Los EEUU salieron de la II Guerra Mundial como la
potencia hegemónica en la economía mundial. La guerra había sacado de la
Gran Depresión a la economía estadounidense al suministrarle la demanda
efectiva necesaria a través de un sinnúmero de pedidos de armas y
tropas. El producto real creció un 65% entre 1940 y 1945, y la
producción industrial se disparó un 90%.1 Inmediatamente después de la
guerra, y a causa de la destrucción de las economías europeas y
japonesa, los EEUU representaban más del 60% del producto manufacturado
mundial. 2 Al terminar la guerra, se palpaba manifiestamente en la
cúspide de la vida social el miedo a un regreso a la situación de
preguerra, con una demanda interna insuficiente que, incapaz de absorber
el enorme –y creciente— potencial de excedente económico generado por
el sistema productivo, provocara una recaída en el estancamiento y aun
en la depresión económica.
El subsecretario de Estado Dan Acheson declaró en noviembre de 1944
ante el Comité Especial del Congreso para la Política y la Planificación
Económica que si la economía regresaba al punto de partida prebélico,
“es claro que nos enfrentaremos a una época muy mala en lo tocante a la
posición económica y social del país. No podemos permitirnos otros diez
años como la década de fines de los 20 y comienzos de los 30 [es decir,
el crash de la bolsa y la Gran Depresión] sin arrostrar las peores y más
drásticas consecuencias para nuestro sistema económico y social”.
Acheson dejó claro que la economía no sufría de una falta de
productividad; al contrario: era demasiado productiva. “Cuando
observamos el problema, podemos decir que es un problema de mercados. No
tienes un problema de producción. Los EEUU tienen una energía creativa
ilimitada. Lo importante son los mercados.”3
Los planificadores de posguerra en la industria privada y en el
sector público se movieron rápido para estabilizar el sistema mediante
la promoción masiva de un esfuerzo de ventas que cobró la forma de una
revolución granempresarial en el marketing (con cuartel general en la
Avenida Madison) y mediante la creación de un estado bélico permanente
orientado al control imperial de los mercados mundiales y al combate de
la Guerra Fría (con cuartel general en el Pentágono). El esfuerzo de
ventas y el complejo militar-industrial constituyeron los dos mecanismos
principales de absorción del excedente (además del consumo y la
inversión capitalistas) en la economía estadounidense durante el primer
cuarto de siglo tras la conclusión de la II Guerra Mundial. Luego de la
crisis de los 70, apareció un tercer mecanismo de absorción del
excedente, la financiarización, revitalizando el sistema de acumulación
cuando los efectos de los esfuerzos de ventas y del militarismo perdían
capacidad de tracción. Por distintas vías, cada uno de estos tres
mecanismos de absorción del excedente vino a impulsar la revolución de
las comunicaciones ligada al desarrollo de computadores, tecnología
digital e Internet. Porque cada uno de ellos precisaba de nuevas formas
de vigilancia y control. El resultado fue una universalización de la
vigilancia vinculada a las tres áreas: 1)
militarismo/imperialismo/seguridad; 2) marketing granempresarial y el
sistema de medios de comunicación; y 3) mundo de las finanzas.
El estado belicista
Casi inmediatamente después de la guerra, se formó en Washington un
nuevo capitalismo del Pentágono. Un elemento crucial de la economía
estadounidense de la Segunda Posguerra fue la creación de un estado
belicista arraigado en un complejo militar-industrial. El 27 de abril de
1947 el general Dwight D. Eisenhower, jefe del Estado Mayor del
Ejército, elaboró un “Memorándum para los directores y jefes de las
divisiones y oficinas de personal general y especial del Departamento de
Guerra y para los comandantes generales de los Mandos Principales”.
Asunto: “Los recursos científicos y tecnológicos como activos
militares”. Seymour Melman se refirió años después a ese memorándum como
el documento fundacional de lo que el Presidente Eisenhower habría de
llamar –en su discurso de despedida a la nación del 17 de enero de 1961—
el “complejo militar-industrial”. El general Eisenhower subrayaba en su
memorándum la necesidad de forjar una estrecha y continuada relación
entre los militares y los científicos, tecnólogos, industriales y
universitarios civiles. “El futuro de la seguridad de la nación”,
escribía, “exige que todos aquellos recursos civiles que, debidamente
reconvertidos o reorientados, constituyen nuestro principal sostén en
tiempos de emergencia se vinculen estrechamente a las actividades del
ejército en tiempos de paz”. Eso requería una enorme expansión del
sistema de seguridad nacional, poniendo a la ciencia, a la industria y a
los contratistas civiles bajo el poder del estado. “El empleo adecuado
de este talento [civil] requiere que la entidad civil [en cuestión] se
beneficie de nuestras estimaciones de futuros problemas militares y
pueda trabajar en estrecho contacto con las autoridades de los Planes y
Desarrollo de la Investigación. El procedimiento más efectivo es el de
los contratos de ayuda en la planificación. El uso de ese procedimiento
fortalecerá en gran medida la validez de nuestra planificación y
asegurará programas de equipamiento estratégico más razonables”.
Eisenhower insistía en que debería darse a los científicos la mayor
libertad posible en el desarrollo de la investigación, aun si bajo
condiciones cada vez más encuadradas en el marco de los “problemas
fundamentales” de los militares.
Un aspecto crucial de ese plan, explicaba Eisenhower, era la
capacidad del estado militar para absorber buena parte de la capacidad
industrial y tecnológica de la nación en tiempos de emergencia nacional,
de modo que se convirtiera en “parte orgánica de nuestra estructura
militar… El grado de cooperación con la ciencia y con la industria
logrado recientemente durante esta guerra no debería de ningún modo
darse por concluido”; al contrario: debería aumentarse. “Es nuestro
deber”, escribía, “sostener amplios programas de investigación en las
instituciones educativas, en la industria y en cualquier campo que
pudiera llegar a tener importancia para el Ejército. Una estricta
integración de los recursos civiles y militares no sólo será
directamente beneficiosa para el Ejército, sino que contribuirá
indirectamente a la seguridad de la nación”. Por consiguiente,
Eisenhower llamaba a “la mayor integración de los recursos civiles y
militares… y a asegurar la dirección unificada más efectiva de nuestras
actividades de investigación y desarrollo”: una integración, dijo, que
ya había “sido consolidada en una sección separada al más alto nivel del
Departamento de Guerra”. 4
El énfasis puesto por Eisenhower en 1946 en una integración orgánica
del sector militar con la ciencia, la tecnología y la industria civiles
en el marco de una reda interactiva más amplia no se presentaba en pugna
con, sino como complementario de la visión de una economía de bienestar
fundada en el keynesianismo militar nacido de la Administración Truman.
La Ley de Empleo de 1946 creó el Consejo de Asesores Económicos,
encargado de presentar un informe anual sobre la situación económica y
de organizar la política de crecimiento económico de la Casa Blanca. El
primer presidente del Consejo de Asesores Económicos fue Edwin Nourse,
famoso por su papel en la publicación, en 1934, de un estudio de la
Brookings Institution, America’s Capacity to Produce, que apuntaba al
problema de la saturación de los mercados y al exceso de capacidad
productiva en la economía de los EEUU. El vicepresidente era Leon
Keyserling, que sería el más destacado propugnador del keynesianismo
militar en los EEUU. En 1949, Nourse dimitió y le sucedió en el cargo
Keyserling. Entretanto, se creó el Consejo de Seguridad Nacional
mediante la aprobación de la Ley de Seguridad Nacional en 1947 (la ley
que también creó la CIA). Juntos, el Consejo de Asesores Económicos y el
Consejo de Seguridad Nacional, pusieron los cimientos del estado
belicista estadounidense. Truman formó en 1952 la más que opaca Agencia
Nacional de Seguridad (NSA, por sus siglas en inglés) como un brazo
militar encargado de llevar a cabo el control electrónico de las
actividades potencialmente subversivas, exteriores e interiores.5
El informe NSC-68 de 1950 y la política económica de la Guerra Fría
En 1950, se ofreció a Paul H. Nitze –director de personal del
Departamento de Estado para la Planificación Política bajo Acheson— un
papel destacado en la confección del Informe del Consejo de Seguridad
Nacional 68 (NSC-68), que esbozaba una gran estrategia geopolítica
general para librar la Guerra Fría y promover el imperialismo a escala
global. Significativamente, el NSC-68 contemplaba un gran incremento del
gasto público como elemento crucial en la prevención del estancamiento
económico: “Hay razones para predecir que los EEUU y otras naciones
libres experimentarán en unos pocos años un declive de su actividad
económica de graves proporciones, a menos que se desarrollen muchos más
programas positivos públicos que los que ahora son posibles”. Eso
suministraba una justificación adicional, más allá de las preocupaciones
geopolíticas, para un rearme masivo fundado en los principios
keynesiano-militares de “cañones y mantequilla”. El análisis económico
del NSC-68 era el resultado de consultas con Nitze y Keyserling, que
tuvieron una gran influencia en la redacción del informe.
El NSC-68 apuntaba a la posibilidad de una economía estadounidense
enormemente expandida fundándose en la experiencia de la II Guerra
Mundial, cuando el acrecido suministro militar y el consumo interno
sostenido no sólo se veían como plenamente compatibles entre sí en el
contexto de una economía de pleno empleo, sino que no se veían
alcanzables de otro modo. Una economía así suministraría a la vez
cañones y mantequilla. “Los Estados Unidos”, proseguía el informe,
“podrían lograr un substancial incremento en términos absolutos de su
producto, logrando así incrementar la asignación de recursos a la
acumulación de fuerzas económicas y militares para sí mismos y para sus
aliados sin sufrir un declive en su nivel real de vida”. En efecto, en
una emergencia, los EEUU podrían dedicar el 50% de su PIB ”a gastos
militares, asistencia exterior e inversión”: “es decir, entre cinco y
seis veces más que ahora”. El informa subrayaba enfáticamente que el
gigantesco programa de rearme por el que abogaba no entrañaba una ardua
toma de decisiones, económicamente hablando: “porque no redundará en un
decrecimiento real del nivel de vida”, y aun podría inducir a todo lo
contrario.
“Los efectos económicos del programa podrían ser el incremento del
Producto Interior Bruto por un monto mayor que el absorbido por los
gastos militares y de asistencia exterior adicionales. Una de las
lecciones más significativas de la II Guerra Mundial fue que la economía
norteamericana, cuando opera a un nivel cercano a la plena eficiencia
[plena capacidad], puede suministrar una enorme cantidad de recursos
destinables a objetivos no civiles, suministrando, al propio tiempo, un
elevado nivel de vida. Descontando los cambios de precios, los gastos en
consumo personal crecieron un quinto entre 1939 y 1944, a pesar de que
los recursos de la economía que fueron a parar al Estado montaban entre
60 y 65 mil millones de dólares (en precios de 1939).” 6
Se pidió a Keyserling que, en calidad de presidente del Consejo de
Asesores Económicos, valorara económicamente el NSC-68, aun cuando él
mismo había participado directamente en la redacción del informe. En un
memorándum escrito el 8 de diciembre de 1950, dejó dicho que la planeada
acumulación de gasto en seguridad nacional previsto para 1952 por el
NSC-68 estaba harto por debajo de la capacidad de la economía. Sólo
significaría el 25% del producto nacional en 1952, mientras que el gasto
en seguridad había llegado a crecer hasta un 42% en 1944. Aunque
probablemente significaría un recorte en el consumo interno, “los
niveles generales de consumo civil posibilitados por los programas
propuestos distarían mucho de ser severos”, mientras que “el producto
total y el empleo en la economía se incrementarían”. 7
El NSC-68 llamaba a, cuando menos, triplicar el gasto militar. La
estrategia de rearme por la que abogaba el informe se presentaba
primordialmente en términos de Guerra Fría, como un medio de promover la
llamada doctrina de la “Contención” anunciada por Truman en marzo de
1947, y sólo secundariamente en términos económicos.8 Pero ambos
objetivos se consideraban congruentes. En abril de 1950, dos meses antes
de que los EEUU entraran en la Guerra de Corea, Business Week
manifestaba que los llamamientos al incremento del gasto,
particularmente del gasto militar, resultaban “de una combinación de la
inquietud por las tensas relaciones con Rusia y de un creciente temor a
un aumento del nivel de desempleo aquí, en la nación”.”9 Eso reflejaba
el carácter general de la política económica de la Guerra Fría. Según
observó irónicamente Harry Magdoff al final de su libro La era del
imperialismo [Age of Imperialism, 1969]: “Así como la lucha contra el
comunismo ayuda a la búsqueda de beneficios, así también ayuda la
búsqueda de beneficios a la lucha contra el comunismo. ¿Qué armonía más
cumplida podría imaginarse?”.10
El plan del NSC-68 para el rearme no tardó en ponerse por obra y
guiar la política económica de los EEUU con el constante incremento del
gasto militar posibilitado por la Guerra de Corea. Cuando esa guerra
llegó a su fin, se tenía un sistema militar de mucha mayor envergadura.
Aun cuando Eisenhower es esforzó por recortar el gasto militar luego de
esa guerra, el gasto militar se mantuvo en niveles “más de tres veces
más altos que antes del informe NSC-68 y del conflicto de Corea”.11 En
1957, al comienzo del segundo mandato de Eisenhower, el gasto militar
representaba el 10% del PIB de los EEUU.12 Lo que reflejaba el
crecimiento del estado belicista, definido por Scott Nearing en 1964
(desde las páginas de la Monthly Review) como un estado “que se sirve de
la guerra y de las amenazas de guerra como instrumento decisivo de su
política exterior. En un estado belicista, el cuerpo político pone en la
cúspide de su lista de actividades la planificación de la guerra, la
preparación para la guerra y, cuando la ocasión se presenta, la
declaración de la guerra”.13
Hacia el final de la Guerra de Corea, el nuevo estado belicista había
echado ya profundas raíces. Como declararía al Congreso el primer
secretario de Defensa de Eisenhower, Charles Erwin Wilson (también
conocido a veces como “General Motors Wilson”, en su calidad de antiguo
presidente de General Motors y para distinguirlo de Charles E. Wilson
[véase más abajo]), el ascenso de lo militar, una vez producido, era
irreversible:
“Una de las cosas más serias en lo tocante al asunto de la defensa es
la generación de una red de intereses creados que involucra a tantos
norteamericanos: propiedades inmobiliarias, negocios, puestos de
trabajo, empleo, votos, oportunidades para la promoción y el ascenso
social, mucho mayores remuneraciones para los científicos y todas esas
cosas. Es un asunto inquietante… Si tratas de cambiar las cosas
rápidamente, te metes en líos… Si ahora mismo se clausurara este
negocio, pondríamos al estado de California en apuros, a causa del
enorme porcentaje de industria aeronáutica radicada en California”.14 En
efecto, lo que había logrado ponerse por obra ya en gran medida era
aquello por lo que el presidente de General Electric y vicepresidente
ejecutivo del Consejo de Producción de Guerra, Charles E. Wilson (a
veces conocido como “General Electric Wilson”), había venido cabildeando
incesantemente en 1944: el mantenimiento de una economía de guerra
permanente, en la que se vincularan al estado y a las fuerzas armadas
“una capacidad industrial para la guerra y una capacidad de
investigación para la guerra”.15
A todo eso, el papel del gasto militar como medio para crear demanda
efectiva resultaba suficientemente obvio, tanto para los economistas
como para los hombres de negocios. El economista de Harvard Sumner
Slicher observó en una convención de banqueros celebrada en 1949 que,
dado el nivel de gasto de la Guerra Fría, un regreso a las condiciones
de grave depresión resultaba “difícil de imaginar”. El gasto militar,
explicó, “incrementa la demanda de bienes, ayuda a sostener un alto
nivel de empleo, acelera el progreso tecnológico y contribuye a elevar
el nivel de vida del país”. La visión que el mundo de los negocios tenía
del disparado presupuesto militar era literalmente de éxtasis, como se
puede comprobar leyendo los medios de comunicación que reflejaban sus
estados de ánimo. Celebrando el desarrollo de la bomba de hidrógeno en
1954, U.S. News and World Report, por ejemplo, escribía: “Qué significa
la Bomba H para los negocios. Un largo período… de grandes pedidos. En
los años venideros, los efectos de la nueva bomba se mantendrán al alza.
Como dice un analista: ¡La Bomba H ha tirado por la ventana todas las
ideas depresivas”. 16
En la izquierda, la obra clásica de Paul A. Baran y Paul M. Sweezy El
capital monopolista [Monopoly Capital, 1969] vio la motivación del
imperialismo y el militarismo, por lo pronto y señaladamente, en las
necesidades del imperio estadounidense, y, luego, en su papel de
promotor (junto al esfuerzo de ventas, y más allá del consumo y la
inversión capitalistas) de la absorción del creciente excedente
económico generado por la economía. En el camino de cualquier otra
opción de gasto público para estimular la economía se atravesaban
insuperables obstáculos políticos levantados por poderosos intereses
granempresariales. El gasto público civil como porcentaje del PIB
(excluidos pagos de transferencias), sostenían Baran y Sweezy, había
alcanzado su “límite máximo” a finales de los 30, cuando la inversión y
el consumo civiles públicos crecieron hasta alcanzar el 14,5% en
1938-39. Una afirmación que sigue siendo verdadera: en 2013, el gasto
público civil (consumo e inversión) representa el 14% del PIB. (Esto,
sin embargo, exagera el papel del estado en el mantenimiento de un
compromiso con el “bienestar social”, puesto que las políticas de
prisiones y de interior han venido a externalizar una parte del gasto
público “civil” en estas tres últimas décadas.) Por consiguiente, el
gasto militar se veía como un gasto más variable que el gasto público
civil, más pronto a ser flexiblemente gestionado por el sistema como un
medio “impulsor y reactivador” de la economía.17
Sin embargo, el gasto militar –eso sostenían Baran y Sweezy— se
enfrentaba a sus propias contradicciones, y “no era una variable
perfectamente libre y manipulable a voluntad por parte de los dirigentes
de la oligarquía, a fin de mantener el vapor de la máquina económica a
la presión justa”. Las principales limitaciones eran, huelga decirlo,
las dimanantes del carácter totalmente destructor de la guerra misma, lo
que significaba que había que evitar una Tercera Guerra Mundial entre
las principales potencias. La guerra abierta, por consiguiente, quedaba
limitada a la periferia de la economía mundial imperialista,
desempeñando los EEUU el papel de mantenedor de una “máquina militar
global de control policial del imperio global”, incluidas más de mil
bases militares en todo el mundo a mediados de los 60 como medio
propulsor de las fuerzas estadounidenses a escala planetaria.
Esa realidad estaba destinada a generar una creciente resistencia
–como ocurrió en el caso de Vietnam—, tanto en la periferia como entre
la propia población estadounidense.18 Fue, en efecto, la abierta
revuelta de las tropas norteamericanas radicadas en Vietnam a comienzos
de los 70 (junto con las protestas en el interior) lo que obligó a los
militares a abandonar el servicio militar obligatorio como una
institución inútil para el tipo de invasiones y ocupaciones del tercer
Mundo que se habían hecho habituales y regresar a unas fuerzas armadas
profesionales.19 Las invasiones de las pasadas dos décadas habrían
encontrado una resistencia popular mucho mayor, si hubieran precisado de
reclutamientos obligatorios en las fuerzas armadas.
Inherentes a esas políticas de vigilancia policial del imperio
mundial eran estos dos requisitos: Primero, una redoblada campaña
propagandística tendente a hacer aparecer al imperio como benévolo,
necesaria, esencialmente democrático e inherentemente “americano” (y por
lo mismo, incuestionable en cualquier debate legítimo). Para un
imperio, la otra cara de la propaganda es la ignorancia popular. La
“mayor contribución” de la Guerra de Vietnam, de acuerdo a lo dicho por
el secretario de Defensa Robert McNamara inmediatamente después de
concluir ésta, habría sido la de enseñar al gobierno de los EEUU que, en
el futuro, resultaba esencial “ir a la guerra sin despertar las iras
públicas”. McNamara dijo que eso era “casi una necesidad en nuestra
historia, porque probablemente tendremos que seguir librando ese tipo de
guerras en los próximos cincuenta años”. 20 Aquí, los medios de
comunicación cumplen con su trabajo legitimando el sistema imperial y
obstruyendo una y otra vez la comprensión popular de lo ocurrido. En
segundo lugar, está el garrote que acompaña a la zanahoria: masivas
intervenciones encubiertas en la periferia y vigilancia y opresión en el
interior.
[Fin de la Primer Parte: continuará]
Notas
[1] Richard B. DuBoff, Accumulation and Power (Armonk, NY: M.E. Sharpe, 1989), 91.
[2] William H. Branson, “Trends in United States International Trade
and Investment Since World War II,” en Martin Feldstein, comp., The
American Economy in Transition (Chicago: University of Chicago Press,
1980), 183.
[3] Dean Acheson, citado en William Appleman Williams, The Tragedy of American Diplomacy (New York: Dell, 1962), 235–36.
[4] General Dwight D. Eisenhower, “Memorandum for Directors and
Chiefs of War Department General and Special Staff Divisions and Bureaus
and the Commanding Generals of the Major Commands; Subject: Scientific
and Technological Resources as Military Assets,” Abril 1946. Publicado
como as Apéndice A en Seymour Melman, Pentagon Capitalism (New York:
McGraw Hill, 1971), 231–34.
[5] “‘No Such Agency’ Spies on the Communications of the World,” Washington Post, June 6, 2013,
http://washingtonpost.com .
[6] U.S. State Department, Foreign Relations of the United States,
1950. National Security Affairs; Foreign Economic Policy, vol. 1,
http://digital.library.wisc.edu , 258–61, 284–86.
[7] S. Nelson Drew, ed., NSC-68: Forging the Strategy of Containment;
With Analyses by Paul H. Nitze (Washington, DC: National Defense
University, 1994), 117; “The Narcissism of NSC-68,” November 12, 2009,
http://econospeak.blogspot.com .
[8] Dean Acheson, Present at the Creation (New York: W.W. Norton,
1987), 377; Thomas H. Etzold y John Lewis Gaddis, Containment: Documents
on American Policy and Strategy, 1949–50 (New York: Columbia University
Press, 1978), cap. 7; Institute for Economic Democracy, “NSC-68, Master
Plan for the Cold War,”
http://ied.info
; Fred Block, “Economic Instability and Military Strength: The
Paradoxes of the Rearmament Decision,” Politics and Society 10, no. 35
(1980): 35–58.
[9] Business Week, April 15, 1950, 15, citado en Harold G. Vatter,
The U.S. Economy in the 1950s (New York: W.W. Norton, 1963), 72.
[10] Harry Magdoff, The Age of Imperialism (New York: Monthly Review Press, 1969), 200–201.
[11] Lynn Turgeon, Bastard Keynesianism: The Evolution of Economic
Thinking and Policymaking Since World War II (Westport, CT: Greenwood
Press, 1996), 13; Noam Chomsky, Necessary Illusions (Boston: South End
Press, 1989), 183.
[12] Paul A. Baran y Paul M. Sweezy, Monopoly Capital (New York: Monthly Review Press, 1966), 152.
[13] Scott Nearing, “World Events,” Monthly Review 16, no. 2 (Junio 1964): 122.
[14] Citado por Fred J. Cook, The Warfare State (New York: Macmillan, 1962):165–66.
[15] “WPB Aide Urges U.S. to Keep War Set-Up,” New York Times,
January 20, 1944; Charles E. Wilson, “For the Common Defense,” Army
Ordnance 26, no. 143 (March–April 1944): 285–88.
[16] Slichter y U.S. News and World Report, citado en Cook, The Warfare State, 171.
[17] Bureau of Economic Analysis, “National Income and Product
Accounts,” Table 1.1.5 (Gross Domestic Product), y Table 3.9.5
(Government Consumption Expenditures and Gross Investment),
http://bea.gov
; Baran y Sweezy, Monopoly Capital, 161, 207–13; John Bellamy Foster y
Robert W. McChesney, “A New New Deal under Obama?” Monthly Review, 60,
no. 9 (Febrero 2009): 1–11; Hannah Holleman, Robert W. McChesney, John
Bellamy Foster y R. Jamil Jonna, “The Penal State in an Age of Crisis,”
Monthly Review 61, no. 2 (June 2009): 1–17.
[18] Baran y Sweezy, Monopoly Capital, 191, 206, 213–17.
[19] Para una excelente discusión de este asunto, véase: Andrew J.
Bacevich, Breach of Trust: How Americans Failed Their Soldiers and Their
Country (New York: Metropolitan Books, 2013), 48–79.
[20] Barbara W. Tuchman, The March of Folly: From Troy to Vietnam (New York: Random House, 1984), 326.
Monthly Review, Julio-Agosto 2014. Traducción para sinpermiso.info: Miguel de Puñoenrostro