El otoño rojigualdo. Una alucinación colectiva
Por Daniel Bernabé
El proceso
independentista catalán está teniendo, de momento, unos resultados
desastrosos. Tras la proclamación simbólica de la república, la excusa
para el 155, previsto de cualquier forma, estaba dada. La Generalitat
fue intervenida y cualquier poder administrativo que pudiera tener su
Gobierno fue disuelto. Sin reconocimiento internacional, capacidad de
financiación y control del territorio y fuerza pública no había ninguna
posibilidad de éxito. La resistencia civil y la desobediencia, sin nada
de lo anterior, eran poco más que una invitación al martirio. El camino
de la unilateralidad, por otro lado el único disponible para una
secesión en España, hubiera requerido de forma ineludible de estos
condicionantes para hacerse efectivo.
Sin embargo, nadie en la Generalitat contempló realmente nunca esta situación. El procés, que
lógicamente la CUP dio por acabado al sucederse el referéndum, nunca
terminó y continuó con su estrategia de dar pasos hacia delante, hacia
un lugar al que se llegó pero donde, materialmente, aún no se podía
llegar. La intención era que algo se conseguiría desde el Gobierno
central. Hoy la mayor parte del Ejecutivo catalán está en la cárcel y su
presidente en el limbo belga con la estrategia de internacionalizar el
conflicto.
La lectura del independentismo procesista fue
errónea, no por carecer de plan b para una independencia que nunca
creyeron conseguir inmediatamente, sino por pensar que el régimen del
78, débil, necesitaría dialogar de algún modo para no perder Cataluña.
La negociación hubiera sido necesaria para resolver el problema, no para convertirlo en el 23-F de Felipe VI.
El
bloque monárquico, por otro lado, hoy parece triunfante tan solo por su
único éxito real: la alucinación colectiva que han conseguido imponer a
la sociedad española. Nadie se hace ya la única pregunta capital que
merece la pena contestarse: ¿por qué más de dos millones de catalanes son independentistas? La
respuesta ha dejado de interesar una vez que la política ha sido
emparedada entre el legalismo y la represión. Precisamente la legalidad,
que tanto se ha enarbolado, ha sido retorcida para encarcelar a los
líderes sociales y parlamentarios del independentismo, quedando expuesto
el carácter parcial del sistema judicial, eso sin todavía conocer el
resultado de la extradición desde Bélgica.
Los
cuerpos de seguridad no solo se mostraron incapaces de parar la
votación del 1 de octubre, a pesar de la violencia desmedida, sino que
además han dejado un goteo de irresponsabilidades, desde el “a por
ellos” hasta las mofas hacia Junqueras, que ponen en entredicho su
profesionalidad. El sistema mediático, ya con una credibilidad
cuestionable, se ha cerrado en banda convirtiéndose en poco más que un
altavoz orgánico del Estado. Las bandas de ultraderecha han hecho su
aparición a la vista de todos llenando de agresiones las calles de medio
país.
Respecto a los partidos
del bloque, Ciudadanos, el presunto relevo centrista, moderno y moderado
del PP, ha dejado libre su pulsión extremista, sobrepasando a personajes tan escorados a la derecha como Albiol.
El PSOE del Sánchez renacido ha resultado una mera comparsa
oportunista, primero incluso apuntándose a las banderas blancas del
diálogo, para acabar fingiendo ser el freno de un PP a todas luces
acelerado. Ha sido Rajoy, junto con la CUP, el único
protagonista coherente en todo este asunto, haciendo justo lo que se
esperaba de él: nada. Al menos ha sido más moderado
retóricamente que la mayoría de su partido, que ha mostrado su espíritu
más autoritario por boca de Casado. El rey apostó por la continuidad de
su corona vinculada al plan restauracionista, no por desempeñar el papel
de mediador tan pregonado por los periodistas de cámara.
Y
todo esto, ¿para qué? Para volver a un punto peor que el de partida en
las elecciones catalanas del 21 de diciembre que, según todas las
encuestas publicadas hasta el momento, no variarán el mapa político. El 22, pase lo que pase, Cataluña no habrá estado nunca tan lejos del resto del país.
Les recuerdo, por cierto, que de las tres últimas citas electorales
unas se tuvieron que “repetir” para evitar la entrada de Podemos en el
Ejecutivo, las siguientes se resolvieron tras el golpe en Ferraz y estas
han sido convocadas de forma excepcional tras el 155. Y es que esa es
justo la palabra para definir, no solo la crisis catalana, sino la
situación en la que ha entrado la política española desde hace unos
años: la de un estado de excepcionalidad permanente.
En
principio lo esperable es que tras una crisis económica soterrada con
medidas austericidas, unas instituciones podridas por la corrupción, una
quiebra territorial gravísima y una respuesta violenta y autoritaria a
la misma, es decir, con todo el panorama visto en los últimos párrafos,
la ciudadanía se hubiera girado no solo hacia los actuales gobernantes,
sino hacia sus socios e incluso hacia la Corona y hubiera dicho basta.
Basta de hablar de soberanía nacional cuando la misma se entregó
servilmente a los banqueros alemanes, basta de hablar de justicia
fulminante cuando esta se ha mostrado débil y timorata contra los
patriotas con cuentas en Suiza, basta de hablar de egoísta burguesía
catalana cuando toda, la catalana y la española, unió fuerzas en la
represión de las protestas sociales. Basta de dar palos a la gente en
Barcelona, Murcia o Madrid. Y sí, esto hubiera sido lo esperable para un
observador externo que desconociera qué llevaba cocinando a fuego lento
la derecha estas últimas dos décadas y qué efecto ha tenido en la
sociedad española.
Este otoño
rojigualdo es el 15-M que la derecha llevaba esperando mucho tiempo.
Permítanme la comparación, pese a saber las enormes diferencias entre un
momento y otro, puesto que los resultados están siendo complementarios
por oposición: mientras que la indignación del 2011 fue la cabeza de
playa para un movimiento destituyente al régimen del 78, la del 2017 es
la punta de lanza para su restauración bajo unas coordenadas aún más
conservadoras.
La mayor
diferencia es que mientras que la primavera española fue un movimiento
más o menos autónomo, este otoño patriótico está siendo completamente
dirigido por el régimen del 78 para canalizar el descontento de la
población contra el independentismo (y no nos engañemos, contra la
propia idea de lo catalán). Lo cual no implica que ambos escenarios sean
transversales, tanto a nivel de clase como de ideología. En el actual,
si bien los participantes más efusivos –aquellos que acuden a las
manifestaciones y cuelgan su bandera en el balcón– son seguramente
votantes convencidos de derechas, se ha producido un efecto arrastre por
saturación que ha acabado por convencer o desactivar a ciudadanos
progresistas que no han encontrado una posición en la que situarse.
Y
aquí está una de las claves del asunto. Mientras que el 15-M rompió con
el eje ideológico por tratarse de un movimiento de radicalidad
representativa y estar impulsado, en un primer momento, por un
descontento de aspiraciones truncadas de clase media, joven y poco
identificada con la izquierda tradicional, el otoño rojigualdo pretende pasar por algo desideologizado y no nacionalista, tan solo como la reacción natural de la gente al ver en peligro su democracia amenazada por el “desafío separatista”.
Es
cierto que el discurso de la legalidad ha sido imbatible. De nada ha
valido hacer notar la hipocresía de los corruptos o que, si bien la
política debe estar regida por una norma constitucional, es tan
peligroso como tramposo limitar la solución de los conflictos a una
norma profundamente ideológica, blindada al cambio y nacida en un
contexto de vigilancia militar franquista. Lo cierto no es que, de
repente, la sociedad española se haya vuelto amante de la Constitución,
sino que eso llamado legalidad ha valido como la coartada retórica
perfecta para evitar el debate sobre las causas profundas de la
situación.
Pero si hay un
elemento que está haciendo de este otoño rojigualdo una verdadera
alucinación colectiva ese es el españolismo. No hablamos de un
sentimiento de pertenencia al país más o menos marcado, de un aprecio
por las tradiciones, símbolos o características nacionales, sino de unaideología reaccionaria, excluyente e interesada que
las clases dirigentes requirieron desarrollar especialmente tras el
Desastre de 1898. Si el españolismo contó con la mitología de la
Reconquista y la incorrecta asimilación del Imperio Español al país
contemporáneo, la derecha actual entendió hace un par de décadas que
para su renacimiento harían falta más materiales.
El
primero fue toda una corriente revisionista que transformó la dictadura
franquista en un mal necesario, casi un hecho apropiado que nos libró
del comunismo. Un tiempo de desarrollo, de extraordinaria placidez, que
situó, adivinen, los intereses de España por encima de todo. La razón no
fue solamente sentimental, de obvios lazos familiares, sino de permitir
a la derecha jugar con la idea del españolismo sin miedo a mancharse.
El segundo material fue recuperar una bandera, que permanecía
arrinconada en los cuarteles y edificios oficiales, a la que la
población no miraba con hostilidad pero tampoco con simpatía. Si Aznar
dio el pistoletazo de salida con su gigantesca Rojigualda en la plaza de
Colón, fueron los éxitos deportivos de la primera década de siglo los
que normalizaron su uso.
El
problema no reside en la bandera en sí misma, ni en su utilización
festiva, sino en el perverso uso político que se ha hecho de este
mecanismo de asimilación. Si España, como concepto, no despertaba
grandes furores patrióticos, gracias a los éxitos deportivos empezó a
ser algo triunfante con lo que identificarse, de una forma primaria y
emocional, aunque efectiva. Una vez conseguido este objetivo el
siguiente paso del españolismo fue asociar su idea de país,
involucionista y excluyente, con la totalidad de España, logrando así
que un movimiento independentista no se perciba como un problema
territorial político, sino como un ataque al orgullo individual del
ciudadano. Pero no solo. Cualquier crítica a su clase dirigente seguirá
el mismo camino y será entendida como un ataque a la nación en su
conjunto. La estrategia no es nueva, se utilizó durante el franquismo,
donde existían los españoles de bien y el resto, elementos con
intenciones oscuras que no luchaban contra la dictadura sino contra la
propia España.
La absurda polémica con la camiseta de la selección de fútbol demuestra el
histerismo del sector que domina la narrativa del españolismo, pero
también la enorme importancia que el deporte tiene para su estrategia.
De hecho, la presunta bandera republicana que aparece en la enseña –una
divertida casualidad cromática, poco más– no se explica como una idea
diferente de España, sino como una idea contra España. Triste destino
para la parte más honrada y decente de este país que aún permanece
enterrada en las cunetas.
La
ausencia de un discurso alternativo ha hecho que la alucinación
colectiva parezca aún más fuerte. Si la izquierda es incapaz de situar
en primer plano del debate público el conflicto de clase (al fin y al
cabo el que le da naturaleza) debe pensar en las maneras de disputar el
concepto de país a la derecha: aceptar el papel hispanófobo y traidor del que injustamente ha sido acusada, situarse voluntariamente a la contra, le pasará una factura durísima.
En
este artículo se han repetido insistentemente las ideas que destapan al
españolismo como una coartada para tapar con la bandera los intereses
de clase de la burguesía española. Pero hará falta algo más que esto y
que la adaptación de símbolos y palabras, algo percibido como una
artificialidad y un volantazo por la población. Ni a Carrillo le valió envolverse en la rojigualda ni a Podemos usar patria como un significante vacío.
Existe
una riquísima tradición cultural republicana española que parte del XIX
y que ha sido olvidada por la izquierda actual que puede hacer frente a
esa rancia mitología de arcabuces oxidados.
Las
banderas desteñirán, tarde o temprano, en los balcones. Será entonces
cuando toque hablar del país real, cuando la alucinación colectiva
llegue a su fin. Aguanten, los despertares más duros son los más
furiosos.
Articulo en ...
https://www.lamarea.com/2017/11/08/el-otono-rojigualdo-una-alucinacion-colectiva/
Ciudadanos se suma a la manifestación identitaria de la
ultraderecha valenciana
http://www.publico.es/politica/ciudadanos-suma-manifestacion-identitaria-ultraderecha-valenciana.htm
Las principales organizaciones regionalistas – Som
Valencians, el GAV, Lo Rat Penat y la Real Academia de Cultura Valenciana-
rechazan secundar la convocatoria lanzada por el falangista Sentandreu, a la
que se han sumado Ciudadanos, VOX, España 2000.