Cuando los liberales se enamoraron de Benito Mussolini
Cuando se habla de conceptos como "totalitarismo" y "corporativismo", se suele suponer que el fascismo está muy alejado de la sociedad liberal de mercado que le precedió, y en la cual aún hoy vivimos. Pero si prestamos más atención a las políticas económicas del fascismo italiano, especialmente durante la década de 1920, podemos ver cómo algunas combinaciones típicas tanto del siglo pasado como del nuestro se experimentaron ya en los primeros años del gobierno de Benito Mussolini. Un ejemplo es la asociación entre austeridad y tecnocracia. Por "tecnocracia" me refiero al fenómeno por el que ciertas políticas habituales hoy en día (como los recortes del gasto social, la fiscalidad regresiva, la deflación monetaria, las privatizaciones y las represiones salariales) son decididas por expertos económicos que asesoran a los gobiernos o, incluso, toman directamente las riendas ellos mismos, como en varios casos recientes en Italia.
Como explico en The Capital Order: How Economists Invented Austerity and Paved the Way to Fascism, Mussolini fue uno de los mayores defensores de la austeridad en su forma moderna. Esto se debió, en gran parte, a que se rodeó de los economistas autoritarios de la época, así como de los campeones del paradigma emergente de la "economía pura", que todavía hoy es la base de la economía neoclásica dominante.
Poco más de un mes después de la Marcha de los fascistas italianos sobre Roma, en octubre de 1922, los votos parlamentarios del Partido Nacional Fascista, el Partido Liberal y el Partido Popular (o los popolari, un partido católico y predecesor de la Democracia Cristiana) introdujeron el llamado "periodo de plenos poderes". Con ello, concedieron una autoridad sin precedentes al ministro de Economía de Mussolini, el economista Alberto de Stefani, y a sus colegas y asesores técnicos, en particular Maffeo Pantaleoni y Umberto Ricci (a diferencia de los dos primeros, un hombre de ideología liberal).
Mussolini ofreció a estos expertos en economía la oportunidad de su vida: moldear la sociedad según el ideal de sus modelos. Desde las páginas de The Economist, Luigi Einaudi — celebrado como campeón del antifascismo liberal y, en 1948, primer presidente de la república democrática italiana de posguerra— acogió con entusiasmo el giro autoritario. "Nunca un Parlamento confió al Ejecutivo un poder tan absoluto [...] La renuncia del Parlamento a todos sus poderes durante un período tan largo fue recibida con vítores generales por el público. Los italianos estaban hartos de habladores y de ejecutivos débiles", escribió el 2 de diciembre de 1922. El 28 de octubre, en vísperas de la Marcha sobre Roma, había declarado: "Italia necesita al frente un hombre capaz de decir No a todas las peticiones de nuevos gastos".
Las esperanzas de Einaudi y sus colegas se cumplieron. El régimen de Mussolini puso en marcha audaces reformas que promovían la austeridad fiscal, monetaria e industrial. Estos cambios funcionaron al unísono para imponer duros esfuerzos y sacrificios a las clases trabajadoras y asegurar la reanudación del orden capitalista. Este orden había sido ampliamente desafiado en el biennio rosso (dos años rojos) anterior por numerosos levantamientos populares y sofisticados experimentos de organización económica postcapitalista.
Entre las reformas que consiguieron acallar cualquier impulso de cambio social, podemos mencionar la drástica reducción de los gastos sociales, los despidos de funcionarios (más de sesenta y cinco mil sólo en 1923) y el aumento de los impuestos sobre el consumo (el IVA de la época, regresivo porque lo pagaban principalmente los pobres). Todo ello junto a la eliminación del impuesto progresivo sobre las herencias, la cual fue acompañada de un aumento de los tipos de interés (del 3 al 7 por ciento a partir de 1925), así como de una oleada de privatizaciones que estudiosos, como el economista Germà Bel, han calificado como la primera privatización a gran escala en una economía capitalista.
Además, el Estado fascista aplicó leyes laborales coercitivas que redujeron drásticamente los salarios y prohibieron los sindicatos. La derrota final de las aspiraciones de los trabajadores llegó con la Carta del Trabajo de 1927, que cerró cualquier vía de conflicto de clase. La Carta codificó el espíritu del corporativismo cuyo objetivo, en palabras de Mussolini, era proteger la propiedad privada y "reunificar dentro del Estado soberano el pernicioso dualismo de las fuerzas del capital y del trabajo", que se consideraban "ya no necesariamente opuestas, sino como elementos que debían y podían aspirar a un objetivo común, el más alto interés de la producción".
El ministro de Economía, De Stefani, saludó la Carta como una "revolución institucional", mientras que el economista liberal Einaudi justificó su definición "corporativista" de los salarios como la única forma de imitar los resultados óptimos del mercado competitivo del modelo neoclásico. La hipocresía en este caso es evidente: los economistas, tan inflexibles en la protección del libre mercado contra el Estado, no tenían ningún problema con la intervención represiva del Estado en el mercado laboral. En Italia se produjo una caída ininterrumpida de los salarios reales que duró todo el periodo de entreguerras, una tendencia única entre los países industriales.
Entusiasmo internacional
Mientras tanto, el aumento de la tasa de explotación aseguraba un aumento de las tasas de beneficio. En 1924, el London Times comentó el éxito de la austeridad fascista: "el desarrollo de los dos últimos años ha visto la absorción de una mayor proporción de beneficios por el capital y esto, al estimular la empresa comercial, ha sido ciertamente ventajoso para el país en su conjunto". Esta es la típica narrativa capaz de promover y ganar aceptación para las doctrinas de austeridad, incluso hoy en día: el consentimiento de la gente común a los sacrificios se construye sobre la retórica del bien común.
En resumen, en un momento en el que la mayoría de los ciudadanos italianos exigían grandes cambios sociales, la austeridad requería del fascismo —un gobierno fuerte y vertical que pudiera imponer su voluntad nacionalista de forma coercitiva y con impunidad política— para su rápido éxito. El fascismo, en cambio, necesitaba la austeridad para consolidar su dominio. De hecho, fue el atractivo de la austeridad lo que llevó a los liberales del establishmentinternacional y nacional a apoyar al gobierno de Mussolini, incluso después de las Leggi Fascistissime [literalmente: "las leyes más fascistas"] de 1925-6 que instalaron a Mussolini como dictador oficial de la nación.
The Economist, por ejemplo, que el 4 de noviembre de 1922 simpatizaba con el objetivo de Mussolini de imponer un "drástico recorte del gasto público" en nombre de la "imperiosa necesidad de unas finanzas sanas en Europa", se alegró en marzo de 1924: "El señor Mussolini ha restablecido el orden y ha eliminado los principales factores de perturbación". En particular, "los salarios alcanzaron sus límites máximos, las huelgas se multiplicaron". Estos fueron los factores de perturbación, y "ningún gobierno fue lo suficientemente fuerte como para intentar un remedio". En junio de 1924, el Times, que calificaba al fascismo de gobierno "antidespilfarro", lo elogiaba como solución a las ambiciones del "campesinado bolchevique" de "Novara, Montara y Alessandria" y a "la brutal estupidez de esta gente", seducida por "los experimentos de la llamada gestión colectiva".
La embajada británica y la prensa liberal internacional seguían alegrándose de los triunfos de Mussolini. El Duce había conseguido aunar el orden político y el económico, la esencia misma de la austeridad. Como muestran los documentos de archivo, a finales de 1923 el embajador británico en Italia aseguró a los observadores de su país que "el capital extranjero había superado la no injustificada desconfianza del pasado y volvía a acudir a Italia con confianza". El diplomático destacó a menudo el contraste entre la ineptitud de la democracia parlamentaria italiana posterior a la Primera Guerra Mundial -considerada inestable y corrupta- y la eficaz gestión económica del ministro De Stefani:
Hace dieciocho meses, cualquier observador instruido de la vida nacional estaba obligado a llegar a la conclusión de que Italia era un país en decadencia […] Ahora se admite generalmente, incluso por aquellos que no les gusta el fascismo y deploran sus métodos, que toda la situación ha cambiado [...] un progreso sorprendente hacia la estabilización de las finanzas del Estado [...] los huelguistas [disminuyeron] en un 90 por ciento y los días de trabajo perdidos [disminuyeron] en más del 97 por ciento y un aumento del ahorro nacional de 4.000 [millones de liras] con respecto al año anterior; de hecho, superan por primera vez el nivel de antes de la guerra en casi 2.000 millones de liras.
Los célebres éxitos de la austeridad en Italia —evaluados en términos de paz industrial, altos beneficios y más negocios para Gran Bretaña— también tenían una cara represiva, que iba mucho más allá de la institucionalización de un ejecutivo fuerte y la elusión del parlamento. La propia embajada informó de numerosas acciones brutales: el asalto constante a los opositores políticos; el incendio de las sedes socialistas y los despachos obreros; la destitución de numerosos alcaldes socialistas; la detención de comunistas; y muchos otros asesinatos políticos notorios, el más importante de los cuales fue el del parlamentario socialista Giacomo Matteotti.
Pero el mensaje era inequívoco: cualquier preocupación por los abusos políticos del fascismo se desvanecía ante los éxitos de su austeridad. Incluso el campeón del liberalismo y gobernador del Banco de Inglaterra, Montagu Norman, después de expresar su desconfianza ante un estado como el fascista, bajo el cual se había "eliminado cualquier cosa en el camino de la alteridad" y en el que "la oposición en cualquier forma [había] desaparecido", añadió: "este estado de cosas es adecuado en la actualidad y puede proporcionar por el momento la administración más adecuada para Italia." Del mismo modo, Winston Churchill, en ese tiempo jefe del tesoro británico, explicó: "Diferentes naciones tienen diferentes maneras de hacer la misma cosa […] Si yo hubiera sido italiano, estoy seguro de que habría estado con vosotros desde el principio hasta el final en vuestra victoriosa lucha contra el leninismo".
Tanto Norman como Winston Churchill señalaron en sus comentarios privados y públicos cómo las soluciones antiliberales, inconcebibles en su propio país, podían aplicarse a un pueblo "diferente" y menos democrático como el italiano, con un "doble rasero" que los lectores contemporáneos bien podrían reconocer.
De hecho, incluso cuando los observadores liberales planteaban dudas, éstas no se referían a la democracia, sino a lo que sucedería sin Mussolini. En junio de 1928, Einaudi escribió en The Economist que temía un vacío de representación política, pero aún más un colapso del orden capitalista. Hablaba de los "gravísimos interrogantes" en la mente de los ingleses:
Cuando, de nuevo, en el curso inevitable de la naturaleza, la mano fuerte del gran Duce se retira del timón, ¿tiene Italia otro hombre de su calibre? ¿Puede alguna época producir dos Mussolinis? Si no, ¿qué será lo siguiente? ¿Bajo un control más débil y menos sabio no podría seguir una revulsión caótica? ¿Y con qué consecuencias, no sólo para Italia, sino para Europa?
El mundo político internacional se enamoró tanto de la austeridad de Mussolini que recompensó al régimen con los recursos financieros que necesitaba para consolidar aún más el liderazgo político y económico del país, en particular, liquidando la deuda de guerra y estabilizando la lira, como se relata en el clásico de Gian Giacomo Migone: The United States and Fascist Italy.
El apoyo ideológico y material que la clase dirigente liberal italiana e internacional prestó al régimen de Mussolini no fue ciertamente una excepción. De hecho, la mezcla de autoritarismo, pericia económica y austeridad inaugurada por el primer fascismo "liberalista" (económicamente liberal) ha tenido muchos epígonos: desde el empleo de los "Chicago Boys" por parte de la dictadura de Augusto Pinochet, pasando por el apoyo de los "Berkeley Boys" a la dictadura de Suharto en Indonesia (1967-1998), hasta la dramática experiencia —recientemente de nuevo en el foco de atención— de la disolución de la URSS.
En ese caso, el gobierno de Boris Yeltsin declaró de hecho la guerra a los legisladores rusos que se oponían a la agenda de austeridad respaldada por el FMI, la cual Yeltsin perseguía para estabilizar la economía rusa. El punto álgido del asalto de Yeltsin contra la democracia se produjo en octubre de 1993, cuando el presidente llamó a los tanques, helicópteros y 5.000 soldados para que hicieran llover fuego sobre el Parlamento ruso. El ataque mató a más de 500 personas y dejó muchos más heridos. Una vez que las cenizas se asentaron, Rusia quedó bajo un régimen dictatorial sin control: Yeltsin disolvió el "recalcitrante" Parlamento, suspendió la Constitución, cerró periódicos y encarceló a su oposición política. Al igual que hizo con la dictadura de Mussolini en los años 20, The Economist no tuvo reparos en justificar las acciones del hombre fuerte de Yeltsin como el único camino que podía garantizar el orden del capital. El famoso economista, Larry Summers, quien fue funcionario del Tesoro durante la administración de Bill Clinton, fue categórico al afirmar que, para Rusia, "las tres acciones" —privatización, estabilización y liberalización— "deben completarse lo antes posible. Mantener el impulso de la reforma es un problema político crucial".
Hoy, estos mismos economistas liberales no hacen concesiones a sus propios compatriotas. Larry Summers está en primera línea defendiendo la austeridad monetaria en Estados Unidos, donde prescribe una dosis de desempleo para curar la inflación. Como siempre, la solución de los economistas de la corriente dominante es exigir a los trabajadores que absorban la mayor parte de las dificultades mediante salarios más bajos, jornadas laborales más largas y recortes en las prestaciones sociales.
Profesora asistente en el departamento de economía de The New School for Social Research. Doctorada en Economía por la Sant'anna School of Advanced Studies en Pisa, Italia. Recientemente ha publicado The Capital Order: How Economists Invented Austerity and Paved the Way to Fascism, en el cual estudia la estrecha relación entre las ideas económicas de austeridad y los regímenes fascistas, como respuestas a los contextos de alta conflictividad social y movilización obrera de los periodos de entreguerra.
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Traducción:
Guillermo Medina Cano