La mentira permanente, nuestra amenaza más mortífera
Truthdig / Sin Permiso
Donald Trump y el actual Partido Republicano representan la última etapa en la emergencia del totalitarismo corporativo. El saqueo y la opresión se justifican por la mentira permanente, un tipo de mentira distinto de las falsedades y medias verdades proferidas por políticos como Bill Clinton, George W. Bush y Barack Obama. La mentira política que empleaban estos dirigentes no se dirigía a eliminar o anular la realidad, sino que era una forma de manipulación. Cuando Clinton promulgó el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, prometió que “el TLCAN [NAFTA por sus siglas en inglés] significa más empleo, empleo americano y empleo americano bien pagado”. George W. Bush justificó la invasión de Irak porque Saddam Hussein supuestamente poseía armas de destrucción masiva. Pero ni Clinton siguió fingiendo que el TLCAN [NAFTA] era beneficioso para la clase obrera cuando la realidad mostró lo contrario, ni Bush continuó simulando que Irak tenía armas de destrucción masiva después de que no se encontrara ninguna.
La mentira permanente no está circunscrita o limitada por la realidad, sino que se perpetúa incluso frente a una evidencia abrumadora que la desacredita. Es simplemente irracional. Aquellos que hablan el lenguaje de la verdad y de los hechos son atacados y acusados de mentirosos, traidores y proveedores de noticias falsas; y una vez las élites totalitarias acumulan suficiente poder (un poder ahora garantizado por la supresión de la Neutralidad en la Red), son alejados de la esfera pública. La férrea resistencia a reconocer la realidad (independientemente del grado de transparencia con que esta se presente) por parte de aquellos envueltos en la mentira permanente crea una psicosis colectiva.
“El resultado de una sustitución sólida y total de la mentira por la verdad fáctica no es que la primera es aceptada como lo verdadero y la verdad es difamada como si fuera una mentira, sino que el sentido en que nos orientamos en el mundo real – y la categoría de lo verdadero frente a lo falso es uno de nuestros medios mentales encaminados a este fin – se está destruyendo”, escribió Hanna Arendt en “Los orígenes del totalitarismo”.
La mentira permanente convierte el discurso político en un teatro absurdo. Donald Trump, que ya mintió acerca del número de asistentes a su investidura pública como presidente a pesar de las evidencias fotográficas, insiste ahora en que, en relación a sus finanzas personales, va “a ser asesinado” por una reforma fiscal [la célebre tax bill] que en realidad le ahorrará a él y a sus herederos más de mil millones de dólares; el Secretario del Tesoro Steven Mnuchin afirma que posee un informe que demuestra que los recortes fiscales se pagarán por sí mismos y no aumentarán el déficit – a pesar de que dicho informe nunca llegó a existir; y el Senador John Cornyn nos dice, contrariando toda evidencia fáctica, que “no se trata de una reforma diseñada ante todo para beneficiar a los ricos y a los grandes negocios”.
Al mismo tiempo, dos millones de acres [alrededor de ocho mil kilómetros cuadrados] de tierras públicas, están siendo entregados a la industria minera y de los combustibles fósiles mientras Trump insiste en que dicho traspaso significa que “las tierras públicas serán una vez más para uso público”. Cuando los ecologistas denuncian que se trata de un robo, el republicano Rob Bishop acusa su posición crítica de “falsa narrativa”. Tras terminar de manera efectiva con la Neutralidad en la Red y la libertad de expresión en Internet, Ajit Pai, presidente de la Comisión Federal de Comunicaciones [FCC], comenta que “se ha demostrado que aquellos que sugerían que internet tal y como lo conocemos está a punto de desaparecer, están equivocados…Tenemos un internet libre que sigue avanzando ”. Y en los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades, frases como “basado en evidencias” y “basado científicamente” están prohibidas.
La mentira permanente es la apoteosis del totalitarismo. Ya no importa qué es verdadero. Solamente importa qué es “correcto”. Las cortes federales se están llenando con jueces imbéciles e incompetentes al servicio de la “correcta” ideología corporativa y de las rígidas costumbres sociales de la derecha cristiana. Simplemente desprecian la realidad, incluyendo la ciencia y el Estado de Derecho; pretenden desterrar a aquellos que viven en un mundo con principios de realidad definidos por la autonomía moral e intelectual. La norma totalitaria siempre destaca lo brutal y lo estúpido, y estos idiotas en el poder no tienen metas ni filosofía política alguna: solamente usan clichés y slogans - la mayoría de los cuales son absurdos y contradictorios- a fin de justificar su codicia y ansias de poder. Y esto es tan válido para la derecha cristiana, que está ocupando el vacío ideológico de la administración Trump, como para los corporativistas que predican el neoliberalismo y la globalización. La fusión de los corporativistas y la derecha cristiana es el matrimonio entre Godzilla y Frankenstein.
“Los políticos corruptos ni siquiera necesitan comprender las consecuencias sociales y políticas de sus comportamientos”, escribió el psiquiatra Joost A.M. Meerloo en “La violación de la mente: la psicología del control mental, el menticidio y el lavado de cerebro”. “No están impulsados u obligados por una creencia ideológica, independientemente de cuánto la racionalicen para convencerse a sí mismos de que sí lo están, sino por las distorsiones de sus propias personalidades. No están motivados por un impulso dirigido a servir a su país o a la humanidad, sino por la abrumadora necesidad y compulsión de satisfacer los anhelos de sus propias estructuras de carácter patológicas. Las ideologías que declaman no son metas reales, sino solamente los mecanismos cínicos por medio de los cuales estos hombres enfermos esperan obtener cierto sentido personal de valor y poder. Estas sutiles mentiras internas les hacen ir de mal en peor: autoengaños defensivos, una visión distorsionada, ausencia de identificación emocional con los otros, degradación de la empatía – la mente tiene muchos mecanismos de defensa con los que cegar la conciencia.”
Cuando la realidad es reemplazada por los caprichos de la opinión y el oportunismo, lo que es verdadero un día, a menudo es falso al siguiente. La consistencia se ha descartado. La complejidad, los matices, la profundidad, son reemplazados por la creencia simplona en la amenaza y la fuerza bruta. Es por esto que la administración Trump desprecia la diplomacia y está destruyendo el Departamento de Estado. El totalitarismo, escribió el novelista y crítico social Thomas Mann, es, en su núcleo más profundo, el deseo de un simple cuento popular. Una vez este cuento popular sustituye a la realidad, la moral y la ética son abolidas. “Aquellos que te pueden hacer creer los despropósitos más absurdos, pueden hacerte cometer las mayores atrocidades”, advirtió Voltaire.
Las élites corporativas, que incluso en el mejor de los tiempos (sic) jugaron sus cartas contra la gente de color, los pobres y la clase obrera, ya no lo hacen siguiendo regla alguna. Los lobistas, los políticos comprados, los académicos serviles, los jueces corruptos y las celebrities de los informativos de televisión, dirigen un Estado cleptocrático definido por el soborno legalizado y la explotación desenfrenada. Las élites empresariales escriben leyes, regulaciones y reformas para expandir el saqueo de las corporaciones, al mismo tiempo que imponen una deuda que esclaviza y paraliza a la población, como por ejemplo la enorme carga de los préstamos universitarios en los estudiantes; sus medidas austericidas desmantelan los servicios estatales y municipales, como es el caso de la sanidad y la educación pública. Aun así, insisten en que la solución a nuestros problemas se encuentra en las instituciones que ellos mismos han degradado y corrompido; nos piden que invirtamos tiempo y energía en campañas políticas y en apelaciones a los tribunales. Intentan atraernos a su mundo esquizofrénico, donde el discurso racional ha sido sustituido por la charlatanería. Nos piden que hagamos justicia en un sistema diseñado para perpetuar la injusticia. Se trata de un juego al que nunca podemos ganar.
“Toda dignidad reside en el pensamiento” escribió Pascal. “Es al pensamiento a quien debemos confiar nuestra recuperación, no al espacio o al tiempo, los cuales nunca podríamos llenar. Esforcémonos entonces en pensar bien; este es el principio básico de la moralidad”
Hay que enfrentar al poder con más poder. Debemos construir instituciones y organizaciones paralelas que nos protejan del asalto empresarial y resistan a la dominación de las corporaciones. Debemos distanciarnos lo máximo posible de este Estado vampírico. Cuantas más comunidades autónomas podamos crear, con sus propias divisas e infraestructuras, más podremos dañar a la bestia corporativa. Hay que establecer cooperativas de trabajadores, sistemas locales de suministro alimentario basados en dietas veganas y organizaciones culturales, artísticas y políticas independientes. Tenemos que obstruir por cualquier medio posible el asalto de las corporaciones, desde el bloqueo directo de gaseoductos y pozos destinados al fracking, a la ocupación de las calles a través de actos de desobediencia civil contra la censura y el ataque a las libertades civiles, o la creación de “ciudades santuario”. Y todo ello deberá realizarse como siempre se ha hecho: construyendo relaciones personales y cercanas. Quizás no seamos capaces de salvarnos a nosotros mismos - sobre todo por el rechazo de las élites a hacerse cargo de los estragos del cambio climático- pero podemos crear espacios de resistencia donde la verdad, la belleza, la empatía y la justicia perduren.
Fuente del artículo original en inglés: http://www.truthdig.com/articles/permanent-lie-deadliest-threat/
Traducción: Iker Jauregui
Fuente http://www.sinpermiso.info/textos/la-mentira-permanente-nuestra-amenaza-mas-mortifera
Nota del blog ..
Del autor del artículo
ya había publicado aquí una reseña de su demoledora critica en el libro
"La muerte de la clase liberal", Chris Hedges.
Capitan Swing, Madrid, 2015, traducción de Jesús Cuellar