sábado, 3 de julio de 2021

El paraíso esquilmado .

                                                                                 



Serigne Mbaye: un negro en una Asamblea de blancos

Nació en un paraíso que la pesca indiscriminada, el cambio climático y la globalización se ocuparon de destruir. La desesperación le llevó a acabar en medio del Atlántico subido a una patera. Logró llegar a tierra y, mientras leía Discurso sobre el colonialismo, se vio en otro infierno: el del racismo que ha padecido incluso dentro de la Asamblea de Madrid

María Granizo

"El fascismo se cura leyendo. El racismo, viajando".

España es uno de los países que menos gasta en libros. Algunos, ocupados siempre en desplegar banderas, los abren poco e incapaces de refrescar la memoria y de pasar página, no ven personas más allá de las fronteras. Lo advirtió Unamuno hace más de ochenta años. Hoy lo palpamos todos. Más si eres negro y entras en una Asamblea de blancos, como el diputado de UP Serigne Mbaye.

Ni las amenazas públicas de deportarlo, aun teniendo nacionalidad española, ni las provocaciones de Vox intimidan a un hombre que, después de enfrentarse al océano, "ya no tiene miedo a nada, aunque padecer esas actitudes oscurezcan a veces tanto la esperanza en el futuro como la noche cerrada en medio del mar". Su voluntad de "acabar con el racismo institucionalizado" hace que, pese a muchos pesares, siempre confíe en un nuevo amanecer.

Nació en un paraíso transformado en pesadilla. En un país rico que se esquilma hasta el agotamiento. En la tierra fértil de Senegal donde más de la mitad de la población, por más que se esfuerce y doble el lomo, está condenada a la miseria. En un lugar en el que el sistema sanitario es tan precario que cumplir sesenta años es casi una rareza. En una costa en la que los cayucos han dejado de ser herramienta imprescindible para la pesca atlántica como medio de vida para convertirse, con demasiada frecuencia, en ataúd que engulle el mar y apenas ensucia nuestras hipócritas conciencias.

Djeredieuf, 'gracias' en wólof, lengua nativa de Senegal, es una de las primeras palabras que los niños del país africano leen al unísono y escriben cuando comienzan la escuela a los siete años. Hace cuarenta que Serigne la aprendió, pero con la gratitud del que solo con estar vivo se siente feliz, no se cansa de usarla: da gracias a la vida por haber abierto los ojos al mundo en un lugar donde, sin casi nada, tuvo casi todo. Donde la piel es negra por generosidad hacia la explosión de color de la madre naturaleza. Entona también djeredieuf a la vida por una niñez repleta de afectos. Porque la fortuna le evitara ser el migrante de cada veinte senegaleses que, tratando de alcanzar las Islas Canarias, es devorado a diario y sin piedad por el mar. Agradece haber logrado avistar el Teide, como un faro de salvación en la bruma, después de mil cuatrocientos kilómetros de precaria navegación. Dieredieuf por la voluntad y confianza en el mañana que le inculcaron sus padres. Porque esos principios le libraran de la rendición y el desaliento, y hoy le continúen llevando a creer, con firmeza, que "la educación es el arma más poderosa" frente a la ultraderecha, a la intolerancia y a la sinrazón: "La única que puedes usar para cambiar el mundo". 

Mientras ejerce de activista social y político, lidera el Sindicato de Manteros de la capital y ocupa su escaño en la Asamblea de Madrid, Serigne, transparente como el agua de mar que le vio nacer, se muestra como si nadie le mirase y se expresa como si todo el mundo escuchase, incluso los que le amenazan. Fiel a Martin Luther King proclama sus enseñanzas al pie de la letra: "Sigue moviéndote, que nada te detenga, avanza con dignidad, honor y respetabilidad" porque "el propósito de la libertad es crearla para otros".

El paraíso esquilmado

"La mayor gloria no es no caer nunca, sino levantarse siempre". En el paraíso de la infancia de Serigne no hubo ni siquiera tropezones: "Yo era un niño súper feliz. Cuando echo la vista atrás, extraño a aquel crío juguetón que fui, que disfrutaba de días dorados en la playa saltando de barco en barco, nadando con mis colegas, también en el campo con mis padres, rodeado de árboles frutales jugando al fútbol, vistiéndome impecable para tomar la mano de mis compañeros y entrar en fila en la escuela, felices por tener el privilegio de poder estudiar, de aprender, de soñar ser tantas y tantas cosas, de estar rodeados de animales en libertad, de juegos corriendo detrás de los monos que había por todas partes. Para un niño era muy divertido. Es algo que echo de menos no solo porque sea mayor sino porque aquel mundo ya no existe tal cual lo viví".

De aquel recuerdo imprescindible solo queda un lugar en el mismo sitio y con el mismo nombre, pero tan transformado "que parece otro: aquellas manadas de animales fueron desapareciendo, también las plantaciones exuberantes de frutales sin explotación ni vallados, y el pescado, el recurso principal del que vivían las familias de mi pueblo, Kayar, fue tan expoliado por los grandes barcos internacionales que se fue agotando".

Se terminó también su oportunidad de estudiar, su sueño casi imposible de llegar a la universidad porque andar por las nubes no le hizo olvidarse del suelo. Cuando acabó el bachillerato, la promesa de aquel Senegal próspero comenzaba a diluirse. El ceebu jën, el arroz con pescado al que sabe su niñez, ya no llegaba a diario para llenar el plato: "Yo soy el quinto de ocho hermanos. Decidí dejar de estudiar para ayudar a mis padres, eso era lo primero por más que me hubiera gustado continuar. Me convertí en pescador y llegué a tener mi propia embarcación que, al principio, se llenaba de meros, de merluzas y doradas. Mi padre era agricultor y durante la estación de las lluvias y tras la recogida de la cosecha, también se dedicaba a la venta y ahumado del pescado, al igual que mi madre. El mar nos estuvo dando la vida. La pesca era abundante hasta que, en los años 2000, los buques industriales extranjeros nos hicieron la vida imposible y destrozaron el entorno: arrastraban sus redes hasta la costa, vaciaban el mar de peces y dejaban un rastro tremendo de polución. Por más que trabajábamos, cada vez fue llegando menos alimento a la mesa. Aquellos barcos fueron los causantes de la inmigración porque la mayoría de quienes se echan al mar antes vivían de la pesca". El cambio climático también aniquiló la oportunidad de sobrevivir de la tierra: "Las estaciones y las lluvias se volvieron impredecibles, la tierra se secó".

Ávido lector, Serigne había prestado atención a las páginas del Discurso sobre el Colonialismo, pero a medida que su mundo se acercaba más a las pesadillas que a los sueños, las palabras del libro de Aimé Césaire, que no ha dejado de releer, "tenían más y más sentido". Pese a su estabilidad política, el país natal del activista fue escalando las primeras posiciones de corrupción. En 1994, se adoptó un profundo programa de reforma económica que comenzó con una devaluación de casi el cincuenta por ciento de la moneda. El control gubernamental de precios desapareció y también los subsidios. La presencia masiva de buques faenando en el Atlántico, al amparo de las concesiones firmadas por el tercer presidente del país, fulminaba uno de los principales medios de vida de la población. Sin su utilidad vital, los cayucos se convirtieron en un siniestro transporte hacia las Islas Canarias. Con la pesca aniquilada y una crisis agraria agravada por el atraso en los pagos de la producción adquirida por el gobierno a los agricultores, sobrevivir se convirtió en una heroicidad diaria en la que apenas había espacio para el mañana. En 2006 "ya no teníamos elección": comenzó el éxodo de las pateras.

El viaje, demasiado frecuente, a ninguna parte.

Con tantas incertidumbres como lágrimas ahogadas, sin oportunidad para despedirse de padres, hermanos, una ex mujer y tres hijos, Serigne se subió a un cayuco y en ese instante el paraíso de su infancia quedó condenado para siempre al recuerdo y su vida a merced de la fortuna:" Te lanzas al agua porque la necesidad es más fuerte que el miedo a la muerte".

Acababa de cumplir treinta y un años. Después de una década de desesperación, lo había pensado muchas veces. Aquella tarde no dudó: "Embarqué en Saint Louis, al atardecer. Vi como estaba saliendo una embarcación y ofrecí mi experiencia en el mar para que me dejaran subir. No pagué nada. Como pescador había visto el peligro muchas veces cerca de mí y morir a compañeros, pero aquella travesía, tan penosa y larga como una eternidad, sin pasar por la costa fue durísima. Éramos noventa y cinco personas hacinadas". El pánico, los vómitos, los restos de otras pateras y las discusiones los acompañaron todo el trayecto, más cuando el oleaje en alta mar amenazó con volcar la rudimentaria embarcación: "Un hombre se cayó al agua. Por más que lo intentamos, no pudimos hacer nada. Eso jamás se olvida y la sensación de culpa no se supera… Hubo otro momento muy crítico, cuando no nos quedó otro remedio que tirar los imprescindibles bidones de agua para beber porque teníamos que quitar peso. Era urgente achicar el agua de mar que nos entraba para no hundirnos".

Después de una semana en alta mar y mil trescientos cincuenta kilómetros recorridos, la patera llegó a suelo tinerfeño: "Siempre se habla de números, de cifras, pero nunca de las razones. En mi país, el capitalismo explota y agota todos los recursos. Las multinacionales se llevan cuanto tenemos, el oro, el fosfato y el circonio. Exterminan nuestra pesca, nuestro medio de vida. Se lo llevan absolutamente todo. No hay futuro. Y mientras los europeos pueden viajar sin visado, a los africanos se nos exigen muchos papeles y se nos deniega el visado continuamente". Una batalla legal que comienza tan pronto pisan suelo español: "Según llegué a Tenerife, me internaron cuatro días en CIE, tuve suerte porque otros estuvieron cuarenta". Enseguida constató "lo que no se cuenta allá: la dificultad de demostrar ser refugiado climático, de convertirte en un sin papeles y en no poder trabajar". La Cruz Roja le envió unos días a un centro de acogida en A Coruña y después a Madrid: "No sabía qué hacer y los compañeros senegaleses me explicaron que sin documentos no podía trabajar. Así es que empecé en el 'top manta'. Me coloqué en Atocha y mi inexperiencia era tal que al tercer día ya me habían detenido. Fue la primera de muchas detenciones. Tantas que "he dormido en casi todas las comisarías de la ciudad". La Asociación Sin Papeles le defendió en una sucesión de juicios, pero las causas abiertas retrasaron aún más su documentación: "Es un círculo vicioso porque si no tienes papeles no puedes salir de la calle".

Cuando el infierno son los otros

Superó pesadillas porque tenía sueños. Pero alcanzar una vida digna, sin temores, escondites, ni la sombra de la deportación, le llevó mucho más tiempo que alcanzar la costa del archipiélago canario: "Vengo aquí y tengo la barrera de la ley de extranjería que no permite tener los papeles hasta los tres años. Y si no tengo los papeles, no puedo trabajar. Estás condenado. Me dediqué a vender DVD en Atocha hasta que conseguí otros trabajos como cuidador de personas mayores y peón de albañil. Aún no tenía papeles y trataba de hacerlo compatible con formarme en informática y aprender mejor el idioma en centros sociales. Después, creé una asociación de sin papeles, en 2008, para luchar contra las redadas policiales e intentar cambiar el Código Penal. Queríamos denunciar muchas actuaciones policiales".

En enero de 2011, un mes después de enterarse por casualidad de que ya se había aceptado su regularización, le contrataron como administrativo: "La ilusión inicial enseguida cambió porque mis compañeros no dejaron de recordarme que era negro y que por eso no podían confiar en que hiciera correctamente mi trabajo. Sin duda, hay mucha gente que lucha por la igualdad y eso es lo mejor de España. Pero también está la otra cara, lo peor, el fascismo creciente que no es bueno para el país".

En 2015 Serigne encabezó la creación del Sindicato de Manteros "no solo para denunciar todo lo que les pasa a los vendedores, sino para que salgan de la calle y puedan tener otros trabajos". Antes de conseguir la nacionalidad española y renunciar a la senegalesa, se casó con una chica española, capitalizó su paro y aceptó la propuesta de su cuñado para unirse a una cooperativa con la que abrieron el restaurante El Fogón Verde.

Pese a ser votante de Podemos, dudó cuando la dirección del partido le propuso aparecer en las listas de las últimas elecciones a la Comunidad de Madrid: "Me decidí porque llevar el activismo a las instituciones es lo que se requiere. Defender la igualdad, los servicios públicos y una vida digna para todos sin distinción. No creo en las categorías de personas. Clasificarlas es una trampa. Lucho y soy feliz haciéndolo porque me educaron para ayudar y apoyar a las personas sobre las que se ejercen injusticias. Para que se entienda que nadie quiere ni tiene que verse obligado a viajar en patera. Morir ahogado es atroz. Europa tiene que entender la desesperación que sienten los refugiados para llegar a arriesgar sus vidas de esta manera en el mar".

Con el ritmo en las venas de quien nació y creció en un lugar y en un tiempo donde se apreciaba sin esfuerzo el susurro del viento y los coros de los pájaros, después de haber proclamado que "el racismo no tiene cabida en nuestro país", tararea Plus rien ne m'étonne (Nada me sorprende) del marfileño Tiken Jah Fakoly, cuando le mencionamos las últimas palabras de la portavoz de Vox en la Asamblea de Madrid. Recomendando la oscarizada cinta de Steve McQueen, Doce años de esclavitud, Serigne Mbaye Diouf, el ciudadano del mundo al que la vida le enseñó a ser de todas partes despide su Playlist apostillando a Unamuno: "El cambio pasa por la educación".

https://www.eldiario.es/red/la-playlist-de/serigne-mbaye-negro-asamblea-blancos_1_8099966.html

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