domingo, 4 de marzo de 2018

¿Berlusconi reloaded?

El panorama político italiano es de los más complejos de las últimas décadas y puede dar distintos escenarios tras las próximas elecciones
¿Berlusconi reloaded?

Ctxt


Desde la defenestración de Silvio Berlusconi a finales de 2011, los italianos no han vuelto a elegir un presidente de Gobierno. Parece una fake news, tan de moda en estos tiempos, pero es la pura verdad. Tras la etapa del tecnócrata Mario Monti, ninguno de los siguientes presidentes del Consejo –Enrico Letta, Matteo Renzi y Paolo Gentiloni, los tres del Partido Democrático (PD)– se han presentado como candidatos a la presidencia en unas elecciones. Y la tragicomedia puede que continúe, ya que el probable ganador de los comicios que se celebrarán el próximo 4 de marzo, el redivivo Berlusconi –82 años en septiembre– está inhabilitado de por vida, a la espera de una sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo que podría permitirle volver a la política activa.
Efectivamente, el panorama italiano es de los más complejos de las últimas décadas. No faltan analistas, como Aldo Giannuli, que hablan de una verdadera crisis del sistema político, tras el fracaso en diciembre de 2016 de la reforma constitucional propuesta por Renzi. U otros que consideran que la Segunda República –nacida después del escándalo de Tangentópoli a principios de los años noventa– ha dejado espacio a una Tercera, cuyos rasgos aún se desconocen.
Muchas son las incógnitas para un país que lleva estancado desde hace al menos una década y mira cada vez más con cierta nostalgia a los años de los Andreotti, Berlinguer y Craxi. El reciente estudio del Instituto Nacional de Estadística (Istat) mostraba una realidad desoladora: aunque el PIB haya mejorado (+1,6% en 2017), la tasa de ocupación (58%) es la más baja de los países europeos. Desde 2008 han aumentado de manera exponencial las desigualdades, la precarización del trabajo está en sus máximos históricos –gracias también a la reforma del trabajo renziana, el Jobs Act–, el paro sigue por encima del 10%, la emigración juvenil es una sangría constante y la fractura entre el norte y el sur –que según el estudio de la Asociación para el desarrollo de la industria en el Sur de Italia (Svimez) ha crecido la mitad de lo que hizo Grecia entre 2000 y 2013– es cada vez más profunda.
El Rosatellum, las incógnitas de la nueva ley electoral
Las próximas elecciones generales añaden aún más incertidumbre a un panorama poco halagüeño. Los sondeos, que se deben coger con pinzas, confirman en buena medida los resultados de las elecciones regionales sicilianas del pasado octubre, al augurar una clara victoria del centro-derecha que sumaría alrededor del 37% de los votos, seguido por el M5E, que se convertiría en el primer partido con el 28%, y el centro-izquierda que, con un PD en franco declive, podría llegar al 27%. Se trataría de una victoria del dúo Berlusconi-Salvini, de un resultado positivo, aunque no excelente, de los de Beppe Grillo y de una derrota sin paliativos de un Renzi esclavo de su narcisismo y de una estrategia suicida. Al margen de este sistema tripolar quedaría Liberi e Uguali (LeU) –la alianza formada por Sinistra Italiana, Possibile y la escisión de izquierdas del PD con dirigentes históricos procedentes del Partido Comunista, como D’Alema y Bersani; LeU presenta como candidato al presidente del Senado, Pietro Grasso, que ha recibido recientemente el respaldo de Corbyn– que se quedaría con un 6%. Difícilmente entrarán en el Parlamento la nueva lista de la izquierda que agrupa a diversos movimientos, Potere al Popolo, apoyada internacionalmente por el francés Mélenchon, y los neofascistas de Casa Pound, que con un 1-1,5% no superarían la barrera del 3%.
Sin embargo, en realidad todo son cábalas: los porcentajes de voto pueden sufrir cambios notables en cuanto a la asignación de los escaños gracias a la nueva ley electoral aprobada el pasado mes de octubre. El Rosatellum, así conocida por el nombre del diputado democrático Ettore Rosato, que como las anteriores, el Porcellum y el Italicum, puede que sea considerada inconstitucional por la magistratura en los próximos meses, es una mezcla del sistema proporcional (con que se elegirán el 61% de los diputados, con listas cerradas, sin la posibilidad del voto disgiunto y con la barrera del 3% para los partidos y del 10% para las coaliciones) y del mayoritario (con que se elegirán el 37% de los diputados en circunscripciones uninominales) tanto para la Cámara como para el Senado. Además, los partidos y las coaliciones no deben presentar un candidato a la presidencia, como en el pasado, sino sólo un “jefe político”, lo que explica que el centro-derecha pueda mantener el nombre de Berlusconi. Si a esto le añadimos la incógnita del nivel de abstención –en 2013 votó el 75%, pero en las administrativas celebradas en los últimos cuatro años no se llegó en muchos casos ni al 50%– entendemos que es extremadamente difícil prever cómo quedará el nuevo Parlamento. Los últimos sondeos, publicados el 16 de febrero, apuntan al 34% de abstención y muestran cómo más del 30% de italianos no ha decidido aún su voto.
El regreso de Berlusconi y la radicalización del centro-derecha
Todo apunta, no obstante, a que serán tres los posibles escenarios, que tendrían siempre a Berlusconi como eje. En el primer caso, el centro-derecha conseguiría la mayoría absoluta en el Parlamento –no es fácil, pero no es imposible– y tendría que escoger a un presidente, teniendo en cuenta la inelegibilidad del exCavaliere. Se habla de algún perfil prestigioso, pero círcula cada vez más el nombre de Antonio Tajani, actual presidente del Parlamento Europeo, que permitiría a Berlusconi –que se presenta ahora como un baluarte del europeísmo liberal contra el populismo de los grillini– un mayor acercamiento a las instituciones comunitarias. Es sintomático que Merkel, con quien el multimillonario de Arcore nunca tuvo buenas relaciones, haya dejado de criticarle. Mucho dependerá de qué porcentaje de votos obtengan los partidos que forman la coalición: según los sondeos, Forza Italia llegaría al 15-17%, la Liga Norte al 12-15% y Fratelli d’Italia –la derecha hija de Alianza Nacional y nieta del Movimiento Social Italiano– el 5%. Sin embargo, el reciente atentado contra migrantes en Macerata –llevado a cabo por un neofascista vinculado al partido de Salvini– puede modificar la situación: se ha desatado una ola de xenofobia y el tema de la inmigración, que ha copado todas las primeras páginas, será monotema hasta el 4 de marzo.
Lo que es cierto es que la distancia entre Forza Italia y la Liga Norte marcará la etapa post-electoral, tanto si el centro-derecha obtiene la mayoría absoluta como si no llega a los 316 diputados en el Parlamento. El joven y mediático líder leguista, Matteo Salvini, que ha llevado a cabo una lepenización del partido fundado por Bossi, no abandona su proyecto de OPA sobre el centro-derecha para la etapa post-berlusconiana. Un proyecto que, aunque Forza Italia quedase primera dentro de la coalición, muestra un cambio de época, como apuntaba recientemente Michele Prospero: en comparación con el pasado, la componente empresarial-berlusconiana ha pasado a ser más subalterna en la coalición respecto a la hegemonía cultural y organizativa de las derechas más radicales, que sumarían el 20% de los votos. En los anteriores gobiernos de centro-derecha (1994, 2001-2005 y 2008-2011), era Berlusconi quien detentaba la centralidad, mientras las derechas eran percibidas como algo marginal. Ahora es justo al revés. Sin Salvini y Meloni, el exCavaliere sería irrelevante. Tanto que la Liga ha conseguido imponer sin muchas dificultades a su candidato, Attilio Fontana, en Lombardía –donde se votará también para las regionales– asegurándose otros cinco años el control de la región más rica de la península.
Gran coalición o ingobernabilidad
El segundo posible escenario sería el pacto del Nazareno bis, es decir un gobierno de gran coalición al estilo alemán entre el PD y Forza Italia que podría confirmar Gentiloni, figura política al alza, como presidente de Consejo. Muchos apuestan por esta solución, que calmaría a quienes en Bruselas ven con preocupación la participación de Salvini en el gobierno italiano. Para que esta opción sume deberá haber algún apoyo o alguna abstención, lo que es toda una incógnita, aunque sabemos que el transformismo es una tradición política del Belpaese.
El tercer escenario sería el de la ingobernabilidad, donde nadie tiene una mayoría clara y la correlación de fuerzas –o de impotencias– impide pactos transversales. En ese caso, en el palacio Chigi [sede del Gobierno] podría seguir el mismo Gentiloni con la tarea de reformar la ley electoral hasta unos nuevos comicios dentro de un año. Sería la llamada fórmula del “Gobierno del presidente”, un ejecutivo inspirado por el presidente de la República, Sergio Mattarella, y apadrinado por los poderes fuertes, tanto italianos –el expresidente Giorgio Napolitano alabó Gentiloni– como europeos –Merkel, Macron y también Juncker se dejaron fotografiar recientemente con el actual jefe de Gobierno.
Habría un cuarto escenario, sobre el cual han corrido ríos de tinta, aunque parece extremadamente improbable: un gobierno entre los Cinco Estrellas y la Liga Norte, que pondría sobre la mesa el tema de la soberanía nacional, el bloqueo a la inmigración y un posible referéndum sobre el euro. El giro que han dado los grillini en los últimos meses parecería descartar esta hipótesis, pero todo dependerá de los resultados electorales. El jefe político del M5E, Luigi Di Maio, vicepresidente de la Cámara en la última legislatura, trabaja para mostrar un nuevo perfil del Movimiento, más moderado e institucional: en esta dirección se explica el nuevo Estatuto del partido, que abre por primera vez a posibles alianzas post-electorales; el alejamiento de Grillo, que ha abierto un nuevo blog desvinculándose, al menos parcialmente, del M5E; y la presencia en las listas de figuras cooptadas de la sociedad civil –destacan los pequeños empresarios– que han sustituido a un número no desdeñable de los candidatos elegidos a través del opaco proceso de selección interno, en el que han participado tan sólo 40.000 simpatizantes y que ha desatado una retahíla de críticas. Di Maio intenta vender la imagen de un futuro gobierno grillino de los “competentes”, obviando las muchas ambigüedades del M5E, a partir de la posición sobre la inmigración y de la vergonzosa campaña en contra de las ONG que operan en el Mediterráneo.
Hay quien tampoco descarta un quinto escenario: el de un gobierno que reuniría al PD, la izquierda y los grillini. De momento, parece sólo política-ficción, aunque, como bien sabemos, los caminos son inescrutables, sobre todo en los palacios romanos. Pero es impensable imaginar un partido cada vez más de centro como el PD, con un Renzi que coquetea con Macron y hasta con Rivera, y que alaba la tercera vía blairiana, aliado con la izquierda, que no lo quiere ver ni en pintura. Además, en la confección de las listas electorales, el florentino ha marginado las oposiciones internas que quedaban en el partido (el ministro de Justicia, Andrea Orlando y el gobernador de Apulia, Michele Emiliano) y ha abierto la puerta a exberlusconianos como Pierferdinando Casini y Beatrice Lorenzin. Parece que el tiro le saldrá por la culata a Renzi, ya que los sondeos dan al PD el 22-23%: salvaría los muebles, llegando al 27%, sólo gracias al aporte de la lista +Europa, de la radical Emma Bonino. Eso sí, Renzi tendrá un grupo parlamentario de fieles que no le pondrá pegas en el futuro. Lo que es cierto es que el modelo prodiano [de Romano Prodi] del centro-izquierda –con el que muchos todavía sueñan– no tiene posibilidades mientras Renzi siga al mando, aunque en el Lacio, donde también se votará para las regionales, LeU ha decidido apoyar la reelección del actual gobernador, el democrático de izquierdas Nicola Zingaretti, que debería ganar, ya que el centro derecha se presenta dividido.
A la espera de la noche del 4 de marzo, no nos queda otra que recordar uno de los más famosos aforismos del escritor Ennio Flaiano, histórico colaborador de Federico Fellini: “la situación política en Italia es grave, pero no es seria”.
Steven Forti es profesor de la Universitat Autònoma de Barcelona e investigador del Instituto de Historia Contemporánea de la Universidade Nova de Lisboa. Sus más recientes publicaciones son El proceso separatista en Cataluña. Análisis de un pasado reciente (2006-2017) (junto a A. Gonzàlez i Vilalta y E. Ucelay-Da Cal; Comares, 2017) y Ada Colau, la città in comune. Da occupante di case a sindaca di Barcellona (junto a G. Russo Spena; Alegre, 2016).
Fuente: http://ctxt.es/es/20180228/Politica/18107/Italia-elecciones-Berlusconi-Renzi-Salvini-derecha-Forza-Italia-rosatellum.htm

sábado, 3 de marzo de 2018

Nacionalismo español y catalanidad

 Resultado de imagen de Nacionalisme espanyol i catalanitat (1789-1859). Cap a una revisió de la Renaixença

 

Verdades como puños sobre los orígenes del catalanismo



 Cualquier editor sabe que el llamado «problema catalán», en este momento, vende bien. Es de rabiosa actualidad y el mercado no se satura por mucho que se publique. Pero lo que no está tan claro es que venda bien un buen libro de historia sobre el asunto –de historia propiamente, no de actualidad ni de pasado inmediato–, a juzgar por la amputación que se ha infligido en la portada al título de la obra que quiero comentar en estas páginas. Del Nacionalisme espanyol i catalanitat (1789-1859). Cap a una revisió de la Renaixença que figura en el interior se pasa en portada a un título idéntico, pero eliminando las fechas. A ver si alguno se cree que es actual y pica.
Esta es, en fin, una mera anécdota comercial. Lo importante, y por donde debe comenzar esta reseña, es que el libro en cuestión es de gran solidez y de lectura obligada para cualquier interesado en el tema. En primer lugar, porque el autor es una autoridad indiscutible sobre el asunto. Y, en segundo, porque no tiene el menor empacho en decir lo que piensa, aunque con ello se oponga a muchos estereotipos vigentes; estereotipos, al menos, nacionalistas, porque hay otros cuya permanencia luego discutiré.
Joan-Lluís Marfany publicó, en 1995, La cultura del catalanisme, un estudio modélico sobre los orígenes y expansión del nacionalismo catalán en las décadas finales del siglo XIX. Seis años más tarde le siguió otro, de nuevo impecable, La llengua maltractada, sobre la coexistencia de las lenguas catalana y castellana en Cataluña entre los siglos XVI y XIX1. Este tercero los complementa. Versa sobre la formulación de la identidad catalana dentro del marco del nacionalismo español, indiscutiblemente dominante (en Cataluña, como en el resto de España) durante la revolución liberal, para ser precisos en los años 1789-1859, es decir, entre la Revolución Francesa y la Renaixença. Las fechas son importantes, aunque los responsables de la portada decidieran lo contrario.
Su tesis principal, si la entiendo bien, consiste en defender que la Renaixença no significó un renacimiento de la identidad catalana, ni mucho menos un antecedente o primera fase del nacionalismo catalán. Lo primero, porque tal identidad no había muerto ni decaído en el período anterior; lo segundo, porque el nacionalismo catalán tardaría aún en surgir y porque los fenómenos deben explicarse en sí mismos y no como embrión de lo que pasó después. En esa época dominó en Cataluña un proceso de nacionalización, sí, pero no catalanista, sino españolista; y este proceso estuvo impulsado por los mismos intelectuales catalanes que luego animarían la Renaixença. Es una interpretación de la época diametralmente opuesta a la dominante hoy en la historiografía catalana, imbuida de nacionalismo.
Basándose siempre en abundantes y variadas fuentes primarias, Marfany defiende de manera tajante que lo que surgió y se consolidó en Cataluña en la primera mitad del siglo XIX fue el nacionalismo español (moderno, es decir, como identidad colectiva protagonista de la historia y base de la legitimidad política). Dominó entonces, tanto entre las elites como entre las clases subalternas, el «doble patriotismo», según expresión acuñada hace ya tiempo por Josep Maria Fradera. Pero, matiza Mafany, un doble patriotismo jerarquizado. La identidad catalana mantuvo su fuerza, sí, pero a un nivel regional o subordinado a la identidad política, que era la española. Dedicaré los párrafos siguientes a resumir con la mayor fidelidad posible la evolución de Cataluña según el inteligente, y creo que acertado, esquema propuesto por el autor de esta obra.
Marfany defiende que lo que surgió y se consolidó en Cataluña en la primera mitad del siglo XIX fue el nacionalismo español 
Durante el Antiguo Régimen, la identidad dominante fue la provincial. Los catalanes eran súbditos del rey de España y fieles al mismo, pese a lo cual conservaban su identidad cultural y se gobernaban –bajo los Habsburgo– por medio de leyes e instituciones propias. En términos de discurso, se exaltaban la antigüedad, la alta raigambre genealógica, las grandezas históricas y las riquezas naturales del «país» o provincia. Felipe V suprimió, como todo el mundo sabe, las instituciones de autogobierno a comienzos del siglo XVIII, pero no desaparecieron identidad, lengua ni cultura propias. Esa nueva situación política se encontró con escasa oposición –de nuevo en contra de los estereotipos nacionalistas– y se produjo una decidida integración catalana en el mercado español y en el colonial. Fue un momento de prosperidad y de diáspora de las elites catalanas, sobre todo económicas, por el resto de España. Se produjeron entonces reivindicaciones lingüísticas, pero solamente para elevar el prestigio de la «provincia» en relación con las demás españolas, es decir, para borrar su fama de iletrada. Subsistió también la tradición austracista, cuyas huellas subrayó quizás en exceso Ernest Lluch, pero, de nuevo, sólo como provincialismo «anticuario», es decir, no ligado a un proyecto político de restauración de la situación anterior a 1714. Era el recuerdo nostálgico de un pasado, aunque, lógicamente, se reactivara en momentos de conflictividad política.
El nacionalismo moderno –en el que la nación, repito, pasó a ser sujeto de la historia y fuente única de la soberanía legítima– se introdujo y expandió en España con la Revolución Francesa y la guerra de la Convención. Pero esta categoría de nación no se aplicó a Cataluña, durante el período aquí estudiado, sino únicamente a España. El paso decisivo en la introducción de la nueva idea fue la Guerra de la Independencia (cuyo nombre Marfany defiende como adecuado frente a quienes hemos querido subrayar su carácter más artificial y tardío2). Las instrucciones de la Junta Suprema de Cataluña a los diputados de Cádiz, y la actuación de estos en aquella asamblea, fueron favorables a la homogeneización de la legislación en toda España; sólo cuando tal cosa resultaba imposible se pedía restaurar los viejos fueros. Surgieron entonces términos nuevos, como «patriotismo», aplicados, desde luego, a España. Se aceptaron plenamente los mitos españoles, como Viriato o Numancia, así como la interpretación de la nueva y revolucionaria Constitución gaditana como mera restauración de las libertades antiguas (catalanas y españolas). El más claro exponente de esta fusión de catalanidad y españolismo fue Antonio de Capmany.
La reacción absolutista de 1814 hizo que se enfrentaran rey y nación, según analizó hace años Xavier Arbós. Las clases dirigentes catalanas, en esta tesitura, se encontraron tan divididas como el resto de las españolas. Y, en ambos casos, los liberales se alinearon, sin excepción, con la nación española. Los catalanes, en resumen, apoyaron como el que más esa nueva construcción nacional. El momento en que se fijaron de manera definitiva la retórica, los símbolos y los mitos del nacionalismo español, entre los que destacaron Padilla y los Comuneros, fue el Trienio Constitucional.
Desde finales de la década de 1820, empezó a emerger entre las elites intelectuales catalanas un historicismo de intención nueva, que ya no coleccionaba toda clase de antigüedades, sino las que servían para dar prestigio a la nueva Cataluña industrial frente al mundo. Fue la época de los Bofarull o Torres Amat. La identidad dominante entonces puede denominarse «regionalista», para diferenciarla del viejo provincialismo (aunque este término siguiera usándose a veces, distinguiendo entre su sentido «mezquino» o «egoísta» y su sentido «legítimo», «prudente» o «juicioso», que defendía la unidad de España, pero de una España culturalmente variada). Aquel historicismo coincidió y siguió siendo compatible con la construcción cultural de la nación española, tanto en historia como en literatura, pintura, monumentalismo, rótulos de calles e incluso normalización y expansión de la lengua (castellana). A todo ello contribuyeron las elites catalanas en lugar muy destacado. Baste recordar, en filosofía política, como iniciador del nacionalcatolicismo español, a Jaime Balmes; en geografía, los Recuerdos y bellezas de España, de Pablo Piferrer –así escribían ellos sus nombres–, completados por Pi y Margall; o, en literatura, la Biblioteca de Autores Españoles, impulsada por Manuel Rivadeneyra y dirigida por Buenaventura Carlos Aribau.
Si Marfany hubiera pasado de lo ideológico y literario a la organización político-administrativa del Estado, hubiera podido aportar también como pruebas la codificación penal (1822, 1848), la mercantil (Código de 1829; Ley de Enjuiciamiento, 1830; creación del Banco de San Carlos, 1829, o de la Bolsa de Madrid, 1831), la unificación del sistema judicial (1831, 1844), la división provincial de Javier de Burgos (1833) o la Ley de Enjuiciamiento Civil (1855). Todo un proceso de desaparición de las leyes e instituciones locales procedentes del Antiguo Régimen, acelerado durante el Sexenio, que no encontró oposición en Cataluña. Es muy significativo el contraste entre esta fase y la de las décadas de 1870 y 1880, cuando el Colegio de Abogados de Barcelona, en nombre de una grandiosa teoría sobre la especificidad del «Derecho catalán» basada en Savigny, entraría en combate con la tardía codificación del Derecho Civil3.
Lo catalán, en esos años 1830-1859, siguió defendiéndose, pero en términos sobre todo retrospectivos y decorativos. Con un matiz: que se le añadió una nueva afirmación orgullosa de la prioridad regional catalana dentro de la nación española, debido a su industria. Cataluña se proclamaba el motor del progreso de España; y derivaba de ello exigencias políticas, especialmente de protección arancelaria. Esta reivindicación era propia, ante todo, y como es lógico, de la burguesía industrial, pero recibía el apoyo unánime de las fuerzas políticas catalanas (moderados, progresistas, republicanos e incluso del incipiente movimiento obrero).
Esas defensas orgullosas de la industria catalana se vieron pronto acompañadas por quejas: España, el resto de España, no terminaba de entender ni de apoyar la importancia del nuevo fenómeno industrial. Es más: había quienes tildaban de egoísta la solicitud catalana de protección arancelaria. Lo cual empezó a originar un sentimiento de desagrado y rencor. Surgieron las primeras quejas. Las afirmaciones de lealtad a España, que siguieron repitiéndose, se vieron con frecuencia asociadas a veladas amenazas. Comenzaron las críticas al centralismo «excesivo», a la «exagerada» uniformidad del Estado. Lo cual se añadió a agravios concretos preexistentes, como los relacionados con el derribo de la Ciudadela y de las murallas en Barcelona. Hubo ahí un inicial diálogo de sordos, unas primeras posiciones encastilladas, entre las elites catalanas y las elites políticas centrales. Marfany lo analiza en relación con las expectativas despertadas por la apertura del canal de Suez o la polémica sobre el traslado de los restos de Capmany.
El sitio de Gerona de 1809, ocurrido durante la Guerra de la Independencia Española, de César Álvarez Dumont
El sitio de Gerona de 1809, ocurrido durante la Guerra de la Independencia Española, de César Álvarez Dumont
Fue también entonces cuando se expandió la ciudad de Barcelona, con monumentos y nombres de calles orientados ya hacia la exaltación del pasado catalán. Pero tal cosa, hay que insistir en ello, coincidía con el apogeo del fervor nacionalista español, que alcanzó su cota más alta con la Guerra de África de 1859-1860 (con voluntarios catalanes, profusión de banderas españolas, barretinas, arengas en catalán y un Prim retratado por Fortuny). Llegamos así al final del recorrido del libro, el año mismo de los primeros Jocs Florals. En ese punto, la situación puede resumirse sin distorsión diciendo que los catalanes se afirmaban como catalanes a la vez que se sentían unánime e indiscutiblemente españoles.
Lo que debería estudiarse, concluye el autor, no es, por tanto, cómo se despertó y reveló al mundo la nación catalana (planteamiento típico de la historiografía nacionalista, que da por supuesta la existencia de un inconmovible ente nacional, que se «despierta» políticamente a partir de cierto momento), sino cómo y cuándo el sector más avanzado de la intelectualidad catalana dejó de reconocerse en la identidad española, y cómo y cuándo se extendió este sentimiento por otros sectores de la sociedad; es decir, describir, fechar y explicar el proceso de debilitamiento del nacionalismo español en Cataluña y el de nacimiento y crecimiento del catalán.
Para responder a esta pregunta, Marfany denuncia varias pistas como falsas. Tres, en particular: el independentismo, el federalismo y el neoforalismo. Las expresiones de catalanidad existentes en el período que él estudia no deben considerarse preludios, o fases iniciales, de ninguna de estas cosas (situación distinta, por cierto, de la del caso vasco). Hay que evitar toda «concepción genealógica», toda búsqueda de «antecedentes», del nacionalismo catalán moderno, porque eso significa proyectar retrospectivamente situaciones actuales. Tampoco debe darse por supuesto que siempre existió un «hecho diferencial». Lo importante no son los datos culturales preexistentes, como la lengua, sino la introducción de la ideología nacionalista.
Como el autor respeta escrupulosamente las fechas que se ha impuesto como límite de su estudio, no lo prolonga hasta el final de siglo. De haberlo hecho, hubiera comprobado probablemente que la retórica patriotera española se mantuvo en la prensa catalana, e incluso se intensificó, en 1895-1898, durante la guerra cubana. Y que se redujo de manera drástica a partir de la derrota de este último año. Lo cual, si se confirma, nos permitiría fechar con precisión el momento en que el españolismo cedió la primacía al nacionalismo catalán entre las elites, al menos, barcelonesas: entre el verano de 1898 y el nacimiento y la victoria electoral de la Lliga Regionalista en los primeros meses de 1901.
El libro de Marfany posee, pues, una tesis clara y un indiscutible interés. Es un primer elogio que debe dirigírsele. Y el segundo es que esa tesis se apoya en una gran cantidad de datos: de primera mano siempre. Véanse, por poner un único ejemplo, sus cuidadosos análisis cuantitativos del vocabulario utilizado en los distintos períodos4. O las docenas de citas que avalan casi todo lo que defiende. Lo cual le confiere una gran autoridad a todo lo que dice y a las críticas que dirige a los demás. Pero también alarga la obra, quizá sin necesidad, y dificulta su lectura. Menos datos, o datos relegados a notas, agilizarían el libro. La solvencia del autor es tal que no necesita ser demostrada a cada página.
Otro elogio, ya adelantado, que no dudo en lanzar sobre la posición de Marfany es que no es nacionalista. Así lo declara él mismo explícitamente5. Pero, a la vez, reconoce estar en una trinchera, que es la opuesta a la del nacionalismo español6. Y no puede evitar caer en algún estereotipo antimadrileño. Hablando de los años 1830-1840, por ejemplo, dice que «Barcelona era, como todas las otras ciudades de la monarquía, con excepción de la corte, relativamente pobre en estatuaria pública». El «con excepción de la corte» sobraba, porque en esa época en Madrid no había nada de estatuaria pública, salvo un par de efigies ecuestres de monarcas regaladas por los florentinos7. También me parece revelador, e impropio de la distancia científica, el repetido uso del posesivo «nuestro» cuando se refiere a lo catalán8.
Otro elogio, que subrayaría especialmente, es el concerniente a su excepcional sensibilidad histórica. Si hay algo que Marfany teme, y contra lo que nos advierte una y otra vez, es el anacronismo, la proyección retrospectiva, la falta de historicidad. Lo cual me parece una virtud de suprema importancia en un historiador. Echo en falta, sin embargo, especialmente viniendo de alguien que vive y trabaja en Manchester desde hace varias décadas, su escaso o nulo recurso a la historia comparada. Sus repetidas referencias a la Renaixença no incluyen ni una sola mención al Risorgimento italiano, cuyo enorme impacto en Europa originó, sin duda, al término catalán (como el Rexurdimento gallego y otros varios). Tampoco se refiere a la prolífica literatura que las ciencias sociales han producido en el último medio siglo sobre naciones y nacionalismos. Cita, sí, a Anthony Smith en alguna ocasión, pero nunca a Benedict Anderson, Ernest Gellner o tantos otros de los autores que han revolucionado nuestra comprensión de estos temas en el último medio siglo. A Eric Hobsbawm se refiere una sola vez, pero sólo para aplicar su idea de «mentalidad prepolítica», que creo precisamente una de las más débiles de su teoría (y que, no por casualidad, está anclada en la vieja racionalidad marxista: mentalidad política es sólo la que defiende intereses objetivos). En resumen, su base teórica no es lo más potente del libro, de ningún modo comparable a su inexpugnable anclaje en fuentes primarias.
Su base teórica no es lo más potente del libro, de ningún modo comparable a su inexpugnable anclaje en fuentes primarias
Por último, también quisiera destacar su aguda sensibilidad social. No sólo distingue en todo momento con exquisita nitidez la época de que está hablando y evita proyectar sobre un período situaciones, ideas o datos propios de otros, sino que se esfuerza por preguntarse siempre de qué estrato social proceden esos datos, distinguiendo sobre todo entre elites y clases subalternas. Pero una cosa es sensibilidad social y otra aplicación mecánica de esquemas marxistas, que en general casan difícilmente con los datos empíricos aportados en la obra. Las páginas dedicadas a relacionar el nacionalismo (español, repito, único de la época) con una clase social, específicamente la «burguesía» catalana9, me parecen las más débiles del libro. Incluso su retórica suena a anticuada cuando se refiere a la «voluntad de poner el interés por la antigua provincia al servicio de unos nuevos y muy concretos intereses sectoriales económicos, sociales y políticos»10. Su marxismo lineal se revela también cuando atribuye a la crisis económica europea, sin más, las revoluciones de 184811. O cuando intenta distinguir entre proletariado y pequeña burguesía12, algo tan difícil de defender hoy como el tópico –que él presenta como «hecho objetivo»– de que «los obreros no tienen patria»13. Lo curioso es que estas afirmaciones suelen contradecir las citas que él mismo aporta y que se supone le llevan a ellas. Sólo en alguna ocasión sus conclusiones parciales, más fieles a los datos, le conducen al extremo opuesto de su tesis general y así lo reconoce: la burguesía no reacciona, la burguesía está «ausente»14.
La presunción básica de este aspecto del libro es que «sembla raonable de pensar que, en el procés que acabo de resumir molt succintament, van anar-se formant, en efecte, una nova clase i una nació i van fer-ho de manera no sols simultània, sinó interrelacionada»15. No veo por qué ha de ser razonable pensar tal cosa. Ningún teórico importante actual de los nacionalismos liga estos procesos a los intereses o el protagonismo de una clase social. Es significativo también que estas páginas que vinculan su análisis de textos políticos con la estructura socioeconómica se apoyen en Pierre Vilar, Jaume Vicens Vives, Jordi Nadal o Josep Fontana16. Recurre a las muletas, obviamente, porque está saliéndose de los terrenos literarios o lingüísticos en los que se maneja por sí solo con tanta firmeza.
Como es lógico al tratarse de la época sobre la que escribe, la inmensa mayoría de los autores a los que cita son clérigos. Pero ello no le impide catalogarlos como «burgueses» (clase que, siendo estrictamente fieles al esquema marxista, es la defensora del capitalismo y, por tanto, enemiga del estamento clerical, perteneciente a los privilegiados del modo de producción «feudal»). Me viene a la cabeza el estudio que Gerhard Brunn realizó hace años sobre las elites nacionalistas catalanas, según el cual los clérigos, abogados, periodistas, intelectuales, profesionales liberales e incluso terratenientes dominaban sobre los industriales, comerciantes y financieros17. Pero es que él mismo, en su La cultura del catalanisme, llegó a conclusiones similares18. También se me ocurre pensar en el actual independentismo, que no veo al servicio de ninguna clase ni interés económico «muy concreto». Supongo que en ningún caso a los de la «burguesía», a juzgar por la fuga de empresas de Cataluña. Lástima que alguien tan capaz de romper con estereotipos nacionalistas no sea capaz de romper con los marxistas.
Siento arremeter de manera tan tajante contra una tesis que el autor presenta como básica de su libro. Pero es que creo que no lo es, y que la obra no perdería un ápice de interés si prescindiera de ella. Por lo demás, al pronunciarme tan críticamente no hago sino seguir su ejemplo, pues Marfany escribe de forma muy combativa y vapulea sin miramientos a quienes se han pronunciado previamente sobre cualquier aspecto del tema que aborda19. Para que el lector se haga una idea, en diversos momentos del libro entabla polémica con Pere Anguera, Víctor Balaguer, Genís Barnosell, Max Cahner, Josep Fontana, Anna M. García Rovira, Josep Miracle, Ollé Romeu, Lluis Maria de Puig, Jaume Ribalta i Haro, Borja de Riquer, Roca Vernet i Arnabat, Ferran Soldevila o Vicens Vives20. Hay ocasiones en que se atreve a enfrentarse con toda la historiografía catalana, con «la nostra historiografía, passant per Vicens, fins als nostres diez» y en especial con los «desenterradores dels precedents del catalanisme»21. No cabe, pues, reseñar este libro sin mencionar su carácter provocador. Algo valiente y digno de ser destacado, sobre todo si se respeta, como suele respetar, las formas académicas, y más aún teniendo razón, como creo que en general la tiene.
Termino ya. La obra de Marfany hace posible pensar por fin en escribir una sólida y casi definitiva historia del catalanismo. Permite fechar, como el autor dice, cuándo se debilitó el nacionalismo español en Cataluña y cuándo ocupó su terreno el catalán; y cuándo ocurrió tal fenómeno entre las elites y cuándo –más tarde, se supone, si aplicamos el esquema de Miroslav Hroch– entre las clases subalternas. Si existiesen libros de tanta calidad como este sobre el País Vasco, Galicia o Andalucía, podríamos incluso aspirar a acometer una buena historia de las identidades colectivas en España.
Me parece inconcebible que esta obra no provoque una profunda reflexión entre los historiadores catalanes. Si tal cosa no ocurre, habrá que reconocer que el pesimismo de Marfany está fundado: el nacionalismo imposibilita el debate; y la historiografía catalana está gravemente afectada por este prisma distorsionador del pasado. Los nacionalistas, catalanes o no, tienen todo el derecho a reivindicar su causa, incluso en los términos más radicales. Pero no lo tienen, ni ellos ni nadie, a falsear el pasado.
José Álvarez Junco es catedrático emérito de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense. Es autor de Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX (Madrid, Taurus, 2001), que recibió el Premio Nacional de Ensayo en 2002, y Dioses útiles. Naciones y nacionalismo (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2016). Ha editado, con Mercedes Cabrera, La mirada del historiador. Un viaje por la obra de Santos Juliá (Madrid, Taurus, 2011).
17/01/2018
1. La cultura del catalanisme. El nacionalisme català en els seus inicis, Barcelona, Empúries, 1995, y La llengua maltractada. El castellà i el català a Catalunya del segle XVI al segle XIX, Barcelona, Empúries, 2001.
2. Lo cual podría discutirse. El nombre de la guerra, desde luego, se creó retrospectivamente, como él mismo acepta, pero le reconozco razón en que su «invención» fue anterior a lo que yo en algún momento sostuve y en que, en efecto, ello se debe a que me basé sobre todo en fuentes impresas, más que en documentación de primera mano (véanse pp. 185 y 377-378). No estoy de acuerdo, sin embargo, con que el nombre sea el adecuado para describir aquel conflicto, de mucha mayor complejidad que una mera guerra de secesión o liberación frente a un conglomerado imperial.
3. Stephen Jacobson, Catalonia’s Advocates. Lawyers, Society, and Politics in Barcelona, 1759-1900, Chapel Hill, The University of North Carolina Press, 2009.
4. Véase, por ejemplo, p. 227.
5. Por ejemplo, en la página 261. Véase también La llengua maltractada, pp. 478-479.
6. Véase la referencia a Tortella en la página 21, o la dura nota 9 de la página 489 de La llengua maltractada, donde se refiere al «els nacionalistes de l’altra banda» y concluye: «d’aquesta gent no se n’ha de fer cas, ni que siguin acadèmics –o potser encara menys si ho son». Es un tono polémico, rayano en lo militante, innecesario.
7. Véase p. 604. No sé si soy excesivamente susceptible al detectar también un cierto desprecio hacia la lengua castellana cuando se lee «asociaci-ones numerosas»; es un error tipográfico, achacable a la editorial, pero dudo que lo hubiera dejado pasar en catalán alguien tan cuidadoso con su lengua.
8. En La llengua maltractada, «nostra llengua», pp. 211, 274, 470, 478; ibídem, p. 428, «els nostres obrers».
9. Véanse pp. 81-111, 152-176 y 225-261. Referencia a la «revolución burguesa» en la página 216 (en La llengua maltractada, p. 469).
10. Véase p. 542; el subrayado es mío. Véase en la página 225 la «sintonía» entre «idea» de la nación española y los «intereses» de la burguesía catalana. Recuérdese que lo que Jordi Solé Tura, en su día, relacionó con la burguesía fue el nacionalismo catalán. La burguesía sirve para todo.
11. Véase p. 602.
12. Véanse pp. 231-232.
13. Véase p. 234.
14. Véanse pp. 656-658 y 676: «l’únic que és segur, doncs, és el protagonisme dels intel.lectuals», concluye en esta última página. Con razón.
15. Véase p. 82. Véase también en la página 542 la referencia a la «voluntat de posar l’interès per la vella província al servei d’uns molt concrets i nous interessos sectorials, econòmics, socials i polítics». Los intereses, clave de todo, siempre son muy concretos. Pero nunca se concretan.
16. Véanse pp. 93 y 602, por ejemplo.
17. «The Catalans, within the Spanish Monarchy from the Middle of the Nineteenth to the Beginning of the Twentieth Century», en Andreas Kappeler, Fikret Adamir y Alan O’Day (eds.), The Formation of National Elites (Comparative Studies on Governments and Non-Dominant Ethnic Groups in Europe, 1850-1940), Nueva York, New York University Press, 1992, pp. 133-159. Empresarios industriales y banqueros ganan posiciones en el siglo XX sobre el XIX, pero sólo en el catalanismo conservador de la Lliga, no en Esquerra, que es la que domina el proceso en los años 1920 y 1930.
18. La cultura del catalanisme, pp. 47-86.
19. Véanse pp. 444 y 447.
20. Pere Anguera, en pp. 212, 487, 517, 521, 523, 525 y 558-561; Josep Miracle, en pp. 673-675 («típic exponent de la interpretació providencialista de la història de Catalunya»); otros, en pp. 700, 451, 523, 174, 397-398, 478, 5235-24, 435, 636, 429 y 490. La honestidad exige incluirme a mí mismo en esta lista de criticados, como he hecho constar ya en la nota 1; véanse las páginas 246 (donde creo que tiene razón), 337 (donde me critica que siga al «poco recomendable John Tone», sin más; debería explicarlo), 340 (donde se refiere a la indebidamente escasa atención que dedico al Trienio; también le reconozco razón) y 357 (donde dice que no sé apreciar el intenso nacionalismo de Balmes; no lo entiendo, pues creo haber subrayado su nacionalismo español moderno, contraponiéndolo a la visión prenacional de Donoso Cortés). Muestra, en cambio, su mayor respeto (y, de nuevo, no puedo sino alabarle el gusto en la lista) hacia Xavier Arbós, Pablo Fernández Albaladejo, Javier Fernández Sebastián, Josep Maria Fradera, Joan Fuster Sobrepere, Ramon Grau, Xosé Manoel Núñez Seixas, Josep Ramon Segarra, o Josep Maria Torras (pp. 14-15, 108, 304, 404, 424, 442, 492, 523, 524, 528, 601, 624, 634, 682, 690 y 866).
21. Véanse pp. 473-474 y 478.

jueves, 1 de marzo de 2018

Albert Rivera .- El hijo de la momia

 Resultado de imagen de albert rivera


Estaba viendo una entrevista a Albert Rivera en La Sexta, todo populismo y soberbia, y no podía quitarme de la cabeza la portada que en su día dedicó Libération al retorno a la vida política de Berlusconi: “El regreso de la momia”, titularon. Porque ¿qué es Rivera, sino una versión lozana del esperpento italiano? La superficialidad más sonrojante, la ausencia de argumentos, el discurso que todos quieren escuchar, la sensación de mascarada… el bunga bunga interpretado a ritmo de Macarena. Denle tiempo a Rivera, dejen que toque pelo, que alcance el poder, que se quite la máscara, que pase por el quirófano… y tendrán un cavaliere ibérico.
El hijo de la momia.
Le cuento todo esto porque lo que parecía una amenaza lejana, una pesadilla improbable, está apunto de convertirse en realidad. Son los daños colaterales de la situación en Cataluña, el trampolín patriotero que necesitaba Ciudadanos para dar el salto definitivo. Según el sondeo de Metroscopia elaborado para El País y publicado el pasado día diez, “Ciudadanos se aleja del PP y PSOE y se afianza como la fuerza más votada”. Aún más cerca, el Estudio General de Opinión Pública Invierno 2018 realizado por la universidad de Granada, y que conocimos ayer, indica que el PSOE ganaría las elecciones en Andalucía… y Ciudadanos se convertiría en la segunda fuerza política, desbancando al Partido Popular.
¿Sorpresa? Para nada: el desgaste moral del PP alimenta a una nueva ultraderecha cool que, agazapada, espera la caída de sus mayores para izarse sobre su cadáver en descomposición. Rivera y los suyos han olido sangre y amenazan con pasar del dicho al hecho, de la bravuconada al zarpazo. De la demagogia al poder: “Desde la oposición estamos liderando la reforma de España. Imagínense que no haríamos si gobernásemos”, amenaza un Rivera que se viene arriba por momentos.
Y todo esto cuando creíamos, pardillos, que después del PP nada peor nos podría pasar.


Imagen relacionada