de surtir efectos políticamente desfavorables?
Una vez que nuestra capacidad de detectar estas manipulaciones esté más refinada, nos podremos ocupar de una paradoja interesante que en la Historia encontramos ya muy documentada, y que podríamos llamar la paradoja que se plantea entre la autovaloración y la conducta de la persona. También a nivel de estados y naciones, se observa que existe una discrepancia entre su autoevaluación y su conducta. Los estados son capaces de cometer, asistidos por la mayoría de sus ciudadanos, los crímenes más atroces, como son la tortura, asesinatos en masa y los genocidios, estando sin embargo convencidos de que sus actos no son condenables en términos morales. Este fenómeno nos conduce a la necesidad de profundizar en la naturaleza humana. En un principio, disponemos de una sensibilidad moral natural, de un juicio y discernimiento natural para poder valorar aquello que consideramos indebido y mal, al menos en los actos de los demás. Para que se produzca la referida paradoja, nuestra capacidad moral de juzgar debe quedar adecuadamente socavada o bloqueada, lo cual resulta muy fácil cuando las atrocidades cometidas por “nuestra” sociedad queden “invisibilizadas en términos morales”.
Si bien puede parecer difícil invisibilizar, hacer desaparecer unos hechos evidentes, que salten a la vista, la magia nos ilustra que no resulta tan difícil, cuando la(s) atención(es) se manejan o manipulan de modo adecuado.
Como nos ilustra la pintura de El Bosco, poco se requiere para desviar la atención de la gente de tal manera que dejen de notar y percibir lo evidente. Lo mismo puede producirse en el ámbito político con una eficacia que nos debe asombrar e inquietar. Y lo quiero documentar mediante unos hechos directamente relacionados con la referida paradoja autovaloración y conducta, que vulneran gravemente las normas morales vigentes en nuestra comunidad política. Para ello quiero, sin embargo, invertir la perspectiva política habitual: en vez de preguntar por qué presuntos o reales motivos los gobiernos pueden haber cometido estos crímenes, quiero enfocar a la ciudadanía, a nosotros mismos, y preguntar porqué no reaccionamos ante estos crímenes con una indignación moral más adecuada.
Puesto que los hechos tan sólo sirven de base en estas cuestiones, puedo ceñirme a unos cuantos ejemplos. Los he seleccionado porque cumplen los siguientes tres criterios:
i) Se refieren a actos cuyos responsables somos “nosotros”, la comunidad política que integramos.
ii) Se refieren a indudables vulneraciones de la normativa moral; a unos actos que, si los cometieran nuestros “adversarios”, no tardaríamos en condenarlos con toda nuestra indignación moral.
iii) Resultan indiscutibles y están bien documentados, recogidos por los medios (si bien de modo fragmentado y adecuadamente recontextualizado).
Invisibilizar los “hechos pequeños”.
Resulta fácil hacer que unos hechos desaparezcan de nuestra percepción moral en aquellos casos que tengan poca “visibilidad moral”, ya sea por su volumen, su escaso peso político o por lo abstracto de su contenido. De semejantes “hechos insignificantes” los medios pueden informar sin riesgo alguno, haciéndolos ver, sin que resulten visibles en su alcance moral (moralmente invisibles).
Esta invisibilización es relativamente fácil cuando las normas morales son gravemente vulneradas por estructuras abstractas. A diferencia de la violencia concreta, la violencia estructural se sustrae , por así decirlo, de nuestra sensorio moral. Recordemos, por ejemplo, las consecuencias que puedan resultar de las operaciones de las oligarquías financieras globales que ya se escapan de todo medio democrático de control. Para percibir las causas de índole abstracta, nuestra mente no se encuentra bien equipada; no solemos reconocerlas ni cuando sus consecuencias son inconmensurables. Jean Ziegler, el que fuera Relator Especial de la ONU para el Derecho a la Alimentación, observó en 2012 en el periódico alemán JungeWelt: “El fascismo alemán necesitó seis años de guerra para matar a 56 millones de personas; el orden económico neoliberal no tarda ni un año”. Hasta cuando seamos capaces de nombrar la causa, tratándose unas estructuras abstractas nos resulta difícil reaccionar con indignación moral ante el acto criminal. Valga de ejemplo el Banco Mundial (BM), cuya tarea consiste en ofrecer instrumentos financieros para proyectos de medio y largo plazo en el desarrollo de la economía real. Las organizaciones humanitarias llevan años condenando las prácticas del BM por vulnerar los Derechos Humanos, una temática que muy de vez en cuando encontramos reflejada en los medios.
El Süddeutsche Zeitung escribía en fecha de 16 de abril de 2015: “En los proyectos de infraestructura financiados por el BM en África, una parte de los llamados ‘barrios pobres’ es derribada sin aviso previo. Sus habitantes son mudados/trasladados a la fuerza o se quedan sin techo”. En la misma fecha, leemos en el ZEIT bajo el título “El Banco Mundial vulnera los Derechos humanos en todo el mundo”: Se estima que sólo en la última década eran 3,4 millones las personas las que debieron abandonar sus tierras o una parte de su base existencial a causa de los 900 proyectos financiados por el BM”. Sobre estos hechos de graves consecuencias para la población, se puede informar sin riesgo al público. Puesto que el contexto necesario para su entendimiento se suele mantener oculto, semejantes crímenes no despertarán el interés ni la preocupación pública.
La cosa cambia ante unos hechos concretos, como puede ser la tortura, en cuyo caso hay un/os autor/es. Si la causa del crimen no es abstracta sino atribuible a un/os autor/es concreto/s, nuestra capacidad natural de indignación, nuestra sensibilidad se activa. Pero también en este supuesto cabe invisibilizarlo mediante la fragmentación y la adecuada descontextualización.
Ejemplo. Uzbekistán, que se cuenta entre las peores dictaduras del mundo. Su régimen está vulnerando de modo sistemático y horrendo los Derechos Humanos (DDHH), realizando genocidios, tortura o explotación infantil. Pero dado que Alemania mantiene allí una base de fuerzas aéreas persiguiendo, por tanto, intereses estratégicos, el consentir o tolerar las referidas prácticas forma parte de la razón del Estado alemán.
Otros ejemplos de esta práctica del invisibilizar unos sucesos en términos morales se encuentran con facilidad.
Invisibilizar los hechos “grandes”.
Ahora, ¿cómo se pueden invisibilizar supuestos que por su magnitud ya ni cabe esconder ni encubrir. Este supuesto requiere un considerable esfuerzo en las artes políticas y las mágicas, a la vez. Sabemos que David Copperfield pudo hacer desaparecer delante de su público la Estatua de la Libertad, que en el arte de la magia requiere un considerable y sofisticado aparato técnico. La manipulación de la opinión también requiere en cierto sentido una amplia preparación -la disponibilidad de los medios-, pero las necesarias técnicas psicológicas no resultan tan sofisticadas.
Valga este como único ejemplo: el número de civiles que cayeron víctimas en las “intervenciones” que los EEUU llevaron a cabo desde la II GM. Puesto que los EEUU se consideran los “aliados más estrechos de Alemania” y que el Ministerio de AAEE alemán ve que “esta relación transatlántica reposa sobre los valores compartidos” entre ambos Estados, los sucesos en este ámbito tienen carácter político y serán de responsabilidad “compartida”.
El cómputo de víctimas civiles sólo en las guerra de Vietnam/Corea alcanza una cifra de 10 a 15 millones; más otros 9 a 14 millones por actos bélicos de los EEUU y sus cómplices (por ejemplo en Afganistán, Angola, el Congo, Timor Oriental, Guatemala, Indonesia, Pakistán, Sudán). Según datos oficiales o estimaciones de las organizaciones humanitarias, los EEUU desde la II GM deben responder de la muerte de entre 20 a 30 millones de personas a causa de sus ataques y agresiones a otros países.
Dichos crímenes vienen acompañados por un coro de políticos occidentales, periodistas e intelectuales solícitos, que no paran de autocomplacer y felicitarse considerando que estos actos reflejan los benévolos esfuerzos de la “mayor fuerza mundial en la defensa de la paz y libertad, la democracia y prosperidad” (“world’s greatest force for peace and freedom, for democracy and security and prosperity”), como dijera el ex presidente Clinton el 28 de abril de 1996.
Sólo en los últimos años murieron unos 4 millones de musulmanes por “nuestras” manos, esto es, por manos de la “comunidad de valores occidentales” con el fin de erradicar el terrorismo en el mundo. Este afán forma parte de una larga tradición histórica en nuestra “comunidad occidental”, que abarca desde el colonialismo europeo y su misión civilizadora; la guerra de Vietnam, que cobró las vidas de entre uno a dos millones de civiles para librarlos del comunismo, ese “equivocado modo de vida”; hasta las llamadas “intervenciones humanitarias” y “misiones civilizadoras” en defensa de la democracia y los DDHH en el presente. A la hora de reflejarlos en los medios, estos crímenes deben quedar muy fragmentados y radicalmente recontextualizados de tal modo que el público apenas los pueda percibir. Y aunque todo estos procedimientos se encuentran ampliamente documentado, en la consciencia pública apenas dejan rastro.
“¿A cuántos hay que matar para ganarse el apelativo de asesino en masa y criminal de guerra?”, se preguntaba Harold Pinter en su discurso de aceptación del Premio Nobel en 2005. Y nos recuerda “ese inmenso tapiz tejido de mentiras de las que nos alimentamos" y "para mantener el poder es esencial que la gente permanezca ignorante, que vivan ignorando la verdad, incluso la verdad de sus propias vidas” [1]. Forma parte de esta red de mentiras que todos estos crímenes no pasan el umbral consciente de la gente… simplemente no tuvieron lugar, no ocurrieron.
“Esto nunca ocurrió. Nunca ocurrió nada. No ocurrió ni siquiera mientras estaba ocurriendo. No pasaba nada. No interesaba” [1]. Nos debemos preguntar, angustiados, ¿cómo se alcanza semejante grado de apatía moral? En palabras de Pinter: “¿qué le ha pasado a nuestra sensibilidad moral? ¿La tuvimos alguna vez? ¿Qué quieren decir estas palabras?” Una vez más, la respuesta nos lleva a la magia, ya que el alcanzar tal grado de apatía moral se debe a “un acto de hipnosis muy logrado, brillante, incluso ingenioso”. [1]
Y el medio más importante para tal hipnosis colectiva es el lenguaje. Quien domine el lenguaje, esto es, los términos, conceptos, nociones y categorías, con las que reflexionamos y hablamos sobre los fenómenos sociopolíticos, tendrá fácil dominarnos: “Mediante el lenguaje se mantiene a raya el pensamiento”.
Vemos pues que hasta los “grandes” hechos o sucesos se pueden invisibilizar empleando simples técnicas psicológicas, que apenas resultan reconocibles como tales por encontrarse ya profundamente arraigadas en el normal funcionamiento de los medios. Quiere decir que este tipo de manipulación ya no tiene que venir implementada por ningún órgano central; antes bien viene a reflejar el viejo refrán “dame pan y llámame tonto”. De tenerlo presente a la hora de “instruir” al pueblo, estas técnicas casi salen por si solas.
La necesidad de manipular nuestra indignación
Para las élites dominantes pueden producirse situaciones que resulten especialmente peligrosas para el sistema, por implicar el riesgo de una reacción en cadena. Semejantes situaciones suelen desencadenarse por sucesos que apelan tan fuertemente a la sensibilidad moral de la gente que ésta responde con toda su indignación. Necesitan, por tanto, ser mitigadas de modo inmediato y eficaz. Aquí las técnicas aptas para la manipulación a largo plazo no suelen ser suficientes, y se requieren ots para controlar y manipular toda indignación súbita y vehemente. Un ejemplo para esta indignación aguda era la publicación de imágenes de torturas practicadas por los EEUU en la cárcel de Abu Ghraib.
Semejantes reacciones por parte del propio pueblo ante las prácticas de tortura y control masivo, capaces de poner en peligro la estabilidad social, las élites pretenden mitigarlas en seguida redirigiéndolas a otras metas ficticias. Pero también pueden resultar peligrosas para la propia estabilidad nacional –normalmente con respecto a los propios intereses hegemónicos - las reacciones de pueblos “amigos”, por lo que también han de controlarse sin falta, ante todo cuando se manifiestan de manera colectivamente organizada. En este supuesto, hablamos de contrainsurgencia (counterinsurgency). De tratarse, a cambio, de reacciones indignadas entre los ciudadanos de estados no pro occidentales, en los que “nosotros” pretendemos alcanzar un cambio sistémico, las insurgencias no serán combatidas, sino incitadas y dirigidas contra los objetivos propios. En tales casos hablamos de “revoluciones de colores” que es cuestión de dirigir debidamente para “fomentar la democracia y los DDHH”.
La contrainsurgencia ("counterinsurgency”).
Se trata de operaciones militares por debajo del umbral bélico (“low intensity warfare”), que hoy son un ámbito más importante de intervención y más extendido que la guerra clásica.
Comprenden todos los métodos que según la definición oficial, han que considerarse como terrorismo: actos violentos ilegales para despertar el miedo con el fin de obtener resultados políticos o ideológicos. Esta forma de terrorismo se denomina, sin embargo, “antiterrorismo” (“counterterrorism”), quiere decir que los términos “terrorismo” y “antiterrorismo” dependen únicamente de si los actos violentos los cometemos “nosotros” o los cometen “ellos”, nuestros enemigos. Vemos pues que estos términos ya quedan profundamente ideologizados, al igual que el de la contrainsurgencia, en cuyo caso resulta importante desvelar sus premisas tácitas: el calificativo “insurgentes” se aplica siempre desde la óptica del orden dominante; y así se llama a aquellos que pretenden amenazar la estabilidad del orden que “nosotros” deseamos; “libertadores” se llaman en cambio aquellos otros que amenazan la estabilidad del orden sistémico no deseado por “nosotros”.
Los métodos ofrecen un amplio espectro al que además aporta su refinamiento el ámbito universitario. Van desde el control de la opinión pública (“information operations”) pasando por “population-control measures” hasta tácticas de shock y pavor (“shock and awe”).
La variantes cruentas de la contrainsurgencia las manejan unidades especiales, como la CIA o las numerosas unidades del Mando Conjunto de Operaciones Especiales (“Joint Special Operations Command”). El 7 de junio de 2015 el New York Times publicó un amplio informe titulado “Historia secreta de matanzas silentes y líneas borrosas” (“A Secret History of Quiet Killings and Blurred Lines”) sobre aquellas unidades dedicadas a la contrainsurgencia que se conocen por el nombre de “máquina caza hombres global” (“global manhunting machine”). Lo poco que ya ha salido a la luz nos muestra un largo balance de “matanzas” (“killing fests”) de civiles. Jeremy Scahill [2] sostiene que estas unidades manejan un presupuesto anual de 8.000 millones de US$.
El informe del NYT, si bien pudo provocar unas breves reacciones de indignación, reafirmó a los ciudadanos en su convicción de que “en nuestra democracia” todo acaba saliendo a la luz, por lo que no había motivo para preocuparse seriamente. Este informe se incrusta además en el habitual contexto de los “lamentables sucesos aislados o singulares”, y su fragmentación a lo largo de la Historia encubre la ya larga tradición de estas unidades y sus operaciones.
Las variantes cruentas de contrainsurgencia quedaron aprobadas desde la Guerra de Vietnam y los “Tiger Force”. Pero aun así, su continuidad queda prácticamente invisible para la consciencia pública.
Instigar o incitar la sublevación.
Una estrategia totalmente distinta se persigue cuando las sublevaciones van dirigidas contra un gobierno desaprobado por la “comunidad de valores occidentales”. En tal caso se considera que los movimientos hacia el cambio sistémico deseado reflejan la voluntad de libertad del pueblo, por lo que han de ser fomentados por todos los medios a modo de “promoción democrática” (“democracy promotion”).
Obrar un cambio sistémico sin que intervenga ninguna fuerza militar y que parezca salir del centro del pueblo, se llama “revolución de colores”. Comparada con los múltiples golpes de Estado y militares de la CIA durante décadas, tiene una serie de ventajas. Estos cambios sistémicos encubiertos suelen salir más económicos y son mejor recibidos y aceptados entre el público occidental y la comunidad internacional que cualquier golpe. Cualquier régimen que –aparentemente- llegue al poder de este modo no violento y –en supuesta realización de la voluntad popular-, ya podrá pasar por democráticamente legitimado.
Para apuntalar los cambios sistémicos encubiertos, existen unas redes económicas privadas muy potentes que reúnen organizaciones “caritativas”, dedicadas al fomento de la “democracia y los DDHH” en aquellos países que se muestren reacios o insuficientemente abiertos a los valores occidentales. Una de las más influyentes es la National Endowment for Democracy (NED), y las ONGs privadas que ésta fomenta tales como Freedom House y el Open Society Institute de George Soros. Es de agradecer esa aclaración que nos facilita Allan Weinstein, ex presidente de la NED, en 1991 sobre los golpes organizados por la CIA: “mucho de lo que estamos haciendo hoy día, ya lo venía haciendo la CIA hace 25 años de modo encubierto” (“A lot of what we do today was done covertly 25 years ago by the CIA”). Y en efecto, la NED puede remitir a una larga lista de regímenes, autoritarios y establecidos sin violencia, pero amigos de los EEUU, sobre todo en América Latina. En la actualidad, el peso de su “democracy promotion” se centra en Europa oriental.
Todos estos intereses hegemónicos vienen fomentados y acompañados a nivel mundial por una serie de empresas de propaganda altamente especializadas que se consideran Agencias de Relaciones Públicas (RRPP). Todas las intervenciones de EEUU durante los últimos decenios venían preparadas y acompañadas por la propaganda elaborada por estas empresas. No obstante su enorme influencia en los medios de comunicación, operan invisibles para los ojos del público, como lo hace Hill & Knowlton Strategies, empresa que alcanzó cierta fama por la “mentira sobre las incubadoras en Kuwait” difundida en 1990 [3]; o Burson-Marsteller o Rendon Group. Han demostrado con notable éxito su capacidad de “venderle” al público en todo el mundo no sólo la guerra, sino la “realidad políticamente deseable”.
Este contexto político continuado durante mucha décadas, permanece casi invisible para el gran público, toda vez que los medios de comunicación lo vienen fragmentando en singularidades, donde cada intervención militar es además presentada e interpretada a modo de fomento de la democracia y los DDHH; y como si los rebeldes en Europa oriental o los países islámicos procedieran única y exclusivamente del pueblo, que de este modo trata de hacerse notar en busca del cambio sistémico que “nosotros” perseguimos.
El arte del engaño.
No solamente la opinión pública sino también su potencial indignación resultan ser un bien demasiado valioso como para dejarlo en manos del pueblo o abandonarlo al azar. Puesto que disponemos por naturaleza de una sensibilidad moral, el control de nuestra posible indignación presupone que entre nosotros primero se vaya creando cierto grado de apatía. Luego se ha de disponer de las técnicas capaces de invisibilizar los hechos amorales que puedan hacer peligrar esta apatía (graves violaciones sistémicas de los DDHH, etc., capaces de activar nuestra sensibilidad moral natural).
Hacer política real equivale a ver en la democracia, los DDHH o las normas morales no más que nociones huecas que permiten manipular con eficacia la percepción pública. Lo cual requiere unas técnicas apropiadas y capaces de encubrir la discrepancia entre la retórica política y la realidad, y de este modo, garantizar el orden político establecido. Semejante engaño será tanto más eficiente, cuanto mejor se ajuste al funcionamiento de nuestra mente.
En las última décadas, a la vista de las experiencias históricas, la psicología ha ido descubriendo nuevas nociones sobre cómo funciona nuestra mente. Muchas de ellas permiten ser instrumentalizadas en técnicas de propaganda y engaño.
A la vista de nuestras experiencias históricas, poco puede sorprendernos que se encuentren suficientes psicólogos dispuestos a ponerse al servicio de esa empresa, desde luego a cambio del aprecio por parte de ciertos círculos de ‘relevancia social’. Un ejemplo: la Amercian Psychological Asociation (APA) [4], la mayor organización de psicólogos del mundo, junto con la CIA, había organizado en 2003 unos talleres acerca de la “ciencia de la decepción”, con el propósito de debatir y elaborar para su práctica y aplicación los descubrimientos psicológicos más recientes y que mejor permitían engañar a la población con "fines de seguridad nacional”.
Otros servicios secretos tienen interés en conocer estos descubrimientos que permiten desarrollar técnicas más sofisticadas en materia de engaño y manipulación. Cuando Snowden publicó sus documentos, llegó a conocerse un manual del servicio secreto británico Government Comunications Headcuarters (GCHQ), que precisamente versa sobre las actuales posibilidades de engañar a la población y de invisibilizar hechos/sucesos sobre la base de los principios de funcionamiento de nuestra mente. Su título: El Arte de la Decepción ("The Art of Deception”). En su portada reencontramos nada menos que la ya referida pintura de El Bosco.
En ese manual se especifican los áreas funcionales de nuestra mente y sus propiedades específicas que permiten ser usadas con fines fraudulentos.
¿Nos podemos proteger contra la sistemática manipulación de nuestras convicciones, inclinaciones y opiniones?
En el desarrollo de técnicas sofisticadas de manipulación, se buscan aquellos aspectos en el diseño y las funcionalidades de nuestra mente en las que cabe ver “puntos de debilidad psíquica” que pueden ser manipuladas. El aspecto más importante consiste en el hecho de que, principalmente, a esas funciones mentales, no tenemos acceso consciente alguno. Y de llegar a ser manipuladas, sucumbimos cuasi automáticamente, sin tan siquiera darnos cuenta de que estamos sucumbiendo a las técnicas. Y hasta cuando sabemos cómo funcionan y que áreas mentales nuestros están afectados, estamos indefensos ante sus efectos. Los procesos que activan en nuestro interior son inconscientes y no obedecen a nuestra voluntad. Una vez activados, resulta imposible sustraerse de ellos.
En este sentido, se comportan de un modo parecido a los que rigen nuestra percepción. También en ella somos incapaces de corregir mediante nuestra voluntad lo que llamamos ilusiones perceptivas. Valga de ejemplo la ilusión cinética o de movimiento a la que sucumbimos estando en un tren parado y mirando por la ventana, observando otro tren arrancando en la vía de al lado. Semejantes efectos son inconscientes y automáticos y tampoco desaparecen cuando los conocemos. Así cuando queremos sustraernos de sus efectos, debemos evitar las situaciones que los desencadenan o estimulan.
Otro tanto cabe decir de los procesos mentales que se usan con fines de manipulación. Una vez estimulados, se desarrollan inconscientemente y resultan incontrolables a nivel cognitivo. Y tan sólo los podemos esquivar evitando en lo posible la situación que los provoca o estimula. Sólo si reconocemos que nos encontramos en el contexto manipulativo y si evitamos activamente los medios que lo transportan, tendremos la oportunidad de conservar un mínimo de autonomía.
Pero si optamos por exponernos voluntariamente a este contexto, convencidos además de que grosso modo estaremos en condiciones de discernir entre las noticias que nos ofrecen los medios públicos y privados entre la verdad y el engaño, acabamos cumpliendo todos los requisitos necesarios para el éxito de las técnicas manipulativas al uso. Existen múltiples fórmulas para manipular e instrumentalizar la mente humana en beneficio de la demandas y carencias del poder ajeno. Pero también es cierto que disponemos por naturaleza de un rico repertorio de instrumentos mentales para reconocer los referidos contextos manipulativos y evitarlos activamente. Contamos pues con un sistema inmunitario natural contra la manipulación. Sólo tenemos que usarlo.
Trad. al español de Tucholskyfan Gabi
el blog del Viejo Topo .