Desde
la moción de censura, el nuevo gobierno liderado por Pedro Sánchez ha
intentado encauzar los marcos culturales que se han venido moldeando en
los años post-15M. En efecto, la imagen que se intenta proyectar se
enmarca en una especie de modernización tecnócrata y europeísta con
gestos progresistas. Esta definición no se aleja demasiado de los
resortes culturales en los que se cimentó el PSOE durante los 80,
alejándose de la socialdemocracia clásica para abrazar el discurso de la
modernización europeísta a caballo del incipiente neoliberalismo. En
esta línea, el nuevo gobierno español intenta insertarse en el nuevo
reordenamiento de alianzas a nivel europeo, teniendo como objetivo la
creación de un eje Berlín-París-Madrid-Lisboa, en contraposición a los
gobiernos euroescépticos. En este punto, los principales temas de debate
han girado en torno a la reforma de la unión monetaria, sacando a
colación el debate sobre un presupuesto común y la reforma de la
política migratoria. Aunque todo ello de manera muy superficial.
Pero,
¿qué margen y qué voluntad hay más allá de los gestos? Si analizamos
con perspectiva la deriva europea en las últimas décadas, todo apunta a
que este eje intentará mantener intactos los pilares en los que se juega
la partida dura. No obstante, a diferencia del PSOE de González,
sumergido en pleno auge de la globalización financiera, en la actualidad
nos encontramos en un momento de caos global consecuencia de la crisis
del ciclo 1980-2007. En efecto, los límites que acepta sin cortapisas el
actual gobierno son el nudo gordiano que sustenta el entramado del
régimen del 78: la construcción e integración europea. Sin embargo, en
la actualidad, los riesgos del continuismo con el
establishment
europeo, que deja intactas las bases materiales de la sociedad, son
enormes. A continuación, haciendo un recorrido de lo que supone la
estructura de la eurozona y apoyándonos en Karl Polanyi, señalaremos los
peligros que entraña un gobierno continuista como el de Sánchez.
El neoliberalismo institucionalizado en Europa
La
estructura de la Unión Europea, y más concretamente de la eurozona,
viene totalmente determinada por el contexto histórico en el que se
crean los cimientos de dicha unión. Así, desde el Plan Marshall y bajo
el modelo de posguerra liderado por EEUU, la relación entre la potencia
americana y Europa ha ido de la mano de la subordinación del viejo
continente a los intereses del hegemón mundial. Más concretamente, la
última fase expansiva del ciclo hegemónico estadounidense, de
globalización financiera, entre 1980 y el 2007, se construyó alrededor
de tres pilares: la ruptura del patrón oro-dólar, la financiarización de
la economía y las políticas neoliberales, todo ello como salida a la
propia crisis de rentabilidad del capitalismo mundial de los años 70.
En
consecuencia, con el giro ochentero, la nueva configuración europea se
dibujaba entre 1986 y 1992, con el Acta Única y el Tratado de
Maastritch, como uno de los experimentos neoliberales más crudos. En
esta etapa quedaría delineada la eurozona, una unión basada en
planteamientos monetarios y financieros, con la imposición de forma
canónica de los planteamientos del ciclo neoliberal: control del déficit
y deuda pública por debajo del 3% y del 60% respectivamente,
liberalización del comercio, privatizaciones, flexibilización del factor
trabajo y las finanzas, etc. Para este proyecto, el Banco Central
Europeo se constituyó con un mandato independiente de los estados y con
un control de los precios por debajo del 2% anual.
En la misma
línea, la justificación teórica del euro parte en gran medida de la
Teoría de las Áreas Monetarias Óptimas a la que dio nombre Robert
Mundell en los años sesenta, precisamente ganador del Premio Nóbel de
economía en 1999. Sin detenernos en la teoría, cabe señalar algo que
resulta clave para entender la dinámica de la moneda y como se entiende
la misma. En su artículo “A Theory of Optimum Currency Areas”, Mundell
sostiene que la rigidez en los salarios y los precios causa
desequilibrios a nivel internacional, por lo que el autor busca como
solución la consecución de un sistema mucho más liberalizado, con una
mayor flexibilidad a la hora de realizar ajustes. En efecto, Mundell
pone en duda la viabilidad de las monedas nacionales para emprender
dichos ajustes, es decir, medidas que liberalicen el mercado de tal
forma que no existan impedimentos a la hora de modificar salarios y
precios. Así, el ajuste ante un desequilibrio dentro de una unión
monetaria vendría dado por la flexibilidad salarial, por la movilidad
del factor trabajo, o ambos a la vez, de forma que funcionen como
mecanismos correctores de precios, vía salarios y, por tanto, se
produzca un equilibrio en la competitividad entre países. En
consecuencia, este último punto señalado por el economista canadiense,
será clave en la construcción de la moneda única.
La traducción
práctica de esta estructura monetaria sin soberanía nacional implica la
restricción de cualquier política monetaria nacional y, en gran medida,
también fiscal, quedando a merced de la ruta establecida por el BCE. El
férreo control del déficit público, sumado a las sucesivas reformas
fiscales regresivas (utilizadas como único elemento competitivo entre
países en política industrial) y a un contexto en el que se hace cada
vez más latente la caída de la recaudación, conlleva a la reducción del
gasto público. En consecuencia, la política económica de los estados
queda reducida a la liberalización económica y a la disciplina salarial
como único elemento de ajuste (y como única herramienta para mejorar su
competitividad), es decir, el marco de la zona euro implica flexibilidad
laboral y de precios, tal y como sostenía la teoría de Mundell.
Además, como afirma Wolfgang Streeck en su artículo “¿Por qué el euro divide a Europa?”, publicado en la
New Left Review
nº95, “los sistemas monetarios, en tanto que instituciones políticas y
económicas, primero se adecuan al poder y, solo después, al mercado.
Como regla, por lo tanto, están sesgados a favor de uno u otro interés
dominante. Podemos decir, con Schattschneider, que, como ocurre con el
coro celestial
de una democracia pluralista, el lenguaje del dinero habla siempre con
un acento, que normalmente es el mismo acento de clase alta que el del
coro”. Es decir, la moneda no es neutral, ni únicamente una herramienta
económica, sino que es un reflejo de relaciones de poder. La visión de
la construcción de la unión monetaria europea implica un determinado
enfoque sobre la moneda, entendiendo que resulta un intermediario
neutral entre agentes económicos. Lejos de esa definición, el dinero
representa una determinada correlación de fuerzas. En efecto, además del
liderazgo alemán del euro, el reverso es una periferia europea sin
soberanía monetaria, algo que se expresa en que, en la práctica, estos
países operan con una moneda extranjera.
En relación a lo
anterior, la estructura supranacional surgida de la unión monetaria se
compone de un conjunto de estados con enormes disparidades en tamaño,
modelo productivo y desarrollo socioeconómico. Este hecho no resulta
baladí, pues el BCE necesita implementar medidas para países con
distintas características, por lo que, en última instancia, el
desequilibrio de poder en la eurozona conlleva al dominio de la potencia
hegemónica interna. En efecto, el dominio germano, ha incurrido en una
política favorable desde el primer momento a sus intereses económicos,
lo que ha conformado una división europea del trabajo, con un centro y
una periferia diferenciados. En esta línea, los desequilibrios entre los
países miembros y dentro de los mismos no son una causa inmediata de la
crisis del 2008, sino que son propios de la dinámica de la moneda única
desde su introducción. Concretando esta afirmación, la pérdida de poder
adquisitivo, el ajuste de los salarios reales, los desequilibrios
materializados en las balanzas comerciales y la relación deudor-acreedor
ha sido una consecuencia acrecentada por el sistema euro.
En el
2011, los desequilibrios estructurales señalados anteriormente salieron a
la luz y se tradujeron en una crisis de deuda soberana en los países
periféricos. En el año 2007 la deuda pública no suponía un grave
problema para el conjunto de las economías de la eurozona. En cambio, en
los años posteriores a la crisis, la deuda pública se disparó en los
países periféricos debido en gran parte a la caída de los ingresos por
la recesión económica, al aumento de los gastos por el desempleo o los
rescates a entidades privadas, entre otros factores. Sin embargo, el
problema fundamental no era el crecimiento de la deuda en sí, sino que,
en este caso, el efecto ha sido el mismo que el de un país que se
endeuda en moneda extranjera, pues la crisis de deuda soberana,
representada en los diferenciales de la prima de riesgo, es consecuencia
de una crisis particular del sistema euro. Así pues, las
contradicciones de la construcción de la eurozona salían a la luz de
forma abrupta. Por un lado, ante la imposibilidad de devaluar la moneda,
el equilibrio de la balanza comercial se persigue mediante el ajuste
salarial, con reformas laborales y mantenimiento altas tasas de paro,
algo que, fundamentalmente reduce las importaciones. Por otro lado,
debido a las directrices de la eurozona, el BCE no puede financiar a los
estados de forma directa, lo que, en épocas de recesión, supone un
coste cada vez más elevado de financiación. Así, la escalada de las
primas de riesgo llegó a un punto insostenible a mediados del 2012,
poniendo en jaque la continuidad de la moneda común, algo que hizo
intervenir al BCE el 26 de julio de ese mismo año, cuando Mario Draghi
declaró: “El BCE hará lo necesario para sostener el euro. Y créanme, eso
será suficiente”. A partir de esas declaraciones el BCE iniciaba un
giro que detendría la escalada de las primas de riesgo, de forma que los
estados periféricos pudiesen respirar.
En consonancia con las
medidas para frenar la crisis de deuda soberana, en el año 2015, el BCE
lanza el programa de expansión cuantitativa (QE, por sus siglas en
inglés) llegando en su momento más álgido a 80.000 millones de euros
mensuales de compra de activos. El QE ha sido exitoso en tanto ha
conseguido paliar el problema de liquidez del sector bancario y, sobre
todo, ha tenido un gran impacto en la rentabilidad de la deuda soberana.
No obstante, los problemas estructurales de la eurozona siguen
intactos: niveles de deuda externa, pública y privada, ausencia de
presupuesto común fuerte, modelos productivos desequilibrados que
implican diferencias en competitividad, desigualdad creciente,
desempleo, precariedad, etc. Además de los problemas políticos: dominio
alemán sin oposición, ausencia de soberanía, debilidad del Parlamento
Europeo, etc. En este contexto, la estructura del euro sigue
sosteniéndose en gran medida gracias a los llamados vientos de cola:
bajos precios del petróleo, bajos tipos de interés, crecimiento de la
burbuja financiera mundial y expansión cuantitativa. Recientemente,
Draghi anunciaba que el 2018 será, presumiblemente, el último año del
programa, retirándolo de forma progresiva. Las consecuencias de este
hecho vendrán marcadas por el contexto económico internacional, pues
abren la puerta al inicio de una nueva crisis de deuda soberana similar a
la del 2011-2012.
Más allá del fin de la QE y los efectos que
esta pueda causar, el marco de flexibilización del factor trabajo sobre
el que teorizaba Mundell y en el que se ha convertido la eurozona, se
encuentra en la actualidad ante sus límites sociales y políticos. En
esta línea, como señala Joseph Stiglitz en su libro
El euro. Cómo la moneda común amenaza el futuro de Europa,
para solucionar la crisis estructural de la balanza comercial dentro
del marco del euro es necesario un alto nivel de precariedad laboral y
de paro en los países del sur, esto es, para sostener la estructura
actual de la eurozona, la periferia está condenada a la precariedad
laboral. Este hecho tiene implicaciones determinantes en la sociedad
europea.
Polanyi y la utopía de libre mercado
Con lo
descrito hasta el momento, en el marco de la globalización financiera
liderada por EEUU, la eurozona ha constituido una construcción muy
cercana a lo que Karl Polanyi entendía por utopía de libre mercado, esto
es, un marco institucional en el que nada obstaculice la formación de
los mercados, resignificando el papel del estado, de forma que “solo
interesan las políticas y las medidas que contribuyan a asegurar la
autorregulación del mercado, a crear las condiciones que hagan de este
el único poder organizador en materia económica”. Como hemos señalado,
uno de los principales elementos de la zona euro es la flexibilidad del
factor trabajo, algo que, como señala Polanyi “supone subordinar a las
leyes del mercado la sustancia misma de la sociedad”.
Así, para
Karl Polanyi, las consecuencias de esta dinámica son claras: “Permitir
que el mecanismo del mercado dirija por su propia cuenta y decida la
suerte de los seres humanos y de su medio natural, e incluso decida
acerca del nivel y de la utilización del poder adquisitivo, conduce
necesariamente a la destrucción de la sociedad. Y esto es así porque la
pretendida mercancía denominada “fuerza de trabajo” no puede ser
zarandeada, utilizada sin ton ni son, o incluso ser inutilizada, sin que
se vean inevitablemente afectados los individuos humanos portadores de
esta peculiar mercancía. Al disponer de la fuerza de trabajo de un
hombre, el sistema pretende disponer de la entidad física, psicológica y
moral “humana” que está ligada a esta fuerza”. El autor austriaco
escribía sobre el largo siglo XIX liderado por Gran Bretaña que finalizó
con la I y II GM, Gran Depresión mediante. Las similitudes con la etapa
actual y con el contexto de la eurozona son, cuanto menos,
preocupantes.
La ruptura de las instituciones hegemónicas a nivel
global y la propia salida de la crisis, que ha acelerado la tendencia de
aumento de la precariedad y desigualdad del ciclo 1980-2007, ha dejado
fuera a una parte importante de la población, lo que ha provocado una
grave crisis social a nivel mundial a finales del 2010. Esta crisis
social comienza con las manifestaciones de las revueltas árabes, el 15M
en España y posteriormente el Occupy Wall Street, entre otras. En
efecto, la fractura social se transforma en una crisis política, al
materializar el hecho de que una parte importante de la población ya no
confía en el bloque dominante, ya que este último ha perdido su
condición hegemónica: ya no gobierna con legitimidad. De esta forma,
siguiendo de nuevo a Karl Polanyi, en esta etapa entra la denominaba
fase b, esto es, la pérdida de legitimidad institucional se relaciona
fundamentalmente con la respuesta social frente a los límites de la
“utopía de libre mercado” que supone la globalización financiera y,
concretamente, el marco UE-eurozona.
En efecto, no es casualidad
que la mayor parte de los partidos que consiguen canalizar políticamente
el descontento social sean de corte
soberanista/nacionalista/proteccionista, algo que representa la
respuesta de la sociedad que decide buscar protección y seguridad ante
la ofensiva de libre mercado y la consecuente flexibilización del factor
trabajo. Sin embargo, aunque este proceso es una tendencia a escala
mundial, se reproduce de manera más evidente en la UE-eurozona. Las
reacciones se materializan en movimientos populistas de distinta
ideología que reclaman más soberanía, nación, seguridad y/o protección,
como son el caso de la victoria de Syriza, del M5E y la Liga Norte, el
crecimiento de Alternativa por Alemania, el Procès, el Brexit, el Frente
Nacional, Amancer Dorado, etc. En concreto, enlazando con los ejes
señalados anteriormente, los movimientos populistas de corte derechista
se fortalecen incluyendo entre sus principales ejes discursivos la
ofensiva xenófoba contra los inmigrantes/refugiados.
Así pues, el
establishment
de la eurozona, que sigue apostando por un férreo continuismo, va a
toparse con grandes dificultades para perpetuar la estructura actual: el
desmembramiento no se puede frenar sin integrar demandas, emprendiendo
una profunda reforma de las instituciones europeas, algo que parece
estar bastante lejos de materializarse. En la actualidad, la
desintegración interna y la pérdida de poder externa de la UE se
muestran cada vez de forma más evidente, tanto por el crecimiento del
euroescepticismo, como por la pinza a nivel geopolítico que está
sufriendo ante EEUU y el eje que conforman Rusia-China. En resumen, la
resaca de la globalización financiera está dejando en fuera de juego a
la UE-eurozona.
Volviendo a España, en este contexto de
desmembramiento social, económico y político, la ilusión que está
generando el nuevo gobierno puede terminar en una peligrosa frustración
social. Así, el hecho de que acepte sin oposición el marco del euro
puede tener repercusiones muy graves a medio plazo, dadas las
implicaciones que subyacen de esta aceptación: la imposibilidad en
materia socioeconómica de crear un marco de protección que defienda a
las capas de población más castigadas por la crisis. Al igual que los
gobiernos de Hollande, Renzi o incluso Obama en EEUU, la no solución de
los problemas materiales de la sociedad, de protección ante el mercado,
han concluido en el crecimiento de los populismos de derechas. Como
hemos señalado, en el contexto europeo, los partidos euroescépticos de
carácter nacionalista/soberanista están en pleno auge, con perspectivas
de seguir creciendo e, incluso, de llegar a liderar el Parlamento
Europeo. En este sentido, en plena crisis de la globalización
financiera, la eurozona sigue siendo el máximo exponente del
neoliberalismo, algo que no hace más que acelerar la respuesta de las
clases populares europeas: su canalización es la derecha populista y el
deterioro de la integración europea.
Para concluir, la fórmula del
nuevo gobierno liderado por Pedro Sánchez es una de las últimas balas
en el marco de la eurozona para un país en el que sigue batallando un
social-liberalismo en decadencia. El PSOE sigue apostando por la
integración europea que tantos réditos le proporcionó en los años
ochenta, aunque, en aquel momento, el neoliberalismo comenzaba su época
dorada. En la actualidad, nos encontramos ante la ruptura de esa
integración, del orden mundial de posguerra y con la fase b de Polanyi
en marcha. Además, las posibilidades de un ciclo económico largo en el
que apoyarse para construir un nuevo proyecto de país, son escasas. De
forma contraria, cada día nos encontramos más cerca de una nueva crisis a
nivel mundial, que probablemente estalle en EEUU y repercuta de forma
drástica en la zona euro (de forma similar al 2011-2012). En esta
tesitura, Polanyi nos proporciona pistas ante el desmoronamiento de la
estructura mundelliana: la atomización y flexibilización del “factor
trabajo” tiene como respuesta la mencionada fase b. La sociedad en busca
de sí misma, esto es, en busca de pertenencia, protección y seguridad.
La disputa política se dirimirá en la canalización de esta pulsión
social y en la capacidad de proporcionar un proyecto viable en este
sentido, algo que está lejos de ofrecer el gobierno continuista del
PSOE.
Juan Vázquez Rojo es economista, investigador y editor de la
Revista Torpedo.
Fuente:
http://ctxt.es/es/20180801/Politica/21053/Juan-Varquez-Rojo-neoliberalismo-socialismo-liberal-PSOE-europa.htm