Ángel Viñas
Se cumple ahora el 90
aniversario del establecimiento de la Segunda República. Duró menos de ocho
años, de los cuales casi tres los vivió en guerra abierta contra el enemigo
interior y las potencias del Eje, una vez que las democracias occidentales la
abandonaran a su triste destino.
No hay período de la historia de España que haya generado un
número comparable de libros e investigaciones. Más de 5.000 títulos para los
años de paz, según Eduardo González Calleja. Más de 30.000, cuando menos, para
los años de guerra, a tenor de diversas estimaciones.
Sin embargo no existe otro período de la historia de España
que despierte hoy en la sociedad española tantas pasiones y tantos
malentendidos. Como si los historiadores no hubiésemos cumplido con nuestro
deber.
Ello se explica, en mi opinión, por dos factores.
El primero es que ya en su momento el nuevo régimen político
levantó grandes controversias. El segundo que quienes se levantaron en armas
contra él sintieron desde el primer momento la aguda necesidad de justificar su
sublevación. La hicieron con pretextos espurios, que proyectaron después contra
sus adversarios.
Las controversias de la época han sido estudiadas
exhaustivamente. Con cierta frecuencia en ejercicios de mirada ombliguista . A
veces como reflejo de las tensiones contemporáneas en otros países de la Europa
occidental. Personalmente me sitúo en la vía de en medio, entre unos y otros.
Desde hace más de diez años he tratado de recuperar la importancia y
significación de los análisis que en su momento hizo el embajador británico en
España sir George Grahame, quizá el más agudo analista extranjero de la época.
(Dentro de unos días saldrá a la luz una biografía suya cuya autora ha empeñado
muchos años en la labor y, sin todavía conocer el resultado, ya me apresuro a
recomendarla a los lectores).
Grahame ofreció al Foreign Office un contrapeso a gran parte
de la prensa británica y sus frecuentes intoxicaciones. Ubicó en el centro del
análisis las contradicciones entre aquellos republicanos que ponían el énfasis
en las reformas políticas, institucionales, culturales, religiosas y educativas
y quienes querían forzar el ritmo del cambio económico y social. Unos y otros
tenían razón, pero cómo armonizar las disensiones no fue fácil ni en el primer
bienio republicano-socialista, ni en la primavera que siguió al bienio de
reacción.
Creo que el diagnóstico de Sir George fue correcto. Quienes
llegaron al poder en 1931, hace ahora 90 años, tenían ideas bastante claras
sobre lo que era preciso hacer.
Partían de la idea de que la Monarquía se había apoyado en
una Iglesia dominante, un Ejército desviado de sus cometidos naturales, una
aristocracia y una oligarquía egoístas y un Parlamento de pacotilla en el que
se alternaban sus representantes.
La Monarquía había dejado a España en la oscuridad y en el atraso,
con un inmenso nivel de analfabetismo. Lo que se necesitaba era, pues, arrumbar
las viejas cadenas y abrir las puertas a una auténtica regeneración material y
moral.
Los cambios del primer bienio (separación entre la Iglesia y
el Estado; autonomía de Cataluña; reformas agraria, educativa y del régimen de
familia; modificación del arcaico sistema de relaciones laborales,
particularmente en el campo, etc.) estaban orientados a promover dicha
regeneración. Provocaron una furiosa resistencia entre quienes se veían
perjudicados en sus intereses y en su ideología. No tardaron en llegar a una
sublime e inequívoca conclusión: la “revolución” era solo cuestión de tiempo y
no tardaría en adquirir connotaciones no ya “rojas” sino hipergranates.
Me ha costado bastante trabajo poner en su sitio el
entramado de la conspiración que, desde el primer momento, los derrotados
empezaron a hilar contra el nuevo régimen. Los más enrabietados nunca quisieron
darle una oportunidad. Sus actividades subversivas empezaron a discutirlas el
mismo 14 de abril. El problema era que la nueva República no tardó en echar
raíces entre unas masas que vieron por primera vez la posibilidad de influir de
manera decisiva en la política grande y pequeña, a nivel estatal, regional,
provincial y local.
No estaba escrito en los cielos que la República terminase
en una guerra civil primero e internacional, por interposición, después. Los
fallos fueron humanos, aunque también sistémicos. La conjunción
republicano-socialista del primer bienio no tardó en experimentar tensiones
rupturistas, pero en septiembre de 1933 fue el presidente de la República, hoy
tan ensalzado, en mi opinión un político mediocre, Niceto Alcalá-Zamora, quien
retiró su confianza a Manuel Azaña.
Ello llevó a la convocatoria de nuevas elecciones que las
izquierdas desunidas no pudieron ganar. Con ello empezó la revancha. La
amnistía a los exiliados monárquicos y sublevados del 10 de agosto de 1932
trasladó en la primavera de 1934 el centro de la conspiración a su lugar natural:
el interior del sistema.
Mientras los nuevos gobiernos de centro-derecha se dedicaban
con afán a limitar, cuando no deshacer, el alcance de las reformas previas, los
monárquicos (de las dos ramas) se sintieron con fuerzas para dar un paso al
frente: buscar una alianza clandestina con la Italia fascista y comenzar un par
de meses después (si es que no lo habían hecho antes) a infiltrar las fuerzas
armadas a través de la Unión Militar Española (UME), cuya importancia nada
menos que el propio Franco se esforzó en disminuir en todo lo posible.
Todo aquello ocurrió antes de la supermitificada “revolución
de octubre”. Fue, sin embargo, un potente catalizador. La subversión en el
Ejército se intensificó. ¿El eslogan? Asturias solo habría sido el comienzo.
Continuaba la preparación de una delirante “revolución roja” en ciernes y
“todos los buenos españoles”, en particular los militares, tenían ante sí el
supremo deber de anticiparse a la misma.
A los sucesivos gobiernos de centro-derecha el tema no les
preocupó. Si la subversión iba contra las izquierdas, miel sobre hojuelas.
Ciertamente, casi todas las memorias de los prohombres del período pasaron con
cuidado sobre tales actividades subversivas. No iban dirigidas contra ellos.
Leer hoy las memorias de Gil Robles, Lerroux, Chapaprieta, Portela, etc. etc.,
es para echarse a llorar.
Para mí la clave del período se encuentra en una visita que
Don Antonio Goicoechea hizo a Mussolini en octubre de 1935: pidió dinero para
seguir sufragando las actividades subversivas, en nombre de la Unión Militar
Española y de su propio partido, Renovación Española, en el que el ínclito
tribuno Don José Calvo Sotelo ya brillaba con luz propia. Pero, no como si
fuera de paso, espetó al Duce (presidente del Gobierno, ministro de la Guerra,
de Aeronáutica y de Asuntos Exteriores a la vez) con toda crudeza un mensaje
inequívoco: si las izquierdas vuelven al poder, nos sublevamos.
A la vez, un general proto-golpista, Manuel Goded, confirmó
al presidente Niceto Alcalá-Zamora un mensaje parecido: el Ejército no podía
consentir que el poder fuera a parar a manos de las izquierdas más o menos
extremistas. Don Niceto transmitió la “buena nueva” al entonces presidente del
Consejo, Joaquín Chapaprieta, quien se la repercutió al ministro de la Guerra,
Don José María Gil Robles. Este quitó importancia a la cosa. Don Niceto estimó
que la declaración equivalía a una “coacción, cuando no una amenaza” pero, en
realidad, se quedó tan tranquilo.
En febrero de 1936 las izquierdas republicanas (no los
socialistas, anarquistas o comunistas) llegaron al poder y formaron gobierno.
Los monárquicos y el conjunto variopinto de las derechas cedistas aceptaron,
encantados, lo que los militares les habían dicho que iban a hacer.
Por supuesto que ninguno pensó que el resultado iba a ser la
entronización de Franco.
Lo que antecede está demostrado documentalmente por
numerosos autores. Lo que una parte de la clase política, el sistema educativo,
diversos medios, las vibrantes redes sociales y el boca a boca transmiten
todavía hoy son cosas muy diferentes. Y, naturalmente, los mitos en los que
siguen abrevando, dale que te pego, eminentes –ya que no siempre respetados–
políticos, resultan impermeables a las “justificaciones” de la sublevación y de
explicación de la guerra civil que propagó la dictadura.
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Ángel Viñas es economista e historiador especializado en la
Guerra Civil y el franquismo
https://www.infolibre.es/noticias/opinion/plaza_publica/2021/04/08/la_republica_119010_2003.html
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https://rebelion.org/acerca-del-libro-el-gran-error-de-la-republica-de-angel-vinas/
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