domingo, 18 de noviembre de 2018

La foto del mes . -Fascismo legal vergüencia nacional





 Fascismo legal vergüencia nacional



Resultado de imagen de femen
Femen (Victor Lerena / EFE) . La Vanguardia . Fijemonos en la desorientación , que parece  sufrir,  el friki franquista del fondo , con el pañuelo en la cara.

Tres activistas de Femen han irrumpido en un acto convocado en la plaza de Oriente de Madrid por la Asociación por la Derogación de la Memoria Histórica con motivo del 20N, aniversario de la muerte de Franco


Lo mismo  , pero aquí ,  el par  de  frikis facha , aprovechando la situación . Mas bien parece , como si las quisieran tapar. Su jefe si que aprovecho para "manosearla".
 https://www.elnacional.cat/es/politica/presidente-falange-toca-activista-femen_326760_102.html







Una mujer agrede a una activista de Femen durante la protesta este domingo en Madrid.
  Nota   .-  Mientras la policía se la agarra ,ella le zumba , asi cualquiera ,  si pudiera la raparía y le daría aceite de recino .

viernes, 16 de noviembre de 2018

El cine y la clase obrera.

Clase obrera y desindustrialización: miradas desde el cine

Entornos víctimas de las reconversiones industriales, personajes cuyas vidas han quedado marcadas de una manera u otra por el desempleo y otros efectos de estos procesos. La desindustrialización se ha cebado siempre especialmente con la clase obrera, algo que lleva reflejando el cine desde sus inicios. En este artículo, a la fuerza incompleto, nos acercamos a King Vidor y Ken Loach como exponentes de los cineastas que han dado cabida a los problemas, luchas y manera de ver el mundo de las personas que han vivido con este telón de fondo.

Los lunes al sol.

En La clase obrera no va al paraíso. Crónica de una desaparición forzada[1], Ricardo Romero (Nega) y Arantxa Tirado analizan cómo el cine ha representado a las clases trabajadoras. El título del capítulo en el que abordan este tema es preludio de su posicionamiento: “Clase obrera y cine: la representación negada”. En él tratan de evidenciar, a partir de ejemplos diversos, cómo “la mayoría de elipsis temporales en los filmes sirven para esconder el mundo del trabajo y sus efectos”.
La tesis de Romero y Tirado ha estado también defendida, entre otros, por José Enrique Monterde en La imagen negada: representaciones de la clase trabajadora en el cine y por Carlos F. Heredero y Joxean Fernández en De Lumière a Kaurismäki: la clase obrera en el cine[2], en el que afirman que “si desde el principio los obreros iban a convertirse en los espectadores más numerosos de las salas de cine, también cabía imaginar que fueran a menudo sus protagonistas en la pantalla, aunque quizás lo hayan sido menos de lo que inicialmente cabía esperar”. También Owen Jones, en entrevistas concedidas al hilo del éxito de su libro Chavs, la demonización de la clase obrera[3], ahonda en esta línea y va incluso más allá al afirmar que lo que debía ser cultura de clase obrera “ha acabado siendo inaccesible para ella”.
Pese a esta recurrente baja presencia de la cultura obrera en el cine, hay una serie de películas que la sitúan como eje central de buena parte de sus historias y que dan cabida a sus problemas, sus luchas y su manera de ver el mundo. Este tipo de cine, agrupado bajo la etiqueta de “cine social” o “cine político”, emana compromiso y denuncia y procura provocar reflexión en quien lo ve.
Hay quien sostiene que incluso La salida de los obreros de la fábrica (1895) de los hermanos Lumière es el primer retrato cinematográfico del obrerismo. Sea como sea, y pese a que el tirón de taquilla no le es favorable como a otro tipo de películas, el cine social y político se configura como un instrumento socializador que, en palabras de Sonia Herrera[4], tiene una doble potencialidad: “por un lado, el cine refleja la sociedad que le rodea en cada momento histórico y, a su vez, colabora en la conformación de nuevos modelos, valores e ideologías”.
Esta clase obrera invisible en la mayoría de productos audiovisuales ha sido pilar capital del desarrollo industrial, en muchas ocasiones a partir de su explotación por parte de la patronal y, a su vez, víctima directa de los diversos procesos de transformación, reconversión o desindustrialización que se han llevado a cabo en diferentes épocas y momentos del último siglo. Tal y como se apunta en el artículo que sirve de introducción a este dossier de Pueblos, la desindustrialización, más allá del desempleo y la precariedad laboral inherentes a un proceso de este tipo, trajo consigo un agravamiento de la vulnerabilidad social, el auge de las desigualdades, la transformación del espacio público y con ello la especulación, episodios de conflicto social en forma de huelgas y movilizaciones, propuestas comunitarias de respuesta a la nueva situación…
Si entendemos que existe cierta invisibilización de estas cuestiones en el cine, ni que decir tiene que la perspectiva de las mujeres de clase obrera y el impacto que sobre sus vidas han tenido los procesos de desindustrialización han alcanzado todavía menos eco. En las obras de algunos de los cineastas citados en este artículo, incluso de los que consideramos más representativos y cercanos a la defensa de las luchas de trabajadores y trabajadoras, flaquea la perspectiva de género.
De todo ello hay cineastas que dan cuenta, quizá menos de los que convendría por la trascendencia y las implicaciones de procesos de este tipo. Autores y autoras que han optado por situar sus tramas en contextos vinculados a episodios de desindustrialización y que, de manera más o menos indirecta, los visibilizan en sus filmes.
“Toda película da instrucciones al lector acerca de cuál es el contexto pertinente que debe ser activado y reconstruido para su adecuada comprensión”, señala Santos Zunzunegui en su libro La mirada cercana. Microanálisis fílmico[5] para destacar la importancia del contexto en el que se desarrollan las historias cinematográficas. En línea con la importancia del contexto encontramos lo que Francesco Casetti y Federico di Chio, en Cómo analizar un film[6], denominan “el ambiente” en el que se desarrollan las historias: “lo que diseña y llena la escena, más allá de la presencia identificada, relevante, activa y focalizada de los personajes”.
El ambiente y el contexto adquieren, en ocasiones, un peso significativo en la historia y ayudan a entender su devenir, a situar personajes, a comprender o provocar su evolución o, simplemente, a ofrecer el marco histórico de referencia para el desarrollo de la trama. El contexto y el ambiente fruto de los procesos de desindustrialización y reconversión acostumbra a mostrar un patrón común: escenarios grises, espacios públicos degradados, barrios y ciudades vulnerables socialmente, ausencia de oportunidades, el conflicto social como trasfondo… Filmes situados en Vigo, Chicago, Baltimore, Newcastle, Manchester, las cuencas mineras, Barcelona o Buenos Aires, ciudades y comunidades todas ellas en que la industria ha ido perdiendo peso en medio de medidas de carácter profundamente liberal (privatizaciones, especulación con el suelo…) que dejan tras de sí un ingente reguero de personas en situación de desempleo y elevadas cotas de precariedad.

Our Daily Bread.
The Crowd.

Vidor y los albores
de la Gran Depresión

Hablar de la desindustrialización requiere de una destacada mención al cineasta King Vidor (1894-1988), especialmente en las películas que realizó entre 1925 y 1935 coincidiendo con los años previos al crack del 29 y la Gran Depresión. En este contexto surge un director de cine entusiasta y apasionado que en sus primeras películas nos abre de par en par su vida y nos habla con honestidad de la transcendencia, el compromiso y las posibilidades del cine en cuanto a implicación social y denuncia.
Vidor creó, gracias a su metrónomo y su peculiar sentido del lenguaje visual, una manera de abordar el cine muy particular (y controvertida), en la que estaba presente la influencia técnica y narrativa de creadores europeos (la UFA, Lang, Lubitsch, Murnau…), de figuras como Luis Buñuel, Mankievitz, Truffaut, del teatro, el mimo y sus actores, así como su inquietud cultural y social. Fue puliendo así un estilo que ha perdurado e influenciado a numerosos artistas y cineastas hasta nuestros días.
Vidor se posicionó en el inconformismo estético y formal, desde el cual retrató el conformismo alienante que tanto el desarrollismo económico como la Gran Depresión habían generado. El joven director cabalgó a través de su privilegiada atalaya de observador y de dominador de una herramienta mediática cada vez más poderosa como era el cine, desde donde no dudó en zambullirse en una dura y paradójica realidad social que no dejaba de reportarle innumerables fuentes creativas. Todo ello en un momento en el que la multipolarización y los nuevos grandes “ismos” del arte, la cultura, la ciencia, la economía y la política aparecían en la misma medida como síntomas de pluralidad y, también, de peligroso sectarismo.
A este cineasta le interesaba la tragedia del individuo en sociedad y en un entorno natural que cada vez comprende y escucha menos, pero al que necesita recurrir, porque es el que en última instancia le presenta mínimas garantías de supervivencia, protección y dignidad. A la vez observaba cómo la sociedad necesitaba de los individuos, aunque solo fuera para devorarlos y destruirlos como el combustible de las viejas locomotoras. En este contexto, con las consecuencias, por un lado, del hiperdesarrollismo de los años veinte, seguidas por los consiguientes cierres de fábricas y el desmesurado crecimiento del desempleo, se le aparecieron como fuentes inagotables de inspiración.
A principios de 1930 filmó cómo las grandes avenidas de Nueva York se llenaban de hombres deambulando delante de las obras en construcción o las puertas de las industrias y los muelles de estiba, portando un enorme cartel colgado de su cuello con la palabra “Unemployed” (“Desempleado”). A estos hombres acudían despiadados patrones que reclutaban de forma humillante trabajadores a pie de acera como braceros por horas y desprovistos de ninguna garantía.
Estas riadas de personas desesperadas soldaron definitivamente su compromiso con un tipo de cine que alternó con el cine comercial y las grandes adaptaciones literarias que también filmó. Su eje creativo en aquellos años lo formó la tríada que él denominaba “acero-trigo-guerra” y que comenzó con The big parade (1925), importante alegato antibelicista contra la I Guerra Mundial. Continuó con The crowd (1928), película premonitoria del período de decadencia y crisis que empezó a partir de 1929, y Aleluiah (1929), filme rodado exclusivamente con actores y actrices negros sobre la explotación de estos en los campos de algodón. Finalizó con una de sus obras maestras de esos años, Our daily bread (1934), donde desarrolló una de sus ideas principales: el cooperativismo como estrategia de emancipación y autoprotección.

Sweet Sixteen.
I, Daniel Blake.

Ken Loach ,
la crónica de la clase trabajadora

En Greenock (cerca de Glasgow, Escocia), más de 6.000 empleos vinculados a los astilleros se han ido al garete desde el año 1981; en Newcastle (Inglaterra) poco o nada queda, en forma de puestos de trabajo, de un fructífero pasado industrial. Ambas ciudades, víctimas de la caída de la industria, son escenario de dos de los filmes de Ken Loach en los que los procesos de desindustrialización cobran más fuerza: Sweet sixteen (2002) y I, Daniel Blake (2016). Lo hacen también, de una manera u otra, en buena parte de la filmografía del director británico: Riff-Raff (1991), Raining stones (1993) o The navigators (2001).
Loach, el “enfant terrible del tatcherismo que trabaja para demostrar cómo de demonizada está la clase trabajadora y la lucha de los individuos más desfavorecidos contra el monstruo del sistema, el monstruo capitalista”, como lo describe la periodista Queralt Castillo[7], es uno de los herederos del denominado Free Cinema, que emerge en el Reino Unido en los años 50 y 60, a la par que los movimientos neorrealistas italianos o que la Nouvelle Vague francesa, mostrando un aire inconformista y reivindicativo en sus películas. Sus comienzos en televisión en el ámbito del género documental en los años 60 ya muestran un director comprometido socialmente, pero será en el cine, a partir de los años 90, donde se evidencie su opción por dar voz a las personas más desfavorecidas y su apuesta por un cine con voluntad de incidencia y transformación social que no deja de tener, en ocasiones, un evidente talante de documental.
Pero, ¿cómo aparece representada la caída de la industria en la filmografía de Ken Loach? Aunque no sea este el tema central del filme, a menudo son sus personajes o el contexto lo que nos permite acercarnos a esta realidad. En Sweet Sixteen opta por desplazarse a los entornos de la ciudad de Glasgow y sitúa como trasfondo de la historia la caída de la antaño pujante industria de producción naval de Greenock. Construye así el escenario para narrar la historia de un joven de dieciséis años, víctima de la falta de perspectivas de futuro en su ciudad, que se ve abocado a delinquir para conseguir uno de sus objetivos: facilitar a su madre, recién salida de la cárcel, un hogar. Personajes atormentados, cargados de dolor y damnificados directos de la crueldad del sistema en un entorno decadente, muy similar al que crea Fernando León de Aranoa en Los lunes al sol (2002), con la reconversión naval como telón de fondo.
En I, Daniel Blake el eje central del filme es la crítica rotunda a un mercado laboral que expulsa y a un sistema de previsión social que, más que de colchón, ejerce un papel de prisión para quien lo necesita, al ser incapaz de ofrecer respuestas efectivas. La elección del entorno en el que se desarrolla la historia de Dan, un carpintero enfermo del corazón al que el sistema obliga a buscar un empleo bajo amenaza de perder el subsidio pese a su enfermedad, remite también a un contexto de pérdida de peso de la industria. La historia se ubica en un Newcastle, antaño ciudad industrial de referencia y cuya desaparición ha provocado el auge del paro y la vulnerabilidad social.

The Navigators.

Las privatizaciones, otro de los ejes del ocaso industrial en las dos últimas décadas del siglo XX, también tienen cabida en la filmografía de Ken Loach. En The navigators (2001), traducida en el mercado español como La Cuadrilla, el autor se acerca a la privatización de la British Railways y a sus efectos. Esteve Riambau, historiador, crítico cinematógrafico y director de la Filmoteca de Catalunya, apuntaba en una pieza publicada en la revista Fotogramas con motivo del estreno del filme: “Basta con esa entrañable ‘cuadrilla’ a la que hace referencia el título español para comprender perfectamente las consecuencias de una privatización. Sus componentes son víctimas de medidas tan drásticas como el pago según trabajo realizado o vacaciones no remuneradas que, desde una dimensión personal y directa, denuncian el problema y, a la vez, lo hacen más comprensible”.
Con mayor o menor peso en la trama, los procesos de desindustrialización y sus efectos están presentes en buena parte de la obra de Loach. Sus consecuencias determinan la vida de los personajes y su evolución, nos dibujan escenarios lánguidos, de aire deprimente, y entornos cargados de vulnerabilidad e injusticia, pero que también, por momentos, acogen episodios de solidaridad y apoyo mutuo entre quienes soportan esa cruda realidad.
Perspectivas
ensayadas y por ensayar
Sin necesidad de ser tema central de las historias, los procesos de desindustrialización o reconversión industrial aparecen de manera recurrente como un elemento contextual en diferentes películas (Kaurismaki, los hermanos Dardenne, entre otros), incidiendo, tal y como se apuntaba anteriormente, en el desarrollo vital de los personajes o definiendo escenarios y espacios físicos para la trama.
Como ya apuntábamos en párrafos anteriores, echamos en falta poder indicar alguna película de distribución amplia en Europa que aborde en profundidad cómo la desindustrialización y la deslocalización han afectado y afectan de manera específica a las mujeres, tanto de forma directa (industria textil, por ejemplo) como indirecta.

Suso López y José Alberto Andrés Lacasta forman parte del consejo de redacción de Pueblos – Revista de Información y Debate.
Suso López (@Susolopez) es comunicador audiovisual y especialista en gestión de la comunicación. J. A. Andrés Lacasta es guionista, dramaturgo teatral y escenógrafo.
Artículo publicado en el nº77 de Pueblos – Revista de Información y Debate, segundo cuatrimestre de 2018.

NOTAS:
  1. Akal, 2017.
  2. San Sebastián, Donostia Kutura y Filmoteca Vasca, 2014.
  3. Capitán Swing, 2012.
  4. Herrera, Sonia (15/01/2013): “Cultura de paz a través del cine”, www.unitedexplanations.org.
  5. Paidós, 1996.
  6. Paidós Comunicación, 2007.
  7. Público, enero de 2018.

¿Un frente antifascista europeo?




   ¿Un frente antifascista europeo?

    Vivimos la cultura del instante y la memoria desaparece de nuestro horizonte. Grecia y Tsipras han desaparecido del debate público y no debería ser así
    El debate real es continuar con el proyecto neoliberal de la UE o defender un proyecto europeo que realmente lo sea.
  Héctor Illueca, Manolo Monereo y Julio Anguita


“Quien no quiere hablar acerca del capitalismo
debería callarse también respecto del fascismo”
 (Max Horkheimer)
Era previsible, aunque quizás no tan pronto. La consigna que se está difundiendo es construir un frente político antifascista europeo. Lo estamos viendo estos días. Con gesto adusto y semblante grave, algunos intelectuales proclaman el nuevo credo: “¡Frente a la amenaza del fascismo, unidad de los demócratas!”. El asunto tiene cierta lógica: si lo que está emergiendo en la Unión Europea (UE) es algo más que populismo de derechas, o sea, fascismo puro y duro, hace falta una gran alianza política que haga de freno, de dique, a algo que se presume como un mal absoluto al que hay que derrotar, cueste lo que cueste. En el centro de la propuesta, la defensa de unas instituciones que hay que estabilizar y consolidar. Nos referimos, naturalmente, a la UE y a la democracia liberal.

¿Un frente antifascista europeo? Vivimos la cultura del instante y la memoria desaparece de nuestro horizonte, que es donde realmente juega su papel. Grecia y Tsipras han desaparecido del debate público y no debería ser así. El país heleno fue escarmiento, experimento y, en muchos sentidos, castigo. La presencia del gobernante griego en septiembre pasado en el Parlamento Europeo no mereció la atención debida. Tsipras compareció con el orgullo del deber cumplido y del trabajo bien hecho en representación de un país transformado. Tres años después de haber sido propuesto como presidente de la Comisión por la izquierda alternativa bajo la orientación de “otra Europa posible”, aparecía como el defensor de esta UE frente a la barbarie populista. Es más, propuso una alianza que vaya desde Macron hasta la izquierda, abierta a los liberales y a los conservadores moderados. Se podría decir que estos tres años han dado para mucho y que han terminado por oscurecer cualquier proyecto que no sea la defensa de la UE realmente existente. Efectivamente, Grecia ha cambiado mucho. Ha pasado de tener una deuda pública del 135 por ciento del PIB en 2009 al 180 por ciento en la actualidad, el paro ha pasado del 10 al 20 por ciento y el país ha perdido 400.000 habitantes. Una tragedia asumida a mayor gloria de esta UE y de los mercados.

La realidad acaba siempre chocando con el dominio de lo políticamente correcto. Lo primero que no se quiere analizar es si las políticas que ha venido realizando la UE antes y después de la crisis tienen que ver con el surgimiento y desarrollo de nacionalismos excluyentes y de fuerzas políticas que, por comodidad, definiremos como populismos de derechas. A estas alturas pocos dudan de que las políticas de la Unión han ido desmontando sistemáticamente el Estado social en cada uno de los países, erosionando los mecanismos de control social y político de los mercados capitalistas y debilitando el poder contractual de las clases trabajadoras y sus sindicatos. La UE ha terminado por constitucionalizar las políticas neoliberales hasta hacerlas obligatorias y, lo que es más grave, sancionables, con duras multas para los países que osen infringirlas. La idea de fondo, el dogma que se impone hoy en el debate de la Comisión con España e Italia, no es otro que frenar y reducir el gasto público. El objetivo no es ya el 3 por ciento, sino el superávit en la fase alta del ciclo. La democracia ha devenido en limitada porque, gobierne quien gobierne, tiene que aplicar políticas monetarias y fiscales de corte neoliberal bajo amenaza de los mercados, del todopoderoso Banco Central Europeo y de una Comisión intransigente en la aplicación de los Tratados. ¿Realmente puede sorprender el auge del populismo de derechas en la UE?

Hay que decirlo también aquí y ahora: en momentos en los que el mundo está cambiando de base y atraviesa una transición geopolítica de grandes dimensiones, donde la tendencia de fondo es la multipolaridad, es decir, en pleno proceso de redistribución del poder a nivel global, la UE carece de un proyecto autónomo identificable. La ausencia de una política internacional propia capaz de orientar una transición que se presume conflictiva, condenará a Europa a la subalternidad respecto a la política norteamericana. La “trampa de Tucídides” no es un asunto menor ni una elucubración intelectual. EE. UU. no va a renunciar de forma pacífica a las posiciones de dominio conquistadas tras la Segunda Guerra Mundial, lo que sitúa la guerra como instrumento prioritario para definir los grandes problemas estratégicos. Para Europa, la OTAN implica perpetuar la supeditación a los intereses geoestratégicos norteamericanos, el incremento de los presupuestos militares y convertir las demandas de seguridad en un problema de orden público y de fortaleza del Estado penal.

¿Un frente antifascista europeo? Hay una paradoja que no siempre se tiene en cuenta cuando se reclama la defensa de la democracia. Sabemos lo que se quiere decir: defensa de los derechos y las libertades democráticas. Ahora bien, la paradoja es que, en muchos sentidos, la propuesta que hay delante y detrás de la UE es el retorno a una democracia liberal, es decir, poner fin al constitucionalismo social, a las democracias avanzadas producto del conflicto de clases y de dos guerras mundiales que tuvieron a Europa en su centro. La rebelión de las élites, una vez caído el “imperio del mal” y desaparecido el enemigo interno socialista, tenía como objetivo la restauración de una democracia funcional al mercado, supeditada a él, que expropia la soberanía económica y despolitiza la política. En cierto sentido, se puede hablar de “norteamericanización” de la vida pública europea y de una escisión cada vez más clara entre la democracia como procedimiento y la democracia como autogobierno.

Sin embargo, lo peor de este nuevo frentismo emergente es que no es capaz de entender las relaciones existentes entre la integración europea (la UE) y la crisis de nuestras debilitadas democracias, ni tampoco las profundas transformaciones que se están operando en nuestras sociedades. No deberíamos engañarnos ni dejarnos engañar: la restauración de democracias de mercado requiere, necesita del miedo como fundamento; de personas aisladas, socialmente desvinculadas e inseguras frente al futuro. El tipo de capitalismo hoy dominante necesita personas que actúen según las reglas y modos que éste exige. Cuando hablamos del “momento Polanyi” nos estamos refiriendo a un fenómeno que aparece en todas partes: una reclamación fundante de protección, de seguridad e identidad, de nostalgia de un orden basado en la comunidad.

Este nuevo frentismo confunde los efectos con las causas; pretende combatir el populismo de derechas sin reparar en las circunstancias que lo han engendrado; aspira a legitimar instituciones que están en crisis en todas partes y hace de la conservación de lo existente el fundamento y el horizonte de lo que está por venir. ¿Realmente se cree que desde estos supuestos es posible rearmar política y culturalmente un movimiento de oposición a las derivas autoritarias que experimentan nuestras sociedades? ¿Alguien piensa seriamente que desde estos puntos de partida se generarán el entusiasmo, la adhesión y el imaginario necesarios para una movilización social capaz de ganar y activar a las mayorías sociales? No lo creemos. Más bien pensamos que será lo contrario. Defender instituciones en crisis y socialmente deslegitimadas únicamente propiciará el fortalecimiento de populismos autoritarios y nacionalistas que acabarán por desviar las demandas de protección hacia fórmulas securitarias que impliquen la restricción de las libertades y de los derechos. Si la izquierda acaba defendiendo este nuevo frentismo, terminará por romper sus ya debilitadas relaciones con las clases populares, perpetuando un camino que la llevará de desaparecer como alternativa de gobierno.

Creemos que hay que aprender de la historia. La democracia, nuestros clásicos así lo entendieron, se defiende desarrollándola, ampliándola, extendiéndola. Esto significa poner en primer plano la contradicción entre la democracia y el capitalismo. Más concretamente, exige desmercantilizar, garantizar los derechos sociales básicos y entablar relaciones armoniosas con la naturaleza. También significa democratizar la democracia llevándola a las empresas, a las grandes instituciones financieras, fomentando formas alternativas de organizar la economía y la democracia participativa. Despatriarcalizar la sociedad potenciando la igualdad sustancial y una democratización de la vida cotidiana de las personas. Desglobalizar, recuperar la soberanía popular como fundamento del orden político, como derecho al autogobierno y a la definición constitucional de un proyecto colectivo basado en una sociedad de mujeres y hombres libres e iguales, comprometidos con la emancipación.

Merece la pena recordar una reflexión que nos dejó Perry Anderson hace algún tiempo en un excelente artículo: “para las corrientes anti-sistema de izquierdas, la lección que hay que sacar de estos últimos años está clara. Si quieren dejar de ser eclipsados por sus homólogos de derechas, ya no pueden permitirse ser menos radicales y menos coherentes que ellos en su oposición al sistema. En otras palabras, el futuro de la Unión Europea depende tanto de las decisiones que la han moldeado que ya no podemos contentarnos con reformarla: hay que salir de ella o deshacerla para poder construir en su lugar algo mejor, con otros fundamentos, lo que equivaldría a arrojar al fuego el Tratado de Maastricht” (Le Monde Diplomatique, marzo de 2017).

Nuestra línea de pensamiento está muy próxima a la del historiador británico: se trata de defender el proyecto europeo contra su principal amenaza, que no es otra que la UE, y apostar por una Europa confederal que defienda la paz, las libertades públicas, los derechos sociales y la igualdad entre pueblos y naciones. Para ello, los Estados, la soberanía popular y el autogobierno de las poblaciones europeas no pueden ser considerados como obstáculos a derrotar, sino como instrumentos indispensables que permiten tejer relaciones de cooperación entre los pueblos y garantizar los derechos humanos fundamentales. El debate real en Europa no es entre fascismo y antifascismo. El debate real es continuar con el proyecto neoliberal de la UE o defender un proyecto europeo que realmente lo sea. La respuesta la dará la historia.