Un libro de reciente aparición, Hitler´s American Model [Princeton
University Press, 2017], de James Q. Whitman, argumenta de modo
convincente que las medidas políticas de Hitler se inpiraron en el
racismo institucionalizado en los Estados Unidos y el pragmatismo de su
Derecho consuetudinario.
El
26 de julio de 1935, cerca de un millar de manifestantes antinazis
asaltaron el Bremen, un elegante y modernísimo transatlántico alemán que
había fondeado en nueva York. Los manifestantes lograron hacer trizas
la bandera con la esvástica del barco y lanzarla al río Hudson. Fue el
climax de un largo y cálido verano neoyorquino de luchas callejeras
entre pronazis y antinazis.
Cinco
de los alborotadores del incidente del Bremen fueron detenidos, pero
cuando comparecieron ante el juez Louis Brodsky en septiembre de 1935
sucedió algo digno de nota: Brodsky desechó todos los cargos, alegando
que la esvástica era “una bandera negra de piratería” que merecía ser
destruida, emblema de “una revuelta contra la civilización…un retroceso
atávico a condiciones sociales y políticas de antes de la Edad Media,
por no decir bárbaras”.
El
Derecho que amparaba la valerosa proclamación de Brodsky era
cuestionable, y no pasó mucho tiempo antes de que el Departamento de
Justicia de Roosevelt se disculpara ante Alemania por la decisión del
juez. Hitler elogió a la administración de Roosevelt por desautorizar el
dictamen de Brodsky. Pero la absolución de los vándalos antinazis por
parte del judío Brodsky se convirtió con todo en una cause celèbre para
el partido de Hitler. Las Leyes de Nuremberg de septiembre de 1935, que
imponían severas restricciones a los judíos alemanes, eran, así lo
afirmaban los nazis, una “contestación” al “insulto” de Brodsky.
James Q. Whitman dedica su nuevo libro Hitler’s American Model [El modelo norteamericano de Hitler]
“al fantasma de Louis B. Brodsky”. Pero Whitman discrepa de la
afirmación de que el nazismo de mediados de los años 30 fuera un
retroceso a la Edad Media. Whitman muestra que las Leyes de Nuremberg,
en vez de constituir una bárbara anomalía, se modelaron parcialmente
sobre las leyes raciales norteamericanas entonces en vigor. El regimen
nazi se consideraba a la vanguardia de la legislación racial, y se
inspiraba en Norteamérica. “Los abogados nazis contemplaban a EE UU, no
sin razón, como líder mundial innovador en la creación de leyes
raciales”, observa Whitman. En la década de los años 30, el Sur
norteamericano y la Alemania nazi eran los regímenes más directamente
racistas del mundo, orgullosos del modo en que habían privado a negros y
judíos, respectivamente, de sus derechos civiles.
Los
especialistas académicos hace mucho que saben que el movimiento
eugenésico norteamericano inspiró a los nazis; ahora Whitman le añade la
influencia de la política de inmigración norteamericana y sus leyes
acerca de la raza. Hoy en día, la idea de Whitman de que el nazismo
miraba hacia Norteamérica en busca de inspiración se expone a sumirnos
en el pánico moral. Pero hay otra faceta de la historia, y en la era de
Trump, especialmente, podemos sacarle partido echándole un vistazo
riguroso. Nuestro presidente resultó elegido en parte porque capitalizó
un nacionalismo de los de EE UU primero, a la caza despiadada de
enemigos externos e internos. De acuerdo con esta visión, los
cosmopolitas sin raíces, los inmigrantes y los centros urbanos sin ley
son una constante amenaza para la verdadera Norteamérica.
Los
historiadores le han restado importancia a la conexión entre las leyes
raciales norteamericanas y EE UU, porque Norteamérica estaba interesada
principalmente en negar la plena ciudadanía a los negros, más que a los
judíos. Pero la diestra labor detectivesca de erudición académica de
Whitman ha demostrado que a mediados de los años 30, los juristas y
politicos nazis se volvían una y otra vez hacia la forma en que los
Estados Unidos habían privado a los afroamericanos del derecho a votar y
casarse con blancos. Estaban fascinados por la forma en que los
Estados Unidos habían convertido a millones de personas en ciudadanos de
segunda clase.
Por
extraño que pueda parecernos, los nazis consideraban a EE UU como un
modelo para la raza blanca, un imperio racial nórdico que había
conquistado una ingente cantidad de Lebensraum [“espacio vital”]. Un especialista académico alemán, Wahrhold Drascher, en su libro La supremacía de la raza blanca (1936),
contemplaba la fundación de EE UU como un “punto de inflexión
transcendental” en el ascenso de los arios. Sin EE UU, escribió
Drascher, “nunca habría surgido una unidad consciente de la raza
blanca”. Rasse y Raum—raza y espacio vital — eran para los
nazis palabras clave tras el triunfo de EE UU en el mundo, de acuerdo
con el historiador Detlef Junker. Hitler admiraba el compromiso
norteamericano con la pureza racial, alabando las campañas indias que
habían “masacrado a millones de pieles rojas hasta dejarlos reducidos a
unos cuantos cientos de miles”.
Hitler
no se equivocaba al volver los ojos hacia EE UU en busca de
innovaciones racistas. “A principios del siglo XX, EE UU era líder
global en leyes raciales”, escribe Whitman, más incluso que Sudáfrica.
El imperio español del Nuevo Mundo había sido pionero en leyes que
ligaban la ciudadanía a la sangre, pero los Estados Unidos desarrollaron
una legislación racial bastante más avanzada que la de los españoles.
Durante casi un siglo, la esclavitud africana-norteamericana fue una
mancha monumental en la Declaración de Independencia de Jefferson y su
afirmación de que “todos los hombres han sido creados iguales”. La Ley
de Naturalización de 1790 establecía que “cualquier extranjero,
tratándose de una persona blanca libre” podía convertirse en
norteamericano, y los nazis advirtieron aprobatoriamente que se trataba
de un caso inusual de restricciones raciales a la ciudadanía. California
prohibió la inmigración china en la década de 1870; el país entero
siguió el ejemplo en 1882.
La
I Guerra Mundial proporcionó un ímpetu añadido a la atención que
concedían las doctrinas racialistas a la inmigración y los inmigrantes.
La Ley de Zona Vedada Asiática de 1917 prohibía la entrada a inmigrantes
asiáticos, junto a homosexuales, anarquistas e “idiotas”. Y la Ley de
Cuotas de 1921 favorecía a los inmigrantes del norte de Europa por
delante de italianos y judíos, a lo que en su mayoría se prohibía
inmigrar. Hitler alabó las restricciones norteamericanas a la
inmigración en Mein Kampf: el futuro dictador alemán lamentaba el
hecho de que nacer en un país le convirtiera a uno en ciudadano, de
modo que “un negro que haya vivido anteriormente en protectorados
alemanes y que ahora resida en Alemania pueda así engendrar a un
‘ciudadano alemán’”. Hitler añadía que “hay actualmente un Estado en el
que puede al menos observarse los débiles inicios de una concepción
mejor… la Unión norteamericana”, la cual “excluye sencillamente la
inmigración de ciertas razas”. EE UU, concluía Hitler, gracias a sus
leyes de base racial, tenía una idea más verdaderamente völkisch del Estado que Alemania.
En
el terreno de las restricciones raciales al matrimonio, América se
quedaba sola como pionera. La idea norteamericana de que un matrimonio
racialmente mixto era delito tuvo una intensa repercusión en las Leyes
de Nuremberg. En la década de 1930, casi treinta estados norteamericanos
tenían leyes contrarias al mestizaje en sus códigos, prohibiendo en
algunos casos a los asiáticos, así como a los afroamericanos, casarse
con blancos. Los nazis copiaron con empeño las leyes norteamericanas
contra el mestizaje. Las Leyes de Nuremberg, que seguían el modelo
norteamericano, ilegalizaron los matrimonios entre judíos y no judíos.
Hay
un aspecto en el que las leyes raciales norteamericanas demostraron ser
demasiado severas para los nazis. En Norteamérica, reinaba la regla de
“una gota”. A menudo, se te consideraba negro sólo con tener una
dieciseisava parte de sangre negra. Pero la propuesta de los Nazis de
línea dura de definir a los alemanes con un abuelo judío como judíos no
se aprobó en Nuremberg. Por el contrario, a quienes eran judíos en una
cuarta parte, o incluso medio judíos, se les trataba con relativa
indulgencia. Los Mischlinge, medio judíos, podían contabilizarse
como arios, a menos que fueran religiosamente observantes o estuvieran
casados con un cónyuge judío.
El
tratamiento norteramericano del derecho al voto era también crucial
para el programa de los nazis. Hitler se proponía convertir a los judíos
alemanes en residentes sin ciudadanía que carecerían del voto, así como
de otros derechos. En Mein Kampf proponía una división tripartita entre Staatsbürger (ciudadanos), Staatsangehörige(nacionales) y Ausländer (extranjeros).
Los Estados Unidos ya disponían de esa división cuando se trataba de
ciertos grupos étnicos, principalmente los afroamericanos, la mayoría de
los cuales no podía votar en el Sur. Los sureños blancos veían a los
negros del modo en que los nazis veían a los judíos, en palabras de
Whitman, como una “‘raza extranjera’ de invasores que amenazaba con
‘tomar la delantera’”. Al jurista nazi Heinrich Krieger le entusiasmaba
en particular, en un artículo de 1934, que los EE.UU. privaran del
derecho al voto no sólo a los negros sino también a los chinos. Detlef
Sahm, otro jurista, aplaudía la denegación del voto a los indios
norteamericanos, e hizo notar que de acuerdo con la ley norteamericana,
los filipinos, igual que los chinos, eran nacionales sin ciudadanía.
Los
nazis no sólo se mostraban entusiastas con el contenido de las leyes
raciales norteamericanas, también abrazaban su base de Derecho
consuetudinario (“common law”). Erich Kaufmann, un profesor de Derecho,
judeo-alemán y derechista, que sobrevivió escondido los años de la
guerra, alababa en 1908 la forma en que las decisiones legales
norteamericanas, con su “riqueza de vida e inmediatez”, por oposición al
rígido código de Derecho Civil que guiaba la jurisprudencia alemana,
respondía a “las intuiciones legales vivas del pueblo norteamericano”.
Treinta
años más tarde, el atisbo de Kaufmann lo recogerían los nazis que
consideraban el Derecho consuetudinario, que incorpora las poderosas
intuiciones de la gente, como forma de legislar sobre prejuicios
raciales. Es verdad, reconocían, que no existía una definición biológica
sólida de la judeidad, pero los instintos antisemitas del pueblo eraN,
sin embargo, corrrectos. Roland Freisler, uno de los juristas nazis más
radicales y despiadados [y juez principal de los conspiradores del
atentado contra Hitler del 20 de julio de 1944], escribió:
“Creo
que cualquier juez contaría a los judíos entre la gente de color,
aunque por fuera parezcan blancos…Así pues, soy de la opinión de que
podemos proceder con el mismo primitivismo que emplean estos estados
norteamericanos. Un estado incluso afirma simplemente: ‘gente de color’.
Ese procedimiento sería tosco, pero suficiente”.
A
Freisler le gustaba el racismo del Derecho consuetudinario
norteamericano, con (en palabras de Whitman) “su modo legal llevadero,
no concluyente, de lo-entiendo-cuando-lo- veo”. No hacían falta
definiciones científicas de raza; el prejuicio popular era más que
suficiente para proseguir. La experiencia norteamericana lo decía todo:
el racismo a lo Jim Crow [símbolo de las leyes discriminatorias del Sur
norteamericano tras la Guerra Civil] era realismo legal, enraizado en
los sentimientos del pueblo.
Otros
juristas nazis, como Bernhard Lösener, atacaban la defensa del enfoque
de Derecho consuetudinario. Se quejaban de que a los jueces no se les
permitía hacer juicios basados en intuiciones raciales cuando no tenían
forma científica de determinar lo que era judío. “Vagos sentimientos de
odio a los judíos” no eran suficientes, insistía Lösener, defendiendo la
postura de que de que el antisemitismo precisaba una sólida base de
“ciencia” racial. Lösener representaba un aspecto de la ideología nazi,
el énfasis en los hechos rigurosos y científicos acerca de la raza y el
caracter de los pueblos; el otro aspecto era la improvisación de nuevas
reglas para promover el poder alemán. Acabó ganando la improvisación: la
falta de claridad respecto a quien contaba como judío permitió a los
nazis durante la guerra lo mismo usar a los Mischlingeque asesinarlos si era necesario.
Los
nazis eran conscientes de que Norteamérica se gobernaba de acuerdo con
principios igualitarios y liberales. Pero señalaban que hacíamos
excepciones para con nuestro ideal basadas en la raza. Norteamérica
demostraba, en palabras del profesor de Derecho Herbert Kier, que “la
fuerza elemental de la necesidad de segregar a los seres humanos de
acuerdo con su ascendencia racial se deja sentir incluso cuando una
ideología política se interpone en su camino”. Hitler rendía homenaje a
Norteamérica en Mein Kampf por su evangelio de movilidad social,
sobre la base de que el nazismo era un proyecto de igualdad de
oportunidades para los arios. Hasta finales de los años 30, el New Deal
de Roosevelt gozó de popularidad entre los nazis. El presidente,
declaraban, había asumido poderes dictatoriales con el fin de impulsar
las perspectivas de todos los norteamericanos blancos, a la vez que la
segregación continuaba en vigor en el Sur.
En
sus páginas finales, Whitman sugiere que vale la pena reflexionar sobre
la aprobación por parte de los nazis de la cultura legal
norteamericana. El gusto norteamericano por el Derecho consuetudinario,
que se considera habitualmente señal de nuestro enfoque pragmático y
flexible en la toma de decisiones legales, puede también consagrar
prejuicios populares. Estados de ánimo populares como el afán por
mostrarse duros con la delincuencia o con los inmigrantes ilegales
pueden portar las semillas del fanatismo autoritario.