Juan Marsé, el cronista de los vencidos
Fuente .- Brecha
Proveniente de la clase trabajadora, autodidacta e insobornable, Juan Marsé fue una figura incómoda, que criticó sin restricciones a la Iglesia Católica, el franquismo, la burguesía, la educación y la política catalanas. Sensible y cascarrabias, su literatura creó un mundo habitado por personas derrotadas e idealismos muy golpeados, el retrato social y humano de una España de posguerra que le dolía en el alma.
Marsé es, sin duda, uno de los mejores narradores españoles de la segunda mitad del siglo XX. Asociado a la rica tradición novelística del realismo –desde una posición libre y heterodoxa–, personajes suyos han alimentado el imaginario de miles de lectores.
Su propia vida tuvo un comienzo de novela. Nacido en Barcelona en 1933, hijo de Domingo Faneca y Rosa Roca, el niño que debió llamarse Juan Faneca Roca acabó siendo Juan Marsé Carbó. Según el relato de Berta Carbó, un encuentro fortuito en un taxi con el padre biológico de aquel infante huérfano de madre posibilitó su adopción. Los datos aparecen en la extensa biografía Mientras llega la felicidad (2015), que Josep María Cuenca dedicó a Marsé.
El mismo libro nos entera de que, en realidad, las cosas no fueron tan así: Domingo Faneca y Pep Marsé, quien sería el padre adoptivo de Juan, se conocían de su paso por el independentista Estat Català –partido político fundado en 1922–, un vínculo que no convenía menear en la Barcelona de aquel entonces. Esa «historia del taxi» –apunta el biógrafo– fue un imaginativo relato de Berta que «ayudó a vivir mejor a su hijo». De todos modos, la naturaleza de esa identidad extrañada supuso una anomalía en la existencia de Marsé, que a partir de ese escenario resignifica su percepción del mundo: «Me hice escritor porque tengo un desajuste con la realidad que me rodea, mi país, mi ciudad, mi época… Eso me lleva a encontrar en la literatura un mundo de experiencias que no he tenido, pero que he soñado», afirmó en 2008, tras ganar el premio Cervantes, digno broche de oro de su carrera literaria.
Entre los homenajes publicados cuando se conoció la noticia de su muerte, el de Carles Geli detalla que los primeros recuerdos del niño fueron los bombardeos de la guerra «y la imagen bien nítida de él y de su padre llorando juntos en el balcón de su casa cuando la entrada de las tropas fascistas en Barcelona, el 26 de enero de 1939». La literatura de Marsé es un estado de posguerra casi eterno, él mismo lo señala, un tanto socarronamente: «En mis novelas sigo moviéndome en mi mundo de posguerra; ocurre que se ha hecho tan larga que me parece actual».
El archivo popular
Durante su infancia devoraba los tebeos que su madre le compraba, las películas españolas, latinoamericanas y hollywoodenses que veía en los cines de barrio, las ajadas novelas de aventuras de Julio Verne, Edgard Wallace y Emilio Salgari, un archivo popular de expresiones culturales que configuraron su imaginación y se constituyeron en fuente inagotable de sus invenciones. En una época en que el consumo inmoderado de la ficción ayudaba a resistir la toxicidad de la sociedad franquista, el cine fue la mejor escuela para aquel niño que aprendió el oficio de narrar en sus butacas desastradas, llegando a concebir sus historias a partir de una sucesión de imágenes –no de ideas o palabras– ordenadas de tal modo que los lectores pudiesen «ver» lo narrado. Comparaba la búsqueda de esas imágenes con la manipulación de una colección de cromos capaces de recrear un mundo idílico que impugnase la realidad.
El archivo jugó, además, un papel central en su decisión de escribir en castellano, porque el aprendizaje de la escritura, decía, «tiene que ver con la lengua literaria que te resulta más familiar», y en su caso, aunque en su hogar se hablara catalán, era el castellano, por la influencia del cine y de la «literatura de quiosco». El nacionalismo y la condición bilingüe de la sociedad catalana fueron analizados por él en reiteradas ocasiones. En 1990 publicó El amante bilingüe, una novela paródica que plantea el conflicto a través de la esquizofrenia del protagonista. En el apogeo de su carrera, cuando la literatura catalana fue invitada de honor en la Feria del Libro de Fráncfort, y el Govern pidió a los principales autores catalanes en lengua castellana que acudiesen para apoyar a las letras en catalán, Marsé echó leña al fuego de una polémica encrespada: «Ir de telonero me parece el colmo», arguyó.
Madrina literaria
De niño jugaba al fútbol, era arquero, igual que Camus y Nabokov. A los 13 años dejó los estudios para ayudar en su casa e ingresó de aprendiz al taller de una joyería. Al regreso del trabajo, un retrato de Edith Piaf acompañaba sus horas de escritura.
Marsé resistió durante un buen tiempo la idea de Cuenca de intentar su biografía, pero una vez concluida celebró que incluyese la correspondencia perdida con la escritora catalana Paulina Crusat (1900-1981), un personaje olvidado que tuvo un papel determinante en los comienzos de su carrera de escritor. En 1957, mientras se esforzaba en la joyería, compartía con su hada madrina sus inquietudes literarias. Crusat fue la primera persona que le dijo: «Ha nacido usted con el instinto de cómo se escribe». Gracias a ella, los textos que comienza a trabajar llegan a revistas como Ínsula.
En 1959 gana su primer premio literario, el Sésamo, de cuentos, por «Nada para morir», un texto impregnado del realismo social de la época. Durante el servicio militar en Ceuta nace la anécdota que desarrollará en el relato «Teniente Bravo», una crítica mordaz a la bravura obcecada de un militar franquista. También escribe 130 páginas de la novela que se convertirá en su ópera prima: Encerrados con un solo juguete, por la que un joven Vázquez Montalbán lo entrevista en el periódico falangista Solidaridad Nacional. En 1960, la novela es finalista del premio Biblioteca Breve. Ambientada en la posguerra, se centra en un grupo de jóvenes defraudados por una realidad que es resultado directo de la guerra librada por sus padres, que ni es la suya ni les permite crearse una identidad propia. Fue útil, sobre todo, para alertar sobre la aparición de un futuro talento literario.
La correspondencia con Crusat, que siguió hasta la década del 70, revela la madurez de un joven que creció entre privaciones y, al sincerarse con su interlocutora, se pinta con «escasa capacidad de cariño externo». Pronto empieza a colaborar en distintos medios de prensa, afilando una capacidad crítica de acidez sin parangón, que utiliza para radiografiar la nación múltiple y compleja que necesitaba entender. La misma competencia marca su narrativa.
Amigos y no tanto
Sobraban méritos a un «escritor obrero», cuya literatura retrata el desencuentro entre la Barcelona de la burguesía y la del proletariado, para vincularse con el grupo de literatos y señoritos de izquierda que su propio cabecilla, el poeta y editor Carlos Barral, bautizó como Escuela de Barcelona: Jaime Gil de Biedma, Juan García Hortelano, Manuel Vázquez Montalbán, Terenci Moix, Eduardo Mendoza, Juan Goytisolo, integrantes de la generación del 50, también llamada del medio siglo o de los niños de la guerra, por abarcar a los nacidos cerca de 1920, que comenzaron a puntear alrededor de 1950. Pese a sus orígenes humildes, y a que siempre fue un fustigador incorruptible de la burguesía catalana y del nacionalismo, Marsé participó de varias iniciativas de esa gauche divine.
El poeta Gil de Biedma fue su amigo y mentor. Le sugirió que viajara a París, cosa que hizo, ganándose la vida como profesor de castellano, traductor y guionista. Flotaba en el aire parisino el perfume del compromiso sartriano. Trabajó, asimismo, en el Institut Pasteur como ayudante de laboratorio de Jacques-Lucien Monod, un biólogo condecorado con la Cruz de Guerra por sus servicios en la resistencia francesa, futuro ganador del premio Nobel. Tras los pasos comunistas de Monod, se afilia al partido, pero no dura mucho.
Geli evoca el estremecimiento que causó a un Marsé veinteañero la película Muerte de un ciclista (1955), dirigida por Juan Antonio Bardem, que desnudaba el estatus adquirido por la alta burguesía tras la guerra civil. Pero los niños de la calle que habitan su literatura parecen provenir de Ladrón de bicicletas, la emblemática película del neorrealismo italiano que dirigió Vittorio de Sica en 1948.
La piedad y la solidaridad son sentimientos centrales en la narrativa de Marsé, que sus criaturas derraman sin ser conscientes de ello. Evitó el patetismo y supo lidiar con los fundamentos del folletín y del melodrama. Por eso, al hablar de la gran lección moral del catalán, Pozuelo Ivancos señala que su realismo se tiñe siempre de otra cosa: «Le ocurre como a Chaplin, que puede mostrar un remiendo, pero salva desde él la profunda dignidad de quien lo lleva».
Las aventis
En una Barcelona gris, delimitada por los barrios del Carmelo, el Guinardó y Gràcia, Juanito y otros niños, hijos de los vencidos, se sentaban al cordón de la vereda a conversar. «Como no teníamos patinetes, nos contábamos historias como juego», recuerda el escritor. Cada episodio que él elegía para narrar la picaresca del suburbio consistía en un relato fascinante que mezclaba apariencia y realidad, lo sucedido y lo fabulado: las aventis que el público menudo saboreaba en silencio. Aventi es un neologismo inventado por él, un artefacto narrativo prodigioso que combina el comienzo de las palabras aventura e imaginación. Con las aventis «intento ganarme el pan desde que tenía 13 años, cuando se las contaba a los chicos del barrio, oculto tras un antifaz del Coyote», confesó. Su propia vida fue una aventi.
Hasta la publicación de La oscura historia de la prima Montse (1970), sus personajes quieren escapar de su entorno, y tras ese sueño fantasean imágenes o cromos que les ayudan a evadir la realidad. A partir de Si te dicen que caí (1973), los cromos dejan de ser ilustraciones y comienzan a narrativizarse, aunque mantienen su propósito de colorear la realidad.
Testigo de lo mejor y, sobre todo, de lo peor de la condición humana, a Marsé, como a tantos creadores fieles a sí mismos que perseveran en la construcción de un mundo propio, algunos críticos lo definen como un autor cuya obra se autoabastece y se confina al retratar una y otra vez a una sociedad de posguerra que se extiende largamente hasta la recuperación democrática. Esto es injusto e incierto, y nadie mejor que él para poner los puntos sobre las íes: «Por la mañana, cuando me afeito, veo asomar a mis ojos, en el espejo, el frío y el hambre del niño que fui en la posguerra. ¿Cómo quieren que escriba de otra cosa?». Pese a esto, en los últimos años no se cansó de repetir: «La autoficción no me interesa. De hecho, todo está inventado en el Quijote». Para el crítico Ignacio Echevarría, Marsé es «el mejor narrador que ha dado la literatura española en décadas», y es así, dice, porque trabaja sobre todo con la memoria, una señora «golosa y glotona» que es la que tiene mayor cabida «en las complejidades de la novela».
La tradición cervantina, con el juego entre realidad y ficción; la picaresca, con la aspiración de ascenso social; el tema del doble, que le interesó sobremanera, abrieron nuevos caminos a su literatura, que adoptó estrategias narrativas de los sesenta y fue experimentando con mecanismos más vanguardistas que le permitieron mostrar, desde nuevas perspectivas, la pobreza, la incertidumbre, el miedo y sobre todo la represión que se vivió en la ciudad condal durante décadas.
Dos novelas inmensas
Su amigo Gil de Biedma leyó algunos de sus manuscritos y le obsequió las citas literarias que abren los capítulos de Últimas tardes con Teresa (1966), su mejor novela junto a Si te dicen que caí (1973) y probablemente a Rabos de lagartija (2000), que, sin abandonar el escenario habitual de las anteriores, emprende una búsqueda de los límites expresivos de un autor que se arriesga a introducir la voz de una criatura nonata para recordar lo que aún no se vivió. Casi dos décadas después, en 2017, Ian McEwan convertiría a un feto en narrador de su novela Cáscara de nuez.
Sin mencionar todos los libros de Marsé ni la legión de premios conquistados, volvamos a Últimas tardes con Teresa y a Si te dicen que caí, meollo y paradigma de una vida y de una obra.
Ambientada en una Barcelona de burgueses ricos y clases marginadas, Últimas tardes con Teresa cuenta las peripecias de Manolo Reyes, el Pijoaparte, un joven delincuente de estrato social muy bajo que sueña con salir de la pobreza. En uno de los cromos alojados en su cabeza, vinculado al deseo de ascenso social, recuerda a los antihéroes de la picaresca. Empeñado en impresionar a Teresa, una joven burguesa, rebelde e ingenua, se hace pasar por obrero revolucionario, y lo que empieza como una historia apasionada termina como una sátira durísima del tiempo histórico en que transcurre la relación. Hito de la literatura española contemporánea, la novela consolidó internacionalmente el nombre de su autor. No obstante sus rasgos locales, el Pijoaparte es uno de sus personajes más universales.
Sergi Doria recuerda que la novela «irritó a franquistas y antifranquistas». Ganar el premio de Seix Barral granjeó a Marsé la enemistad de Luis y Juan Goytisolo, que habían apostado por La traición de Rita Hayworth, de Manuel Puig. Pero, además, los «revolucionarios de salón, entre ellos los Goytisolo», echaron chispas cuando se vieron retratados en fragmentos que no ahorraban epítetos para criticar a los señoritos de las letras. La novela también fue condenada por la censura, que le atribuyó «escenas escabrosas», «un fondo francamente inmoral» y una sobrecarga política «de carácter izquierdista», que aludía «a las algaradas estudiantiles que tuvieron lugar en la Universidad de Barcelona».
Por su parte, Si te dicen que caí, ganadora del Premio Internacional de Novela (México) 1973, fue prohibida en España y su primera edición, secuestrada. Revisada y corregida en 1989, diversos sellos se lanzaron a reeditar esa historia radical y profundamente moral, inspirada parcialmente en el crimen de la prostituta Carmen Broto, una joven de provincia convertida en mito erótico, cuyo brutal asesinato conmovió a la sociedad barcelonesa de fines de los cuarenta y dio origen a rumores que involucraban a jerarcas franquistas y a un dignatario de la Iglesia Católica. El crimen obsesionó al autor por muchos años. La novela narra la historia de dos pandillas que se mueven en torno a la trapería de Java, el protagonista. La crudeza de las historias, que el lector conoce a través de múltiples testimonios, recrea el ambiente degradado desde el que los personajes enfrentan su realidad. En este sucio escenario, propio del realismo crítico, «los vencedores, los rebeldes y los sometidos» afrontan las consecuencias de la guerra. Por algunos personajes conocemos la situación del anarquismo y del comunismo de ese entonces, y la realidad de los exiliados. Las diferencias que existen entre ellos operan para que imaginemos lo que ve el narrador: «Hombres de hierro forjados en tantas batallas llorando por los rincones de las tabernas como niños».
De biógrafo
A veces, cuando leemos a Marsé, parece que estamos viendo una película, tal es el simulacro alcanzado. Paralelamente, en sus Cuentos completos (2003) proliferan los ecos cinematográficos. El más conocido de sus relatos cinéfilos es «El fantasma del cine Roxy» (1985), protagonizado por viejos espectros salidos del celuloide que, una vez abatido el local cinematográfico para levantar una institución bancaria, se resisten a desaparecer, víctimas del mismo olvido que ahogó otros escenarios de la infancia ciudadana. En 1987, Joan Manuel Serrat compuso una canción inolvidable basada en ese relato.
Unos cuantos directores de cine adaptaron novelas de Marsé. Y si bien él nunca quedó enteramente conforme con los resultados, todas evocan, con miradas diversas, su Barcelona literaria. Vicente Aranda filmó cuatro: La muchacha de las bragas de oro (1980), Si te dicen que caí (1989), El amante bilingüe (1993) y Canciones de amor en Lolita’s Club (2007). Jordi Cadena dirigió La oscura historia de la prima Montse (1977); Gonzalo Herralde, Últimas tardes con Teresa (1983); Fernando Trueba, El embrujo de Shanghai (2002); Wilma Labate, Domenica (2001), adaptación de Ronda del Guinardó. Y hay más. Ahora Marsé ya no está entre nosotros, pero siempre podrá acompañarnos la quimera sensual de caminar sobre una cama de confeti, junto con Teresa y el Pijoaparte.