En el libro La marcha de la locura: la sinrazón desde Troya hasta Vietnam, la
historiadora Barbara Tuchman aborda la desconcertante cuestión de por
qué a veces los países promueven políticas radicalmente opuestas a sus
intereses. Esta pregunta vuelve a cobrar relevancia ahora que Europa ha
decidido empeorar aún más la marcha de la locura sobre Ucrania.
Continuar con esta marcha tendrá graves consecuencias para Europa, pero
abandonarla plantea un desafío político colosal que obliga a explicar
cómo la Unión Europa ha resultado perjudicada por su política ucraniana;
cómo es evidente que, si redobla esa apuesta, va a verse aún más
perjudicada; cómo se ha vendido políticamente esa marcha de la locura;
y, por último, por qué el poder político porfía en esa idea.
Los
costes político-económicos de la locura
A pesar de no haber intervenido directamente
en el conflicto ucraniano, Europa –y, sobre todo, Alemania– se ha convertido en
uno de los grandes perdedores de la guerra debido a las sanciones económicas,
que han tenido un efecto bumerán en la economía europea. La energía barata procedente de Rusia
ha sido reemplazada por energía cara procedente de Estados Unidos. Esto
ha tenido un impacto negativo sobre el nivel de vida de la sociedad y la
competitividad del sector manufacturero; asimismo, ha influido en el aumento de
la inflación en el territorio europeo.
A lo anterior se suma la pérdida de un
mercado importante como es el ruso, en el que Europa vendía productos manufacturados
y obtenía inversiones y oportunidades de crecimiento. Además, Europa se ha
quedado sin el fastuoso gasto de las élites rusas: la combinación de estos
factores ayuda a esclarecer el estancamiento de la economía europea. Por si
fuera poco, su futuro económico está gravemente comprometido por la marcha de
la locura, que amenaza con hacer permanentes esos efectos.
Europa se ha quedado sin el fastuoso gasto de las
élites rusas
La llegada masiva de refugiados ucranianos
también ha tenido consecuencias adversas: ha aumentado la competencia a la baja
de los salarios; ha agravado la escasez de viviendas, lo que ha subido el
precio de los alquileres; el sistema escolar y los servicios sociales se han
sobrecargado, y el gasto público se ha incrementado. Aunque estas consecuencias
han repercutido sobre el conjunto del territorio europeo, Alemania se ha
llevado la peor parte. Esto, sumado a los efectos económicos adversos, ha
contribuido a enturbiar el clima político, lo que ayuda a explicar el ascenso
de la política protofascista, sobre todo –de nuevo–, en Alemania.
La
gran mentira y cómo se vende la locura
La “gran mentira” es una idea que Adolf
Hitler formuló en Mein
Kampf (Mi lucha).
Viene a decir que, si una mentira descarada asociada a un prejuicio popular se
repite muchas veces, terminará por aceptarse como verdad. Joseph Goebbels,
propagandista nazi, logró perfeccionar la teoría de la gran mentira en la
práctica. Es innegable que muchas sociedades la han usado en cierta medida, y
el poder político europeo ha recurrido a ella con total libertad para vender
ahora la marcha de la locura.
La primera gran mentira es el
resurgimiento de la narrativa sobre los acuerdos de apaciguamiento de Múnich de
1938, que afirma que Rusia invadirá Europa central si no es derrotada en
Ucrania. Esa mentira también se alimenta con los restos de la teoría del dominó
de la Guerra Fría, según la cual la conquista de un país desencadenaría una
oleada de colapsos en otros países.
La narrativa de apaciguamiento motiva,
asimismo, comparaciones sumamente desacertadas entre el presidente Putin y
Hitler, avivadoras de una segunda gran mentira: el moralismo maniqueo que
presenta a Europa como la encarnación del bien y a Rusia como la encarnación
del mal. Este marco impide reconocer la responsabilidad de Occidente en la
gestación del conflicto, por medio de la expansión de la OTAN hacia
el este, y la propagación del sentimiento antirruso en Ucrania y otras
repúblicas exsoviéticas.
La tercera gran mentira atañe a la
capacidad militar de Rusia: se argumenta que su poderío militar representa una
amenaza existencial para Europa central y oriental, y esto aporta credibilidad
a la acusación del expansionismo ruso. Ninguna ecuación matemática podría
desmentirlo; sin embargo, los antecedentes en el campo de batalla indican lo
contrario, al igual que el análisis de su base económica, relativamente exigua
en comparación a la de los países de la OTAN, sin olvidar el envejecimiento
demográfico que padece.
El “apaciguamiento de Múnich”, el
“expansionismo ruso”, “Rusia como encarnación del mal” y la “amenaza militar
rusa” son imágenes ficticias que se utilizan para deslegitimar a este país y, a
la vez, justificar y encubrir las agresiones occidentales. Nunca existieron pruebas de que Rusia
tuviese la intención de controlar Europa occidental, ni durante la Guerra Fría
ni hoy en día. Al contrario, la intervención de Rusia en
Ucrania fue motivada principalmente por el miedo –en términos de seguridad
nacional– que desató la expansión de la OTAN por parte de Occidente, de la que
Rusia se ha quejado repetidamente desde la desintegración de la Unión
Soviética.
La gran mentira emponzoña la posibilidad
de paz, porque no se puede negociar con un adversario que encarna el mal y
constituye una amenaza existencial. Con todo, y a pesar de su naturaleza
engañosa, las mentiras ganan terreno entre la opinión pública; por un lado,
porque se conectan con una dilatada historia de sentimiento antirruso, que
incluye la Guerra Fría y el miedo a los rojos de los años veinte; por otro,
porque apelan a la soberbia pretensión de superioridad moral, uno de los
emblemas de la marcha de la locura.
Cortina
de humo: el establishment europeo intensifica la marcha de la
locura
La gran mentira ayuda a explicar cómo el
poder político europeo ha vendido la marcha de la locura, pero invita a
preguntarnos por qué. La respuesta es tan simple como compleja. La parte simple
del análisis advierte que el establishment político
europeo ha fracasado en la política interior y se asoma al abismo: adoptar la
locura con mayor ahínco es un intento de salvación.
El establishment político
europeo ha fracasado en la política interior y se asoma al abismo
Ejemplo de ello es Francia, con un
presidente, Macron, bastante impopular y menguante legitimidad democrática. La
estrategia de guerra exterior actúa como cortina de humo redirigiendo la
atención de los fracasos en la política interna hacia un enemigo externo. Así,
Macron apela al nacionalismo militarista y se posiciona como defensor de La France.
En la misma línea, Keir Starmer, primer
ministro británico, ha redoblado la apuesta por la estrategia política de la
triangulación, de modo que los laboristas siguen los pasos del partido
conservador. Starmer y su partido han llevado la estrategia tan al extremo que
de laboristas ya solo les queda el nombre, e incluso han superado a los
conservadores con su postura belicista en Ucrania. Ahora bien, estas decisiones
lo han hundido políticamente. En un escenario en el que lo único que ofrece son
medidas conservadoras, los votantes de derecha eligen la marca original y los
de centroizquierda se abstienen cada vez más. Como respuesta, Starmer ha optado
por ampliar la intervención de Reino Unido en Ucrania y ha participado en
sesiones fotográficas acordadas con fines militares en un intento de evocar las
figuras de Winston Churchill y Margaret Thatcher.
Pero es que, si observamos el panorama
general, comprobaremos que los socialdemócratas europeos tienden a una postura
aún más militarista que los conservadores. En parte, esto se debe al fenómeno
de mimetización derivado de la triangulación, que fuerza a estos grupos a
tratar de superar a sus rivales constantemente. De igual manera, se debe al
infame abandono de la oposición al nacionalismo militarista que ha definido a
la izquierda desde los horrores de la I Guerra Mundial. En otras palabras:
muchos socialdemócratas se han convertido ahora en amigos de la locura.
La
animadversión de Europa contra Rusia y las largas raíces de la locura
La parte compleja de por qué Europa ha
adoptado el paradigma de la locura se arraiga en las largas y enmarañadas
raíces de esta, que se remontan a muchos años atrás. Esa historia ha sembrado
la animadversión institucionalizada contra Rusia que ahora impulsa la marcha de
la locura europea. Hace setenta años que Europa carece de un enfoque
independiente en materia de política exterior. En su lugar, se somete al
liderazgo de Estados Unidos y designa a personas afines a los intereses
estadounidenses para ocupar los cargos de defensa y política exterior que
ostentan el poder.
Este sometimiento se propaga a las élites
de la sociedad civil –laboratorios de ideas, universidades prestigiosas y
grandes medios de comunicación– y al complejo industrial-militar y el
empresariado, que han secundado este posicionamiento con la esperanza de
abastecer al ejército de Estados Unidos y conseguir acceso a los mercados
estadounidenses. Todo esto ha desembocado en el secuestro del pensamiento político
europeo en materia de política exterior y la conversión de
Europa en un actor subordinado a la política exterior estadounidense, una
situación que sigue vigente.
Dada la falta de autonomía en política
exterior, Europa se ha mostrado dispuesta a apoyar la expansión hacia el este
de la OTAN comandada por Washington en la era posterior a la Guerra Fría. El
objetivo de Estados Unidos era crear un nuevo orden mundial en el que se
consolidaría como potencia hegemónica sin que ningún país pudiese disputar su
dominación, como había hecho la Unión Soviética. El proceso comprendía tres
pasos, siguiendo el plan maestro articulado por
Zbigniew Brzezinski, exconsejero de Seguridad Nacional de Estados Unidos. Primero,
expandir la OTAN hacia el este para incorporar países del antiguo Pacto de
Varsovia; segundo, expandir la OTAN hacia el este para incorporar repúblicas
exsoviéticas; tercero, concluir el proceso con la división de Rusia en tres
estados.
El sometimiento de Europa al liderazgo
estadounidense también permite explicar la urgencia paralela de la Unión
Europea por expandirse hacia el este. Habría sido muy sencillo acceder a las
ventajas económicas del mercado por medio de acuerdos de libre comercio, que,
además, habrían posibilitado el aprovechamiento de la mano de obra barata
procedente de Europa central y oriental por parte de las empresas europeas.
Lejos de eso, se optó por la ampliación –a pesar de resultar sumamente costosa
en términos económicos y de que Europa del Este carecía de una tradición
política democrática común–, porque así se afianzaba a los Estados miembro en
la órbita occidental y se acorralaba a Rusia; esto es, la expansión hacia el
este de la UE complementaba la expansión hacia el este de la OTAN.
Por último, también existen factores
idiosincráticos propios de cada país que sirven para explicar la adopción de la
locura por parte de Europa. Uno de los casos que ilustran la histórica
animadversión contra Rusia es el de Reino Unido, cuya antipatía se origina en
el siglo XIX, cuando veía la expansión rusa en Asia central como una amenaza a
su dominio en India. A esto se sumó el miedo a que Rusia ganase influencia ante
el declive del Imperio Otomano, lo que propició la Guerra de Crimea. Hoy en
día, la animadversión británica contra Rusia se asienta en la Revolución
bolchevique de 1917 y el establecimiento del gobierno comunista, la ejecución
del zar y su círculo familiar, y el incumplimiento de pago por parte de la
Unión Soviética de los préstamos que Reino Unido había concedido en el marco de
la I Guerra Mundial. En 1945, menos de seis meses después de la firma del
Acuerdo de Yalta con la Unión Soviética, Winston Churchill propuso la Operación Impensable, un plan que incluía el rearme de
Alemania y la continuación de la Segunda Guerra Mundial contra Rusia.
Afortunadamente, el presidente Truman lo rechazó. Tras la Segunda Guerra Mundial, el
servicio secreto británico apoyó un levantamiento en la Ucrania soviética comandado
por el ucraniano Stepan Bandera, fascista y
colaborador nazi. Este trazado histórico clarifica el alcance
de la animadversión de la clase gobernante británica contra Rusia, un
sentimiento que perdura en la concepción de la política y la seguridad nacional
del presente.
La expansión hacia el este de la UE complementaba la
expansión hacia el este de la OTAN
Todo lo que se sembró en este largo e
intrincado recorrido histórico se está cosechando ahora con el conflicto
ucraniano. Dada su condición de actor subordinado, Europa se posicionó de
inmediato con la respuesta estadounidense, a pesar de los costes en términos
económicos y sociales y de que el conflicto apelaba a la hegemonía
estadounidense, no a la seguridad europea.
Peor aún: debido a la expansión previa de
la OTAN y la UE, estas instituciones han anexado Estados –a saber, Polonia y
los países bálticos, entre otros– con una profunda y activa aversión hacia
Rusia, lo que los convierte en firmes partidarios de la marcha de la locura.
Como miembro de la OTAN, incluso antes de la intervención militar rusa en
Ucrania, Polonia acogió con agrado el
despliegue de instalaciones para misiles que podrían suponer
una amenaza directa a la seguridad nacional de Rusia. En el mismo orden de
ideas, y con anterioridad a la intervención en Ucrania, los países bálticos habían insistido en el despliegue de más fuerzas de
la OTAN en su territorio.
En cuanto a la UE, ha elegido mandatarios
rusófobos deliberadamente, como Ursula von der Leyen, actual presidenta de la
Comisión Europea. El último nombramiento en ese sentido ha sido el de la
estonia Kaja Kallas, nacionalista extremista designada como alta representante
de la Unión Europea para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad. Kallas ha pedido abiertamente la
disolución de Rusia y, durante su mandato como primera ministra
de Estonia, promovió con vehemencia políticas
contra la población de etnia rusa.
Más
papista que el papa: los amargos frutos político-económicos de la locura
Paradójicamente, es Estados Unidos, bajo
el gobierno de Trump, el que ha roto con la estrategia de seguridad nacional
estadounidense del aparato bipartidista que abogaba por cercar a Rusia y
escalar la tensión cada vez más. Esta ruptura abre una oportunidad para que
Europa se libre de la trampa en la que ha caído por su falta de visión
política. No obstante, se muestra más papista que el papa; leal al Estado
profundo estadounidense que vela por la seguridad nacional.
Tanto el presidente Macron como el primer
ministro Starmer hablan del envío unilateral de efectivos militares franceses y
británicos a Ucrania. No hay duda de que eso escalaría drásticamente el
conflicto, además de evocar la estupidez de los eventos que condujeron a Europa
a la I Guerra Mundial. El Gobierno laborista de Starmer también habla de una “coalición de los
dispuestos”, ignorando que esa expresión hace referencia a la
invasión ilegal de Estados Unidos en Irak.
Mientras tanto, la Unión Europea, con la
aprobación del establishment político europeo, impulsa un mastodóntico plan de gasto militar de 800.000
millones de euros, financiado a través de bonos. La facilidad
con la que se diseñó un plan con un presupuesto de este calibre dice mucho
sobre el carácter de la UE. El dinero para el keynesianismo militar se dispone
con prontitud; el dinero para las necesidades de la sociedad civil nunca está
disponible por razones de responsabilidad fiscal. Reino Unido, Alemania y
Dinamarca, entre otros países, también han presentado propuestas para
incrementar su propio gasto militar.
Esta deriva augura la consolidación de una economía
impulsada por la guerra
El giro hacia el keynesianismo militar
generará un impacto macroeconómico positivo, ya que está respaldado por
el complejo industrial-militar europeo,
uno de los grandes beneficiarios. Eso sí: fabrican cañones, no
mantequilla. Peor todavía, esta deriva augura la consolidación de una economía
impulsada por la guerra, sin espacio para la política fiscal; es decir, sin
espacio para la inversión pública en ciencia y tecnología, educación, vivienda
o infraestructura, áreas que realmente aportan bienestar.
Por otro lado, el giro hacia el
keynesianismo militar traerá consecuencias políticas negativas, ya que
reforzará la posición y el poder políticos del complejo industrial-militar y de
los partidarios del militarismo. La celebración del militarismo, por otra
parte, va calando paulatinamente en la percepción del electorado, de forma que
promueve el desarrollo de movimientos políticos reaccionarios más amplios.
En definitiva, los frutos
político-económicos de la marcha de la locura se anuncian amargos y tóxicos. La
única manera de evitarlos es que los liberales y los socialdemócratas europeos
recuperen el sentido común, pero me temo que el panorama es desolador.
Thomas Palley es economista.
Miembro de Economics for Democratic and Open Societies.
Texto traducido por Cristina Marey Castro.
Fuente: https://ctxt.es/es/20250301/Politica/48880/Thomas-Palley-grandes-mentiras-guerra-Ucrania-belicismo-OTAN-Union-Europea-Rusia.htm