La hora peligrosa
Sertorio
9/julio/2022
La guerra de liberación del Donbass no empezó este 24 de febrero: es un conflicto que lleva ocho largos años de combates y que ha podido ser concluido en varias ocasiones; pero una serie de falsas percepciones produjeron esta escalada, que ha convertido un conflicto local en el origen de una nueva Guerra Fría. Hace falta recordar que, mientras se negociaban los acuerdos de Minsk —que el propio expresidente de Ucrania, Petro Poroshenko, reconoció que eran una simple estratagema de Kíev para ganar tiempo—, Putin insistió a los dirigentes de las repúblicas populares de Donetsk (DNR) y Lugansk (LNR) para que reconocieran su condición de repúblicas autónomas dentro de Ucrania. En ningún caso, hasta seguramente enero de este año, el Kremlin cerró la vía política porque, contra lo que se ha vuelto el dogma indiscutible de la propaganda occidental, Putin es un político y un negociador, todo lo duro e intratable que se quiera, pero lo suficientemente sensato como para evitar aventuras militares. Desde 2008, en la cumbre de Bucarest, Putin advirtió varias veces que una Ucrania orientada en un sentido antirruso y como ariete de la Alianza Atlántica contra Moscú iba a perder sus provincias del sur y del este. La OTAN y Occidente en general subestimaron las advertencias y hasta las amenazas de Rusia. Tras el interludio de Trump, no hacía falta ser profeta para intuir que tendríamos guerra, que la administración Biden no iba a perder la oportunidad de enfangar al Kemlin en un conflicto de mediana o pequeña intensidad, y a ser posible duradero. Sin embargo, Rusia jugó sus cartas a su manera y le dio la vuelta a una situación que los estrategas de Occidente llevaban, como reconoció Jens Stoltenberg, catorce años preparando. (Véase, por ejemplo, cómo en un tiempo récord fue posible poner en marcha centenares de sanciones que precisan de un muy estudiado trabajo previo. No fueron improvisadas, ni mucho menos, las primeras batallas de la guerra económica. Trabajo inútil, las sanciones le han hecho mucho más daño a Europa que a Rusia.)
El primer paso que llevó a esta guerra fue, sin duda, una vieja tradición de las potencias occidentales: el menosprecio del vecino euroasiático. Obama llamó a Rusia un país pequeño por su peso relativamente menor en los mercados mundiales y en el mundo del dinero. Según esa visión del liberalismo occidental, Qatar y Singapur son países “grandes”, mientras que Pakistán y Egipto son “pequeños”. La realidad geopolítica e histórica es justo la contraria: las potencias se miden por su peso militar y político más que por su riqueza, aunque, desde luego, las arcas llenas siempre ayudan en los equilibrios de la diplomacia. La Unión llamada “Europea” es un pigmeo geopolítico, apenas una serie de Estados sometidos a Washington de la misma manera en que los principados indios del Raj obedecían a Londres. Pero, no cabe duda, el peso de Bruselas en la economía y el comercio mundial es muy superior al de Moscú. Este menosprecio de Rusia se nota en la propaganda atlantista: El Kremlin se quedaría sin misiles en abril; el rublo se iba a derrumbar frente al dólar; las sanciones pondrían a Rusia de rodillas y causarían una rebelión contra Putin, que sufría todas las enfermedades imaginables y caería derrocado en cuestión de semanas; los generales rusos eran un hatajo de borrachos e incompetentes, y sus soldados unos bárbaros, o unos cobardes, o unos bestias, o todo a la vez. Y sus armas, un montón de chatarra oxidada. La realidad es más bien de signo contrario: el ejército ruso se ha enfrentado siempre y en todos los escenarios en inferioridad numérica a los ucranianos, pero su pericia en el uso de la artillería y su supremacía aérea (la aviación militar original ucraniana, unos 156 aviones de combate, hace tiempo que desapareció; Kíev ahora usa el material ruso almacenado en los países de la OTAN) le han dado al ejército ruso una superioridad táctica en la que algo tendrá que ver la habilidad de sus oficiales y la profesionalidad de sus tropas. Las derrotas ucranianas son cada vez más rápidas y devastadoras:
Mariúpol tardó meses en ser liberada. Severodonetsk, semanas. Lysichansk, días. Los que seguimos esta guerra de cerca, a diario, comprobamos que no pasa una jornada sin que los rusos avancen por un territorio meticulosamente trillado y con un número muy escaso de bajas. Aunque no habrá cifras oficiales hasta el fin de la campaña, a día de hoy sabemos que Ucrania custodia unos ochocientos prisioneros de guerra rusos, mientras que el de ucranianos cautivos sobrepasa los once mil. La proporción de muertos será seguramente parecida.
El menosprecio de Rusia y la exasperante —para los rusos y los partisanos del Donbass— prudencia de Putin excitaron el ardor guerrero del regimen de Kíev, que inició una escalada de la que hoy nadie parece acordarse; pero en el fin de semana previo a la intervención rusa, Zelenski lanzó un ultimátum a las repúblicas alzadas y se intensificaron los bombardeos de manera que parecía inminente (y lo era) una acción armada ucraniana; de ahí dos acontecimientos de los días anteriores al 24 de febrero: la evacuación en masa de la población civil del Donbass a Rusia y el reconocimiento de las dos repúblicas por Moscú. Ya hacía mucho tiempo que el Kremlin era perfectamente consciente de la orden de despliegue firmada por Zelenski en enero y que debía completarse el primero de marzo de este año para entrar a sangre y fuego en el Donbass, orden encontrada en las unidades ucranianas vencidas. Ni Zelenski ni ninguno de los que seguíamos los acontecimientos pensábamos que Rusia iba a intervenir como lo hizo por varias razones: el poco gusto de Putin por las aventuras, la incertidumbre acerca de la capacidad militar rusa, los problemas que podían causar las sanciones y los beneficios que un ataque contra Ucrania daría a los Estados Unidos, deseosos desde la deposición de Trump de una guerra “intermediada” contra Moscú. Nos equivocamos completamente: incluso el belicoso Biden se encontró con una situación que le superaba.
La idea que, más o menos, nos hacíamos de la guerra en el Donbass era la de una intervención rusa limitada a las dos repúblicas para frenar la agresión del régimen del Maidán. Posiblemente es lo que pensaba Zelenski y lo que creíamos todos. Los servicios de inteligencia americanos alertaron a Zelenski sobre una intervención rusa en toda Ucrania, especialmente por las maniobras de las semanas anteriores al 24 de febrero. Había un motivo muy serio para minusvalorar esas señales: con sólo ciento setenta mil hombres no se puede conquistar Ucrania. Y, como también pensábamos, era una maniobra demasiado audaz para lo que es habitual en el circunspecto Vladímir Putin. Los factores que operaban a favor de una intervención limitada sí era posible tenerlos en cuenta: el desgaste político que suponía para el gobierno de Rusia dejar que los ucranianos hicieran una limpieza étnica con los habitantes del Donbass y el peligro en el que quedaría Crimea, parte absolutamente irrenunciable de Rusia. El ataque ruso a toda Ucrania fue un paso inicial básico para el objetivo esencial de la guerra: liberar el Donbass, controlar el mar de Azov y reintegrar los territorios rusos adjudicados a Ucrania durante el período soviético y cuyos derechos lingüísticos, sociales y políticos estaban siendo pisoteados, contra todo lo que se pactó en 1991, por el régimen del Maidán. El ataque del 24 de febrero dejó “ciega” a la aviación ucraniana, que fue aniquilada en los días posteriores. En el óblast de Jersón, los soldados de Zelenski huían, se rendían o se pasaban a los rusos, igual que en el de Zaporozhia. Sólo donde acampaban las milicias de Azov o las unidades de élite del ejército se logró mantener el frente. En el mes de marzo estaba claro que el ataque a las estructuras esenciales de la defensa ucraniana no tenía como objetivo la conquista del país, sino la paralización de su ejército, que desde entonces sólo ha sido capaz de realizar contraataques locales muy limitados, pero no contraofensivas de gran estilo.
La realidad existe, por más que los liberales de Occidente la nieguen. A día de hoy, Ucrania no puede ganar la guerra; sólo Rusia podría perderla por colosales errores propios, cosa que parece improbable. El armamento occidental no ha sido la panacea; al revés, es menos práctico y sencillo que el ruso. El soldado ucraniano, recluta no profesional, es incapaz de manejar un material tan sofisticado, al tiempo que los aviones traídos de Polonia, Eslovaquia o Bulgaria son derribados un día sí y otro también por los cazas rusos, y su número se agota. Ni el Donbass, ni Crimea, ni Zaporozhia, ni Jersón volverán a ser Ucrania. Y si la situación se sigue prolongando, ni Járkov, ni Nikoláev, ni Poltava. El régimen de Zelenski cada vez es más corrupto y más ineficaz; además, hay claras muestras de que ya no es obedecido en todo el país y las autoridades locales empiezan a obrar por su cuenta. Los hombres escapan de las levas y hemos visto la inquietante sombra del babi bunt (motín de mujeres) contra el reclutamiento en regiones tan poco rusófilas como la Transcarpatia. Polonia, el agente de las potencias anglosajonas en este conflicto, ya piensa en anexionarse la Ucrania occidental ante el previsible colapso del régimen de Zelenski, que a día de hoy ha prohibido a la mayor parte de los partidos de la Rada (parlamento) y gobierna contra medio país gracias al terror y a la represión que reinan desde 2014. Régimen que recuerda mucho a los del Kuomintang chino de 1945-1950 y de Vietnam del Sur de los años setenta, con síntomas prácticamente idénticos, como la venta de material occidental a los rusos por los oficiales ucranianos. Lo último, dos obuses franceses Caesar, comprados por ciento veinte mil dólares y que ahora se examinan en las fábricas de armamento ruso de los Urales.
Ucrania se acerca a su hora más peligrosa. Estados Unidos ya ha hecho un buen negocio con esta guerra: ha vendido su pestilente gas líquido, caro e inútil, a sus colonias europeas, que dependen ahora de tan costoso combustible. También ha logrado aumentar el gasto militar en los países de la OTAN, que comprarán material y repuestos americanos, y ha quebrantado decisivamente cualquier veleidad europea de autonomía: Bruselas ya no es vasalla, es esclava. Sin su potencia natural —Rusia— Europa es una simple cabeza de playa del imperio yanqui y de su oligarquía dominante. Quedará para otra ocasión el analizar cómo Inglaterra, fuera de la Unión llamada “Europea”, es más influyente en Bruselas y entre sus socios comunitarios del Este que Alemania o Francia, presuntas potencias rectoras de la supuesta Unión.
Las opciones de Ucrania para evitar males mayores pasan por un alto el fuego; el caso es que Rusia quiera concederlo, cosa muy difícil mientras todavía esté en curso la liberación del treinta por ciento del Donbass. La situación interna del régimen de Kíev no es tan estable como parece. Los núcleos más nacionalistas se están dando cuenta de que se les ha utilizado como carne de cañón y de que se les sacrificó sin ningún remordimiento y hasta con la intención de anularlos como fuerza política. La población favorable a Rusia, la mitad del país, calla, espera y, si está reclutada, deserta o se rinde. Y la corrupción está desatada con la lluvia de millones y de armas que ha caído sobre Kíev. Zelenski, que es para Biden lo que Skoropadski[1] fue para los imperios centrales, acabará haciendo lo mismo que su antecesor en 1918: escapar. Y lo hará de una manera muy parecida a como Bulgákov narró la huida del hetman germanófilo en La Guardia Blanca. Petliura,[2] por cierto, también hizo lo mismo. Seguro que el arlequín del Dniéper no desmentirá la tradición. Poroshenko[3] ya está emboscado en Londres.
La caída del régimen del Maidán garantizaría el futuro de una Ucrania neutral, pero independiente y económicamente asociada a Europa. Durante estos últimos ocho años, Ucrania ha tratado de mutilarse, de arrancarse su condición de pueblo ruso —surgido de la Rus medieval, como los bielorrusos y los rusos—, de borrar más de trescientos años de historia y cultura común.
Nikolai Gógol, Dmitrii Bortnianski, Mijaíl Bulgákov…, ¿son ucranianos o son rusos? Pregunta absurda entre pueblos hermanos. Los intentos irracionales y salvajes de las autoridades ucranianas de prohibir la música rusa o de destruir los libros de Tolstói, Dostoyevski o Chéjov sólo sirven para demostrar, en la intensidad y fuerza de su rabia, lo profundo de esa historia compartida. Millones de ucranianos viven y trabajan en Rusia sin ser molestados por su origen. Los matrimonios “mixtos” son más que habituales y el origen de ambos pueblos es el mismo: un ucraniano no deja de ser el descendiente de los rusos que colonizaron los Campos Salvajes en los siglos XVI y XVII y que mostraron su deseo de independencia no contra Moscú, sino contra los polacos. Esa Ucrania real, no el país antirruso que pretenden construir los sicarios de Occidente, acabará por hacerse sentir. El escritor Olés Buziná, torturado y asesinado por el régimen del Maidán en abril de 2015, fue el portavoz más brillante de ese concepto de Ucrania asociada a los pueblos hermanos de la antigua Rus, que tarde o temprano deberá imponerse para salvar la existencia de su nación.
[1] Hetman del Estado ucraniano de 1918.
[2] Jefe nacionalista ucraniano en 1918-1920.
[3] Presidente de Ucrania de 2014 a 2019.
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