viernes, 10 de octubre de 2025

La deportación como estrategia de clase.

 La deportación como estrategia de clase

Esta NO es todavía la «mayor operación de deportación de la historia de Estados Unidos». Durante los primeros cien días de su administración, Trump no logró aumentar la tasa de expulsiones de Joe Biden y se vio obligado a ocultar o inflar las cifras oficiales para salvar las apariencias.

Las deportaciones masivas pueden perjudicar tanto a las grandes empresas como a los trabajadores. Pero Donald Trump apuesta por que las consecuencias afectarán más a los demócratas y consolidarán una mayoría duradera de la derecha.

Al convertir a la inmigración en el tema definitorio de las elecciones de 2024, Donald Trump creó simultáneamente dos responsabilidades políticas para su próxima administración. En primer lugar, no estaba claro si podría cumplir con su promesa de lanzar la «mayor operación de deportación de la historia de Estados Unidos», con la que se comprometía a expulsar al menos a un millón de personas cada año, al tiempo que «sellaba la frontera» mediante leyes más estrictas y medidas represivas contra los cruces ilegales. ¿Eran estos ambiciosos objetivos una receta para el fracaso, que su base antiinmigrante interpretaría inevitablemente como una traición? En segundo lugar, incluso si Trump lograra cumplir esas promesas, las consecuencias económicas —privar al país de trabajadores esenciales, habilidades, ingresos fiscales y gasto de los consumidores— podrían ser dramáticas. ¿Esto afectaría a los mismos grupos que lo habían impulsado a la Casa Blanca?

Más de seis meses después del inicio del segundo mandato de Trump, las respuestas comienzan a cristalizarse. Los comentaristas han advertido acertadamente contra el «sanewashing» [intento de posar como razonable] del presidente, es decir, contra el análisis de las acciones de Trump que buscan de indicios de un gran plan o de una visión a largo plazo. En cierto sentido, sería fácil considerar su programa de fronteras duras como poco más que un espectáculo de crueldad, impulsado por una fantasía de invasión extranjera más que por un proyecto político coherente. Sin embargo, hay miembros del equipo de Trump que creen sinceramente que pueden utilizar la política migratoria para sostener una coalición electoral que mantenga a los republicanos en el poder durante los próximos años. Al unir a diferentes clases y grupos de interés, esperan trascender el panorama polarizado actual y lograr una realineación más profunda en la que la derecha tenga una mayoría firme.

Para comprender este enfoque y evaluar sus posibilidades de éxito, primero es necesario recapitular el historial de la administración hasta la fecha. Inmediatamente después de su toma de posesión, Trump declaró la situación en la frontera como emergencia nacional y emitió como respuesta una serie de órdenes ejecutivas. Se establecieron nuevos obstáculos fronterizos, desde barreras físicas hasta tecnologías de vigilancia y enjambres de drones. Se cerraron las vías para solicitar asilo, se suspendió por completo el programa de refugiados y se cancelaron las citas de forma masiva. También se restableció el protocolo «Permanecer en México», que obliga a las personas a esperar al sur de la frontera en condiciones de hacinamiento e insalubridad mientras se tramitan sus casos.

Para aquellos que intentan entrar «ilegalmente» —una categoría en gran medida ficticia cuando se cierran los canales legales—, la pena es el arresto sumario y la expulsión. Un vasto aparato militar fue movilizado para llevar a cabo esta orden. Alrededor de 8500 soldados están ahora estacionados a lo largo de la frontera. Los secretarios de la Marina y la Fuerza Aérea de los Estados Unidos establecieron «zonas de defensa nacional» en el sur de Texas y Yuma, Arizona. Un centenar de vehículos de combate patrullan ahora el territorio mientras aviones espías sobrevuelan la zona. A medida que las bases militares de la región se expanden rápidamente, siguen surgiendo centros de detención de migrantes en zonas remotas, incluida una instalación en los Everglades de Florida, elegida por su gran población de caimanes, cocodrilos y pitones, apodada «Alligator Alcatraz» por el fiscal general de Florida, James Uthmeier.

Mientras tanto, la finalización de los programas de libertad condicional humanitaria y de estatus de protección temporal dejó a cientos de miles de personas en riesgo de ser enviadas de vuelta a los lugares de los que se vieron obligadas a huir. Los solicitantes de visados se enfrentan a un control más estricto, y se descalifica a las personas por sus vínculos con países «de alto riesgo» o por «indicios de hostilidad» hacia Estados Unidos. La ciudadanía por nacimiento se ha limitado de un plumazo y actualmente se está impugnando en los tribunales. Las nuevas prohibiciones de viaje imponen restricciones generales a los ciudadanos de diecinueve países.

Sin embargo, la característica más llamativa de esta agenda es el intento de detener a las personas indocumentadas en todo el país. El Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) triplicó su presupuesto y está a punto de iniciar una gran campaña de contratación. Bajo la presión federal para maximizar las cifras, la agencia intensificó sus redadas, con la esperanza de alcanzar un objetivo diario de tres mil detenciones. El plan cuenta con el apoyo de funcionarios que fomentan la expulsión acelerada y designan a los cárteles de la droga como organizaciones terroristas. Se le ordenó a los departamentos de policía locales y a otras agencias federales que colaboren en las redadas, gozando de más libertad que nunca para actuar en lugares de trabajo, escuelas, centros médicos, iglesias, juzgados y funerales, además de simplemente detener a personas en la calle.

Aun así, y por un amplio margen, esta no es todavía la «mayor operación de deportación de la historia de Estados Unidos». Durante los primeros cien días de su administración, Trump no logró aumentar la tasa de expulsiones de Joe Biden y se vio obligado a ocultar o inflar las cifras oficiales para salvar las apariencias. Aunque, según se informa, las deportaciones se intensificaron en los meses siguientes, con el Departamento de Seguridad Nacional anunciando un total de 207.000 hasta junio, esta cifra sigue estando por debajo del récord de Barack Obama de 438.421 en un solo año, por no hablar de los objetivos declarados por Trump. Los retos legales, la disfunción del Estado, la resistencia de la comunidad y la dificultad de conseguir que otros países acepten a los deportados se confabularon para frustrar los planes maximalistas de Trump.

Sin embargo, esto no es todo. Una medida más precisa para juzgar el éxito del programa de Trump es el número de nuevas llegadas. Aunque ya habían comenzado a disminuir antes de que él asumiera el cargo, gracias al paquete de restricciones de Biden y al despliegue de la guardia nacional mexicana, esta tendencia se aceleró rápidamente desde entonces. Los cruces fronterizos en junio alcanzaron el nivel más bajo desde la década de 1960, mientras que las detenciones mensuales se redujeron a seis mil, frente al máximo de alrededor de 250.000 bajo el mandato de Biden. Las previsiones sugieren que Estados Unidos podría estar en camino de registrar sus primeras cifras migratorias negativas en décadas, con hasta 525.000 personas más que salen del país que las que entran. Las cifras relativamente bajas de deportaciones de Trump se explican en parte por este descenso. Mientras que Obama y Biden se centraron en aquellos que habían entrado recientemente en Estados Unidos, Trump los disuadió eficazmente y, en su lugar, persigue a los que ya se establecieron, un proceso mucho más complejo y difícil.

Aunque el progreso de Trump en la expulsión de los no nativos es más lento de lo que le gustaría, pocos podrían acusarlo de traicionar el espíritu de sus promesas electorales. La frontera se fortificó y se le dió poder al ICE para sembrar el terror racial de formas que marcan una auténtica ruptura con los precedentes del pasado. ¿Cuál es el impacto más amplio de estos cambios? ¿A quiénes favorecen o perjudican en cuanto a sus intereses económicos?

Los principales patrocinadores corporativos de Trump durante las últimas elecciones fueron la industria de los combustibles fósiles, la industria manufacturera intensiva en carbono, el comercio minorista, la agroindustria, las grandes empresas «familiares» y los gigantes tecnológicos, algunos de los cuales estaban ideológicamente comprometidos con su liderazgo, mientras que otros simplemente abandonaron el barco de los demócratas. Es cierto que estos sectores tienen poco que ganar con la actual orientación política, pero las empresas reclutadas por el Estado para llevar a cabo las redadas y las expulsiones se están beneficiando generosamente, desde las tecnológicas que ayudan a construir la infraestructura de vigilancia hasta los contratistas logísticos que facilitan las salidas. Las que gestionan centros de detención privados, como GEO Group y CoreCivic, están repletas de dinero. Erik Prince, antiguo director de Blackwater, está tratando de convencer al Gobierno para que contrate a su nueva empresa para crear un ejército privado de hasta cien mil agentes como complemento al ICE.

Pero estos intereses representan una pequeña parte del capital estadounidense. Para la mayor parte de la coalición de élite de Trump, todo apunta a que las reformas causarán graves daños. La industria del petróleo y el gas, que comenzó a florecer durante el periodo pospandémico y seguirá creciendo a medida que Trump revierta las regulaciones medioambientales, depende de los trabajadores indocumentados para realizar los trabajos más difíciles, especialmente los relacionados con el fracking. Su expulsión dificultaría que el sector pudiera satisfacer la demanda, lo que complicaría los continuos intentos de Trump de vincular la suerte del Partido Republicano a la de la economía del carbono. Tampoco se ha librado de estas reformas la gran tecnología, que se unió a Trump antes de las elecciones de 2024, pero que lleva mucho tiempo abogando por la flexibilización de las restricciones de visados para atraer a estudiantes de ciencias, tecnología, ingeniería y matemáticas (STEM) y trabajadores cualificados.

La industria manufacturera, que la administración esperaba expandir mediante su régimen arancelario, se está contrayendo como resultado de los efectos no deseados de esa política y de la escasez de mano de obra, ya que los inmigrantes están siendo expulsados de las fábricas. La Oficina de Estadísticas Laborales estima que actualmente hay 415.000 puestos de trabajo sin cubrir, y es seguro que esa cifra aumentará a medida que disminuya la inmigración. El comercio minorista también está en el punto de mira, y Walmart, el mayor empleador del sector privado del país y financista del Partido Republicano, ya expresó su preocupación por el «sentimiento negativo de los consumidores» que se deriva de esas políticas, así como por verse obligado a despedir a los trabajadores extranjeros cuyos permisos fueron invalidados. En la agricultura, los inmigrantes representan actualmente el 27 % de la mano de obra, concentrada en gran parte en los bastiones sureños de Trump. Según se informa, muchos de los que aún no fueron deportados se quedan en casa por miedo a las redadas del ICE, lo que tiene implicaciones para la productividad y las cadenas de suministro.

Para estas industrias, los peligros de la baja inmigración son ahora evidentes. Ante la reacción negativa de algunos de estos sectores, Trump dio respuestas ambiguas sobre ciertas partes de su agenda. La primera prueba de resistencia se produjo antes del día de la toma de posesión, cuando la presión de las grandes tecnológicas lo obligó a cambiar su postura sobre los visados H-1B para trabajadores cualificados. En marzo, un grupo de lobistas de la industria se organizó para superar la aversión de la administración a expedir nuevos visados para trabajadores temporarios, y celebró una recaudación de fondos en Mar-a-Lago que logró forzar concesiones. En junio, el efecto punitivo de las medidas de inmigración en los sectores de la alimentación y la hostelería pareció hacer que Trump diera marcha atrás, emitiendo directrices para eximir a las granjas y los hoteles de las redadas del ICE. «Se avecinan cambios», anunció.

Pero esos momentos de duda fueron fugaces y los cambios prometidos resultaron ser mínimos. Es sorprendente lo poco que el Gobierno estuvo dispuesto a ceder, incluso cuando a pedido de su propio bloque de poder corporativo. Tras asegurarle a los monopolistas tecnológicos que «siempre le gustó» el programa H-1B y que no tiene intención de socavarlo, Trump ahora sigue adelante con sus planes de establecer criterios más estrictos y pruebas de ciudadanía más rigurosas. Y, tras prometerle a ciertos lugares de trabajo que no sufrirían redadas de inmigración, volvió a cambiar de rumbo, eliminando todas las restricciones y continuando con sus ataques a los sectores que prometió proteger.

Esta estrategia aparentemente autodestructiva, que desafía cualquier explicación basada en una concepción estrecha de los intereses corporativos, solo puede entenderse en su contexto económico más amplio. El primer elemento a tener en cuenta aquí es el impacto relativo de los cambios en la política de inmigración. Aunque pueden ser perjudiciales para el capital alineado con los republicanos, podría decirse que son aún peores para su homólogo demócrata. Un estudio realizado por el bufete de abogados Brooks, especializado en casos de inmigración, examina los sectores que probablemente se verán más afectados por las políticas de Trump. A la cabeza de la lista se encuentra el sector de la información, seguido de los servicios educativos y sanitarios, los servicios profesionales y empresariales y la administración pública. Estos son los bastiones de la América liberal que Trump quiere diezmar. Por el contrario, el comercio minorista ocupa el noveno lugar de la lista, la industria manufacturera el décimo y la agricultura el undécimo. Aunque es posible que todos se enfrenten a problemas, lo más seguro es que estos no se distribuyan de manera uniforme.

El siguiente factor que arroja luz sobre el enfoque del Gobierno es la actitud de los trabajadores. Entre la base electoral de Trump, el ataque a la inmigración es muy popular, ya que el 84 % de los que votaron por él en 2024 manifestó su aprobación. El apoyo es ligeramente más fuerte en el extremo inferior de la escala de ingresos: el 47 % de las personas que ganan menos de 50.000 dólares al año están a favor de los cambios, mientras que el 45 % se opone a ellos.

Esto refleja en parte el éxito del esfuerzo bipartidista por convertir a los migrantes en chivos expiatorios del estancamiento de los salarios y del aumento de los costos. Sin embargo, también hay un cierto grado de cálculo económico racional en juego, al menos a corto plazo, ya que muchos esperan que una drástica disminución del número de trabajadores tense aún más el mercado laboral y haga subir los salarios en el extremo inferior del espectro. Esto es especialmente relevante para el sector de los servicios poco cualificados, en el que trabajan muchos de los seguidores de Trump que no son blancos y son inmigrantes naturalizados. Un estudio de la Wharton School afirma que algunos trabajadores de esta categoría podrían ver aumentar su salario hasta un 5 % en diez años en caso de que se produjeran expulsiones a gran escala. La Administración sabe que esa inflación salarial puede aumentar el costo de los servicios para los consumidores, pero es de suponer que espera que esto perjudique más a los votantes demócratas que a los republicanos de clase trabajadora.

En este contexto, podemos empezar a ver cómo la política antiinmigrante de Trump encaja en sus intentos más amplios de construir una coalición imparable. La administración pretende mantener el apoyo de industrias clave ofreciendo una desregulación radical, recortes fiscales regresivos y oportunidades para que las empresas privadas despojen al Estado de sus activos, mientras que los aranceles protegen a los productores nacionales. Aunque estas industrias pueden salir perdiendo con las políticas migratorias de línea dura, es probable que se vean menos afectadas que las que se encuentran en la órbita demócrata. La esperanza es que estos sectores den su consentimiento pasivo a las deportaciones masivas, lo que a su vez afianzará la lealtad de la base obrera de Trump mediante una mezcla de demagogia populista y beneficios materiales. De este modo, el Gobierno pretende ampliar y consolidar el proceso de realineamiento electoral en el que los votantes de la clase trabajadora de diversas categorías demográficas siguen alejándose de los demócratas y acercándose a los republicanos. El resultado sería un movimiento trumpista que podría permanecer en el poder mucho tiempo después de que Trump se haya ido.

Aun así, aunque esta perspectiva sea más coherente de lo que muchos detractores de Trump esperarían, eso no garantiza su éxito. Para el capital, las dificultades podrían superar con creces a las ganancias que la administración ofrece en otros ámbitos. Las empresas tendrán que hacer frente a una mano de obra reducida, a una brecha de habilidades cada vez mayor, a menores ganancias de productividad y a una innovación más débil. Estos factores podrían coincidir con una crisis fiscal cada vez más profunda del propio Estado, ya que los inmigrantes contribuyen a la recaudación de impuestos y dependen menos de la asistencia social que los ciudadanos nativos.

Para los trabajadores, el dolor podría ser aún más agudo. Si bien es posible que algunos vean aumentos salariales, estos podrían verse diluidos por la inflación, ya que las perturbaciones en la agricultura y la logística elevan el precio de los alimentos. Estos trabajadores ampoco estarán aislados del aumento del costo de los servicios. Mientras tanto, los análisis más serios muestran que el efecto a largo plazo de la inmigración, documentada o indocumentada, es aumentar los salarios y crear más puestos de trabajo para la clase trabajadora nativa debido a la tendencia general de expansión económica que desencadenan los recién llegados. Frenar esta expansión podría dificultarle a los republicanos la reafirmación de su actual mandato. El estudio de la Wharton School mencionado anteriormente predice que las expulsiones sostenidas de inmigrantes reducirán tanto el PIB como los salarios medios.

Esto abre la posibilidad de que las políticas migratorias de Trump, en lugar de unir a los grupos que se coaligaron en 2024, puedan dividirlos. Las empresas pueden mostrarse reacias a aceptar menores márgenes de beneficio, mientras que los trabajadores se frustran por el aumento del costo de los bienes y servicios. Las últimas encuestas de opinión sugieren que las cosas ya van en esta dirección. Sin embargo, dado que los demócratas se niegan obstinadamente a aprender las lecciones necesarias de la derrota electoral del año pasado, no hay indicios de que vayan a aprovechar esta oportunidad. Dado el clima que se respira en Washington, hay pocas perspectivas de que se forme una contracoalición proinmigración que pueda unir a las empresas ávidas de mano de obra con los trabajadores afectados negativamente por las reformas.

La ausencia de una fuerza coordinada de este tipo significa que la oposición a la agenda de Trump —masiva o elitista, real o potencial— seguirá siendo algo difusa e ineficaz. Por lo tanto, el presidente podría ser capaz de seguir adelante con ella, aún cuando sus consecuencias destructivas se hagan más evidentes. Incluso podría conservar el apoyo de los trabajadores que se ven activamente perjudicados por su programa, simplemente porque sienten que no tienen otra alternativa política. El historiador intelectual Enzo Traverso sostiene que este tipo de política identitaria de derecha se entiende mejor como «política de identificación». En su nivel más básico, su objetivo es utilizar al Estado como herramienta para establecer distinciones entre grupos favorecidos y desfavorecidos: familiares y extranjeros, trabajadores productivos y excedentes, migrantes asimilables y extranjeros.

Los trabajadores nativos que sufrieron décadas de abandono por parte del Estado se sienten atraídos por esta forma de política en la que el Gobierno, por fin, se interesa activamente por quiénes son, situándolos en el lado correcto de estas líneas divisorias. Ser identificado como parte de este grupo demográfico elegido tiene un gran atractivo, incluso en situaciones en las que esto aporta pocos beneficios materiales. Queda por ver si los republicanos podrán ganar las elecciones sobre esta base o si fracasarán debido a las contradicciones concretas de sus políticas fronterizas.

Oliver Eagleton es editor de New Left Review. Es autor de The Starmer Project: A Journey to The Right (Verso, 2022).

Fuente: https://jacobinlat.com/2025/09/la-deportacion-como-estrategia-de-clase/

miércoles, 8 de octubre de 2025

El asunto libio: Sarkozy y la Quinta República francesa.

 

                                                                                 


El asunto libio: Sarkozy y la Quinta República francesa


 Martin  Barnay 
06/10/25 |6:00



El juicio y condena de Nicolas Sarkozy deja al descubierto el modus operandi del sistema de partidos francés durante la Quinta República, evidenciando su tóxica mezcla de corrupción, autoritarismo y relaciones coloniales con los países árabes y africanos, mientras en la metrópoli estas mismas clases dirigentes imponían el neoliberalismo como nuevo paradigma social

«Si quieres ser un gran político, necesitas grandes problemas; los problemas insignificantes son para políticos insignificantes». Así se expresó Nicolas Sarkozy en 2018, saliendo en defensa de su protegido Gérald Darmanin, ahora ministro de Justicia de Macron, que entonces se enfrentaba a varias acusaciones de violación. De acuerdo con sus propios criterios, Sarkozy se encuentra cómodamente entre los grandes de la Quinta República francesa. El jueves 25 de septiembre, el expresidente compareció ante un tribunal de magistrados de París a fin de escuchar el veredicto de su juicio por corrupción en el ha sido acusado de haber recibido millones de euros, quizá cincuenta millones de euros, de la Libia de Muamar el Gadafi para financiar su campaña presidencial de 2007.
El proceso fue de una magnitud poco habitual: más de una década de investigación, trece acusados, entre ellos el antiguo jefe de Estado, tres de sus ministros y un puñado de intermediarios de alto nivel. Una multitud considerable acudió a la cita: dos salas del tribunal llenas a rebosar y un auditorio adicional en el que se retransmitía la sesión en una pantalla gigante. Entre los acusados, Sarkozy se sentó junto a su amigo de la infancia y exministro de Identidad Nacional, Brice Hortefeux; detrás de ellos, en los bancos del público, se encontraban la esposa de Sarkozy, Carla Bruni, y sus tres hijos, entre ellos Louis, un veinteañero graduado por la Universidad de Nueva York y estrella en ascenso de la derecha populista francesa. Enfrente se sentaban los representantes del Estado libio, parte civil en el caso, junto con diversas ONG anticorrupción y familiares de las víctimas del vuelo 772 de UTA, derribado sobre el desierto de Ténéré como consecuencia de un atentado atribuido a los servicios de inteligencia de Gadafi. Destacaba la ausencia de Ziad Takieddine, el intermediario acusado desde hace tiempo de servir como principal conducto de los fondos libios al círculo de Sarkozy. Había fallecido dos días antes en la ciudad de Trípoli, Líbano, donde se encontraba evadiendo una orden de detención, hecho comentado por el presidente del tribunal como «una amarga coincidencia».
Las sentencias fueron severas. Alexandre Djouhri, el poderoso agente franco-argelino, que en su día se consideraba intocable, fue condenado a seis años de prisión con orden de ingreso inmediato. Sarkozy fue condenado cinco años de prisión, con suspensión de la pena: tiene unas semanas para entregarse, aunque su edad (70 años) le hace susceptible de recibir un trato especial, que se determinará en apelación dentro de seis meses. La sentencia, que ocupa 400 páginas, es un fallo histórico. Sarkozy ha sido condenado por conspiración criminal, afirmando el tribunal que entre 2005 y 2007 su entorno mantuvo contactos clandestinos con el régimen libio. Sin embargo, ha sido absuelto del cargo de financiación ilegal de campaña: aunque los investigadores identificaron flujos sospechosos de dinero procedentes de Libia, no pudieron demostrar de forma concluyente, que los fondos en cuestión hubieran llegado al expresidente. El tribunal también desestimó un documento, que durante mucho tiempo fue fundamental para el caso: una supuesta nota del ministro de Asuntos Exteriores de Gadafi, Moussa Koussa, fechada en diciembre de 2006, en la que se comprometía a aportar 50 millones de euros para la campaña de Sarkozy. Publicado por primera vez por Mediapart en 2012, el documento fue supuestamente encontrado entre un tesoro de documentos personales de Takieddine proporcionado a la prensa por su exmujer.
La sospecha de irregularidades que se ciernen sobre Sarkozy no surgió de la nada. Los ingresos procedentes de la venta de armamento han sido durante mucho tiempo uno de los recursos invisibles de la política francesa
La cobertura francesa trató en gran medida el juicio como una obra moralizante sobre la codicia de Sarkozy. Sin duda, hay mucho que decir sobre el dinero y sobre el hombre, que en su día fue apodado el «presidente bling-bling» [ostentoso, excesivo] y que compareció en las vistas judiciales de esta primavera con una tobillera electrónica por otra condena por tráfico de influencias. Sin embargo, más allá de la historia de sus apetitos venales, este episodio abre una ventana a cómo ha funcionado la vida política francesa durante medio siglo. Es revelador que la sentencia se basara en la distinción entre la conducta de Sarkozy antes y después de su elección como presidente de la República francesa. Condenado por intentar obtener fondos a través de contactos libios en el período previo a 2007, cuando la rivalidad interna no le garantizaba el acceso a la caja del partido, su fastuosa recepción de Gadafi una vez en el cargo, acompañada de la firma de importantes contratos de defensa y seguridad, se consideró una práctica habitual en las relaciones con Trípoli.
La sospecha de irregularidades que se ciernen sobre Sarkozy no surgió de la nada. Los ingresos procedentes de la venta de armamento han sido durante mucho tiempo uno de los recursos invisibles de la política francesa. Todos los grandes países productores de armamento han tenido sus escándalos: Lockheed sobornó a funcionarios extranjeros para que compraran sus aviones Starfighter durante las décadas de 1960 y 1970; el acuerdo al-Yamamah de BAE Systems con la familia real saudí implicó al hijo de Margaret Thatcher como intermediario; los fondos procedentes de la venta de vehículos blindados de Thyssen en el extranjero volvieron a las arcas de la CDU bajo el mandato de Helmut Kohl. Francia, sin embargo, parecía estar al margen de tal patrón de comportamiento, pero durante más de un siglo su vida política se ha visto teñida por les affaires. Hoy en día, las revelaciones de medios como Le canard enchaîné o Mediapart constituyen la trama y la urdimbre del debate partidista. Hay dos factores que ayudan a explicar esto. En primer lugar, las normas de financiación de las campañas electorales, inusualmente estrictas de Francia, ya que proscriben las donaciones de empresas, imponen límites a las contribuciones individuales y severas constricciones sobre el volumen general de gasto, creando incentivos para el surgimiento de canales de financiación paralelos. En segundo lugar, una industria de defensa en gran medida autosuficiente, aislada del patrocinio estadounidense, permite que los intermediarios y los patrocinadores políticos compitan libremente en la escena nacional.
En este sentido, l’affaire libyenne es la culminación de una larga historia, caracterizada por décadas de luchas políticas internas por el control del dinero en la sombra, siendo los contratos de armas posiblemente la fuente más lucrativa. Sus raíces se remontan a los inicios de la Quinta República. El regreso al poder de De Gaulle en 1958 tenía como objetivo estabilizar el país tras años de agitación parlamentaria. Bajo un sistema cuasi unipartidista, el Rassemblement du peuple français (RPF) gaullista se financiaba a través de canales institucionales: asignación de partidas presupuestarias discrecionales en el Elíseo y en ministerios clave, complementadas con contribuciones de industriales cuidadosamente seleccionados por el general tras la Liberación, sobre todo en los sectores del petróleo y las armas, ambos dominados por la elite estrechamente cohesionada de los ingenieros del Corps des Mines.
En el sector petrolero, la creación en 1966 del conglomerado paraestatal Elf proporcionó a Francia un brazo económico en el extranjero, especialmente en el África subsahariana, donde maletines llenos de dinero en efectivo garantizaban la cooperación de los gobernantes locales y sostenían las carreras políticas en la metrópoli. Mientras tanto, la industria de defensa se consolidó en torno a Dassault Aviation. En el ocaso del colonialismo francés, anticipándose a la inevitable reducción de las fuerzas armadas nacionales, su poderoso propietario, Marcel Dassault, orientó el sector hacia la exportación. El caza Mirage III, desarrollado a raíz del desastre de Điện Bien Phu, se fabricó con este fin: primero se vendió a Israel y luego a clientes árabes tras el embargo impuesto por De Gaulle a este país después de la Guerra de los Seis Días.
Al inundar de dinero a las monarquías del Golfo, la crisis del petróleo de 1973 abrió una nueva bonanza para el sector de la defensa. Los proveedores occidentales compitieron por acceder a Riad y Abu Dabi, donde lo más importante no era la calidad de las armas propiamente dicha, sino los intermediarios capaces de conseguir un apretón de manos y la firma de los líderes locales. Los contratos de adquisición de armamento comenzaron a incluir comisiones de alrededor del 20 por 100 para estos intermediarios, algo perfectamente legal hasta la prohibición de la OCDE en 2000. Parte de las ganancias solía volver al país exportador, llenando las arcas de las campañas electorales o las cuentas privadas de los mecenas políticos.
En este clima llegó al poder en 1974 Valéry Giscard d'Estaing, sucediendo al enfant terrible del gaullismo, Georges Pompidou. Aunque nunca fue gaullista y a menudo se le consideraba cercano a Washington, Giscard abrazó la opinión de De Gaulle de que la venta de armas era un pilar de la soberanía nacional y una forma de seguir una línea independiente al margen de los bloques de la Guerra Fría. Bajo su presidencia, Francia ascendió al tercer lugar entre los exportadores mundiales de armamento, solo por detrás de Estados Unidos y la URSS. Arabia Saudí era el mercado más codiciado, dominado por intermediarios cercanos a la familia real, como Adnan Khashoggi y el príncipe Bandar. El material francés gozaba de gran popularidad, en particular el misil antibuque Exocet fabricado por Matra, que más tarde se hizo famoso gracias a la Fuerza Aérea Argentina en las Malvinas y que estaba destinado a convertirse en un éxito de ventas en Oriente Próximo.
Para supervisar esta política, Giscard se apoyó en un gaullista en ascenso del entorno de Pompidou, Jacques Chirac, a quien nombró primer ministro. Chirac aprovechó la oportunidad para viajar por el sur y el este del Mediterráneo, cultivando relaciones con diversos líderes locales, de la monarquía marroquí a la dictadura de Hafez al-Assad en Siria. En 1976, al convencerse de que Giscard no tenía intención de compartir el poder, abandonó la presidencia del gobierno francés, se apoderó de los restos del aparato gaullista y poco después ganó la alcaldía de París, un puesto desde el que mantuvo sus conexiones con el mundo árabe.
La elección de François Mitterrand en 1981 al frente del Partido Socialista marcó un punto de inflexión. Su victoria, que puso fin a dos décadas de hegemonía del centro-derecha, reformuló las reglas del juego. La revelación de planes de financiación ilícita vinculadas su propio partido llevó al presidente a introducir reformas en la financiación de las campañas electorales. Se prohibieron las donaciones de empresas y se sustituyeron por subvenciones públicas indexadas a los resultados electorales, mientras que el gasto total se limitó muy por debajo del coste real de una campaña nacional. Las leyes aprobadas entre 1988 y 1990 también incluían una discreta amnistía para los delitos cometidos en el pasado. Con el poder judicial ahora involucrado en la vigilancia del dinero político, los antiguos porteurs de valises, a menudo militantes de base cuyo principal activo era la lealtad al partido, desaparecieron y fueron sustituidos en el lado francés por una nueva clase profesional de intermediarios, versados en los complejos planes de blanqueo y expertos en eludir citaciones judiciales y sortear las divisiones entre facciones.
La turbulencia global también sacudió el panorama político francés. El exceso de petróleo de mediados de la década de 1980 deprimió los precios del crudo y agotó la demanda de productos militares procedente del Golfo, lo que obligó a París a buscar nuevos mercados. La India y Grecia, lideradas por otros miembros de la Internacional Socialista, ofrecían algunas salidas, pero la verdadera acción parecía estar en Taiwán. Aislada diplomáticamente por la normalización de las relaciones entre Estados Unidos y China bajo el mandato de Carter, la rica isla vio en el material militar francés el medio para colarse entre Pekín y uno de los socios occidentales más antiguos de la República Popular China. La Armada taiwanesa expresó su interés en una amplia gama de adquisiciones, en particular las fragatas La Fayette, desarrolladas conjuntamente por el astillero estatal DCN y el grupo electrónico francés Thomson-CSF.
La presidencia de Mitterrand también fue testigo de dos períodos de cohabitación política, el peculiar acuerdo por el cual un presidente francés debe gobernar junto con un primer ministro perteneciente a la mayoría opositora dominante en la Asamblea Nacional. En 1986, después de que la derecha tomara el control de esta, Mitterrand nombró primer ministro a Jacques Chirac, líder del RPR neogaullista. El experimento agudizó las rivalidades en el seno de la derecha; Chirac perdió las elecciones presidenciales de 1988 frente a Mitterrand y se volvió cauteloso ante lo que se conoció como la «maldición de Matignon», la sede del primer ministro francés. Cuando la derecha volvió al poder en las elecciones legislativas de 1993, Chirac prefirió esperar el momento oportuno y permitió que su confidente Édouard Balladur asumiera la presidencia del gobierno. Balladur prometió mantenerse al margen en las elecciones presidenciales de 1995, pero pronto renegó de su promesa, presentándose él mismo a las mismas, lo cual dividió al bando gaullista.
Fue en ese momento, cuando Nicolas Sarkozy entró en la escena nacional. El joven alcalde de la acomodada Neuilly-sur-Seine, descubierto por Chirac en el movimiento juvenil gaullista, fue reclutado por Balladur como lugarteniente clave en su carrera hacia el poder. Pero las ambiciones de Balladur chocaron con una dura realidad: en 1993 Chirac seguía controlando las arcas del partido y sus redes de financiación. El nuevo primer ministro se vio obligado a buscar sus propios recursos y la venta de armas le ofrecía un sinfín de oportunidades. Desde Matignon, colocó a sus leales en puestos estratégicos, entre ellos a Sarkozy en el Ministerio de Economía y Finanzas, ahora responsable de refrendar todos los contratos de defensa. Reactivando las negociaciones iniciadas por los socialistas, los balladurianos impulsaron el acuerdo La Fayette con Taiwán, por valor de más de 2 millardos de euros, con comisiones que, según los rumores, alcanzaban el 30 por 100 a pesar de la prohibición contractual de efectuar tales pagos.
Paralelamente al acuerdo con Taiwán, el gobierno de Balladur llevó a cabo sus propias iniciativas: un programa de seguridad fronteriza con Arabia Saudí (conocido como MIKSA) y la venta de submarinos de la clase Agosta, fabricados por la empresa francesa DCN (ahora Naval Group) a Pakistán. Ambos proyectos implicaron cuantiosas comisiones ilegales que, según argumentaron posteriormente los fiscales, ayudaron a financiar la campaña presidencial de 1995. Balladur, con Sarkozy como director de campaña, afirmó de forma poco creíble que 2,5 millones de euros descubiertos en las arcas de la campaña procedían de la venta de camisetas y chapas con la efigie del candidato. Los dos contratos también se basaron en un nuevo canal de intermediación. Aunque Francia se había beneficiado anteriormente de sus estrechos vínculos con intermediarios veteranos como Khashoggi, en la década de 1980 Dassault y otros contratistas perdían habitualmente las licitaciones frente a la competencia anglo-estadounidense. En consecuencia, los círculos políticos y de defensa trataron de crear redes alternativas. El equipo de Balladur recurrió a Takieddine, un druso libanés, que regentaba una estación de esquí en los Alpes franceses hasta que se cruzó en su camino un antiguo socio de Khashoggi, circunstancia que le permitió reinventarse a sí mismo como intermediario entre los salones parisinos y el Gran Oriente Próximo.
Ante estas iniciativas rivales, el bando de Chirac se aseguró su propio mediador. Alexandre (nacido como Ahmed) Djouhri, un francés de origen argelino, tiene una trayectoria digna de Balzac: una infancia difícil en los suburbios de París en la década de 1960, roces con la delincuencia menor, un encontronazo con la policía de seguridad del Estado, que detectó su instinto para moverse en el demi-monde. El periodista Pierre Péan, el Seymour Hersh francés, dedicó uno de sus últimos libros a Djouhri, que es sin duda una de las figuras más intrigantes de los círculos de poder franceses de las últimas décadas. Péan trazó su ascenso a través de encuentros fortuitos con hombres fuertes africanos, una probable iniciación en una de las principales logias masónicas de Francia y su eventual cercanía con Dominique de Villepin, el lugarteniente de confianza de Chirac y futura némesis de Sarkozy. Tras la victoria presidencial de Chirac en 1995, Villepin convirtió a Djouhri en el hombre fuerte de los chiraquianos en el Golfo, con la misión de desmantelar la red de Takieddine y sustituirla por un eje saudí más fiable. La rivalidad entre Djouhri y Takieddine continuó hasta bien entrada la década de 2000 y ambos pasarían a ser figuras centrales en el juicio Sarkozy-Libia.
Estos antagonismos políticos reflejaban una lucha más profunda dentro del capitalismo francés. Los primeros años de la posguerra fría fueron una época de consolidación en la industria de la defensa: en Estados Unidos, la llamada «última cena» de 1993 llevó a Lockheed a fusionarse con Martin y a Boeing a absorber McDonnell Douglas. En Francia, Thomson-CSF, históricamente vinculada a los socialistas y más tarde a Balladur, se enfrentó a Matra, el fabricante de misiles del empresario Jean-Luc Lagardère, aliado y amigo de Chirac desde hacía mucho tiempo. Quien prevaleciera en el país llevaría la tricolor al extranjero.
La carrera presidencial de 1995 zanjó la cuestión a favor de Matra. Alain Gomez, director general de Thomson, fue expulsado por el nuevo presidente. Más tarde comentó, en una frase que pasó a formar parte del folclore político, que había «untado ambas tostadas [Balladur y los socialistas], pero se había olvidado del jamón [Chirac]». Los balladurianos cayeron en desgracia. Sarkozy fue excluido del círculo íntimo de Chirac y sustituido por leales como Alain Juppé y Villepin. Pero Chirac pronto se topó con un muro. Su primera iniciativa importante, una reforma de la seguridad social, provocó una feroz resistencia sindical. En diciembre de 1995, más de un millón de personas se manifestaron en París y el gobierno cedió. Siguiendo el consejo de Villepin, Chirac disolvió la Asamblea Nacional para intentar restaurar la legitimidad, pero la apuesta le salió mal y la izquierda obtuvo una victoria aplastante en las elecciones anticipadas. Juppé fue sacrificado. Sarkozy aprovechó el interludio para reconstruirse, dejando las intrigas palaciegas a Villepin y presentándose como el hombre del partido sobre el terreno. Omnipresente en la televisión, especialmente en TF1, propiedad de su amigo el magnate de la construcción Martin Bouygues, apostó por la ley y el orden.
La reelección de Chirac en 2002, tras el sorprendente avance de Jean-Marie Le Pen a la segunda vuelta, consagró la estrategia de Sarkozy. Las cuestiones de seguridad dominaban el debate público y, como ministro del Interior, disfrutó del protagonismo correspondiente, lo que le hizo poner sus ojos en la presidencia en 2007. Habiendo observado cómo Chirac había cultivado las relaciones con los países árabes desde la década de 1970, Sarkozy sabía que el currículum presidencial se forjaba en el extranjero. En un discurso pronunciado en 2004 ante el American Jewish Committe en Nueva York, declaró en un inglés entrecortado: «En Francia me llaman Sarkozy el americano y estoy orgulloso de ello». Se acercó al primer ministro de Qatar, Hamad bin Jassim, pieza clave de la alineación de Doha con Washington. Para los qataríes, discretos partidarios de la invasión de Iraq, Sarkozy ofrecía un contrapeso atlantista a una clase política francesa aún impregnada de la línea proárabe de De Gaulle. Puede que fuera a través de este canal, y de la influencia de Qatar sobre los Hermanos Musulmanes, por lo que se sintió atraído por la Libia de Gadafi.
Pero los fantasmas de los años de Balladur regresaron. En mayo de 2002 un autobús fue volado en Karachi, matando a once ingenieros franceses, que se encontraban en Pakistán para supervisar la construcción de submarinos Agosta para DCN. Inicialmente, las sospechas recayeron sobre Al Qaeda: tres meses antes, el reportero de The Wall Street Journal Daniel Pearl había sido asesinado por militantes yihadistas en esa misma ciudad. Pero en los pasillos parisinos circulaba otra versión: los servicios de inteligencia paquistaníes habían ordenado el ataque en represalia por el bloqueo de los sobornos del acuerdo de los submarinos Agosta. Tras asumir el cargo en 1995, Chirac había dado instrucciones a su ministro de Defensa para que detuviera todos los pagos relacionados con los contratos del periodo del gobierno de Balladur.
Como ministro de Economía y Finanzas en aquel momento, Sarkozy debería haber estado en el punto de mira. Sin embargo, la investigación se centró en la «pista de Al Qaeda» defendida por el juez Jean-Louis Bruguière, que más tarde apoyaría a Sarkozy en las elecciones de 2007. El episodio no hizo más que agudizar las tensiones con los partidarios de Chirac, entre los que destacaba Villepin. Ileso por el caso Karachi, Sarkozy se enfrentaba al mismo problema que Balladur: financiar sus ambiciones mientras sus rivales controlaban las arcas del partido. Ya en 1995 Chirac había colocado a Villepin al frente de una discreta unidad del Elíseo encargada de localizar el fondo de guerra de Balladur. La búsqueda pronto se centró en Sarkozy, que por entonces se perfilaba como el principal rival de Villepin para la sucesión. Los chiraquianos sospechaban que había reactivado el antiguo canal saudí a través de Takieddine, incluido el gigantesco programa de seguridad fronteriza MIKSA, iniciado bajo Balladur en 1994 y apodado «el contrato del siglo» por las comisiones que prometía. En vísperas de su firma en 2004, Chirac prohibió a Sarkozy, por entonces ministro del Interior, volar a Riad, insistiendo en que el acuerdo se gestionara entre jefes de Estado.
Así comenzó lo que se conoció como el caso Clearstream. A finales de 2003 un comerciante libanés se acercó al entorno de Villepin, afirmando haber descubierto cuentas secretas en los libros de una cámara de compensación de Luxemburgo. La lista incluía a políticos y empresarios de todo tipo, pero un nombre llamó la atención del Elíseo: Nicolas Sarkozy. Villepin creyó haber encontrado la prueba irrefutable. Con el beneplácito tácito de Chirac, los documentos fueron entregados a un juez de instrucción. En enero de 2006, la trampa se cerró: las cuentas eran falsas, inventadas por el propio comerciante. De la noche a la mañana, Sarkozy parecía la víctima de una campaña de desprestigio. Su demanda por difamación ensombreció a Villepin, que ya se tambaleaba por una ola de protestas estudiantiles, disturbios que, según admitiría más tarde uno de los líderes del movimiento, habían sido discretamente avivados por los amigos de Sarkozy en la policía. En verano, Sarkozy se había convertido en el principal candidato de la derecha a la presidencia de la República.
Djouhri, intuyendo los vientos políticos, hizo las paces con Sarkozy después de años del lado de Villepin. Una reunión celebrada en la primavera de 2006 en el Hotel Bristol, donde Djouhri era un habitual, confirmó que Sarkozy sería el único candidato de la derecha para las elecciones del año siguiente; con el acceso a las arcas del partido asegurado, la necesidad del canal secreto libio se disipó. El acercamiento dio sus frutos: cuando Libia quiso modernizar su fuerza aérea a principios de la década de 2000, Dassault recurrió a Djouhri, mientras que Safran, a través de Sarkozy, confió en Takieddine. Bajo la presidencia de Sarkozy, Dassault se aseguró el contrato y Djouhri apareció en una sucesión de batallas industriales, entre ellas las de EDF y Areva, donde sus representantes presionaron para compartir la experiencia nuclear francesa con China, Qatar y los Emiratos Árabes Unidos.
Inicialmente reclutado por el nuevo inquilino del Elíseo para establecer contactos en Siria, Takieddine pronto se convirtió en un lastre para Sarkozy. En 2011 fue detenido en el aeropuerto de Le Bourget con 1,5 millones de euros en efectivo. Interrogado por los magistrados, que investigaban la financiación libia de la campaña de 2007, testificó contra su antiguo empleador. En 2016 el corrupto intermediario fue más allá y declaró que él mismo había entregado maletas con dinero libio al entorno de Sarkozy. Posteriormente fue condenado a cinco años de prisión, pero evadió el encarcelamiento huyendo al Líbano.
La saga Djouhri se ha prolongado hasta la era de Macron. Durante la controvertida fusión de los gigantes de prestación de servicios de interés público (agua, gas, electricidad, telefonía) Veolia y Suez, que se completó en 2020, se rumoreaba que Djouhri poseía hasta el 10 por 100 de las acciones de Veolia en nombre de sus mandantes, de acuerdo con la información proporcionada por Péan, aún menos aficionado a los focos que él mismo. Las elecciones de 2017 marcaron una especie de ruptura, ya que el duopolio gaullista-socialista, que existía desde hacía mucho tiempo, se derrumbó para dar paso a un único «bloque burgués», dejando el poder en manos de un aparato estatal tecnocrático menos limitado por los ciclos electorales. También en el extranjero, el panorama cambió con la retirada de Francia, al menos sobre el papel, de sus últimos reductos militares en África, que durante mucho tiempo habían sido un escaparate para la industria armamentística nacional. Con el rearme alemán generando nuevos campeones industriales, a menudo en colaboración con contratistas de defensa estadounidenses, la posición de Francia como segundo exportador mundial de armas parece cada vez más precaria.
La actitud de Sarkozy el pasado jueves 25 de septiembre en su comparecencia tras conocer la sentencia transmitió algo de la ambivalencia, que reina en los círculos de poder franceses. Al salir de la sala del tribunal y encontrarse con una maraña de cámaras, pronunció un monólogo de cinco minutos, claramente preparado de antemano, en el que se presentaba una vez más como víctima de una conspiración político-periodística. Para ser un hombre que se enfrenta a media década entre rejas, parecía notablemente indiferente. La sentencia del tribunal es contundente, pero su ejecución sigue siendo incierta. Su absolución por financiación ilegal de campaña y la desestimación por parte del tribunal del llamado memorándum Koussa publicado por Mediapart dejaron intacta su defensa. Sin embargo, desde el punto de vista político, la sentencia es un duro golpe. Con las apelaciones pendientes, es probable que la influencia subterránea de Sarkozy en la derecha siga siendo discreta, sobre todo teniendo en cuenta quien puede ser el probable sucesor de Macron, el antiguo primer ministro Édouard Philippe. Protegido de Alain Juppé, el último de los chiraquianos, Philippe, con su notable altura y su conocida afabilidad, contrasta netamente con el estilo abrasivo de Sarkozy; las relaciones entre ambos son notoriamente tóxicas.
Macron, por su parte, se presentó a las elecciones con un programa de renovación y algunos gestos iniciales sugirieron una ruptura con la solución precedente: en 2018 se negó a saludar a Djouhri en una recepción en la embajada argelina. El nuevo gobierno se distanció de la crudeza de los métodos empleados por sus predecesores, pero han persistido signos reveladores. Un ejemplo de ello es Alexis Kohler, la éminence grise de Macron a lo largo de su presidencia, un refinado funcionario público libre de la descarada codicia de Sarkozy o de las turbias amistades de Villepin. Kohler se vio obligado a dimitir la primavera pasada, tras ocho años como secretario general del Elíseo, acosado por determinadas investigaciones sobre conflictos de intereses en relación con la venta por parte de Vincent Bolloré de su división logística a la naviera MSC, el grupo italiano dirigido por sus primos maternos. Desde entonces, ha sido nombrado director del banco de inversión Société Générale, la misma institución que en su día canalizó los pagos en el asunto de las fragatas de Taiwán. Plus ça change...

Recomendamos leer Natahm Sperber, «La crisis francesa: ¿orgánica o coyuntural?», NLR Diario Red/New Left Review 148; Serge Halimi, «La situación de Francia», Diario Red/New Left Review 144; Perry Anderson, «El centro puede aguantar», NLR 105. Wolfgang Streeck, «La Unión Europea en guerra: dos años después» y Maurizio Lazzarato, «La “guerra civil” en Francia», ambos publicados en Diario Red. Wolfgang Streeck, «El retorno del rey», «El belicismo suicida de las democracias autoritarias occidentales» y «Los peligros de la lealtad inquebrantable a Estados Unidos» y «La Unión Europea, la OTAN y el próximo orden mundial»; y Fréderic Lordon, «El levantamiento francés», todos ellos publicados en El Salto.
Este texto se ha publicado en Sidecar, el blog de la New Left Review, publicada en Madrid por el Instituto Republica & Democracia de Podemos y por Traficantes de Sueños.

sábado, 4 de octubre de 2025

El rapto de Europa .

                                                                                     


La capitulación permanente de Europa

 Pocas veces han sido tan exaltados los discursos sobre la grandeza de Europa, faro democrático batido por la borrasca populista. Y pocas veces la Unión Europea ha encajado tantos reveses diplomáticos, estratégicos y comerciales. Más apegados al vínculo trasatlántico que al interés de sus poblaciones, los dirigentes del Viejo Continente prodigan sus genuflexiones ante Donald Trump.

por Thomas Fazi,

 Septiembre de 2025 
La Unión Europea se promocionó como un medio de reforzar el Viejo Continente frente a las grandes potencias, en especial Estados Unidos. Sin embargo, a lo largo del cuarto de siglo largo transcurrido desde el Tratado de Maastricht, lo que ha sucedido es lo contrario. Europa está hoy más subordinada política, económica y militarmente a Washington y, por consiguiente, es más débil y menos autónoma. En los últimos años, los países europeos han actuado sistemáticamente en contra de sus propios intereses en materia de comercio, energía, defensa o política exterior con el fin de adherirse a las prioridades estratégicas estadounidenses.

El pasado 27 de julio, el anuncio de un acuerdo comercial entre la Unión Europea y Estados Unidos según el cual los productos estadounidenses entrarán libremente en Europa mientras que sobre las exportaciones europeas a Estados Unidos recaerá un arancel fijo del 15% lo ilustró hasta la caricatura. Esta capitulación se ve acompañada de una promesa de comprar hidrocarburos estadounidenses por valor de 700.000 millones de euros e invertir 550.000 millones más en la otra orilla del Atlántico. El economista griego Yanis Varoufakis ve en ello la versión europea del Tratado de Nankín de 1842 (1). Aquel fue el primero de una serie de “tratados desiguales” impuestos a China por las potencias occidentales, supuso importantes concesiones en favor del Reino Unido y señaló el comienzo del llamado “siglo de humillación”. Pero, como explica el exministro de Finanzas griego, “a diferencia de la China de 1842, la Unión Europea ha elegido la humillación libremente”, no de resultas de una aplastante derrota militar.

Las imágenes de la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, recorriendo el campo de golf escocés propiedad de Trump el 27 de julio para oírle despotricar contra la energía eólica y anunciar medidas comerciales punitivas contrastan con la espectacular acogida que el presidente estadounidense dispensó a su homólogo ruso Vladímir Putin en Anchorage semanas más tarde. Una escena tanto más desconcertante por cuanto Europa contaba con buenas bazas a las que recurrir en un pulso trasatlántico.

En el terreno diplomático, el Viejo Continente oscila entre postergación y marginalización. Los dirigentes europeos, arrinconados en la sala de espera y relegados a papeles secundarios tras la “cumbre de la paz” entre Trump y Putin en Alaska, se han visto obligados a mendigar unas migajas de información y a lisonjear sin reparos al inquilino de la Casa Blanca. Aunque las negociaciones abordaban el futuro de su propio continente, “se afanaron por no parecer desbordados”, como se burlaba el Washington Post (10 de agosto de 2025). “El mejor paralelo histórico no se encuentra en Europa, sino, irónicamente, en las prácticas imperiales a las que Europa recurrió en el pasado frente a naciones más débiles”, explica el empresario y analista geopolítico francés Arnaud Bertrand (2). Dos días después de que Trump renunciara a un alto el fuego como condición previa a las negociaciones —acomodándose, así, a la preferencia de Rusia por un tratado de paz global—, la presidenta de la Unión Europea cambió a su vez de parecer sobre el asunto: “Ya lo llamemos alto el fuego o acuerdo de paz, hay que poner fin a las matanzas”, declaró el 17 de agosto, pese a haber mantenido hasta entonces la postura contraria.

Una servidumbre buscada

Como en el caso del acuerdo sobre los aranceles, Europa ha empedrado su propio vía crucis. Sus representantes han seguido la estrategia estadounidense de desestabilización de Rusia, se han sumado desde 2022 a la guerra por delegación de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) en Ucrania, han perjudicado sus propias economías privándose del barato gas ruso y han tratado de sabotear las iniciativas de paz de Trump prometiendo apoyo financiero y militar ilimitado a Kiev. Con ello no solo han puesto en peligro sus intereses fundamentales en materia económica y de seguridad, sino que, al alejarse tanto de Moscú como de Washington, han renunciado, de hecho, a todo papel relevante en las negociaciones.

Aunque los dirigentes de la Unión Europea a menudo justifican sus actos en nombre del vínculo trasatlántico, lo cierto es que no resulta fácil advertir intereses comunes a ambos lados del océano. De hecho, hasta se puede conjeturar que, al hacer que la guerra se prolongara, Washington no solo buscaba debilitar o “desangrar” a Rusia, sino también socavar a Europa rompiendo los lazos económicos y estratégicos que el Viejo Continente —y, en concreto, Alemania— mantenía con Rusia. Un objetivo que se ha alcanzado de dos modos. En primer lugar, por medio del impulso y la expansión de la OTAN, una organización controlada de facto por Estados Unidos y cuyo principal propósito siempre ha sido garantizar la subordinación estratégica de Europa a Washington. Y en segundo lugar, afianzando dicha subordinación con una dependencia a largo plazo de las exportaciones energéticas estadounidenses, como ilustra el sabotaje del gasoducto Nord Stream, una operación realizada bien directamente por Estados Unidos, bien por intermediación de países amigos (3). El silencio de Alemania y de las capitales europeas vecinas sobre el peor atentado industrial en la historia del continente, su probable complicidad en el encubrimiento de los responsables y su obstinación en impedir toda reparación de esta infraestructura suscriben lo voluntario de su servidumbre.

Desde esta perspectiva, las consecuencias de la guerra en Ucrania pueden interpretarse como un triunfo estratégico para Washington, logrado en detrimento de una Unión Europea cuya franja occidental —con Alemania en primer lugar— bascula entre el estancamiento y la recesión. La erosión de la base industrial europea abre el camino a la canibalización económica del continente por parte del capital estadounidense, dirigido por gigantes como BlackRock y otros megafondos de inversión. Como escribe el demógrafo francés Emmanuel Todd en La derrota de Occidente (Akal, 2024), “A medida que el sistema estadounidense se contrae en todo el mundo, tiene un peso cada vez mayor en sus protectorados originales, que son sus bases últimas de poder”. El acuerdo arancelario entre la Unión Europea y Estados Unidos, algunos de cuyos aspectos se asemejan a tributos coloniales disfrazados de “inversiones”, deja al descubierto esta realidad.

No menos emblemático de la subyugación europea, el gran rearme en el que se ha embarcado la Unión se traduce, en primer lugar, en el solemne compromiso de dar satisfacción a la exigencia de Trump de que todos los Estados miembros dediquen a la Alianza Atlántica no ya el 2%, sino el 5% de su producto interior bruto. Presentado como un paso hacia la “autonomía estratégica”, este refuerzo del brazo europeo de la OTAN, lejos de significar una ruptura con el orden existente, “tiende […] a consolidar la subordinación estructural del continente europeo al poder norteamericano”, como han escrito recientemente varios intelectuales de primer orden de la izquierda española (4).

Bruselas lleva casi dos años sin expresar la menor reserva a la colaboración militar, política, diplomática y económica de Washington con el actual genocidio en Gaza, y reitera periódicamente su apoyo a Tel Aviv. Una postura que revela a las claras el doble lenguaje del bloque europeo, habida cuenta de que el contraste con su reacción frente a la invasión rusa de Ucrania no puede ser más chocante. Con ello la Unión Europea también ha acabado de destruir lo poco de credibilidad moral que aún le quedaba en el escenario internacional y se ha aislado un poco más del resto del mundo. A la vista de la delegación de jefes de Estado europeos que el lunes 18 de agosto acudieron a toda prisa a Washington para reafirmar su apoyo al presidente ucraniano Volodímir Zelenski, ¿podemos imaginárnoslos precipitándose a la Casa Blanca para abogar en favor de un pueblo palestino masacrado y hambriento por obra no de un enemigo estratégico de Occidente, sino por uno de sus aliados, Israel?

¿Cómo hemos llegado a este punto? Obviamente, son varios los factores que conviene tener en cuenta, pero destaca uno de ellos: la inmensa influencia que ejerce Washington sobre Europa desde el final de la Segunda Guerra Mundial, especialmente por medio de la red de instituciones trasatlánticas extendida por los estados de Europa occidental y, en particular, en el núcleo de los aparatos militares y de inteligencia. Pero la subordinación del Viejo Continente también se debe al incesante trabajo de zapa realizado desde Washington para evitar que Europa se convierta en una potencia militar independiente; un enfoque que corroboró en 2005 Robert Kaplan, influyente periodista estadounidense e intelectual especializado en cuestiones de defensa: “La OTAN no puede coexistir con una fuerza de defensa europea autónoma. Una debe prevalecer sobre la otra, y debemos obrar de modo que lo haga la primera” (5).

La hegemonía cultural brinda una tercera explicación: después de setenta años de construcción comunitaria, la influencia del establishment estadounidense sobre el discurso público europeo se impone con holgura sobre el de cualquier país miembro. El inglés sigue siendo la lengua franca de la Unión Europea, y todos los grandes medios de comunicación anglófonos —en su mayoría, con sede en Estados Unidos o el Reino Unido— manifiestan una marcada inclinación atlantista. Por último, el ecosistema intelectual trasatlántico se articula en torno a laboratorios de ideas como el German Marshall Fund, la Comisión Trilateral, el Council on Foreign Relations y el Aspen Institute, todos ellos relacionados con agencias de inteligencia estadounidenses.

Bajo la acción combinada de todos estos factores, la Unión Europea se ha vuelto prácticamente incapaz de pensar —y aun menos de actuar— en función de sus propios intereses. Sus dirigentes han interiorizado hasta tal punto su subordinación que cubren de halagos a quien les explota, como el ex primer ministro neerlandés y hoy secretario general de la OTAN Mark Rutte, que envió a Trump un mensaje de una obsequiosidad insólita durante las preparaciones para la cumbre de la Alianza Atlántica en La Haya el pasado junio, antes de referirse a él como “daddy” (‘papi’) en una comparecencia conjunta.

¿“Intereses comunes”?

Tal vez se objete que estos elementos llevan lustros siendo conocidos y debatidos, especialmente por los círculos de la izquierda europea. Pero existe otro que sigue siendo en gran medida desconocido, en especial en esos medios: el papel de la propia Unión Europea en el refuerzo de la subordinación del continente a Estados Unidos. Contrariamente a la idea predominante de una Comunidad Económica Europea (CEE) concebida de entrada como un contrapeso frente a la superpotencia estadounidense, la integración europea fue apoyada y promovida por Washington a modo de escudo frente a la Unión Soviética durante la Guerra Fría (6). De hecho, el establishment tecnocrático de Bruselas siempre ha mostrado una adhesión a Estados Unidos más estrecha que los gobiernos de los Estados miembros. Y la creciente centralización de la UE en la figura de la Comisión Europea acentúa esta tendencia. En los quince últimos años, Bruselas se ha apoyado en una sucesión ininterrumpida de crisis (ya tengan que ver con finanzas, deuda, inmigración, terrorismo, seguridad, covid, guerra en Ucrania, etc.) para aumentar de manera radical —aunque discreta— sus prerrogativas en ámbitos antes privativos de los gobiernos nacionales. Insensiblemente, la Unión Europea va adquiriendo, a través de la Comisión, los atributos de un poder casi soberano y la capacidad de imponer sus prioridades sobre las aspiraciones democráticas de las poblaciones.

Así, Von der Leyen —a quien se ha llamado “la presidenta estadounidense de Europa” (7)— sacó partido recientemente de la crisis ucraniana para promover una supranacionalización de facto de la política exterior (por más que la Comisión Europea carezca de toda competencia formal en este ámbito) en detrimento de los intereses formales de Europa. Pero ¿acaso es de hecho posible hablar de “intereses comunes” a los Estados miembros? Treinta y cinco años después de Maastricht, la UE sigue estando dividida por líneas de fractura de naturaleza económica, diplomática y cultural. En materia de política exterior, estas diferencias se han acentuado desde la integración de los países bálticos y de Centroeuropa, tradicionalmente atlantistas. Un año antes de su ingreso simultáneo en la Unión Europea y la OTAN, en 2004, apoyaron la invasión ilegal de Irak por parte de Estados Unidos antes de enviar tropas. En ausencia de una posible “síntesis” de intereses, son las prioridades de los Estados dominantes y las élites tecnocráticas las que prevalecen.

La crisis de deuda de 2009-2012 mostró cómo el marco rígido de la Unión Europea bajo dominio alemán erosionaba la capacidad de las naciones para actuar en función de sus necesidades económicas y sus aspiraciones democráticas. Algo aún más cierto hoy en día. Como es sabido, la respuesta habitual achaca todo problema a una insuficiente transferencia de soberanía a Bruselas por parte de los Estados miembros. Pero Europa no adolece de falta de integración, sino de la propia integración. Para salir de su “siglo de humillación” deberá trascender y enfrentarse a la causa profunda del problema: la propia Unión Europea, involucrada en un federalismo cada vez más exacerbado.

(1) Yanis Varoufakis, “Europe’s century of humiliation. Trump has outwitted von der Leyen”, 9 de agosto de 2025, www.unherd.com

(2) Arnaud Bertrand, “Not at the table: Europe’s colonial moment”, 10 de agosto de 2025, www.arnaudbertrand.substack.com

(3) Véase Fabian Scheidler, “Nord Stream: tres hipótesis para un atentado”Le Monde diplomatique en español, octubre de 2024.

(4) Héctor Illueca, Augusto Zamora, Antonio Fernández, Rosa Medel, Carmen Collado et al., “El secuestro de Europa”, 29 de junio de 2025, www.elsaltodiario.com

(5) Robert D. Kaplan, “How we would fight China?”, The Atlantic, Washington D. C., junio de 2005.

(6) Véase François Denord y Antoine Schwartz, “Un tufillo a reacción desde los años 1950”Le Monde diplomatique en español, julio de 2009.

(7) Suzanne Lynch e Ilya Gridneff, “Europe’s American president: The paradox of Ursula von der Leyen”, 6 de octubre de 2022, www.politico.eu