Los derechos sociales en la Constitución de 1978
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La Constitución de 1978 acoge una concepción
escisionista o fragmentaria de los derechos fundamentales que entronca
con la vieja lógica individualista inspiradora del Estado liberal de
Derecho. Mientras los derechos individuales se encuentran plenamente
positivizados y gozan del máximo nivel de protección jurídica, la
mayoría de los derechos sociales se consideran simples principios
programáticos cuya eficacia depende de lo que establezcan las leyes que
los desarrollen. Se trata, como hemos visto, de una opción legislativa
basada en supuestos ideológicos más que en criterios jurídicos, que se
impuso inexorablemente en el curso de una transición política
hegemonizada por fuerzas muy conservadoras vinculadas a la dictadura.
El reconocimiento de los derechos sociales trasluce un garantismo
jurídico débil que resta fuerza normativa a la Constitución y otorga al
legislador un amplio margen de discrecionalidad para delimitar y
regular las condiciones de su ejercicio, devaluando el valor de la
Constitución como norma suprema del ordenamiento jurídico. En
efecto, la Constitución distribuye los derechos sociales en tres
grandes categorías, atendiendo al nivel de protección y eficacia
jurídica dispensado en cada caso. El primer grupo está constituido por
un reducido elenco de derechos sociales que la Carta Magna eleva a la
categoría de fundamentales: el derecho a la educación (artículo 27.1
CE), el derecho de libertad sindical (artículo 28.1 CE) y el derecho de
huelga (artículo 28.2 CE). En caso de vulneración, el legislador rodea
estos derechos del máximo nivel de protección y garantías
constitucionales, habilitando un procedimiento preferente y sumario
ante los tribunales ordinarios, así como la posibilidad de interponer
recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional (artículo 53.2 CE).
Además, en este ámbito rige una estricta reserva de ley orgánica, cuya
aprobación exige el pronunciamiento favorable de la mayoría absoluta
del Congreso (artículo 81 CE). Por último, pero no por ello menos
importante, la reforma constitucional de estos preceptos se canaliza a
través del procedimiento extraordinario establecido en el artículo 168
CE, que, entre otros aspectos, exige una mayoría de dos tercios de
ambas Cámaras y su ratificación mediante referéndum.
Frente a
la protección extraordinaria que nuestra Constitución otorga a los
derechos fundamentales, existe un segundo grupo de derechos que recibe
un nivel de protección ordinario o intermedio, relevante y
significativo desde un punto de vista jurídico, pero mucho menos eficaz
que el anteriormente delineado. Nos estamos refiriendo, claro está, a
los derechos de los ciudadanos reconocidos en la Sección II del
Capítulo II del Título I de la Constitución, que incluyen tres
importantes derechos sociales: el derecho al trabajo (artículo 35.1
CE), el derecho a la negociación colectiva (artículo 37.1) y el derecho
a adoptar medidas de conflicto colectivo (artículo 38.2). De acuerdo
con el artículo 53.1 CE, estos derechos vinculan a los poderes públicos
y se encuentran sometidos al principio de reserva de ley ordinaria,
que en todo caso debe respetar el contenido esencial de los mismos so
pena de inconstitucionalidad[1]. La reforma constitucional sigue el
procedimiento ordinario estipulado en el artículo 167 CE, lo que
significa que, en última instancia, podrá ser aprobada por mayoría de
dos tercios del Congreso de los Diputados y mayoría absoluta del
Senado, debiendo someterse a referéndum cuando así lo soliciten una
décima parte de los miembros de cualquiera de las Cámaras.
Finalmente,
junto a los derechos fundamentales y a los derechos de los
ciudadanos, nuestra Carta Magna añade un último grupo de derechos
específicamente sociales que apenas gozan de protección jurídica y se
encuentran incluidos en el Capítulo III del Título I, bajo la rúbrica
“Principios rectores de la política social y económica”. Anotemos
brevemente y a título ejemplificativo los principales derechos sociales
incluidos en este Capítulo, reparando en la flexibilidad de la fórmula
empleada por el legislador constitucional, que, salvo excepciones,
recurre a mandatos de carácter programático y encomienda a los poderes
públicos el establecimiento de las condiciones que deben regir su
ejercicio:
Los poderes públicos
“aseguran la protección social, económica y jurídica de la familia” (artículo 39.1 CE).
Corresponde a los mismos velar
“por la seguridad e higiene en el trabajo” y garantizar
“el
descanso necesario, mediante la limitación de la jornada laboral, las
vacaciones periódicas retribuidas y la promoción de centros adecuados” (artículo 40.2 CE).
Los poderes públicos
“mantendrán
un régimen público de Seguridad Social para todos los ciudadanos que
garantice la asistencia y prestaciones sociales suficientes ante
situaciones de necesidad, especialmente en caso de desempleo” (artículo 41 CE).
Se reconoce y ampara
“el derecho a la protección de la salud” (artículo 43.1 CE). No obstante, compete a los poderes públicos
“organizar y tutelar la salud pública a través de medidas preventivas y de las prestaciones y servicios necesarios” (artículo 43.2 CE).
Los poderes públicos
“promoverán y tutelarán el acceso a la cultura” (artículo 44.1 CE).
Se reconoce el derecho a disfrutar de
“un medio ambiente adecuado para el desarrollo de la persona” (artículo 45.1 CE), correspondiendo a los poderes públicos velar
“por
la utilización racional de todos los recursos naturales, con el fin de
proteger y mejorar la calidad de la vida y defender y restaurar el
medio ambiente” (artículo 45.2 CE).
Se reconoce y
proclama el derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada,
encomendándose a los poderes públicos la misión de promover
“las condiciones necesarias y […] las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho” (artículo 47 CE).
Los poderes públicos
“garantizarán,
mediante pensiones adecuadas y periódicamente actualizadas, la
suficiencia económica a los ciudadanos durante la tercera edad” (artículo 50 CE).
La
técnica legislativa utilizada en este Capítulo es coherente y se
corresponde con los mecanismos de tutela arbitrados por el artículo
53.3 CE, donde se establece que el reconocimiento, el respeto y la
protección de los principios que hemos enunciado
“informarán la legislación positiva, la práctica judicial y la actuación de los poderes públicos”, pero
“sólo podrán ser alegados ante la Jurisdicción ordinaria de acuerdo con lo que dispongan las leyes que los desarrollen”.
Cabe concluir, por tanto, que las autoridades judiciales,
administrativas y políticas deben adecuar sus actuaciones a los
principios rectores de la política económica, y que si una ley vulnera
el contenido esencial de los mismos podría ser declarada
inconstitucional por el Tribunal Constitucional[2]. Pero, comparada con
las garantías que nuestra Constitución reserva a los derechos
fundamentales y libertades públicas, la protección dispensada a la
mayor parte de los derechos sociales supone una tutela devaluada y
completamente dependiente de su desarrollo legislativo.
Es
verdad que, en sus orígenes, la Constitución de 1978 aparecía a los
ojos de muchos observadores como una norma relativamente abierta en lo
que atañe a la definición del modelo económico. La función social de la
propiedad (artículo 33.2 CE) o el sometimiento de la libertad de
empresa a las exigencias de la de la planificación (artículo 38 CE),
por mencionar dos aspectos de la llamada “constitución económica”,
hacían pensar en un marco flexible y amplio susceptible de evolucionar
hacia diversas formas de economía mixta, siempre que fuesen compatibles
con los principios y las normas constitucionales. Desde este punto de
vista, la Constitución admitiría distintas opciones ideológicas y
posibilitaría un cierto grado de pluralismo económico, evitando
sancionar un modelo específico y determinado. Se trataría, en
definitiva, de una constitución democrática y social abierta a “un
marco de coincidencias suficientemente amplio como para que dentro de
él quepan opciones políticas de muy diferente signo”[3].
Sin
embargo, la apertura inicial del texto constitucional se redujo
progresivamente desde su entrada en vigor, desvirtuando sustancialmente
el
telos económico de la Constitución. La jurisprudencia del
Tribunal Constitucional contribuyó a este proceso mediante diversas
interpretaciones que debilitaron la fuerza normativa de la constitución
económica y posibilitaron su vaciamiento a manos del legislador.
Recordemos, por ejemplo, que el artículo 9.2 CE, inspirado en el
artículo 3º de la Constitución italiana de 1947, encomienda a los
poderes públicos
“promover las condiciones para que la libertad y la
igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y
efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud
y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida
política, económica, cultural y social”. El precepto, de
extraordinaria importancia política, reconoce la existencia de una
discordancia entre los derechos constitucionales y la realidad social,
instando a los poderes públicos a
“remover los obstáculos” que dificultan su operatividad real y a promover la participación de todos en la economía y en la sociedad.
Pues
bien, la STC 8/1986, de 21 de enero, declaró la incompetencia del
Alto Tribunal para determinar las medidas concretas que corresponde
adoptar al legislador en cumplimiento del deber de promoción de la
igualdad efectiva que le impone el artículo 9.2 CE. Este criterio ha
permitido al Tribunal Constitucional limitar el potencial transformador
del precepto al que nos referimos, cuya eficacia real depende
exclusivamente de la voluntad política de los órganos legislativos, sin
posibilidad de control jurisdiccional. Y lo mismo ocurre con los
principios rectores de la política social y económica, cuya específica
naturaleza “hace improbable que una norma legal cualquiera pueda ser
considerada inconstitucional por omisión, esto es, por no atender,
aisladamente considerada, el mandato a los poderes públicos y en
especial al legislador, en el que cada uno de esos principios por lo
general se concreta”[4]. En definitiva, el Tribunal Constitucional ha
llevado hasta sus últimas consecuencias la devaluación de los derechos
sociales, negando incluso que se trate de auténticos derechos
subjetivos y afirmando que carecen de la nota de aplicabilidad
inmediata que caracteriza a los derechos constitucionales[5].
Este
criterio hermenéutico, sin duda tributario de las concepciones
individualistas anteriormente evocadas, no ha impedido que, en la
práctica, la protección especial y reforzada que contempla el artículo
53.2 CE se extienda a ciertos derechos sociales que guardan una
conexión estrecha con algunos derechos fundamentales. Destaquemos, por
ejemplo, la copiosa jurisprudencia del Tribunal Constitucional que
extiende la protección de la libertad sindical a la negociación
colectiva entre empresarios y trabajadores, en coherencia con lo
establecido en el artículo 2.2 de la Ley Orgánica 11/1985, de 2 de
agosto, de Libertad Sindical[6]. O la que establece una conexión
directa entre el derecho fundamental a la integridad física (artículo
14 CE) y el derecho a disfrutar de un medio ambiente adecuado (artículo
45.1 CE) cuando la lesión o menoscabo de éste último entrañe un
peligro grave para la salud de las personas. Sin embargo, estos casos
constituyen la excepción y no la regla, que continúa siendo una
protección ineficaz y devaluada de los derechos sociales, reducidos a
la condición de principios meramente orientadores de las políticas
públicas.
De hecho, el Tribunal Constitucional ni siquiera ha
tenido en cuenta el principio de progresividad reconocido en el
artículo 2.1 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y
Culturales (PIDESC), ratificado por España en 1977, y la prohibición
de regresividad que se deriva del mismo, que veda a los Estados
firmantes la posibilidad de adoptar medidas legislativas que afecten
negativamente a las condiciones de disfrute y protección de los
derechos sociales. Como ha señalado el Comité de Derechos Económicos,
Sociales y Culturales (CDESC), cualquier medida deliberadamente
regresiva en este ámbito requerirá “la consideración más cuidadosa” y
deberá “justificarse plenamente por referencia a la totalidad de los
derechos previstos en el Pacto y en el contexto del aprovechamiento
pleno del máximo de los recursos de que se disponga”[7]. Pues bien, el
Tribunal Constitucional ha negado toda virtualidad a esta prohibición,
abriendo la puerta a regulaciones cada vez más restrictivas de los
derechos sociales reconocidos en la Constitución[8].
Cabe
concluir, por tanto, que la transición política supuso un
desplazamiento de la frontera entre el Estado y el mercado muy
favorable a este último, impidiendo que otras opciones políticas
pudieran abrirse paso en el transcurso del proceso constituyente. Las
posteriores interpretaciones del Tribunal Constitucional insistieron en
este camino, contribuyendo al fracaso de la cláusula del Estado social
recogida en la Constitución. Sin embargo, llegados a este punto, hay
que advertir que la degradación de los derechos sociales no se explica
solamente por las deficiencias normativas e interpretativas que hemos
tenido ocasión de ver. La abolición del constitucionalismo social y su
sustitución por un orden nuevo completamente dominado por el mercado
están relacionados con la integración de España en un espacio económico
específicamente diseñado para convertir el neoliberalismo en la base
del orden social, con valor materialmente constitucional. Cada vez es
más difícil ocultar que el proceso de integración europea ha supuesto
una verdadera mutación constitucional.
Notas:
[1] Recordemos que, de acuerdo con la conocida doctrina del Tribunal
Constitucional, el contenido esencial de un derecho se refiere a
“aquella parte del contenido del derecho que es absolutamente necesaria
para que los intereses jurídicamente protegibles, que dan vida al
derecho, resulten real, concreta y efectivamente protegidos. De este
modo, se rebasa o se desconoce el contenido esencial cuando el derecho
queda sometido a limitaciones que lo hacen impracticable, lo dificultan
más allá de lo razonable o lo despojan de la necesaria protección”:
vid. STC de 8 de abril (RTC 11/1981), cuyas tesis se reiteran, entre
otras, en las SSTC de 5 mayo de 1986 (RTC 53/1986) y 3 de febrero de
1989 (RTC 27/1989).
[2] Sobre la eficacia de los principios
rectores de la política social y económica, puede consultarse el
clásico trabajo de DE JUAN ASENJO, O.
La Constitución Económica Española. Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1984; pp. 120 y ss.
[3] STC de 8 de abril (RTC 11/1981). La doctrina constitucional ha
insistido en que nuestra Carta Magna incorpora una constitución
económica de compromiso: vid., entre otros, DE JUAN ASENJO, O., op.
cit., p. 47.
[4] STC de 20 de febrero (RTC 45/1989).
[5] Vid., entre otras, SSTC de 14 de febrero de 1991 (RTC 36/1991) y 12 de diciembre de 2007 (RTC 247/2007).
[6] Como ha señalado el Tribunal Constitucional, el derecho a la
negociación colectiva no constituye por sí mismo un derecho fundamental
susceptible de amparo constitucional, al no estar incluido en la
Sección 1 del Capítulo 2 del Título I (artículos 14 a 28 CE) (SSTC
118/1983, de 13 de diciembre; 45/1984, de 27 de marzo; 98/1985, de 29
de julio; 208/1993, de 28 de junio). Sin embargo, no es menos cierto
que el derecho a la negociación colectiva de los sindicatos se integra
en el de libertad sindical, como una de sus facultades de acción
sindical y como contenido de esa libertad, en los términos en que la
misma les sea otorgada por la normativa vigente, pues así resulta de lo
dispuesto en los artículos 7 y 28.1 CE. La jurisprudencia es
concluyente en este sentido: SSTC 4/1983, de 28 de enero; 118/1983, de
13 de diciembre; 73/1984, de 27 de junio; 184/1991, de 30 de
septiembre; 173/1992, de 29 de octubre; 105/1992, de 1 de julio;
208/1993, de 28 de junio; y 80/2000, de 27 de marzo.
[7] CDESC. Observación General Nº 3:
La índole de las obligaciones de los Estados Partes (párrafo 1 del artículo 2 del Pacto) . E/1991/23, 14 de diciembre de 1990, párr. 9.
[8] Por ejemplo, a juicio del Tribunal Constitucional, el derecho de
los jubilados a la revalorización de las pensiones reconocido en el
artículo 50 CE no significa “que la Constitución obligue a que se
mantengan todas y cada una de las pensiones iniciales en su cuantía
prevista ni que todas y cada una de las ya causadas experimenten un
incremento anual” (STC 134/1987, de 21 de julio). Por el contrario,
corresponde exclusivamente al legislador “determinar el alcance del
derecho de los ciudadanos a obtener y la correlativa obligación de los
poderes públicos de otorgar una pensión durante la tercera edad,
estableciendo los requisitos y condiciones que se precisen para hacer
efectivo ese derecho” (STC 114/1987, de 6 de julio).
Texto del Capítulo IV.3 del libro de Manolo Monereo y Héctor Illueca, España. Un proyecto de liberación.