jueves, 9 de marzo de 2023

¿Por qué callan los corderos?




El Bosco: "El prestidigitador" (óleo sobre tabla, aprox. 1502). Museo Municipal de Saint-Germain-en-Laye (Francia). 


¿Por qué callan los corderos? 

 

La democracia, la psicología y las técnicas se unen para manipular nuestra opinión e indignación. 




Esta ponencia se ocupa de las técnicas al uso para invisibilizar en términos morales y cognitivos, las graves vulneraciones de la normativa moral por parte de las élites que nos dominan. 


Prof. Dr. Rainer Mausfeld 



“Moralmente invisible” pasa a ser la vulneración/violación de las normas morales, cuando se mantengan visibles/se expongan los hechos, pero incrustados en un contexto que impide que la ciudadanía llegue a sentir ni malestar ni indignación. Valgan de ejemplo las secuelas sociales y humanitarias debidas a la violencia estructural del orden económico neoliberal, tal y como la acusamos en el llamado “Tercer mundo”, pero que también va en aumento en los países industrializados de occidente. 
 
“Cognitivamente invisibles” son aquellas violaciones de la normativa moral, cuando se visibilizan los hechos, pero se los incrusta en un contexto que impide sacar las oportunas conclusiones de ellos. En particular, se evita en estos casos establecer relaciones con sucesos parecidos o comparables, que las élites dominantes optan por valorar de modo totalmente distinto. Valgan de ejemplo las matanzas programadas/asesinatos selectivos(targeted killing) de personas que en un estado se consideren un riesgo o peligro para la seguridad. Semejantes asesinatos vulneran claramente el derecho internacional y no serían aceptados del mismo modo si los perpetraran estados que consideramos “nuestros adversarios”. 
 
La visibilidad o no de unos hechos, en gran medida nos la facilitan los medios de comunicación quienes, al margen de los hechos en sí, también nos facilitan el deseado contexto interpretativo, y con éste, la “oportuna visión política del mundo”. Así que el tema afecta el día a día de  nuestra vida social, la de todos nosotros. Las cuestiones que nos planteamos suelen ser de carácter fundamental y elemental. Para  tratar con ellas, no necesitamos ningún conocimiento especializado, si bien es cierto que las élites dominantes se esfuerzan en otorgar el debate temático a un reducido grupo de “expertos idóneos”. Para los temas que nos afecten en tanto que citoyens, esto es, ciudadanos que desde la Ilustración participamos en la configuración y el diseño de nuestra comunidad, contamos por naturaleza con una capacidad intelectual, la lumen naturale de la Ilustración. El núcleo importante de esos planteamientos también somos capaces de tratarlo sin formación especializada alguna. Y de esto trata la presente ponencia. 

Nuestra mente tiene la capacidad natural de cuestionar la terminología con que en los ámbitos social y político se suelen categorizar, ordenar y valorar los fenómenos y los hechos. Resaltemos como ejemplo todo ese (neo)lenguaje neoliberal que se emplea para encubrir y disimular lo que en el fondo realmente se opina y que fácilmente podría llenar un nuevo diccionario al estilo del newspeak orwelliano. Encontramos términos tales como reformas estructurales, voluntad reformadora, reducción de la burocracia, de(s)regularización, pacto de estabilidad, austeridad, fondo salvavidas/paraguas europeo, libre mercado, Estado delgado, liberación, armonización, democracia conforme al mercado, sin alternativas (TINA), capital humano, trabajo en régimen de cesión/subcontrata, costes laborales no salariales, envidia social, proveedor de servicios y prestaciones, etc., etc. Semejantes términos y conceptos nos facilitan otros enfoques ideológicos cuyo posible carácter totalitario somos llamados a descubrir y señalar. Para evitar que sucumbamos a estos enfoques ideológicos de manera inconsciente e involuntaria, debemos identificar y señalar lo que hay de tácito en las premisas, los prejuicios/aprioris y los componentes ideológicos de las nociones a la hora de hablar sobre los fenómenos sociales y políticos. Tampoco para esta labor necesitamos ser expertos en ninguna materia. Todos venimos dotados de la capacidad natural de nuestras mentes que, en todo caso, sería cuestión de ejercitar y refinar. 

Intentemos pues identificar algunas de esas tácitas premisas ideológicas que la terminología puede encubrir y con las que en las sociedades democráticas, las élites dominantes pretenden estabilizar su poder.  
 
Empecemos con este cuadro –"Fragmentación"– que documenta la percepción de un fenómeno que se pretende invisibilizar: 
 
En este cuadro vemos algo que puede que percibamos como fragmentos de objetos sin reconocer el contexto, la relación significativa real entre ellos. La respuesta básica que nos facilita la psicología de la percepción al respecto es que nuestra percepción no es capaz de aplicar sus categorías significativas, mientras no reconozca/identifique la causa/el origen de tal fragmentación. Siempre suponiendo unos fragmentos idénticos que no se alteren – tan pronto como se visibilice la causa de su fragmentación, podremos  completar sin problema lo que falte reconociendo la  relación significativa del conjunto. Aquí descubrimos una regularidad general de nuestra psique  que también recobra importancia en el tema que nos está ocupando. Cualquier relación significativa entre varios hechos permite ser invisibilizada con cierta facilidad si se representan de forma fragmentada. En tal caso, al leer un periódico, no solemos percibir nada más que un cúmulo de fragmentos informativos aislados. Pero tan pronto como se pueda reconocer el por qué, la causa de su fragmentación, ya nos resulta fácil reconocer también el contexto significativo. 

 
La paradoja democrática. 
 
En este contexto, debemos averiguar POR QUÉ y CÓMO ciertos estados de cosas pueden invisibilizarse fragmentándolos. Lo cual conduce directamente a la siguiente pregunta de QUIÉN puede tener interés en hacerlo y PARA QUIÉN. Para poder entender esta pregunta, hemos de abordar algo que recibe el nombre de ‘la paradoja democrática’, a saber, el problema que remite a la relación entre las élites y el pueblo. La investigación sistemática de este problema se remonta hasta la Antigüedad. En el discurso político, el pueblo es a menudo comparado con un rebaño que tiende a manifestar afectos irracionales y que, por tanto, hay que controlar. La dirección política de un pueblo presupone, pues, descifrar el silencio del rebaño e interpretarlo en el sentido de la actuación política que se persigue. En tiempos más recientes, este tema se ha vuelto popular por Richard Nixon, quien en su momento había interpretado el silencio de la silent mayority como consentimiento a la Guerra de Vietnam. 
 
 
El historiador griego Tucídides (454-399 a.C.) era el primero en abordar estas cuestiones de un modo sistemático. Tucídides también era el primero en ver la estrecho vínculo entre nuestras representaciones sobre las formas de gobernar y lo que podamos suponer acerca de la naturaleza del hombre. Cada tipo y forma de gobernar, de modo implícito o explícito, depende también de la idea o imagen que podamos tener de la naturaleza de la mente humana. Tucídides pensaba que la masa propende  a una serie de afectos y pasiones, a costa de la razón: “las opiniones de la masa son inconstantes y veleidosas; de sus fallos suelen responsabilizar a otros…” Sobre los líderes políticos sostiene que los guía ante todo “su voluntad de poder para satisfacer su despotismo y ambición“. Tucídides sabía que cada buena forma de organización social debía tener en cuenta las debilidades de la naturaleza humana; cosa que, según su entender, era inviable en una democracia. Guiado por el gobierno de Pericles, consideraba como ideal una forma que “por su nombre fuera una democracia, pero, de hecho, fuera gobernado  por su primer ciudadano” 

 
 
El entendimiento de Aristóteles (384–322 a.C.) era parecido. Su ideal era la “timocracia”, esto es, el poder en manos de los que poseen bienes y reputación. Pretendía que los elementos democráticos y oligárquicos se ponderasen de tal manera que existiera un equilibrio entre  la masa de los pobres y las élites ricas. En la democracia Aristóteles veía una forma caduca de la timocracia, por implicar la posibilidad de que “los pobres, que conformaban la mayoría, llegasen a repartirse entre ellos el patrimonio de los ricos”, lo cual para él era ilícito. 

La misma reflexión de base también la encontramos en los orígenes de la Constitución norteamericana: cada forma de gobernar debía garantizar la protección de la minoría opulenta contra la mayoría de los pobres (to protect the minority of the opulent against the majority) reclamaba James Madison (1751-1836), uno de los Padres Fundadores de la Carta Magna norteamericana. Según él, la resolución de esa tensión entre el pueblo y sus élites consistía en “la democracia representativa”, que de hecho es una forma de oligarquía, que permitía salvaguardar los intereses particulares de la minoría rica. 

 
Sirvan estos pocos ejemplos para ilustrar que el ideario occidental en su conjunto viene impregnado por un profundo escepticismo acerca de la democracia, y que no pocas veces alcanza la hostilidad. 
 
En el discurso y la retórica política de la Edad Moderna, la noción de la democracia, sin embargo, está adquiriendo más y más importancia. Democracia no sólo es una entre varias formas de gobernar, sino, después de todo, la única forma que permite legitimar el poder político. Las élites dominantes ven en ella una “ilusión necesaria” y procuran establecer detrás de la retórica en torno a ella, las estructuras oligárquicas necesarias para asegurarse sus propios intereses. Del mismo modo,  ven en los avances democráticos seriamente logrados excesos democráticos (excess of democracy), cuyas estructuras  tratan de erosionar de maneras no visibles para el pueblo; un proceso que en la actualidad se está acelerando a un ritmo alarmante. Valgan de ejemplo estos tópicos: el procedimiento legislativo de la UE; el Banco Mundial; el FMI; TTIP y la “Troika”. 
El establecimiento de estructuras oligárquicas bajo el manto protector de la democracia, se ha logrado hasta el punto que las democracias occidentales ya tienen de hecho carácter oligárquico, un parecer que no sólo es compartido por los críticos de este proceso antidemocrático, sino por esas mismas élites dominantes. Ejemplo EEUU: en un informe de 1975 titulado The Crisis of Democracy -la crisis de la democracia– se alude a que sus autores diagnostican un “exceso de democracia” (excess of democracy). Samuel Huntington constata que en su tiempo, cuando al Presidente Truman se le permitía gobernar al país mediante un puñado de banqueros de Wall Street (to govern the country with the cooperation of a relatively small number of Wall Street lawyers and bankers), manejar o dirigir la democracia resultaba relativamente sencillo. Desde entonces, ese “exceso de democracia” se ha venido corrigiendo notablemente, de modo que el Washington Times en 2014 constataba: America dejó de ser una democracia, no obstante la república democrática que los Padres Fundadores pudieran haber previsto” (America is no longer a democracynever mind the democratic republic envisioned by Founding Fathers). El ex presidente Jimmy Carter, entrevistado el 28 de julio de 2015, calificaba a los EEUU de ‘oligarquía’ afectada de un ilimitado soborno político (unlimited political bribery). De modo que el carácter oligárquico de los EEUU a las élites les resulta ser un hecho más que evidente. Y quien no valore semejantes manifestaciones en su justa medida, puede que acabe por reconocer lo obvio una vez que quede documentado en base a una metodología científica. Los politólogos Martin Gilens y Benjamin Page investigaron en 2014 para los Estados Unidos el peso de voto que la voluntad de la gran masa del pueblo alcanza en las decisiones políticas. Sus análisis documentan que ese peso de voto es prácticamente nulo y que el 70 % de la población no ejerce ninguna influencia en las decisiones políticas. 

Y este panorama no resulta distinto en Europa. De querer obtener una impresión realista de la situación europea, puede resultar muy esclarecedor acudir a los medios de información de las élites, como puede ser el Wallstreet Journal. Semejantes medios suelen tener una visión bastante nítida de las circunstancias reales, que tan importante resulta para las élites financieras y sus negocios. Puesto que estos medios informativos se dirigen a las élites,  pueden ahorrarse  la cruda retórica y propaganda política, que los medios de masas tienen preparadas para el gran público. El Wallstreet Journal del 28 de febrero de 2013 constata fríamente que el programa neoliberal –en contra de lo votado en numerosos países– ya no puede ser revisado por medios democráticos. También en Europa se está tornando ilusorio el creer que los votantes, mediante sus votos, puedan influenciar seriamente en los resultados de los comicios y/o las decisiones políticas relevantes para el sistema. 
 
Concretamente en el ámbito económico ello no debe sorprendernos, toda vez que el neoliberalismo y la democracia resultan incompatibles de hecho.  Milton Friedman (1912-2006), uno de los Padres Fundadores del neoliberalismo, lo manifestó así en 1990 en Newsletter of the Mont Pelérin Society: “una sociedad democrática, una vez establecida, destruye la libre economía” (“a democratic society once established, destroys a free economy) –lo cual, desde la óptica de las élites, ha de evitarse en todo momento. Resulta pues que la democracia sólo se “admite” en tanto y cuanto sus decisiones democráticas no lleguen a afectar al ámbito económico, mientras no llegue a ser una democracia. Visto así, el neoliberalismo es el mayor enemigo de la democracia. Desde la óptica de las grandes empresas multinacionales, la democracia viene a ser en primer lugar un riesgo empresarial. Si la población no está dispuesta a admitir que la organización de una sociedad ha de obedecer a  determinadas restricciones económicas y que los salarios y las prestaciones sociales resultan extremadamente perniciosas a la hora de acumular capital, las élites dominantes deben imponer de manera autoritaria las “medidas de adaptación estructural” que estimen necesarias. 
 
Una sociedad de organización realmente democrática resulta a todas luces incompatible con las formas sociales que las élites dominantes suelen preferir. Al considerarla una ‘ilusión necesaria’ en el juego político, esa  ‘democracia’ debería adoptar antes la forma de una “democracia de espectadores” (spectator democracy) que la de una participativa. En una democracia de espectadores, cabe mantener la ilusión democrática, y garantizar a la vez la estabilidad del estatus de las élites políticas.  
 
Concretamente sobre estos problemas versa el ya referido informe titulado The Crisis of Democracy, que se había redactado en 1975 por encargo de la llamada “Comisión trilateral” –la trilateralidad alude al hecho de que los miembros de esa elitista comisión consultora procedían de los tres grandes bloques económicos Norteamérica, Europa y Japón. Esa Comisión trilateral mantiene estrechas relaciones con otras redes de la élite, en particular, con la conferencia Bilderberg y el “Puente Atlántico”, entre cuyos miembros encontramos a Joseph Ackermann, Gerhard Schröder, Edelgard Buhlmann o el publicista Theo Sommer. 
 
En el referido informe se constata que la crisis democrática provocada por un “exceso de democracia” tan sólo cabe manejar y resolverla (en beneficio  de las élites) cuando algunos individuos y grupos muestren cierto grado de apatía y no implicación (the effective operation of a democratic political sistem usually requieres some measure of apathy and noninvolvement on the part of some individuals and groups). Huelga decir que estos individuos y grupos cuya indiferencia se considera esencial  para “manejar la democracia de manera efectiva” no pertenecen a las élites dominantes, sino al pueblo llano. La democracia de espectadores que éstas persiguen tanto sólo se puede alcanzar si la ciudadanía queda ampliamente despolitizada, afectada de letargo político y apatía moral. 
 
Esta meta no se alcanza sin técnicas apropiadas, métodos capaces, por ejemplo, de inducir la apatía (preocupación por el sustento, generación del miedo, consumismo, etc.); técnicas en la manipulación de las opiniones y la indignación. 
 
Democracia y propaganda 
 
Al comparar las ventajas e inconvenientes de las diversas formas de gobierno –como defiende el politólogo norteamericano Harold Lasswell (1902-1978), coincidiendo con la muy extendida opinión entre las élites– hay que dar preferencia a la democracia, siempre y cuando se lograra al mismo tiempo asegurarse la aprobación ciudadana del sistema político y las decisiones que la clase especializada adopta en él. Lo cual es factible mediante las técnicas de propaganda adecuadas. Para este autor, la propaganda es consustancial, y por tanto,  elemento obligatorio de toda democracia ‘operativa’. Las técnicas aptas para manipular las opiniones, a diferencia de las prácticas de control dictatorial, según él, tienen además la ventaja de resultar más “económicas que la violencia, el soborno o cualquier otro modo de control” (cheaper than violence, bribery or other possible control techniques). Visto así, manejada y dirigida por un “Management de las opiniones”, la democracia llegaría a ser la forma óptima de gobernar. 
 
Lo mismo expresaba Edward Bernays (1891-1995) con una franqueza que, evidentemente, hoy día ya no es la habitual. Bernays era el difusor de mayor influencia de propaganda cuyas bases y técnicas había reunido en su libro Propaganda publicado en 1928. Según él, son propaganda todos los intentos sistemáticos que pretendan socavar la capacidad natural, el discernimiento de las personas, mediante la generación de pareceres, opiniones y convicciones por las que la gente puede ser abusada en beneficio de las élites dominantes (“incapacitación”, “instrumentalización”). 
 
Escribe Bernays: “El manipular consciente e inteligentemente las conductas y opiniones de las masas, forma parte elemental de las sociedades democráticas. Los procesos sociales son dirigidos por organizaciones que trabajan de modo invisible, y que conforman un gobierno invisible, que es el poder real dominante en nuestro país”. En ello no debemos olvidar que la situación que Bernays describe no era la meta, sino la ya existente realidad en aquel entonces, una situación que hoy en día se nos presenta considerablemente más grave aún. La propaganda de hoy resulta ser parte integrante del sistema de adoctrinamiento de todas las sociedades occidentales. Y el “gobierno invisible, que es el real poder dominante en nuestro país”, consiste de entramados casi invisibles de redes entre las diversas élites. Éstas son las que “dirigen los procesos sociales”. Manejan las decisiones políticas que nos hacen llegar mediante “periodistas infiltrados” (embedded) en los medios de comunicación, y que nos venden las respectivas medidas como restricciones obligatorias y necesarias para el bienestar de la ciudadanía. 
 
¿Cómo se llega a este estado en que las élites pretenden alcanzar, ese “gobierno invisible” de un pueblo suministrándole la dosis necesaria de apatía? En ello juegan un papel  decisivo los medios de comunicación, cuya función nos aclara Paul Lazarsfeld, uno de los más eminentes investigadores de la comunicación y fundador de la investigación social empírica moderna: “Es cuestión de hundir a los ciudadanos en una avalancha de informaciones, de modo que tengan la ilusión de estar informados”, que les hace tener la conciencia tranquila, porque creyéndose informados sobre todo lo esencial, podrán acostarse tranquilos. 
 
En este sentido, Lazarsfeld cuenta a los medios entre “los narcóticos sociales más respetables y eficientes” (most respectable and efficient of social narcotics). A los ciudadanos se les proporciona la ilusión de estar informados: En el desayuno leyendo el Süddeutsche Zeitung, por la tarde algo en SpiegelOnline, por la noche viendo las noticias del día en el Tagesschau, quedarán tan impresionados del grado de su supuesta información que, piensa Lazarsfeld, ya ni son capaces de reconocer su enfermedad/dolencia (to keep the addict from recognizing his own malady). 
 
Antes todo, son las capas consideradas cultas las más propensas a caer en esa ilusión de creerse informados. Estas capas, por motivos evidentes, son siempre las más adoctrinadas por la ideología de turno, trátese del nacionalsocialismo o de la ideología que predomina ahora. Dada su silente tolerancia, son un elemento estabilizador importante para la ideología dominante en cada momento. 
 
Abundan los ejemplos de cómo la referida narcotización puede obtenerse por la vía afectiva. 
 
Al margen de la referida sedación en el ámbito político, encontramos técnicas de control afectivo y de generación de miedo. En la retórica que pretende legitimar las intervenciones militares, encontramos con frecuencia una estrategia doble: las capas sociales más cultas pueden ganarse fácilmente bajo el ‘banner’ de las “intervenciones humanitarias”, y a las menos cultas se las gana instrumentalizando o provocando sus miedos ante cualquier fuerza supuestamente malévola y violenta. Un ejemplo de una ya histórica notoriedad y de enormes consecuencias: Colin Powell, el ministro de exteriores de EEUU, cuando el día 5 de febrero de 2003, ante el Consejo de Seguridad de la ONU muestra un tubito lleno de polvo, que había de servirle de “prueba definitiva” para la existencia de armas de destrucción masiva al alcance de Sadam Husein. Esta ‘prueba’ iba dirigida ante todo al pueblo norteamericano y pretendía encender sus miedos de tal manera que prestaran su consentimiento para la invasión del Irak que ya estaba proyectada desde hacía tiempo. Esta manipulación afectiva resultaba ser enormemente efectiva, y surtía otro efecto ‘colateral’ que era la muerte de más de 100.000 civiles iraquíes. El ejemplo reciente de más calado de cómo se puede hacer política hegemónica instrumentalizando el miedo, lo tenemos en la información de los medios sobre Rusia y Ucrania. 
Para dirigir a los ciudadanos, por lo general se debe dar preferencia a aquellas técnicas que tengan un  alcance  más largo. Aquí habría que dar prioridad a la dirección de la opinión pública ante su manipulación meramente afectiva. Las opiniones suelen ser más estables que los afectos, por lo que juegan un papel especial las técnicas de manipulación de las primeras. Abordaré aquí solamente unos cuantos aspectos sencillos. Para poder manipular las opiniones, no se requieren conocimientos especiales en psicología; es el pan de cada día de los medios: 
 

  1. Declara los hechos como si fueran opiniones. En la actitud que trata los hechos como meras opiniones, reside, según Hannah Arendt, uno de los más terribles aspectos de toda  ideología totalitaria. 

  1. Fragmenta la representación de los hechos relacionados en su fondo, de tal manera que se pierda su relación significativa o contexto. 

  1. Descontextualiza los hechos, esto es, sepáralos de su contexto natural, de modo que aparezcan casos singulares aislados.  

  1. Recontextualiza los hechos, incrustándolos en otro contexto de representaciones positivas de tal manera que pierdan su contextualidad original y, con ella, cualquier indignación moral posible. 



Mediante estas técnicas relativamente sencillas, la psicología ha podido identificar un gran número de mecanismos más sutiles y sorprendentes en la formación de nuestras decisiones y opiniones, que pueden ser (ab)usadas para dirigir y manipularlas de modo muy eficaz. Tanto más, si tenemos en cuenta que nuestros procesos centrales de decisión y opinión, discurren inconscientes por lo que no son accesibles al control intencionado. Dos ejemplos: 
 

  • i) Una serie de estudios experimentales ha mostrado que una afirmación, enunciada por los directores del experimento -conforme se repita- aumenta el grado de veracidad que las personas del test le atribuyen, incluso cuando se les hace observar expresamente que se trata de una afirmación falsa. Estos procesos se producen de modo automático e inconsciente. Quiere decir que no nos podemos defender ante ellos. Incluso si el sujeto del experimento es previamente informado sobre ese fenómeno, el efecto es el mismo: cuantas más veces escucha una opinión, tanto más crece la estimada, la supuesta veracidad. Abundan los respectivos ejemplos en la prensa diaria, trátese de los “griegos reacios a las reforma’ o, en el contexto de Crimea, de la noción de ‘anexión’. La mera repetición hace que crezca el grado de la veracidad que estimamos. 

  • ii) Cuanto menos conocimiento tengamos en una materia o ámbito, tanto más propensos seremos a ubicar la verdad en medio. Nos inclinamos a considerar pues a todas las opiniones como equivalentes, obviando los “extremos” al margen del espectro observado, y eso incluso en el supuesto de que la opinión “correcta” se encuentre allí mismo. 



Vemos pues que la formación de la opinión publica permite ser dirigida muy eficazmente predeterminando esos “márgenes” de lo que aún se considera “razonable”. Quien sea capaz de marcar estos márgenes en el espectro visible de opiniones, y con ello los límites de lo “razonablemente aceptable”, ya ha recorrido un gran trecho en el manejo de la opinión pública. En la ‘democracia’ neoliberal, concebida conforme al mercado, será lógicamente muy importante determinar el límite izquierdo de lo admisible, de lo razonablemente aceptable. En las tesis que defiende, por ejemplo, Jürgen Habermas puede que las élites dominantes vean lo último defendible y que en el marco de “nuestra democracia liberal” estén dispuestas a aceptar. Cualquier posicionamiento más radical y capaz de enfocar el centro del poder ya quedaría descartado como fuera de lo públicamente ‘aceptable’, y por tanto, por  ‘irresponsable’. Quedaría, pues, fuera del alcance de cualquier debate “sensato”. 

 
 
¿Cómo se pueden invisibilizar, a nivel cognitivo y moral, los hechos capaces de surtir efectos políticamente desfavorables? 
 
Una vez que nuestra capacidad de detectar estas manipulaciones esté más refinada, nos podremos ocupar de una paradoja interesante que en la Historia encontramos ya muy documentada, y que podríamos llamar la paradoja que se plantea entre la autovaloración y la conducta de la persona.  También a nivel de estados y naciones, se observa que existe una discrepancia entre su autoevaluación y su conducta. Los estados son capaces de cometer, asistidos por la mayoría de sus ciudadanos, los crímenes más atroces, como son la tortura, asesinatos en masa y los genocidios, estando sin embargo convencidos de que sus actos no son condenables en términos morales. Este fenómeno nos conduce a la necesidad de profundizar en la naturaleza humana. En un principio, disponemos de una sensibilidad moral natural, de un juicio y discernimiento natural para poder valorar aquello que consideramos indebido y mal, al menos en los actos de los demás. Para que se produzca la referida paradoja, nuestra capacidad moral de juzgar debe quedar adecuadamente socavada o bloqueada, lo cual resulta muy fácil cuando las atrocidades cometidas por “nuestra” sociedad queden “invisibilizadas en términos morales”. 
 
Si bien puede parecer difícil invisibilizar, hacer desaparecer unos hechos evidentes, que salten a la vista, la magia nos ilustra que no resulta tan difícil, cuando la(s) atención(es) se manejan o manipulan de modo adecuado. 
 

En torno a una mesa se reúnen varias personas, al parecer todas bien situadas, que sucumben a las tentaciones que un buen trilero, en beneficio propio, es capaz de provocar con medios relativamente banales. Unos de los presentes son mirones y papamoscas, otros observan aparentemente desinteresados. Llama la atención una persona vestida de hábito religioso que, a juzgar por sus anteojos, sabe leer, es un intelectual. Comprende la situación y rápidamente la aprovecha en su propio beneficio, robando el monedero de la persona que tiene por delante y cuya atención está absorta por las artes del trilero. A estos tipos en la Edad Media se los llamaba ‘Beutelschneider’ o ‘rateros’. Más adelante, volveré sobre esta pintura en otro contexto menos esperado.
 

 
Como nos ilustra la pintura de El Bosco, poco se requiere para desviar la atención de la gente de tal manera que dejen de notar y percibir lo evidente. Lo mismo puede producirse en el ámbito político con una eficacia que nos debe asombrar e inquietar. Y lo quiero documentar mediante unos hechos directamente relacionados con la referida paradoja autovaloración y conducta, que vulneran gravemente las normas morales vigentes en nuestra comunidad política. Para ello quiero, sin embargo, invertir la perspectiva política habitual: en vez de preguntar por qué presuntos o reales motivos los gobiernos pueden haber cometido estos crímenes, quiero enfocar a la ciudadanía, a nosotros mismos, y preguntar porqué no reaccionamos ante estos crímenes con una indignación moral más adecuada. 
 
Puesto que los hechos tan sólo sirven de base en estas cuestiones, puedo ceñirme a unos cuantos ejemplos. Los he seleccionado porque cumplen los siguientes tres criterios: 
 

  • i) Se refieren a actos cuyos responsables somos “nosotros”, la comunidad política que integramos. 

  • ii) Se refieren a indudables vulneraciones de la normativa moral; a unos actos que, si los cometieran nuestros “adversarios”, no tardaríamos en condenarlos con toda nuestra indignación moral. 

  • iii) Resultan indiscutibles y están bien documentados, recogidos por los medios (si bien de modo fragmentado y adecuadamente recontextualizado). 


Invisibilizar los “hechos pequeños”. 


Resulta fácil hacer que unos hechos desaparezcan de nuestra percepción moral en aquellos casos que tengan poca “visibilidad moral”, ya sea por su volumen, su escaso peso político o por lo abstracto de su contenido. De semejantes “hechos insignificantes” los medios pueden informar sin riesgo alguno, haciéndolos ver, sin que resulten visibles en su alcance moral (moralmente invisibles). 
Esta invisibilización es relativamente fácil cuando las normas morales son gravemente vulneradas por  estructuras abstractas. A diferencia de la violencia concreta, la violencia estructural se sustrae , por así decirlo, de nuestra sensorio moral. Recordemos, por ejemplo, las consecuencias que puedan resultar de las operaciones de las oligarquías financieras globales que ya se escapan de todo medio democrático de control. Para percibir las causas de índole abstracta, nuestra mente no se encuentra bien equipada; no solemos reconocerlas ni cuando sus consecuencias son inconmensurables. Jean Ziegler, el que fuera Relator Especial de la ONU para el Derecho a la Alimentación, observó en 2012 en el periódico alemán JungeWelt: “El fascismo alemán necesitó seis años de guerra para matar a 56 millones de personas; el orden económico neoliberal no tarda ni un año”. Hasta cuando seamos capaces de nombrar la causa, tratándose unas estructuras abstractas nos resulta difícil reaccionar con indignación moral ante el acto criminal. Valga de ejemplo el Banco Mundial (BM), cuya tarea consiste en ofrecer instrumentos financieros para proyectos de medio y largo plazo en el desarrollo de la economía real. Las organizaciones humanitarias llevan años condenando las prácticas del BM por vulnerar los Derechos Humanos, una temática que muy de vez en cuando encontramos reflejada en los medios.  
 
El Süddeutsche Zeitung escribía en fecha de 16 de abril de 2015: “En los proyectos de infraestructura financiados por el BM en África, una parte de los llamados ‘barrios pobres’ es derribada sin aviso previo. Sus habitantes son mudados/trasladados a la fuerza o se quedan sin techo”. En la misma fecha, leemos en el ZEIT bajo el título “El Banco Mundial vulnera los Derechos humanos en todo el mundo”: Se estima que sólo en la última década eran 3,4 millones las personas las que debieron abandonar sus tierras o una parte de su base existencial a causa de los 900 proyectos financiados por el BM”. Sobre estos hechos de graves consecuencias para la población, se puede informar sin riesgo al público. Puesto que el contexto necesario para su entendimiento se suele mantener oculto, semejantes crímenes no despertarán el interés ni la preocupación pública. 
 
La cosa cambia ante unos hechos concretos, como puede ser la tortura, en cuyo caso hay un/os autor/es. Si la causa del crimen no es abstracta sino atribuible a un/os autor/es concreto/s, nuestra capacidad natural de indignación, nuestra sensibilidad se activa. Pero también en este supuesto cabe invisibilizarlo mediante la fragmentación y la adecuada descontextualización. 
 
Ejemplo. Uzbekistán, que se cuenta entre las peores dictaduras del mundo. Su régimen está vulnerando de modo sistemático y horrendo los Derechos Humanos (DDHH), realizando genocidios, tortura o explotación infantil. Pero dado que Alemania mantiene allí una base de fuerzas aéreas persiguiendo, por tanto, intereses estratégicos, el consentir o tolerar las referidas prácticas forma parte de la razón del Estado alemán. 
 
Otros ejemplos de esta práctica del invisibilizar unos sucesos en términos morales se encuentran con facilidad. 

 
Invisibilizar los hechos “grandes”. 

 
Ahora, ¿cómo se pueden invisibilizar supuestos que por su magnitud ya ni cabe esconder ni encubrir. Este supuesto requiere un considerable esfuerzo en las artes políticas y las mágicas, a la vez. Sabemos que David Copperfield pudo hacer desaparecer delante de su público la Estatua de la Libertad, que en el arte de la magia requiere un considerable y sofisticado aparato técnico. La manipulación de la opinión también requiere en cierto sentido una amplia preparación -la disponibilidad de los medios-, pero las necesarias técnicas psicológicas no resultan tan sofisticadas. 

 
Valga este como único ejemplo: el número de civiles que cayeron víctimas en las “intervenciones” que los EEUU llevaron a cabo desde la II GM. Puesto que los EEUU se consideran los “aliados más estrechos de Alemania” y que el Ministerio de AAEE alemán ve que “esta relación transatlántica reposa sobre los valores compartidos” entre ambos Estados, los sucesos en este ámbito tienen carácter político y serán de responsabilidad “compartida”. 
 
El cómputo de víctimas civiles sólo en las guerra de Vietnam/Corea alcanza una cifra de 10 a 15 millones; más otros 9 a 14 millones por actos bélicos de los EEUU y sus cómplices (por ejemplo en Afganistán, Angola, el Congo, Timor Oriental, Guatemala, Indonesia, Pakistán, Sudán). Según datos oficiales o estimaciones de las organizaciones humanitarias, los EEUU desde la II GM deben responder de la muerte de entre 20 a 30 millones de personas a causa de sus ataques y agresiones a otros países. 
 
Dichos crímenes vienen acompañados por un coro de políticos occidentales, periodistas e intelectuales solícitos, que no paran de autocomplacer y felicitarse considerando que estos actos reflejan los benévolos esfuerzos de la “mayor fuerza mundial en la defensa de la paz y libertad, la democracia y prosperidad” (“world’s greatest force for peace and freedom, for democracy and security and prosperity”), como dijera el ex presidente Clinton el 28 de abril de 1996. 
 
Sólo en los últimos años murieron unos 4 millones de musulmanes por “nuestras” manos, esto es, por manos de la “comunidad de valores occidentales” con el fin de erradicar el terrorismo en el mundo. Este afán forma parte de una larga tradición histórica en nuestra “comunidad occidental”, que abarca desde el colonialismo europeo y su misión civilizadora; la guerra de Vietnam, que cobró las vidas de entre uno a dos millones de civiles para librarlos del comunismo, ese “equivocado modo de vida”; hasta las llamadas “intervenciones humanitarias” y “misiones civilizadoras” en defensa de la democracia y los DDHH en el presente. A la hora de reflejarlos en los medios, estos crímenes deben quedar muy fragmentados y radicalmente recontextualizados de tal modo que el público apenas los pueda percibir. Y aunque todo estos procedimientos se encuentran ampliamente documentado, en la consciencia pública apenas dejan rastro. 
 
“¿A cuántos hay que matar para ganarse el apelativo de asesino en masa y criminal de guerra?”,  se preguntaba Harold Pinter en su discurso de aceptación del Premio Nobel en 2005. Y nos recuerda “ese inmenso tapiz tejido de mentiras de las que nos alimentamos" y "para mantener el poder es esencial que la gente permanezca ignorante, que vivan ignorando la verdad, incluso la verdad de sus propias vidas” [1]. Forma parte de esta red de mentiras que todos estos crímenes no pasan el umbral consciente  de la gente… simplemente no tuvieron lugar, no ocurrieron. 
 
“Esto nunca ocurrió. Nunca ocurrió nada. No ocurrió ni siquiera mientras estaba ocurriendo. No pasaba nada. No interesaba” [1]. Nos debemos preguntar, angustiados, ¿cómo se alcanza semejante grado de apatía moral? En palabras de Pinter: “¿qué le ha pasado a nuestra sensibilidad moral? ¿La tuvimos alguna vez? ¿Qué quieren decir estas palabras?” Una vez más, la respuesta nos lleva a la magia, ya que el alcanzar tal grado de apatía moral se debe a “un acto de hipnosis muy logrado, brillante, incluso ingenioso”. [1] 
 
Y el medio más importante para tal hipnosis colectiva es el lenguaje. Quien domine el lenguaje, esto es, los términos, conceptos, nociones y categorías, con las que reflexionamos y hablamos sobre los fenómenos sociopolíticos, tendrá fácil dominarnos: “Mediante el lenguaje se mantiene a raya el pensamiento”. 
 
Vemos pues que hasta los “grandes” hechos o sucesos se pueden invisibilizar empleando simples técnicas psicológicas, que apenas resultan reconocibles como tales por encontrarse ya profundamente arraigadas en el normal funcionamiento de los medios. Quiere decir que este tipo de manipulación ya no tiene que venir implementada por ningún órgano central; antes bien viene a reflejar el viejo refrán “dame pan y llámame tonto”. De tenerlo presente a la hora de “instruir” al pueblo, estas técnicas casi salen por si solas. 

 
 

 La necesidad de manipular nuestra indignación


Para las élites dominantes pueden producirse situaciones que resulten especialmente peligrosas para el sistema, por implicar el riesgo de una reacción en cadena. Semejantes situaciones suelen desencadenarse por sucesos que apelan tan fuertemente a la sensibilidad moral de la gente que ésta responde con toda su indignación. Necesitan, por tanto, ser mitigadas de modo inmediato y eficaz. Aquí  las  técnicas aptas para  la manipulación a largo plazo no suelen ser suficientes, y se requieren ots para controlar y manipular toda indignación súbita y vehemente. Un ejemplo para esta indignación aguda era la publicación de imágenes de torturas practicadas por los EEUU en la cárcel de Abu Ghraib. 

 
 

Semejantes reacciones por parte del propio pueblo ante las prácticas de tortura y control masivo, capaces de poner en peligro la estabilidad social, las élites pretenden mitigarlas en seguida redirigiéndolas a otras metas ficticias. Pero también pueden resultar peligrosas para la propia estabilidad nacional –normalmente con respecto a los propios intereses hegemónicos -  las reacciones de pueblos “amigos”,  por lo que también han de controlarse sin falta, ante todo cuando se manifiestan de manera colectivamente organizada. En este supuesto, hablamos de contrainsurgencia (counterinsurgency). De tratarse, a cambio, de reacciones indignadas entre los ciudadanos de estados no pro occidentales, en los que “nosotros” pretendemos alcanzar un cambio sistémico, las insurgencias no serán combatidas, sino incitadas y dirigidas contra los objetivos propios. En tales casos hablamos de “revoluciones de colores” que es cuestión de dirigir debidamente para “fomentar la democracia y los DDHH”. 

 
La contrainsurgencia ("counterinsurgency”). 

 
 

Se trata de operaciones militares por debajo del umbral bélico (“low intensity warfare”), que hoy son un ámbito más importante de intervención y más extendido que la guerra clásica. 

 
 

Comprenden todos los métodos que según la definición oficial, han que considerarse como terrorismo: actos violentos ilegales para despertar el miedo con el fin de obtener resultados políticos o ideológicos. Esta forma de terrorismo se denomina, sin embargo, “antiterrorismo” (“counterterrorism”), quiere decir que los términos “terrorismo” y  “antiterrorismo” dependen únicamente de si los actos violentos los cometemos “nosotros” o los cometen “ellos”, nuestros enemigos. Vemos pues que estos términos ya quedan profundamente ideologizados, al igual que el de la contrainsurgencia, en cuyo caso resulta importante desvelar sus premisas tácitas: el calificativo “insurgentes” se aplica siempre desde la óptica del orden dominante; y así se llama a aquellos que pretenden amenazar la estabilidad del orden que “nosotros” deseamos; “libertadores” se llaman en cambio aquellos otros que amenazan la estabilidad del orden sistémico no deseado por “nosotros”. 

 
 

Los métodos ofrecen un amplio espectro al que además aporta su refinamiento el ámbito universitario. Van desde el control de la opinión pública (“information operations”) pasando por “population-control measures” hasta tácticas de shock y pavor  (“shock and awe”). 

 
 

La variantes cruentas de la contrainsurgencia las manejan unidades especiales, como la CIA o las numerosas unidades del Mando Conjunto de Operaciones Especiales (“Joint Special Operations Command”).  El 7 de junio de 2015 el New York Times publicó un amplio informe titulado “Historia secreta de matanzas silentes y líneas borrosas” (“A Secret History of Quiet Killings and Blurred Lines”) sobre aquellas unidades dedicadas a la contrainsurgencia que se conocen por el nombre de “máquina caza hombres global” (“global manhunting machine”).  Lo poco que ya ha salido a la luz nos muestra un largo balance de “matanzas” (“killing fests”) de civiles. Jeremy Scahill [2] sostiene que estas unidades manejan un presupuesto anual de 8.000 millones de US$. 

 
 

El informe del NYT, si bien pudo provocar unas breves reacciones de indignación, reafirmó a los ciudadanos en su convicción de que “en nuestra democracia” todo acaba saliendo a la luz, por lo que no había motivo para preocuparse seriamente.  Este informe se incrusta además en el habitual contexto de los “lamentables sucesos aislados o singulares”, y su fragmentación a lo largo de la Historia encubre la ya larga tradición de estas unidades y sus operaciones. 

 
 

Las variantes cruentas de contrainsurgencia quedaron aprobadas desde la Guerra de Vietnam y los “Tiger Force”.  Pero aun así, su continuidad queda prácticamente invisible para la consciencia pública. 

 
 Instigar o incitar la sublevación. 

 
 

Una estrategia totalmente distinta se persigue cuando las sublevaciones van dirigidas contra un gobierno desaprobado por la “comunidad de valores occidentales”. En tal caso se considera que los  movimientos hacia el cambio sistémico deseado reflejan la voluntad de libertad del pueblo, por lo que han de ser fomentados por todos los medios a modo de “promoción democrática” (“democracy promotion”). 

 
 

Obrar un cambio sistémico sin que intervenga ninguna fuerza militar y que parezca salir del centro del pueblo, se llama “revolución de colores”. Comparada con los múltiples golpes de Estado y militares de la CIA durante décadas, tiene una serie de ventajas. Estos cambios sistémicos encubiertos suelen salir más económicos y son mejor recibidos y aceptados entre el público occidental y la comunidad internacional que cualquier golpe. Cualquier régimen que –aparentemente- llegue al poder de este modo no violento y –en supuesta realización de la voluntad popular-, ya podrá pasar por democráticamente legitimado. 
 
Para apuntalar los cambios sistémicos encubiertos, existen unas redes económicas privadas muy potentes que reúnen organizaciones “caritativas”, dedicadas al fomento de la “democracia y los DDHH” en aquellos países que se muestren reacios o insuficientemente abiertos a los valores occidentales. Una de las más influyentes es la National Endowment for Democracy (NED), y las ONGs privadas que ésta fomenta tales como Freedom House y el Open Society Institute de George Soros. Es de agradecer esa aclaración que nos facilita Allan Weinstein, ex presidente de la NED, en 1991 sobre los golpes organizados por la CIA: “mucho de lo que estamos haciendo hoy día, ya lo venía haciendo la CIA hace 25 años de modo encubierto” (“A lot of what we do today was done covertly 25 years ago by the CIA”). Y en efecto, la NED puede remitir a una larga lista de regímenes, autoritarios y establecidos sin violencia, pero amigos de los EEUU, sobre todo en América Latina. En la actualidad, el peso de su “democracy promotion” se centra en Europa oriental. 

 
Todos estos intereses hegemónicos vienen fomentados y acompañados a nivel mundial por una serie de empresas de propaganda altamente especializadas que se consideran Agencias de Relaciones Públicas (RRPP). Todas las intervenciones de EEUU durante los últimos decenios venían preparadas y acompañadas por la propaganda elaborada por estas empresas. No obstante su enorme influencia en los medios de comunicación, operan invisibles para los ojos del público, como lo hace Hill & Knowlton Strategies, empresa que alcanzó cierta fama por la “mentira sobre las incubadoras en Kuwait” difundida en 1990 [3]; o Burson-Marsteller o Rendon Group. Han demostrado con notable éxito su capacidad de “venderle” al público en todo el mundo no sólo la guerra, sino la “realidad políticamente deseable”. 
 
Este contexto político continuado durante mucha décadas, permanece casi invisible para el gran público, toda vez que los medios de comunicación lo vienen fragmentando en singularidades, donde cada intervención militar es además presentada e interpretada a modo de fomento de la democracia y los DDHH; y como si los rebeldes en Europa oriental o los países islámicos procedieran única y exclusivamente del pueblo, que de este modo trata de hacerse notar en busca del cambio sistémico que “nosotros” perseguimos. 



El arte del engaño. 

 




No solamente la opinión pública sino también su potencial indignación resultan ser un bien demasiado valioso como para dejarlo en manos del pueblo o abandonarlo al azar. Puesto que disponemos por naturaleza de una sensibilidad moral, el control de nuestra posible indignación presupone que entre nosotros primero se vaya creando cierto grado de apatía. Luego se ha de disponer de las técnicas capaces de invisibilizar los hechos amorales que puedan hacer peligrar esta apatía (graves violaciones sistémicas de los DDHH, etc., capaces de activar nuestra sensibilidad moral natural).   

Hacer política real equivale a ver en la democracia, los DDHH o las normas morales no más que nociones huecas que permiten manipular con eficacia la percepción pública. Lo cual requiere unas técnicas apropiadas y capaces de encubrir la discrepancia entre la retórica política y la realidad, y de este modo, garantizar el orden político establecido. Semejante engaño será tanto más eficiente, cuanto mejor se ajuste al funcionamiento de nuestra mente. 

 
 

En las última décadas, a la vista de las experiencias históricas, la psicología ha ido descubriendo nuevas nociones sobre cómo funciona nuestra mente. Muchas de ellas permiten ser instrumentalizadas en técnicas de propaganda y engaño. 

 
 

A la vista de nuestras experiencias históricas, poco puede sorprendernos que se encuentren suficientes psicólogos dispuestos a ponerse al servicio de esa empresa, desde luego a cambio del aprecio por parte de ciertos círculos de ‘relevancia social’. Un ejemplo: la Amercian Psychological Asociation (APA) [4], la mayor organización de psicólogos del mundo, junto con la CIA, había organizado en 2003 unos talleres acerca de la “ciencia de la decepción”, con el propósito de debatir y elaborar para su práctica y aplicación los descubrimientos psicológicos más recientes y que mejor permitían engañar a la población con "fines de seguridad nacional”. 

 
 

Otros servicios secretos tienen interés en conocer estos descubrimientos que permiten desarrollar técnicas más sofisticadas en materia de engaño y manipulación. Cuando Snowden publicó sus documentos, llegó a conocerse un manual del servicio secreto británico Government Comunications Headcuarters (GCHQ), que precisamente versa sobre las actuales posibilidades de engañar a la población y de invisibilizar hechos/sucesos sobre la base de los principios de funcionamiento de nuestra mente. Su título: El Arte de la Decepción ("The Art of Deception”). En su portada reencontramos nada menos que la ya referida pintura de El Bosco.  

 
 

En ese manual se especifican los áreas funcionales de nuestra mente  y sus propiedades específicas que permiten ser usadas con fines fraudulentos. 


¿Nos podemos proteger contra la sistemática manipulación de nuestras convicciones, inclinaciones y opiniones? 

 
 

En el desarrollo de técnicas sofisticadas de manipulación, se buscan aquellos aspectos en el diseño y las funcionalidades de nuestra mente en las que cabe ver “puntos de debilidad psíquica” que pueden ser manipuladas. El aspecto más importante consiste en el hecho de que, principalmente, a esas funciones mentales, no tenemos acceso consciente alguno. Y de llegar a ser manipuladas, sucumbimos cuasi automáticamente, sin tan siquiera darnos cuenta de que estamos sucumbiendo a las técnicas. Y hasta cuando sabemos cómo funcionan y que áreas mentales nuestros están afectados, estamos indefensos ante sus efectos. Los procesos que activan en nuestro interior son inconscientes y no obedecen a nuestra voluntad. Una vez activados, resulta imposible sustraerse de ellos. 

 
 

En este sentido, se comportan de un modo parecido a los que rigen nuestra percepción. También en ella somos incapaces de corregir mediante nuestra voluntad lo que llamamos ilusiones perceptivas. Valga de ejemplo la ilusión cinética o de movimiento a la que sucumbimos estando en un tren parado y mirando por la ventana, observando otro tren arrancando en la vía de al lado. Semejantes efectos son inconscientes y automáticos y tampoco desaparecen cuando los conocemos. Así cuando queremos sustraernos de sus efectos, debemos evitar las situaciones que los desencadenan o estimulan.  

 
 

Otro tanto cabe decir de los procesos mentales que se usan con fines de manipulación. Una vez estimulados, se desarrollan inconscientemente y resultan incontrolables a nivel cognitivo. Y tan sólo los podemos esquivar evitando en lo posible la situación que los provoca o estimula.  Sólo si reconocemos que nos encontramos en el contexto manipulativo y si evitamos activamente los medios que lo transportan, tendremos la oportunidad de conservar un mínimo de autonomía. 

 
 

Pero si optamos por exponernos voluntariamente a este contexto, convencidos además de que grosso modo estaremos en condiciones de discernir entre las noticias que nos ofrecen los medios públicos y privados entre la verdad y el engaño, acabamos cumpliendo todos los requisitos necesarios para el éxito de las técnicas manipulativas al uso. Existen múltiples fórmulas para manipular e instrumentalizar la mente humana en beneficio de la demandas y carencias del poder ajeno. Pero también es cierto que disponemos por naturaleza de un rico repertorio de instrumentos mentales para reconocer los referidos contextos manipulativos y evitarlos activamente. Contamos pues con un sistema inmunitario natural contra la manipulación. Sólo tenemos que usarlo. 

 
 

Trad. al español de Tucholskyfan Gabi 

el blog del Viejo Topo .

miércoles, 8 de marzo de 2023

La baja credibilidad de la prensa americana .


Entrevista a Roane Carey

«Es posible que el ‘Washington Post’ y el ‘New York Times’ no quieran saber quién perpetró el sabotaje del Nord Stream»


 
 

El periodismo de Estados Unidos está en crisis. No lo dicen únicamente los sondeos –según un informe del Instituto Reuters de 2022, solo un 26 por ciento del público piensa que los medios son creíbles, la tasa más baja entre los 46 países encuestados– sino que lo confirman los propios reporteros.

En un largo artículo comisionado por la prestigiosa Columbia Journalism Review (CJR) –una especie de revista madre del gremio y guardiana autonombrada de su integridad–,el veterano periodista de investigación Jeff Gerth concluía que “los cometidos primarios del periodismo, informar al público y exigir cuentas a los intereses de los poderosos, se han visto minados por la erosión de las normas periodísticas y la falta de transparencia de los propios medios con relación a su trabajo”.

Su pieza, de 24.000 palabras y publicada este enero pasado, es una radiografía despiadada de la cobertura por la prensa establecida, incluidos el New York Times y el Washington Post, de la interferencia rusa en las elecciones presidenciales de 2016 y las conexiones entre el Gobierno de Putin y la campaña de Trump. Ambos temas, según Gerth, recibieron una atención desproporcionada y muy poco rigurosa, en gran parte porque las y los periodistas que los cubrían, con el visto bueno de sus supervisores, se dejaron manipular por intereses políticos y por sus propios prejuicios, en lugar de respetar las buenas prácticas deontológicas. 

La publicación de Gerth, llamativa en sí misma, lo fue más porque días después se reveló que, un par de años antes, la misma CJR había asignado otra pieza de largo alcance a otro reportero veterano con un punto de partida, si cabe, opuesto al de Gerth: investigar la sospechosa cercanía a Putin, por esos mismos años, de la revista progresista The Nationque en su cobertura del ‘Russiagate’ había dado espacio a voces que minimizaban la amenaza rusa (dudando, por ejemplo, de la autoría rusa del famoso hackeo del servidor de email del Democratic National Committee).

El reportero, el escocés Duncan Campbell, tardó dos años en concluir su investigación y en acordar el texto final con el equipo editorial, solo para ver su artículo “asesinado” (killed spiked, en la jerga periodística local) dos días antes de su publicación prevista. A comienzos de febrero de 2023 el Byline Times, una revista digital británica, publicó la pieza original de Campbell en su versión final, junto con un artículo en que éste sugería que la CJR había suprimido su investigación, que acabó siendo muy crítica de The Nation, por un conflicto de intereses: resulta que, por esas mismas fechas, la CJR negociaba un convenio con The Nation.

Los veteranos Campbell y Gerth (de 70 y 79 años, respectivamente) llegan a conclusiones muy diferentes. Para el primero, cierta prensa izquierdista abandonó sus principios para dejarse embaucar por Putin. Para el segundo, fue la prensa liberal mainstream la que los abandonó al exagerar el peligro de Rusia indebidamente. Pero ninguno de los dos deja muy bien parado al periodismo en Estados Unidos. Combinados, sus artículos sirven para plantear serias preguntas sobre el estado de salud del cuarto poder, no solo en sus manifestaciones más propagandísticas, como la Fox News y los medios “alternativos” pero bien financiados de la ultraderecha nacionalista, sino también en medios de mucho más abolengo, sean de perfil liberal-progresista como el New York Times (fundado en 1851) y el Washington Post (1877), o de perfil progresista radical, como el semanal The Nation (1865). 

El paisaje mediático, mientras tanto, está mudando. Por un lado, en los últimos quince años, el descontento con los diarios y revistas establecidos ha motivado a grupos de periodistas jóvenes y veteranos a fundar medios nuevos, desde PoliticoVoxThe Interceptpensados para producir un periodismo más ágil y atrevido, menos lastrado por tradiciones institucionales, plantillas gigantescas, jerarquías aplastantes, presiones políticas o intereses comerciales. 

Por otro, en años más recientes algunos de estos periodistas no han dudado en abandonar esos nuevos medios –a veces después de algún conflicto personal o profesional– para escribir por su cuenta en plataformas de pago como Substack y cobrar a sus suscriptores directamente. Los ejemplos más exitosos (al menos en un sentido económico) han sido los de Glenn Greenwald (cofundador de The Intercept), Matt Yglesias (cofundador de Vox), Andrew Sullivan (antes con The Atlantic y la revista New York) y Matt Taibbi (Rolling Stone). También la investigación de Seymour Hersh sobre el sabotaje del Nord Stream que CTXT tradujo al castellano se publicó en Substack.

Para arrojar algo de luz sobre estos y otros temas hablo por teléfono con Roane Carey (Atlanta, 1960). Entre 1989 y 2021, Carey trabajó en The Nation como jefe de edición,entre otras funciones. Además de cubrir Oriente Medio (tema sobre el que editó dos libros), ensus 32 años en la redacción de la revista, Carey trabajó con cientos de periodistas, incluidos autores tan diversos como Edward Said, Christopher Hitchens y Katrina vanden Heuvel (y, en años más recientes, Bécquer Seguín y un servidor). 

Según Jeff Gerth, el periodismo en Estados Unidos está en crisis porque ha dejado de respetar sus propias normas, como demuestra el fracaso mediático que fue el ‘Russiagate’.

Bueno, la verdad es que en Estados Unidos llevamos décadas viendo grandes fracasos mediáticos. Solo hace falta recordar la cobertura desastrosa, después del 11 de septiembre de 2001, con respecto a Irak. No solo el New York Times sino todos los medios mainstream se tragaron sin rechistar lo que decía el Gobierno de Bush sobre las armas de destrucción masiva, mientras incluso revistas progresistas como The New Yorker The New Republic apoyaban la guerra. En The Nation nos resistimos. Pero recuerdo que nos sentíamos muy solos, clamando en el desierto. Porque además no hacía falta ser ningún genio para percatarse de que el emperador estaba desnudo. Bastaba comparar las alegaciones con los hechos aportados para concluir que era todo mentira.

Con respecto a lo que escribe Gerth, es verdad que muchos medios mainstream se dejaron llevar por una especie de histeria con respecto a Rusia. 

Siempre que el poder gubernamental tiene algún interés predominante, lo normal es que los grandes medios le sigan sin cuestionarlo

Pero, según usted, que los grandes medios yerren de este modo no es nuevo.

Exacto. Siempre que el poder gubernamental de este país tiene algún interés predominante, lo normal es que los grandes medios le sigan sin cuestionarlo apenas. Este claramente ha sido el patrón, por ejemplo, con las intervenciones que Estados Unidos ha hecho en el extranjero.

¿Entonces Campbell se equivoca? ¿No hay crisis?

Claro que hay crisis. De hecho, se solapan varias. Pero son, ante todo, de carácter económico. Por un lado, seguimos viviendo la crisis del modelo financiero del periodismo, provocada por la aparición de internet y la consiguiente pérdida de ingresos publicitarios. Esta ha causado la desaparición de cientos de periódicos, sobre todo a nivel local y regional. Pero, por otro lado, hubo otra crisis producida por los efectos corrosivos de la financiarización neoliberal de la economía. Ese proceso, que empezó antes de la revolución de internet, ha sido extremadamente destructivo para el periodismo. Incluyó una fase de concentración, en la que los grandes grupos adquirieron diarios más pequeños. Entonces se impusieron los dictados de Wall Street, que exigían ganancias cada vez más altas. Y cuando estas no se produjeron, los conglomerados pasaron a despedir a periodistas y a suprimir cabeceras. A estas alturas, es muy complicado que una persona joven con vocación periodística encuentre un trabajo que le permita sobrevivir.

Gerth también subraya que el público confía cada vez menos en los medios.

Eso también tiene que ver con el auge del neoliberalismo, que permitió que creciera la presencia mediática de la extrema derecha. Los orígenes de ese proceso se remontan a los años ochenta, con el crecimiento de la talk radio, respaldada económicamente por grandes empresas conservadoras. Después, en 1996, nació Fox News como medio propagandístico muy bien financiado. Todo esto ha provocado en los últimos 30 años un desplazamiento del centro de gravedad de los medios mainstream hacia la derecha. 

¿Los propios medios no son responsables de esa pérdida de confianza del público?

Sí que lo son. Es que el problema de fondo ya existía. Aun cuando muchos medios todavía gozaban de buena salud, el periodismo estaba demasiado dispuesto a obedecer a los dictados del poder, tanto del gobierno como de las grandes empresas, por mucho que se escudara en el culto a la objetividad. Yo llevo leyendo el New York Times más de 40 años. ¿Ha sido crítico con el gobierno? Sí, pero solo hasta cierto punto. Esa actitud servil de los grandes medios ante el poder mantenida a lo largo del tiempo –su dedicación, en fin, a la fabricación del consenso social, lo que Chomsky ha llamado manufacturing consent– la acaban notando los lectores, aunque no sean periodistas profesionales. Este servilismo, combinado con su autocomplacencia, hizo que los medios fueran menos resistentes ante las crisis financieras que harían tantos estragos a partir de los años 90. 

Esa costumbre servil la pudieron romper puntualmente periodistas de investigación como el propio Gerth, o sus compañeros de generación Seymour Hersh, Bob Woodward, Carl Bernstein, etc., cuando se toparon con historias explosivas y lograron convencer a sus directoresy a los propietarios de sus medios de que valía la pena desafiar al poder. 

Exacto. 

Cuando hablé con Hersh hace tres años, me dijo que su trabajo consistía en “entrar a la redacción con una rata muerta llena de piojos, depositarla en el escritorio del director y decirle: ‘Voy a escribir algo que el gobierno va a odiar’”. Me pregunto si hoy la situación es distinta. Hemos visto una oleada de reporteros que, hartos de sus jefes y colegas, deciden montar su propio medio o incluso escribir por cuenta propia. Hace algún tiempo, un periodista de la revista New York estimaba que Matt Taibbi, con más de 30.000 suscripciones de 50 dólares cada una en Substack, se embolsa más de un millón de dólares al año. Y ese dinero lo gana sin tener que luchar diariamente con un editor que le ponga peros o le diga “me gusta lo que tienes, pero habrá que trabajarlo más antes de que podamos publicarlo”. ¿Tienen razón colegas como Taibbi o Greenwald al concluir que pueden prescindir de los filtros de los medios tradicionales porque esos filtros se han convertido en instrumentos de censura?

Es una buena pregunta. La cuestión tiene doble filo. Por un lado, hace 30 ó 35 años, antes de que hubiera internet, también ocurría que un periodista de investigación estaba frustrado porque tenía una buena historia, pero nadie estaba dispuesto a pagarle por investigarla o, si ya la tenía investigada, nadie quería publicarla. En aquel entonces no había muchas opciones. Podía recurrir a revistas como The Nation, In These Times Mother Jones, pero poco más. Por otro lado, incluso en The Nation no se publicaba nada que no pasara por el proceso de edición y verificación, el fact check. Hoy, todo el mundo puede escribir lo que sea y sacarlo en lugares como Substack. Greenwald y Taibbi y Hersh pueden publicar lo que les dé la gana. Y si lo hacen bien y consiguen un público, pueden tener mucho éxito. 

Lo que no hay es ese filtro que representan los editors fact checkers.

Exacto. Y sin embargo no creo que se pueda mantener que en este nuevo contexto no haya ningún filtro de calidad. Si te fijas en el último trabajo de Matt Taibbi, por ejemplo, basado en el acceso que le ha dado Elon Musk a los archivos de Twitter, verás que ha suscitado muchísimas críticas, tanto por lo que escribe como por la forma en que se ha dejado apoyar y financiar por Musk. Las palizas que ha encajado Taibbi en la esfera pública y en las redes no han sido menores. Lo mismo cabe decir de Hersh. Sí, su pieza sobre el Nord Stream se ha leído mucho, pero también ha suscitado muchas críticas, justificadas para mí. En mi opinión, Hersh tendría que haber conseguido más corroboración antes de publicar su historia. Sin corroboración adicional, lo que ha escrito no pasa de ser una suposición. Por otra parte, hay bastantes lectores inteligentes y críticos capaces de darse cuenta de ello.

¿Qué quiere decir cuando afirma que, en su forma actual, la pieza no pasa de ser una suposición?

Me refiero al hecho de que base una alegación tan grande en una única fuente, además anónima, sin que haya otras fuentes que la corroboren. La historia puede ser verdadera, pero dada la lógica interna del texto, los lectores no tienen cómo evaluar sus afirmaciones de forma objetiva. Así, no puede ser más que una acusación; de los lectores se espera que la aceptemos como un artículo de fe. Por eso hablo de “suposición”. 

Si usted siguiera en The Nation y un reportero le enviara ese texto, ¿qué le habría pedido para considerar su publicación?

Habría insistido en que proporcionara más fuentes. También que citara, en el texto, a expertos y analistas estratégicos independientes que comentaran sobre las afirmaciones de la fuente anónima. Pienso, por ejemplo, en personas expertas en demoliciones subacuáticas, personas que conozcan la historia de los ejercicios navales de la OTAN en el área, gente con pericia en la inteligencia de fuente abierta (OSINT), etcétera. 

En la izquierda norteamericana tenemos muy claro que EEUU es una potencia maligna. Pero nos cuesta asumir que no es la única potencia maligna

En una entrevista con Amy Goodman, Hersh explicó: “En cuanto a la cuestión de la fuente, llevo mucho tiempo haciendo esto. (…) Pero yo no hablo de fuentes. Yo sólo –ya sabes, tengo suerte–. He tenido, durante 20, 30 o 40 años, gente dentro que no sólo son fieles a lo que hacen, sino que tampoco tienen miedo a ser críticos con ello. Ese es el tipo de fuente con la que sueñan los periodistas. Y he tenido gente así desde siempre. Y la sigo teniendo”. Y además ha afirmado que su texto pasó por un proceso de verificación o fact-checking comparable con el que se usa en el New Yorker. 

Me cuesta creerlo, la verdad. La pieza dice, por ejemplo, que el actual secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, “había cooperado con la comunidad de inteligencia estadounidense desde la guerra de Vietnam”. Stoltenberg nació en 1959. ¿Los norteamericanos estaban tan desesperados que tuvieron que recurrir a un adolescente noruego? Un error tan torpe lo habría pillado un buen verificador o editor. Desde que se publicó el texto, se han cuestionado otros detalles de la historia. Sin poder evaluar cada detalle, estas dudas disminuyen mi fe en la veracidad de lo que presenta Hersh, y eso que yo mismo sigo albergando la fuerte sospecha de que fueron los norteamericanos o un aliado suyo los que perpetraron el atentado. De modo más general, no creo que lo que la gente publica en Substack sea necesariamente más creíble de lo que pueda escuchar en la calle o en boca de un amigo. 

[CTXT consultó a Hersh las dudas sobre Stoltenberg el día que publicó la historia y el reportero negó que se trate de un error; según él, el actual secretario general de la OTAN fue reclutado por la CIA tras ser arrestado en Oslo por participar en protestas contra la guerra de Vietnam, cuando su padre era ministro de Defensa. De hecho, el único descuido que Hersh admite haber cometido en su pieza es la afirmación de que Stoltenberg es el actual comandante en jefe de la OTAN, no el secretario general, error que se corrigió en CTXT con una fe de erratas].

¿Las plataformas como Substack son una solución a la crisis del modelo de financiación del periodismo?

Me temo que no. Las y los periodistas que ya tienen cierta fama pueden ganarse la vida así, incluso hacerse ricos. Pero una periodista desconocida que puede tener mucho talento y haber escrito un gran artículo de investigación, ¿qué hace? ¿Publicarlo gratis? ¿Dónde va a encontrar lectores que le paguen por su trabajo? 

Cualitativamente hablando, ¿el periodismo es hoy peor de lo que era antes?

No lo creo. En el mundo del periodismo siempre ha habido mucha basura. No puedo decir que haya empeorado. También hay mucho material de gran calidad. Internet ha supuesto una expansión del campo, para bien.

Muchos periodistas en los grandes medios comparten los prejuicios culturales de los que gobiernan el país

Hersh mantiene que, con respecto al sabotaje del Nord Stream, la pasividad de grandes medios como el New York Times y el Washington Post equivale a negligencia, a una dejación de su deber periodístico. ¿Está de acuerdo?

Es una buena pregunta. Muchos, periodistas o no, estamos frustrados porque queremos saber qué pasó. Queremos pruebas definitivas. Y no ha habido respuestas. En esa situación, es normal que quienes nos identificamos con la izquierda sospechemos del gobierno norteamericano y sus aliados, y de los medios mainstream. A fin de cuentas, en la izquierda norteamericana tenemos muy claro que Estados Unidos es una potencia maligna. Lo es, y además es la potencia maligna más poderosa del mundo. Pero nos cuesta más asumir que no es la única potencia maligna. Al mismo tiempo, también es verdad que un acto de sabotaje internacional de este tipo no es un asunto fácil de investigar. Seguramente fue perpetrado por personas altamente preparadas y expertas en no dejar rastro. En ese sentido, quizá no sorprenda que se tarde tanto en dar con pistas. Personalmente, creo que hay que ir con cuidado y no asumir sin más que fue obra de la CIA o la NSA. Tenemos que considerar con ojos sumamente críticos y desconfiados toda la información que nos llegue. Ya sé que es difícil porque los sesgos de confirmación pueden ser muy poderosos.

De acuerdo. Pero, seamos realistas, ¿le consta que, hoy, el Post y el Times tengan equipos de investigación trabajando en el tema? ¿O están más bien contentos de dejar el asunto sin resolver?

No sé si tienen equipos trabajando en eso. Si no los tuvieran, sí que estarían cometiendo un acto de negligencia, de dejación de responsabilidad periodística. 

¿Le sorprendería?

No, la verdad es que no me sorprendería que no empujaran mucho en este caso. Es posible que no quieran saber quién perpetró el sabotaje. Estamos ante un caso clásico en que medios como el Times y el Post se van a inclinar hacia la posición del Gobierno con respecto a la guerra entre Rusia y Ucrania. Tampoco es nuevo. Recordemos los Papeles del Pentágono. Tuvieron que pasar muchos años de actividad genocida de Estados Unidos en Vietnam hasta que la prensa mainstream se puso a cuestionar al gobierno. Uno solo puede esperar que hoy el Times y el Post tengan ese ejemplo presente. 

Además del problema de la presión política directa, los periodistas que han abandonado sus medios alegan que las redacciones están presas de una cultura asfixiante y censora que asocian con lo ‘woke’.

No compro que lo ‘woke’ sea un problema en ese sentido. Pero sí es verdad que las redacciones están dominadas por un ambiente cultural determinado. En el fondo, el problema es que muchos periodistas en los grandes medios comparten los prejuicios culturales de los que gobiernan el país. No es que el gobierno del país ejerza una presión constante sobre los equipos editoriales del Times y del Post. No hace falta, porque comparten la misma visión del mundo. Como periodista que ha cubierto durante mucho tiempo el conflicto entre Israel y Palestina, nunca ha dejado de sorprenderme el nivel de coincidencia que hay sobre este tema entre el gobierno y las cúpulas de los grandes medios. 

No son como las generaciones anteriores de periodistas, que provenían de la clase obrera y desconfiaban del poder por instinto

¿Cómo se explica esa coincidencia de visiones?

Porque lo que coincide son sus intereses de clase. Hay que tener en cuenta que los periodistas más prominentes de los grandes medios se han educado en las mismas escuelas y universidades de élite que la clase política. Su aspiración es tener éxito, les gusta sentirse cercanos al poder. No son como las generaciones anteriores de periodistas que provenían de la clase obrera y que, por instinto, desconfiaban del poder y buscaban, siempre, exponer su corrupción.

Como el propio Hersh, hijo de una familia judía obrera que se crio en un barrio negro de Chicago.

Exacto. Por cierto, recuerdo que, cuando conocí a Hersh hace unos 20 años, un amigo mutuo me presentó como editor de The Nation. Hersh espetó: “¡Todos los editors son ratas!”. Lo dijo en broma, riéndose, pero quedaba claro que también había cierta honestidad en lo que decía: no le gustaban los editores demasiado cobardes como para publicar historias que desvelaran delitos cometidos por el gobierno. Pero tampoco le gustaba que los editores le preguntaran: “Y… ¿tus fuentes?”. Tengo una admiración enorme por Hersh y por mucho de lo que ha hecho, aunque en los últimos años su trabajo ha sido menos fiable. Un periodista como él necesita a una persona que le editeBueno, todos la necesitamos.

Si su relación con sus jefes ha sido conflictiva, me consta que Hersh acaba queriendo mucho a sus verificadores, sus fact checkers, por más que su quisquillosidad le complique la vida y por más que él los vuelva locos.

En mi experiencia, las y los mejores escritores son los que más aprecian a los editors y verificadores. Seamos honestos: no importa cuánto esmero pongas en un artículo, siempre se te escapan cosas. Para hacer buen periodismo, es importante contar con otra persona inteligente que te edite el texto. Y es crucial tener a un equipo de verificadores que te cuestionen tus presupuestos y te planteen todas las preguntas duras. Los colegas que se pasan a Substack prescinden de ese proceso.

Proceso que no deja de ser una forma de proteger al periodista de sí mismo.

Claro. Recuerdo que las y los mejores periodistas con que trabajé adoraban a los checkers. Los que acababan molestos con ellos, en cambio, solían ser los más descuidados.

The Nation es la revista semanal más antigua del país y es famosa por sobrevivir contra viento y marea. Casi nunca ha operado sin pérdidas, por ejemplo, pero siempre ha encontrado a personas, generalmente entre la izquierda neoyorquina de clase alta, dispuestas a sanearle las cuentas mediante donaciones filantrópicas. De la investigación de Andrew Campbell sobre Rusia y The Nation –la pieza que la CJR se negó a publicar– cabe deducir que ese modelo de financiación supone una vulnerabilidad.

No lo creo. The Nation siempre ha tenido una cultura de debates internos. El problema principal que señala Campbell es que la revista diera demasiada rienda suelta a Stephen Cohen, un experto en Rusia. También cometimos el terrible error de publicar a Patrick Lawrence, que presentó alegaciones sin fundamento sobre el hackeo de los correos electrónicos del Comité Nacional del Partido Democrático.

En un momento dado, el cineasta Oliver Stone nos dio dinero, pero no por ello dejamos de criticar sus teorías sobre el asesinato de Kennedy

Pero Cohen, que murió hace dos años, era también el marido de Katrina vanden Heuvel, la periodista que desde 1995 dirigía la revista. Desde 2005 ha sido además su propietaria,lo que significa, entre otras cosas, que dona de su capital privado para sanear las cuentas anuales.

Es verdad, pero hay que tomar en cuenta que The Nation siempre se ha apoyado en un gran número de donantes. El predecesor de Katrina, Victor Navasky, que tomó las riendas como propietario a mediados de los 90, solía hablar de un “círculo de cien” necesario para proteger la supervivencia y la independencia del medio: un grupo relativamente grande de donantes que contribuyeran con sumas no astronómicas, pero sí importantes. Por otra parte, también había cultivado a personas como el actor Paul Newman, que sí nos apoyó con donaciones muy sustanciosas. Pero nunca se ha permitido que la filantropía afectara la independencia editorial. En un momento dado, por ejemplo, el cineasta Oliver Stone nos dio dinero, pero no por ello dejamos de criticar muy duramente sus teorías sobre el asesinato de Kennedy. (Risas.)

Entonces, el “problema ruso” que señala Campbell ¿no se debió al modelo de financiación?

No, fue simplemente que Katrina dejó que Steve Cohen, Patrick Lawrence y algunos otros publicaran cosas en la revista que no deberíamos haber publicado. 

Un simple conflicto de intereses.

Exacto. Y tengo que agregar que la propia Katrina, a la que yo editaba a menudo, escribía cosas muy buenas sobre Rusia. Steve, en cambio, había sido un excelente historiador del país que, por algún motivo, se volvió demasiado acrítico con Putin cuando este llegó al poder.

Usted se jubiló hace dos años. ¿Cómo ve el futuro del periodismo?

Soy optimista. Hay muchos periodistas jóvenes, muy inteligentes, muy dedicados, muy críticos con el poder. Es verdad que estamos en crisis y que esa crisis supone una amenaza para la democracia, no solo a nivel nacional sino también local y regional. En ese sentido, está por resolver el gran problema del modelo económico. ¿Cómo se puede financiar, a largo plazo, el periodismo de calidad en lugares como St. Louis, Seattle, Knoxville o Phoenix? Allí, en esas ciudades entre medianas y grandes, solía haber grandes cabeceras. Hoy, han desaparecido casi todas.

Fuente: https://ctxt.es/es/20230201/Politica/42237/Sebastiaan-Faber-entrevista-Roane-Carey-periodismo-Hersh-Ucrania-Nord-Stream-EEUU.htm