El fin de Europa
Enzo Traverso
El proceso de unificación europea está sufriendo una crisis
profunda, sin duda la más profunda desde que se inició a principios de la
década de 1950. En menos de un año, la UE
se ha enfrentado a dos grandes pruebas: primero la crisis griega; a
continuación, la crisis de refugiados, que han revelado su verdadero rostro:
una mezcla de impotencia, falta de voluntad, egoísmo, arrogancia y
cinismo. No es un espectáculo
edificante. No caben ilusiones sobre
esta entidad que, lejos de encarnar el ideal federal, se ha convertido en una
cáscara vacía, un objeto de vergüenza y de merecido sarcasmo. Los que todavía proclaman de manera ritual
sus virtudes son los representantes de una clase política muy desacreditada que
no parecen albergar ya ninguna cultura o valores. Cuanto más afirman su creencia en la UE, más
se descalifican, incluso a los ojos de los millones de personas que nunca han
sentido ninguna simpatía por el conservadurismo, el nacionalismo y la
xenofobia.
La xenofobia es precisamente el resultado de esta bancarrota
política. Crece en todas partes,
alimentada por el miedo, la búsqueda de chivos expiatorios. La crisis de los refugiados de la que somos
testigos es su expresión más dramática.
Acoger a estos parias es un deber ético y político, en primer lugar
porque, más allá de cualquier índole humanitaria, huyen las guerras provocadas
por Occidente. Son el producto de la
desestabilización de Oriente Medio y el Norte de África, zonas sumidas en el
caos por varias guerras occidentales.
Entre la invasión de Irak en 2003 y la intervención militar en Libia en
2011, estas tierras han sido balcanizadas;
sus estados y economías destruidos;
su equilibrio étnico y religioso, ya precario, creado hace un siglo en
la partición del Imperio Otomano, se ha roto.
Decir la verdad significa reconocer algunos hechos
elementales. Europa necesita
inmigrantes: los necesita para sobrevivir, para detener su caída demográfica,
para que funcionen sus fábricas, sus laboratorios y sus servicios, así como
para preservar su poder económico, para financiar el retiro de su envejecida
población, y para abrirse al mundo global.
Todos los observadores subrayan esto, pero hasta ahora las únicas
medidas que los líderes europeos han sido capaces de adoptar han sido cierre de
la frontera, la militarización del Mediterráneo, la expulsión de los
indocumentados y la multiplicación de los centros de retención que funcionan
como reinos anómicos de humillación y miseria.
Europa considera a sus inmigrantes una amenaza y se niega, en muchos
países, a naturalizar a los "extranjeros" que nacieron en su suelo y
se educaron en sus escuelas; promulga
leyes cuya única finalidad es estigmatizar a sus propios ciudadanos musulmanes.
Esta falta de visión y coraje hace que los países europeos
sean responsables de la matanza que
tiene lugar todos los días en el Mediterráneo.
Algunos cientos de miles de refugiados, incluso uno o dos millones, no
son muchos para un continente rico de quinientos millones de personas - nada en
absoluto en comparación con los esfuerzos de los países más pequeños y pobres
como Líbano, Jordania o Túnez. Esta
crisis, sin embargo, ha sido suficiente para poner en tela de juicio el tratado
de Schengen, para provocar el cierre de fronteras dentro de la UE, y,
finalmente, para revelar la completa incapacidad de los gobiernos de la UE a la
hora de encontrar una política común.
Recuerda a la Conferencia de Evian de 1938, cuando las potencias
occidentales demostraron su falta de voluntad para recibir a los judíos que
huían de la Alemania nazi. Nadie los
quería, y los argumentos utilizados para justificar este rechazo eran
extrañamente similares a la retórica actual de nuestros políticos: la crisis
económica, la falta de infraestructura, tales como centros de recepción, la
hostilidad de la opinión pública ... La historia se repite, y los monumentos
conmemorativos del Holocausto inaugurados en muchos países europeos en los
últimos años simplemente demuestran la hipocresía de las instituciones
europeas. Quieren recordar a las
víctimas de genocidios pasados y
defender los derechos del hombre, pero son completamente indiferentes a las
víctimas del presente.
El contraste entre los dirigentes europeos actuales y sus
predecesores es clarificadora. Está uno tentado a admirar los padres fundadores
de la UE. Ni siquiera estoy hablando de
intelectuales como Altiero Spinelli, quien imaginó una Europa federada, a pesar
de vivir en medio de una terrible guerra.
Me refiero a los arquitectos de la UE - Adenauer, De Gasperi y
Schuman. Todos ellos nacieron, como
Susan Watkins nos ha recordado recientemente, en la década de 1880, en pleno
apogeo del nacionalismo, y crecieron cuando la gente todavía viajaba en
carruajes tirados por caballos. Es
probable que compartiesen una cierta concepción europea de “germanidad”:
Adenauer había sido alcalde de Colonia, De Gasperi había representado a la
minoría italiana en el Parlamento Habsburgo, y Schuman creció en Estrasburgo,
en la Alsacia alemana anterior a 1914. Cuando se conocieron, hablaban alemán,
pero defendían una visión cosmopolita y multicultural de Alemania, lejos de la
tradición del nacionalismo prusiano y el pangermanismo. Tenían una visión de Europa, que proyectaron
como un destino común en el mundo bipolar de la Guerra Fría, y tenían coraje,
en la medida en que propusieron este proyecto a unos pueblos que acababan de
poner fin al intento de destruirse unos a otros. Su proyecto de integración económica del
carbón y el acero se basaba en la voluntad política. Concibieron un mercado común como el primer
paso hacia la unificación política, no como un acto de sumisión a los intereses
financieros. Para bien y para mal, Kohl
y Mitterrand fueron los últimos en perseguir esa meta. No tenían la misma estatura que sus
predecesores, pero tampoco eran simples ejecutivos de los bancos e
instituciones financieras internacionales.
La generación que los ha reemplazado con el siglo XXI no
tiene ni la visión - presumen de su falta de ideas como una virtud de
pragmatismo post-ideológico - ni el coraje, porque sus decisiones dependen
siempre de las encuestas de opinión. El
caso paradigmático es Tony Blair, quien ha hecho un arte de la mentira, el oportunismo
y el arribismo político. Está completamente
desacreditado en su propio país, pero aún participa en varias lucrativas
empresas. Un europeísta convencido, el
más europeísta entre los dirigentes británicos de la posguerra- encarna una
nueva mutación: la élite política neoliberal que trasciende la división
tradicional entre la derecha y la izquierda.
Tariq Ali lo llama el "extremo centro". Blair fue el modelo de
François Hollande, de Matteo Renzi, de los dirigentes del PSOE español, e incluso,
hasta cierto punto, de Angela Merkel, que gobierna en perfecta armonía con el
SPD. El neoliberalismo ha absorbido
tanto a los herederos de la socialdemocracia y las corrientes
conservadoras cristianas.
El resultado de este neoliberalismo es el callejón sin
salida del propio proyecto europeo. Por un
lado, la falta de visión ha llevado a la UE a concebirse como un organismo
encargado de la aplicación de las medidas exigidas por el capitalismo
financiero. Por otro lado, la falta de
valor ha impedido cualquier avance en el proceso de integración política. Obsesionados por las encuestas de opinión y
los medios de comunicación, los hombres de Estado de la UE creen que la
política significa ayudar a la economía de mercado y seducir a los votantes con
argumentos populistas y xenófobos.
Imposible la vuelta a las viejas soberanías nacionales y sin voluntad
para construir nuevas instituciones federales, la UE se ha convertido en un
monstruo tan inusual como horripilante: la "troika" no tiene ni una
existencia jurídico / política adecuada, ni legitimidad democrática, pero sin
embargo ostenta el poder real y, de hecho, gobierna el continente. El FMI, el Banco Central Europeo (BCE) y la
Comisión europea pueden dictar la política a cualquier gobierno nacional,
evaluar su aplicación y decidir los ajustes obligatorios. Pueden incluso cambiar un gobierno nacional,
como ocurrió en Italia a finales de 2011, cuando Mario Monti, el hombre de
confianza del BCE y Goldman Sachs, reemplazó a Silvio Berlusconi. A veces sentencian a un país, como el año
pasado a Grecia. El derecho a decidir
sobre la vida y la muerte que, según
Foucault, constituye la soberanía clásica, es precisamente el derecho que la
"troika" ejerció durante la crisis griega, cuando amenazaba con
asfixiar y matar a todo un país. Cuando
la "troika" no tiene intereses específicos que defender, como hoy en
día con respecto a la crisis de los refugiados, la UE ya no existe y se rompe:
cada país desea cerrar sus fronteras.
Este abrumador poder no emana de ningún parlamento o de la
soberanía popular, ya que el FMI no pertenece a la UE y el BCE es una
institución independiente. Por lo tanto,
como han observado muchos analistas, después de Carl Schmitt, la
"troika" encarna un estado de excepción. En la actual UE, la política ha quedado
completamente subordinada a las finanzas.
En resumen, se trata de un estado de excepción que establece una especie
de dictadura financiera, un Leviatán neoliberal. La "troika" establece las reglas,
las transmite a los diferentes estados de la UE y controla su ejecución. Esto es, en último análisis, el
"ordo-liberalismo" de Wolfgang Schäuble: el capitalismo no sometido a
reglas, sino el capitalismo financiero que dicta sus propias reglas. ¿Quién podría personificar mejor tal estado
de excepción financiero que Jean-Claude Juncker? Durante veinte años dirigió el Gran Ducado de
Luxemburgo, cuyo propósito principal (y fuente de su prosperidad) es su
condición de paraíso fiscal. Juncker
transformó su país en la patria del capitalismo sin reglas. La definición del estado acuñada por Marx en
el siglo XIX, un comité que administra los negocios comunes de toda la
burguesía, ha encontrado su realización casi perfecta en la UE.
Este estado de excepción también plantea una paradoja en
relación con el papel de Alemania, el componente más importante de la UE. En el momento de la Guerra Fría, la
"Gran Alemania" (Grossdeutschland) se había convertido en un objeto
historiográfico, una especie de "futuro pasado" teñida de nostalgia o
alivio: la grandeza demoníaca de Macht der Mitte (Michael Stürmer), la
Mitteleuropa soñada por Friedrich Naumann, o la pesadilla de los pequeños
países atrapados entre Prusia y Rusia, siempre temerosos de ser aniquilados (y
por lo tanto afectados de una forma de "histeria política" estudiada
cuidadosamente por una Istvan Bibó).
Tras la caída del muro de Berlín y la reunificación nacional, sin
embargo, Alemania recuperó pronto su viejo status de potencia en el corazón de
una UE ampliada.
En 1990, este regreso de la "Gran Alemania"
atemorizó no sólo a sus vecinos, sino también a muchos de sus ciudadanos. Acabábamos de salir de la Historikerstreit
-la violenta controversia que había enfrentado a Jürgen Habermas con Ernst
Nolte, al patriotismo constitucional con el revisionismo histórico- y algunas personalidades importantes de la
República Federal como Günther Grass deseaban mantener una nación dividida: la
herida debe permanecer abierta. Como
garantía para la anexión de la RDA a la RFA, Polonia pidió un nuevo tratado que
reconociese la línea Oder-Neisse como una frontera sagrada. En ese momento, Francia, que siempre concibió
el proceso de integración europea como una estrategia para neutralizar a
Alemania, aceptó la reunificación a cambio de una moneda común. Con una perspectiva maquiavélica, los más
brillantes altos funcionarios franceses- los enarcas- convencieron a Mitterrand
de que cualquier ambición de conquista alemana podría ser sofocada mediante la
absorción del marco alemán por el euro.
La creación de una moneda europea sin un estado europeo les parecía una
estrategia de contención inteligente. En
ese momento, Europa experimentó un poderoso despertar del pasado que situó al
Holocausto en el núcleo de su memoria colectiva y reforzó el temor de una
vuelta del pangermanismo. Cuando la
República Federal abandonó el marco alemán para compartir la moneda común con
sus socios, incluyendo los países del sur de Europa como Italia, España,
Portugal y Grecia, la imagen de los soldados de la Wehrmacht desfilando en
Praga, Varsovia, Milán o París desapareció definitivamente.
Veinticinco años más tarde, este miedo parece absurdo. Durante este lapso de tiempo, a ningún
político alemán se le ha pasado por la cabeza reconstruir el Reich de
preguerra. Un gigantesco monumento al
Holocausto ocupa hoy el corazón de Berlín, al lado del Parlamento, y Alemania
sigue siendo, a pesar de las manifestaciones de Pegida y del éxito electoral de
Alternativa für Deutschland, uno de los países menos xenófobos del continente
en comparación con Francia, Italia, Bélgica y los Países Bajos, por no hablar
de los nuevos miembros de la UE, entre los que Hungría se distingue por su
racismo. El Volk ohne Raum se ha
convertido en un mito arcaico y el expansionismo alemán ha encontrado en el
euro su instrumento más eficaz. La
Alemania ordo-liberal no necesita un poderoso ejército para conquistar los
mercados continentales. Basta el
Euro. Esta es la paradoja europea, que
ilustra una heterogénesis asombrosa de fines: el euro, que nació para contener
el poder alemán, se ha convertido en instrumento de éste e incluso, como la
crisis griega demostró elocuentemente hace un año, en su símbolo.
La unión monetaria sin unión política está destruyendo la
democracia al desacreditar a todo gobierno nacional que aplique las políticas
de austeridad y amplíe las desigualdades sociales entre los países del
continente. Sin ningún tipo de forma
democrática de compartir recursos o sin estrategia de desarrollo común, la
unión monetaria se ha convertido en un mecanismo perverso que drena recursos de
los pobres hacía los países ricos. Los
bancos alemanes, y la economía alemana en términos más generales, próspera a
expensas de muchos países endeudados.
Unos fines tan heterogéneos en la construcción de Europa no
sólo revelan la ceguera de los inventores de euros; también revelan la irresponsabilidad
histórica de sus beneficiarios. El Euro
permitió a Alemania reforzar su poder, pero no le dio legitimidad para dirigir
el continente; Alemania ha demostrado
más bien su incapacidad para desempeñar un papel dirigente. El Nacional-socialismo, la derrota al final
de la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría han agotado las ambiciones
geopolíticas de Alemania sin atemperar su egoísmo nacional. Esta es una de las causas de la crisis
europea ya que Alemania está obligada por su posición geográfica y su fuerza
económica y demográfica a desempeñar un papel dirigente en el continente. Esto requiere líderes con visión y coraje,
exactamente las cualidades de las que carece la actual dirección alemana. No tiene ni una visión continental ambiciosa
ni el coraje para tomar decisiones que podrían poner en peligro su propio
egoísmo nacional. Jürgen Habermas
escribió que, durante la negociación que obligaron a Grecia a rendirse al
chantaje "de la troika", Merkel y Schäuble fueron capaces de hacer
desaparecer, en una sola noche, los esfuerzos realizados durante décadas para
restaurar la dignidad de Alemania dentro de la comunidad internacional. Esto es probablemente cierto, y el castigo
infligido a Grecia es muy poco en comparación con el daño causado a la imagen y
la idea de la unidad europea.
Los líderes alemanes no pueden dirigir un continente de
quinientos millones de personas actuando como los representantes del
Bundesbank. La definición del
colonialismo británico en la India acuñada por los estudiosos de los estudios
subalternos, corresponde bastante bien a la posición alemana en la Europa
contemporánea: "dominio sin hegemonía". La debilidad evidente del
liderazgo alemán también se beneficia de la pasividad de muchos otros países,
en particular Francia, que ha perdido sus ambiciones competitivas, pero también
de Italia y España, que aceptan su papel de alumnos obedientes (sin ninguna
diferencia entre las direcciones izquierda y derecha).
En resumen, la UE está colapsando y corre el riesgo de
desintegrarse con la aparición de una ola xenófoba y populista. El proyecto europeo necesita ser replanteado
por completo, lejos del estado de excepción actual. Tal vez la crisis griega del año pasado fue
el síntoma de un cambio aún invisible, subterráneo. El gobierno de Syriza no pudo resistir el
rodillo de la "troika", pero durante seis meses Alexis Tsipras fue un
símbolo para todo el continente. Hoy,
las esperanzas se vuelven hacia España y Podemos, así como al Reino Unido,
donde Jeremy Corbyn expresa una voluntad similar de cambio. Muestran que la xenofobia no es el único
resultado posible de la crisis de la UE, y que el retorno a las viejas
soberanías nacionales no es la única alternativa al neoliberalismo y la
globalización del capital. También
muestran que con el fin de construir una alternativa tenemos que cambiar a la
propia izquierda, y trascender los paradigmas heredados del siglo XX.
Enzo Traverso
profesor de historia moderna europea en la Universidad de
Cornell, Nueva York.
Fuente:
http://www.publicseminar.org/2016/04/the-end-of-europe/#.V0Fma2MUz4e
Traducción: