El militarismo en la Constitución de 1978
José Luis Gordillo
Sábado 19 de marzo de 2011
Si por militarismo entendemos, como mínimo, la influencia
del ejército en la Orientación política del Estado (1), todo el mundo estará de
acuerdo en que España, desde el siglo XIX, se encuentra entre los Estados
europeos más militaristas. El protagonismo político de la milicia alcanzó su
cenit con la dictadura franquista. En ella los mandos militares, además de
tener mucha influencia en las instituciones, consiguieron que sus concepciones
sobre el orden y la jerarquía impregnasen a la sociedad entera. El franquismo
fue como un inmenso cuartel dirigido por un general que ejercía su poder
despótico gracias una larga cadena de medianos y pequeños dictadores: el
gobernador civil, el alcalde, el obispo, el capataz de la fábrica, el jefe de
la oficina, el director del hospital, el rector de la universidad, el decano de
la facultad, el director del instituto, el maestro, el padre de familia... De
todos ellos se esperaba que tratasen a sus inferiores como los oficiales a sus
soldados.
La oposición a la dictadura fue socavando esa estructura
social a través de una larga «guerra de posiciones» que dio sus frutos en la
etapa final del franquismo. Pero, con todo, el ejército todavía era al inicio
de la transición un peligroso polo de poder que nadie podía ignorar. La táctica
de la oposición antifranquista consistió, primero, en intentar dividir al
ejército apoyando la creación de la UMD (Unión Militar Democrática) y después,
a la vista de que este grupo de militares demócratas fue detenido, encarcelado
y expulsado de las fuerzas armadas, en alcanzar alguna clase de pacto con la
cúpula militar encabezada por el rey. Los pequeños partidos de izquierda
radical, que no quisieron entrar en el juego del consenso por arriba y la
desmovilización por abajo, intentaron poner en pie organizaciones clandestinas
de soldados con la esperanza de que llegasen a ser frenos internos a la
vocación intervencionista del ejército, pero también fueron objeto de una
concienzuda y eficaz represión (2). A la hora de la verdad, nada pudo evitar
que la transición se llevara a cabo bajo la sombra de un conservador «partido
militar”, como lo ha denominado Juan Ramón Capella (3), y que éste actuase como
una de las partes contratantes en el proceso de reforma del franquismo.
Las declaraciones del teniente general Mena, realizadas en
la pascua militar de 2006, en las que criticaba el proyecto de nuevo Estatuto
catalán y amenazaba con una intervención del ejército en virtud de lo
establecido en el artículo 8 de la Constitución, volvieron a dejar constancia
de que, por desgracia, el militarismo no era un problema de un pasado lejano.
España desde la transición tiene pendiente un debate sereno y racional sobre la
distribución territorial del poder político. Y es evidente que la discusión
pública generada por el nuevo Estatuto catalán estuvo lejos de reunir tales
características. Las condiciones ambientales no permitieron discutir en serio
sobre naciones, competencias, reparto del dinero público o sobre si Unió
Democrática de Catalunya y el «sector negocios» de Convergència reclamaban más
soberanía fiscal para que las empresas con sede en Cataluña pagasen más o menos
impuestos.
El momento sociopolítico no fue propicio para ello y,
además, para muchas personas de buena fe no se discutió sobre la estructura
deseable del poder político, sino sobre algo más huidizo, inaprensible y
emotivo: la identidad, las raíces culturales, los sentimientos de pertenencia,
la propia autoestima, etcétera.
Ahora bien, harina de otro costal fue la irrupción en la
escena de los militares diciendo, directa o indirectamente, que de todo eso no
se podía ni hablar porque a ellos les parecía inconstitucional, que es lo que
vino a decir el teniente general Mena cuando invocó el artículo 8. Y vale la
pena recordar que, tres meses antes que el prejubilado Mena, también el rey
vestido de capitán general clamó por la «indivisible unidad de la nación
española» (4). Fueron dos síntomas claros de la persistencia de un tipo de
militarismo que la Constitución de 1978 no contribuyó, precisamente, a
desterrar.
La monarquía según la Constitución
De acuerdo con el artículo 56.1 de la Constitución: «El Rey
es el jefe del Estado, símbolo de Su unidad y permanencia, arbitra y modera el
funcionamiento regular de las instituciones, asume la más alta representación
del Estado en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de
su comunidad histórica, y ejerce las funciones que le atribuyen expresamente la
Constitución y las leyes». Entre estas funciones se encuentran la de «hacer
guardar» la propia Constitución (art. 61) y la de ejercer el mando supremo de
las Fuerzas Armadas (art. 62 h). Estas tienen la insólita misión de defender el
ordenamiento constitucional, además de garantizar la soberanía e independencia
de España y defender su integridad territorial, de acuerdo con lo establecido
en el artículo 8. La Constitución, por otra parte, convierte al rey (art. 56.3)
en irresponsable, jurídicamente hablando se entiende. Por ello sus actos deben
estar siempre refrendados por otras autoridades (presidente del gobierno,
ministros, presidente de las Cortes), que son las que asumen la responsabilidad
jurídica y política de los mismos. Eso, entre otras cosas, comporta que ningún
tribunal español pueda aceptar una demanda contra el rey, ni siquiera en el
supuesto de que existiesen indicios racionales de su participación en cualquier
clase de delito, lo que incluye un delito tan grave como el de rebelión del
artículo 472 del Código Penal.
Muchos profesores, políticos y periodistas se han empeñado
en interpretar que el rey, Según la Constitución, no detenta poder alguno o, al
menos, ninguno verdaderamente importante para el funcionamiento del sistema
político. Que el rey constitucional es, por decirlo de otra manera, un rey decorativo
que no se mete en política. En su opinión, todas las funciones que le asigna la
Constitución se deben entender como honoríficas o protocolarias, no como
efectivas. Sin embargo, los mismos profesores, políticos y periodistas no se
cansan de alabar la actuación del rey durante el golpe del 23-F y ninguno de
ellos se ha atrevido a calificarla de anticonstitucional, lo cual contradice
sus propias tesis, puesto que si el rey jugó algún papel relevante entonces fue
precisamente porque ejerció un mando efectivo y no honorífico sobre el
ejército. Esto no debe sorprender, pues la doctrina oficial de legitimación de
la monarquía ignora el principio de no contradicción. Es capaz de afirmar
Simultáneamente que el rey carece de poder y, al mismo tiempo, que ha ejercido
y ejerce una función decisiva para la continuidad del sistema político a partir
de un respeto escrupuloso de la Constitución (5).
Esta violación manifiesta de uno de los principios
elementales de la lógica tiene sus ventajas: de una contradicción, como se
sabe, se puede derivar cualquier conclusión, lo cual facilita mucho la tarea
propagandística de los pregoneros de la monarquía. Por ejemplo: ante el
argumento de que, si es verdad que el rey ejerce una función tan trascendental,
entonces sería preferible, en buena lógica democrática, que lo ejerciese una
persona elegida por el demos, se puede contestar que el cargo es importante
pero no conlleva el ejercicio de verdadero poder porque es honorífico. Y ante
el argumento de que un cargo honorífico es superfluo y en cuanto tal se puede
suprimir sin provocar ninguna alteración grave del estado de cosas existente,
se contesta que el cargo que ocupa el monarca es honorífico pero importante y,
por ello, que su supresión podría resultar traumática para el sistema político.
Conviene recordar, en consecuencia, que la violación del principio de no
contradicción casi siempre abre la puerta a la irracionalidad y a la tomadura
de pelo, y que estamos hablando de un problema serio que debe ser tratado
seriamente, sin hacer concesiones al oportunismo o al arribismo.
Tres décadas después de la coronación de Juan Carlos, la
interpretación del rey decorativo hace agua por todas partes porque choca con
numerosos datos de la realidad. Para empezar por el más evidente: el rey, en
tanto que personaje público especialmente mimado por los medios de
comunicación, acumula, gestiona detenta un inmenso poder simbólico (6). Nadie
que ocupe tanto espacio mediático como él puede dejar de hacerlo. Juan Carlos
ha ejercido y ejerce ese poder simbólico, con más o menos sutileza, a favor o
en contra de determinados objetivos políticos. En estos treinta años lo ha
utilizado, por ejemplo, para meter y mantener a España en la OTAN, para
obstaculizar el desmantelamiento de alguna de las bases yanquis, para influir
en la designación de los ministros de Defensa, para hacer negocios, para poner
vaselina a la participación de España en la ocupación de Iraq o para intentar
hacer las paces con Bush II —el Nerón del siglo XXI- tras la retirada de las tropas
españolas de ese desgraciado país. Y éstos sólo son unos pocos ejemplos
significativos. Otro dato a tener en cuenta es la sobreprotección
constitucional, penal y mediática del rey y su familia, a pesar de que —según
se empeñan en repetir sus hagiógrafos― carecen de poder y ocupan cargos
políticamente irrelevantes. Nunca nadie tan supuestamente irrelevante ha
recibido tanta protección. De hecho es más fácil reformar el Tribunal
Constitucional que la parte de la Constitución que consagra la escandalosa discriminación
que padecen las mujeres de la familia Borbón. Y es mucho más «barato»,
penalmente hablando, mofarse del presidente de gobierno, de los diputados o de
los presidentes autonómicos, que de la familia real. Lo que significa que
resulta más gravoso burlarse de los cargos no electos que de los que se ejercen
por haber ganado unas elecciones, un dato que debería inquietar a todos los
demócratas de verdad.
A los defensores de la tesis del rey decorativo les gusta
repetir aquella frase tan manida, según la cual el rey de una monarquía
parlamentaria «reina pero no gobierna». Conviene reflexionar en serio sobre que
eso también significa que el rey «no gobierna, pero reina». La legión de
profesores, políticos y periodistas que insisten en presentar a la familia real
como parte de la ornamentación del Estado tienden a despreciar, silenciar u
ocultar otra interpretación posible sobre la posición constitucional del
monarca: la del rey como un schmittiano guardián de la Constitución que es, al
fin y al cabo, lo que dice el artículo 61 que debe ser el rey. Ésa es la
opinión de Miguel Herrero de Miñón, uno de los redactores de la Ley de leyes y,
si hemos de hacerle caso, el responsable principal de la redacción del Título
II dedicado a la Corona. Según Herrero, la Constitución atribuye al rey la
función de ser el «magistrado para el estado de excepción» que, en supuestos de
crisis institucional grave, puede recurrir al ejército para hacer frente a
«toda amenaza a la existencia misma de la Nación» y a todo intento de
«subversión» (7). Ser titular de una prerrogativa de esta naturaleza es
detentar mucho poder. Herrero fundamenta esta prerrogativa en el juego
combinado del artículo 62h, el artículo 61 y el artículo 8, el ignominioso
artículo 8.
El ejército en la transición
El artículo 8 de la Constitución es consecuencia y reflejo
de la función política que los militares desempeñaron durante la transición. De
la misma forma que, según ese artículo, son ellos los custodios armados del
ordenamiento constitucional —una función que necesariamente exige decidir cuál
es la frontera entre lo constitucional y lo inconstitucional— también fueron
ellos, como se ha apuntado más arriba, los que establecieron entonces los
límites de la reforma del franquismo.
Hay una relación directa entre dicho artículo y el
comunicado hecho público por el Consejo Superior del Ejército, el 12 de abril
de 1977, para protestar por la legalización del PCE, en el que se mencionaban
los asuntos que para los mandos militares no podían ser objeto de negociación
en el proceso constituyente que se avecinaba. En la primera versión que se hizo
circular de ese comunicado se decía abiertamente, además, que el ejército haría
respetar esas exigencias recurriendo «a todos los medios a su alcance» (8) (lo
que incluía, pues, los carros de combate). Esos asuntos innegociables eran:
unidad de España, monarquía, bandera de los vencedores de la guerra civil y
«buen nombre» de las fuerzas armadas.
Lo del «buen nombre» implicaba exigir amnesia colectiva
–algo diferente a la amnistía ya pactada y decidida por entonces- sobre la
responsabilidad de los militares conservadores en el acoso y derribo de la
Segunda República, en el estallido de la guerra civil, en la participación
española en la segunda guerra mundial al lado de Hitler, en el sostenimiento de
la dictadura franquista y en la represión ejercida por ella. Esta última
responsabilidad era directa, ya que durante el franquismo muchos delitos
políticos se juzgaron por la jurisdicción militar (recuérdese los tristemente famosos
«sumarísimos»), la Guardia Civil era y es un cuerpo militar y la policía armada
y los servicios secretos siempre estuvieron dirigidos por oficiales del
ejército. Los últimos fusilamientos del franquismo, por ejemplo, fueron penas
impuestas en sendos juicios militares, al igual que la ejecución por garrote
vil de Salvador Puig Antich y Hein Chez, que estaba en el trasfondo de la “La
Torna“ de Els Joglars. La durísima reacción militar contra el estreno de esa
obra teatral, que llevó a la cárcel a buena parte de la compañía en el otoño de
1977, se explica tanto por ser un acto de desobediencia a la Orden militar de
amnesia colectiva, como, más en concreto, por el hecho de que quien inicia el
proceso fue Francisco Muro Jiménez (9), ponente de la causa seguida en 1973 por
el juzgado militar de Tarragona contra Hein Chez. El proceso, además, contó con
el apoyo decidido del capitán general de Cataluña, Coloma Gallegos, que había
sido ministro del Ejército en el gobierno franquista que dictó las penas de muerte
contra Puig Antich y contra el que en el sumario aparecía como Hein Chez.
El juicio militar contra Els joglars fue una prueba
fehaciente de la determinación de los mandos militares en tutelar todo el
proceso de reforma del franquismo. Por entonces era habitual hablar de una
democracia «vigilada» para describir la nueva situación política. No era ningún
eufemismo. Hubo supervisión militar directa -y no es un ejemplo menor- de las
primeras elecciones de junio de 1977. Un grupo de generales estuvo reunido durante
toda la noche electoral en la sede del cuartel general del ejército en Madrid,
para examinar con lupa los resultados de las votaciones a medida que éstos se
iban conociendo. Mientras tanto, diversas unidades militares (incluida la
División Acorazada Brunete) estaban acuarteladas y dispuestas para salir a la
calle en cuanto recibieran la orden correspondiente (10). Los mandos militares,
asimismo, participaron en la redacción de alguno de los artículos más sensibles
de la Constitución como, sin ir más lejos, el artículo 2, que consagra «la
indisoluble unidad de la Nación española” (11).
Más tarde, cuando ya se había aprobado la Constitución,
cuando comenzaba el rodaje del Estado de las Autonomías y cuando todavía no se
había decidido cuál debía ser la ubicación exacta de España en el bloque
militar occidental, el Estado Mayor del ejército dio un golpe de timón al
sistema político en la dirección señalada por los poderes nacionales e
internacionales (12). Lo hicieron mediante el pronunciamiento del 23-F. En éste
unos hicieron de policías «malos» y otros de policías «buenos». Entre ellos
discutieron, Se engañaron, negociaron y, salvo en unos pocos casos, se acabaron
perdonando los unos a los otros tras haber alcanzado los grandes objetivos en
los que todos estaban de acuerdo, como, por ejemplo, la entrada de España en la
OTAN O la necesidad de reconducir el sistema autonómico. Por otro lado, el 23-F
tuvo el efecto de acoquinar a la sociedad española. Casi todo el mundo se hizo
más sensato, moderado y conformista de lo que era antes de la asonada militar.
Sólo hace falta pensar que millones de personas, sentimentalmente republicanas
y de izquierdas, Se convirtieron en monárquicas o, al menos, en juancarlistas
(13). No hay dato mejor para ilustrar el giro social conservador que propició
el 23-F.
Con todo ello el ejército no hizo más que cumplir lo que
Franco había prometido al presidente norteamericano Richard Nixon en 1971, a
saber: que después de su muerte “el Ejército nunca permitiría que las cosas se
escaparan de las manos» (14). Algo con lo que ya debía contar el presidente
estadounidense, pues desde la firma del Convenio bilateral de Defensa, en 1953,
muchos oficiales españoles ampliaban su formación militar en Estados Unidos y
allí, de paso, se convertían en colaboradores de la CIA. A todos los efectos,
la dirección política del ejército y el gobierno de Washington fueron de la
mano durante todo el período de transición (15).
El rey y el artículo 8
El más ardoroso defensor de la inclusión del artículo 8 en
la Constitución fue precisamente Miguel Herrero de Miñón. Este miembro de la
Comisión Trilateral y brillante jurista es ahora Letrado Mayor del Consejo de
Estado y forma parte de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Entre
1976 y 1977 fue Secretario general técnico del Ministerio de justicia y, como
tal, colaboró muy activamente en la elaboración de la primera Ley de Amnistía,
de la Ley para la Reforma Política y de la Ley electoral que, con algunos
retoques, continúa vigente. También fue diputado por UCD, por Alianza Popular y
por el Partido Popular, así como uno de los «siete padres» redactores de la
Constitución. Su nombre apareció como posible ministro de Educación en la lista
del “non nato” gobierno del general Armada, esto es, del gobierno que debía
alumbrar el golpe del 23-F y que nunca vio la luz por culpa de la obcecación y
cortedad de miras del teniente coronel Tejero.
En los debates constituyentes, Herrero defendió la
introducción del artículo 8 en el Título preliminar de la Constitución, con la
consecuencia de que su reforma o supresión sólo se puede hacer por el
complicadísimo procedimiento del artículo 168. Lo justificó afirmando que en
España el ejército, no sólo era un cuerpo de la administración, sino «algo más»
(y esto lo dijo, seguramente, lanzando una mirada de complicidad a su
auditorio).
Herrero ha escrito varias veces sobre ese artículo. Una de
las últimas fue con motivo del escándalo provocado por las declaraciones del
teniente general Mena. Lo hizo en una tribuna de El País el 23 de enero de
2006. Ahí repitió sus argumentos de siempre, algunos de los cuales eran de
perogrullo desde una perspectiva democrática. Dijo, por ejemplo, que el
Tribunal Constitucional es quien debe dirimir en última instancia la
constitucionalidad o inconstitucionalidad de cualquier cambio legislativo
realizado por los cauces legales. O bien, que el ejército siempre debe estar
sometido al poder civil porque es el gobierno, a tenor de lo prescrito en el
artículo 97, quien dirige la política militar incluso en el supuesto que se
declare el estado de sitio. Ahora bien, junto a estas perogrulladas, Herrero
introdujo de refilón otra cuestión que pasó desapercibida a la mayoría de
comentaristas y tertulianos. Recordó que cuando el gobierno estuvo secuestrado
durante el 23-F, el ejército «bajo el mando supremo del Rey (art. 62h) estuvo a
la altura de las circunstancias para restablecer, de inmediato, el orden
constitucional amenazado».
Con ello Herrero hacía alusión, como quien no quiere la
cosa, a que el artículo 8 tiene una relación directa con la Corona. En efecto:
el rey, en tanto que jefe militar Supremo, también forma parte de ese ejército
que es «algo más» y cuya misión interna es custodiar las esencias de la
Constitución. Lo cual plantea un problema político de mucha enjundia: ¿qué tipo
de relación jerárquica existe entre el gobierno elegido por el Parlamento y ese
mando militar supremo, no elegido democráticamente por nadie, que también es
guardián de la Constitución? Si fuera de subordinación, como se debería deducir
del artículo 97, el rey sería un soldado más al servicio del poder civil y
cuando va vestido de militar se debería cuadrar ante el presidente del gobierno
y decirle algo parecido a aquello de «a las órdenes de usía». ¿Alguien ha visto
alguna vez una escena semejante? Nunca hemos visto nada parecido ni lo vamos a
ver. Herrero siempre ha dicho que, según la Constitución, el rey comparte el
mando efectivo del ejército con el gobierno, pero no está subordinado a él. Los
detractores de la tesis de Herrero en la doctrina constitucional, que son
legión, sin atreverse a afirmar que el reysoldado le debe obediencia al
gobierno (a quien por otro lado, rizando el rizo, él debe moderar y arbitrar),
han intentado remendar el desgarrón antidemocrático que es el artículo 8 con lo
que se decía más arriba: con el argumento de que el mando militar del rey no es
efectivo sino honorífico. Pero se trata de un parche muy mal cosido que, a lo
largo de un cuarto de siglo, ni siquiera ha conseguido alcanzar el estatus de
doctrina legal. En la última Ley de Defensa Nacional, aprobada a finales de
2005, se repite que el rey es el mando supremo de las Fuerzas Armadas, pero no
se aclara si es honorífico o efectivo, algo que perfectamente se podía haber
hecho.
Mientras no se derogue el antidemocrático artículo 8 y no se
transfiera al presidente de gobierno o al ministro de Defensa en exclusiva la
comandancia suprema del ejército (lo que incluye el mando efectivo, el
honorífico, el eminente, el protocolario y cualquier otro que nos queramos
inventar), no se podrá afirmar con verdad que el poder militar está totalmente
sometido al poder civil; en otras palabras: mientras continúen vigentes los
artículos 8, 62h y 61 de la Constitución, el militarismo continuará planeando
sobre las cabezas de los ciudadanos del Ruedo Ibérico, ni que Sea como una
amenaza latente.
Notas
1. Para una introducción al debate sobre el concepto de
militarismo véase]. Lleixà, Cien años de militarismo en España, Anagrama,
Barcelona, 1986, pp. 17-55.
2. Véase A. Pereda, La tropa atropellada, Revolución,
Madrid, 1984, pp. 83-134.
3. Véase J. R. Capella, «La Constitución tácita», en Id.
(ed.), Las sombras del sistema constitucional español, Trotta, Madrid, p. 22.
4. El País, 2 de octubre de 2005.
5. Véase, por ejemplo, G. Peces-Barba, «Boda real y
Constitución», en El País, 16 de junio de 2004.
6. Véase P. Bourdieu en «Sobre el poder simbólico», en
Intelectuales, política y poder, Eudeba, Buenos Aires, 2000, pp. 65-73.
7. Véase M. Herrero de Miñón, «Artículo 56. El Rey», en O.
Alzaga (dir.), Comentarios a la Constitución española de 1978 V, Edersa,
Madrid, 1996, p. 68.
8. Véase V. Prego, Así Se hizo la transición, Plaza &
Janés, Barcelona, p. 663.
9. Véase AA.VV, El torn de La Torna, Edicions 62, Barcelona,
2006, p. 73.
10. Véase A. Martínez Inglés, 23-F el golpe que nunca
existió, Foca, Madrid, 2001, pp. 37-59.
11. Véase]. M. Colomer, El arte de la manipulación política,
Anagrama, Barcelona, 1990, pp. 133-134.
12. Véase A. Grimaldos, La CIA en España, Debate, Barcelona,
2006, pp. 177-194.
13. Con el argumento de que el rey había «salvado la
democracia». Sin embargo, su estrecha relación con el golpista Armada dejaba
bastante margen para la duda a la hora de valorar su actuación. En el
transcurso del juicio posterior quedó claro que el rey había dado su permiso a
Armada para que acudiera a las Cortes, durante la tarde-noche del 23-F, a
proponerse como presidente de un gobierno de concentración nacional. Véase A.
Martínez Inglés, Op. cit., pp. 99-202; J. Palacios, 23-F: el golpe del CESID,
Planeta, Barcelona, 2001, y F. Medina, 23-F: la verdad, Plaza & Janés,
Barcelona, 2006.
14. Véase P. Preston, Franco, Grijalbo, Barcelona, 1994, p.
935.
15. Véase A. Grimaldos, Op. cit., pp. 65-83.
Y VER ..