¿HACIA UN ESTADO ILIBERAL?
El Estado de derecho en Francia está en peligro
La imposición de leyes, la extrema violencia policial, las
detenciones preventivas, la criminalización de la protesta y ahora las amenazas
de disolver organizaciones que disienten con la política del Gobierno
profundizan la crisis democrática
François Godicheau
El pasado 20 de abril, el presidente de la República
francesa, Emmanuel Macron, visitó Ganges, un pueblo occitano de 4.000
habitantes. El día anterior, en Sélestat, Alsacia, había sido recibido por una
muchedumbre hostil que le abucheó continuamente y le dijo claramente que su
empecinamiento en gobernar contra el 80 % de la opinión del país era un desastre.
Con estas apariciones públicas, Macron intentaba “reanudar el vínculo con los
franceses” en la carrera que se había marcado en su discurso del lunes 17,
durante el cual habló de “cien días de apaciguamiento”. Dado el estado real del
país, su aspiración se asemeja más a una distopía.
En Sélestat, el dispositivo policial para impedir el acceso
al centro de posibles desafectos era importante. A Ganges acudieron 600
antidisturbios y un buen número de gendarmes que filtraban la entrada al
pueblo, identificaban, registraban (y prohibían las cacerolas). No tenía que
repetirse la humillación pública del día anterior. En respuesta, el pueblo se
cubrió de eslóganes hostiles al visitante, una procesión escenificó un
entierro, con un ataúd que decía “democracia”, y la Federación Nacional de
Minas y Energía (CGT) anunció el corte de electricidad del aeropuerto de
Montpellier donde debía aterrizar el avión presidencial. A pesar de las
prohibiciones, centenares de manifestantes consiguieron sacar las cacerolas –sin
duda autóctonas–, chalecos, banderas sindicales y llenar las plazas.
Aparentemente todo lo que le queda al poder es el control de
su imagen televisiva. Para ello, dispone del apoyo de un sistema mediático
propiedad de ocho multimillonarios, varios de los cuales facilitaron el acceso
al poder de Macron en 2017. Control mediático, fuerzas de seguridad y el escudo
de la legalidad, lo que ha suscitado el comentario enojado e inquieto de uno de
los primeros promotores de Macron, el intelectual Pierre Rosanvallon, sobre la
distancia entre la legalidad y el espíritu de las leyes, o mejor dicho, el
espíritu de la democracia. En efecto, Rosanvallon concluye que estamos frente a
“la crisis democrática más grave en Francia desde la guerra de Argelia” (1954
-1962), lo que el periodista de turno traduce en la asociación directa de
Macron con el “iliberalismo” hasta la fecha característico de Orbán y Cia, y
esto sin duda significa, como escribe F. Lordon, que, a pesar del monopolio
mediático, está colando la condena internacional de la actitud política de
Macron, desde Die Zeit al New York Times o a Bloomberg, y la condena a la
violencia policial desde el Consejo de Europa hasta la ONU, pasando por
Amnistía Internacional y Human Rights Watch.
No todo legalismo significa la existencia del Estado de
derecho
En efecto, el espíritu es importante y no todo legalismo
significa la existencia del Estado de derecho. Por una parte, el camino
legislativo elegido ha echado mano de todo el arsenal de las instituciones: el
artículo 47.1 de limitación del tiempo de debate, el 44.2 que limita
enormemente la posibilidad de proponer enmiendas, el 44.3 para que el Senado no
hiciera más que un voto global, y finalmente, ante la evidencia de que no
disponía de mayoría para votar la ley, el 49.3 que permite adoptar la ley sin
votación.
Por otra parte, la violencia policial ha sido (y es)
sistemática contra los manifestantes, con desfiles pacíficos atacados a
porrazos y gases lacrimógenos, provocaciones, uso de armas de guerra a la
altura de la cara (granadas, balas de plástico), ciudadanas y ciudadanos
apaleados –incluso periodistas o diputados de la oposición, siempre
identificados–, otros arrodillados manos en la cabeza como prisioneros de
guerra, amenazas de muerte y humillaciones a los manifestantes: todo
inmediatamente documentado por videos subidos a Twitter. Esta violencia es
sistemática y no solo contra el movimiento hostil a la ley de pensiones: el 28
de marzo, una manifestación ecologista de 30.000 personas, la mayoría familias,
contra la privatización de las mantas freáticas (“megacuencas”) en un
descampado completo del municipio de Sainte Soline fue recibido por un diluvio
de fuego: 4.000 bombas de mano, tiradas con lanzagranadas por gendarmes
montados en quads, con un balance de más de 200 heridos de gravedad, dos de
ellos en coma. Uno de ellos, Serge S., permanece hoy entre la vida y la muerte,
porque la policía –que defendía un agujero– prohibió durante horas el acceso de
los socorristas.
La violencia policial ha sido (y es) sistemática contra los
manifestantes, con desfiles pacíficos atacados a porrazos y gases lacrimógenos
Como señala el comunicado de los sindicatos de abogados y
magistrados, el ministro del Interior, Gérald Darmanin, había avisado de que
iba a haber violencia, como siguió avisando, en los días siguientes, a
propósito de las manifestaciones contra el proyecto de ley. Su estrategia,
igual que cuando los ‘chalecos amarillos’, es disuadir por el miedo,
aterrorizar, para terminar con la protesta, lo que el prefecto Lallemand, que
fue responsable de las mayores violencias en 2019 ha teorizado como la
necesidad de “impactar a los manifestantes”. El mismo papel juegan las
detenciones por centenares, que permiten además al Gobierno criminalizar la
protesta. Pero esas redadas indiscriminadas y otras detenciones preventivas, en
particular de jóvenes –la inmensa mayoría liberados luego sin cargos–, son solo
una parte de las medidas ilegales ordenadas por la jerarquía policial y
destinadas a negar el derecho de manifestación. Lo dice el sindicato de la
magistratura: detrás de las aterradoras imágenes de violencia, hay consignas
directas del Ministerio a los prefectos. Los profesionales de la justicia
también denuncian la multiplicación de las prohibiciones de manifestaciones,
prohibiciones cotidianas desde finales de marzo, publicadas de forma casi
confidencial el día anterior o el mismo día o incluso cuando la manifestación
ha empezado, prohibiciones que sirven de base para considerar y tratar como delincuentes
–en clara violación de la ley–a las personas ahí reunidas. Denuncian por fin el
hecho de que se pretenda asociar a la justicia a esa represión política.
Otros actos inquietantes de la policía pueden interpretarse
como otras formas de intimidar al público: a finales de marzo, una ciudadana de
a pie –Valérie Minet– fue detenida en su casa por un post de Facebook en el que
calificaba a Macron de “ordure” (escoria). En realidad no es una novedad:
durante el primer confinamiento, una mujer había sido llevada a la comisaría en
Toulouse por colgar en el balcón una bandera que decía “Macronavirus ¿hasta
cuándo?”. Estos días tres personas entre las que abuchearon al presidente en
Sélestat serán juzgadas por insultos al jefe de Estado.
Esas redadas indiscriminadas y otras detenciones
preventivas, en particular de jóvenes, buscan negar el derecho de manifestación
En realidad, no solo se está negando el derecho de
manifestación o la libertad de expresión (los casos de periodistas reprimidos
son múltiples y es la repetición de lo que pasó con los ‘chalecos amarillos’).
Esto va mucho más allá: lo que está en tela de juicio es el Estado de derecho.
A finales de febrero, el ministro del Interior hablaba de disolver una
asociación presente en diferentes ciudades y que defiende el derecho a
manifestar, la “Defense collective”. Otro ataque a los derechos de la defensa
fue la denuncia por parte de la Jefatura de policía (Préfecture de Police) de
París de Arié Alimi, uno de los abogados más señalados por su crítica a la
deriva autoritaria del poder. El sindicato de abogados, la Ligue des Droits de
l’Homme y el “Observatorio parisino de las libertades públicas” escribieron un
informe de 79 páginas sobre las extralimitaciones de la unidad de policía más
violenta, la BRAV-M, cuya disolución han exigido en pocos días 500.000
ciudadanos en una petición al Parlamento. Denuncian ahí, entre múltiples hechos
graves, el ocultamiento sistemático de los números de identificación de los
agentes, por otra parte enmascarados. Esa oclusión refuerza una impunidad ya
dada por la jerarquía, las declaraciones del ministro que afirma que siempre
defenderá a los policías, y la criminalización de las víctimas. Esto se ha
constatado ya durante el movimiento de los ‘chalecos amarillos’ o con ocasión
de hechos aislados: la enorme mayoría de las denuncias de violencia son
desconsideradas por la Inspección General de la Policía Nacional, cuyo
funcionamiento como aparato de protección de la institución ha sido denunciado
desde un sindicato policial (VIGI).
Llegados a este punto, cabe mencionar que el uso político de
la policía acentúa la politización en la institución hacia la extrema derecha.
Hace años que los sociólogos explican el peso de la ideología de extrema
derecha en las preferencias electorales, alrededor del 50% desde los años 2010,
y esta habría subido a cerca del 70 % en las últimas elecciones. Como en otros
países, la presencia de la extrema derecha organizada en la policía y en
particular en el sindicalismo policial es masiva, aunque compleja, y se
alimenta con la retórica de la “defensa de los agentes”. No se trata de
defenderles contra el maltrato por la jerarquía que provoca la multiplicación
de los suicidios, sino contra la Justicia y su “laxitud”, es decir contra las
garantías procesales, y contra los delincuentes, frente a los cuales
reivindican, como lo hicieron el 2 de mayo de 2022 una “presunción de legítima
defensa” en caso de matar a alguien. Gérald Darmanin, acusado de proximidad con
el grupúsculo de extrema derecha Action française (Acción francesa), heredero
de la organización antisemita de principios del siglo XX liderada por Charles
Maurras, apoyó dos semanas después, junto a los líderes de la extrema derecha,
una manifestación de miles de policías frente a la Asamblea Nacional francesa,
contra el poder judicial –convocada con el eslogan “el problema de la policía
es la justicia”– después del asesinatos de dos agentes en servicio (uno en una
operación antidroga y la otra por un terrorista).
El encubrimiento de prácticas ilegales por parte de
representantes del Estado –agentes, oficiales, prefectos– cobra, con estos
datos, una gravedad añadida que, combinada con la criminalización creciente de
la protesta, genera una gran inquietud. Desde el mes de noviembre pasado,
varios movimientos ecologistas han sido asimilados por el poder a la izquierda
“ultra” y tildados de “ecoterroristas”, situándolos en el mismo plano que el
terrorismo yihadista. El 2 de abril, en una entrevista al Journal du Dimanche
que le consagra su portada, Darmanin arremetió contra el “terrorismo
intelectual” de los que critican la acción de la policía, acusando a los
diputados de izquierdas de encubrir una “nebulosa extremadamente violenta y
peligrosa” de la “ultraizquierda” y anunció la próxima disolución de la
organización “Las sublevaciones por la tierra”. Pocos días después, amenazó a
la Ligue des Droits de l’Homme –cuyos observadores en las manifestaciones
reportan los numerosos actos de violencia y procedimientos ilegales– con
ahogarla por agotamiento de sus fuentes de financiación. Sigue así la corriente
de grupúsculos de extrema derecha que tachan a la LDH, cuyo historial de
defensa de los derechos de los ciudadanos es inmaculado, de ser una oficina
izquierdista. Sus declaraciones están provocando una ola de protesta de todos
los demócratas del país, que recuerdan que la última vez que la LDH fue atacada
fue por el régimen de Vichy en 1941. Esa deriva es tanto más inquietante cuanto
que se murmura que el mismo Gérard Darmanin podría convertirse en primer
ministro de un gobierno de “unión nacional”, expresión curiosa cuando la nación
está precisamente en la calle, con el 80% de los franceses hostiles a la ley de
pensiones y exasperados por la sordera del poder.
Voces críticas señalan que el chantaje por la amenaza de una
victoria de Le Pen –cotidiano en los sondeos– funciona cada vez menos, por la
sensación que tiene mucha gente de que las cosas terribles que podrían pasar
con Le Pen ya están pasando y que, si bien es cierto que siempre puede haber
algo peor, mucha gente está movilizada para que llegue algo mejor. El terrible
aislamiento del poder, únicamente protegido por el sistema mediático y su
policía, y su empecinamiento en hacer como si nada dan una impresión de
callejón sin salida muy inquietante, con la idea de que puede pasar cualquier
cosa. Por otra parte, se nota entre la muchedumbre que ha podido medir y sigue
midiendo su carácter ultra mayoritario, una gran alegría, quizás por sentir que
han recobrado su poder de actuación, como se vio en Ganges. A pesar de las
violencias, las amenazas y las restricciones de libertad, no domina el miedo
sino la conciencia de la propia fuerza.
Nota del blog 1 .- François Godicheau es profesor universitario desde 2009, miembro del Instituto Universitario de Francia, enseñé cuatro años en Mirail antes de pasar diez años en la Universidad Montaigne de Burdeos y regresar a Toulouse desde 2015. Primero especialista en historia de la Guerra Civil española de 1936, a la que he dedicado varios libros y numerosos artículos, superviso trabajos, en máster y doctorado, sobre toda la historia contemporánea de España (desde el siglo XIX hasta la transición) así como sobre ciertos países latinoamericanos como Cuba y Argentina.
Nota del blog 2 .-La policía británica detiene a un editor por participar