domingo, 3 de noviembre de 2019

Manifestaciones y disturbios



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Manifestaciones y disturbios



  José Manuel Olarieta

  La Haine .


Nos hemos acostumbrado al terrorismo de Estado como lo más normal del mundo. Si acudimos a una manifestación y no nos pegan, volvemos a casa con una sensación de vacío


Recién nombrado intendente de la región metropolitana de Santiago de Chile, Felipe Guevara ha dicho al asumir su cargo que “las manifestaciones bienvenidas sean, lo que no puede confundirse con disturbios”.

Es muy frecuente confundir las manifestaciones, que son un derecho, con los disturbios, que son un delito. La causa es evidente y muy típica, tanto en Chile como en España: la reconversión de los derechos en delitos.

El mejor ejemplo de ello es el propio Guevara, al que ponen a la cabeza del mantenimiento del orden público en la capital chilena precisamente porque es un fascista.

Uno de los rasgos típicos del fascismo es ese: se habla de los derechos como si se tratara de delitos. De esa manera no es que el Estado vulnere los derechos de las personas; lo que pretende es impedir que se cometa un delito, que siempre es algo reconfortante para las cadenas de intoxicación.

Las manifestaciones son bastante más que un derecho fundamental. No sólo son legales sino que son legítimas porque expresan el descontento de la población y todos los estados de ánimo que lo acompañan: indignación, odio, rencor…

Una manifestación se diferencia de la Cabalgata de los Reyes Magos, o de una procesión de Semana Santa, o del Día del Orgullo Gay, o de una marcha cicloturista porque los asistentes acuden enfadados. Por eso gritan. Los servicios de orden deberían servir para impedir la entrada a una manifestación de quienes no estuvieran cabreados y jodidos. Los que quieran salir a la calle a divertirse y hacer el payaso deberían llamar de otra manera a sus convocatorias.

En un país democrático no tiene ningún sentido que la policía acuda a las manifestaciones, y mucho menos infiltrados, aparentando que también se manifiestan.

En un país democrático no tiene ningún sentido que los antidisturbios vayan a las manifestaciones armados hasta los dientes, con porras, con cascos, con escudos, con rifles, con gases, con bolas de caucho… Si los manifestantes ejercen un derecho, ¿a qué van de esa guisa?, ¿para qué envían helicópteros como si acudieran a una guerra?

En un país democrático la policía no puede presentarse en el lugar de la convocatoria de una manifestación de antemano, exigir a todo el mundo que se identifique, tomar sus datos personales, sacar fotos o grabar vídeos.

Las manifestaciones siempre son pacíficas. Cuando se producen escenas de violencia, como es frecuente, la causa es siempre la misma: la policía carga contra quienes ejercen un derecho para impedir que lo ejerciten.

No se puede confundir a las víctimas con los victimarios. En las manifestaciones es siempre la policía la que persigue a los manifestantes, y no al revés. Por eso en España los viejos se regodean de los tiempos en que corrían delante de los grises.

En esas carreras es la policía la que lleva las porras y los manifestantes huyen del terror policial, de los golpes, de los disparos, de las agresiones y de las detenciones.

Vivimos bajo el terror policial como los peces viven sumergidos en el agua. Digerimos el lenguaje de la dominación que emplean intendentes como el chileno Felipe Guevara. Nos consideramos a nosotros mismos como culpables por ejercer un derecho. Nosotros somos los alborotadores, los violentos y los radicales.

Estamos a punto de perder la guerra porque tragamos con todo. Ya no nos quedan reservas. Nos hemos acostumbrado al terrorismo de Estado como lo más normal del mundo. Si acudimos a una manifestación y no nos pegan, volvemos a casa con una sensación de vacío, como si nos faltara algo…

https://www.lahaine.org/est_espanol.php/manifestaciones-y-disturbios


Bienvenidos al desierto de lo real .

Que el País publique la realidad  de lo que pasa en Chile , demuestra bien que en realidad  la cosa va mal



 Notas del  Blog .-

 1 .-Aún no se han podido comprobar los auto atentados, pero gran parte de la población sospecha que efectivamente una cantidad de incendios, por ejemplo, a las estaciones del Metro, pueden ser obra de sectores de derecha y de la institucionalidad del Estado, interesados en crear la imagen de caos, vandalismo, a tiempo de golpear a los sectores populares –que son los que más utilizan el Metro como medio de transporte– y generar así una sensación de hastío en la población, lo cual permita un escenario reactivo, acorde con los intereses de los que defienden el statu quo ……. Igualmente hay quemas de buses que se han producido en circunstancias muy extrañas, por ejemplo, buses que están alineados, como diciendo “quémennos”, pegados uno al lado del otro, buses antiguos además, cuyos propietarios pueden cobrar seguros. En fin, hay una serie de hechos dudosos. Una maniobra en desarrollo es la guerra sicológica para crear miedo en vastos sectores ante los incendios y saqueos de bandas criminales que actúan con bene placito policial.
 2.-
La portavoz de la Oficina de la Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos Ravina Shamdasani informó este viernes 25 de octubre de 2019 que una una misión investigará “los informes de violaciones y abusos de los derechos humanos en el contexto de las recientes protestas y la declaración del estado de emergencia en Chile”.Los tres miembros de la misión llegarán el 28 de octubre e investigarán las denuncias sobre dieciocho muertes, entre ellas un niño de cuatro años.
“La institución nacional de derechos humanos había seguido de cerca esos casos y ha indicado que, en al menos cinco de esas muertes, hubo participación de las fuerzas de seguridad.Además de los fallecimientos, la portavoz dijo que también han recibido reportes de que 582 personas han resultado heridas, 295 con munición real. 27/oct/2019

sábado, 2 de noviembre de 2019

Mito y realidad del pacto entre Hitler y Stalin


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Mito y realidad del pacto entre Hitler y Stalin del 23 de agosto de 1939



Global Research


Traducido del inglés para Rebelión por Beatriz Morales Bastos


En un libro notable, 1939: The Alliance That Never Was and the Coming of World War II [1939, la alianza que nunca existió y la llegada de la Segunda Guerra Mundial], el historiador canadiense Michael Jabara Carley describe cómo a finales de la década de 1930 la Unión Soviética intentó repetidamente, aunque sin conseguirlo, cerrar un pacto de seguridad mutua (esto es, una alianza defensiva) con Gran Bretaña y Francia. La finalidad de este acuerdo era contrarrestar a la Alemania nazi que bajo el liderazgo dictatorial de Hitler se había estado comportando de forma cada vez más agresiva y era probable que involucrara a otros países, incluidos Polonia y Checoslovaquia, los cuales tenían motivos para temer las ambiciones alemanas. El protagonista de este acercamiento soviético a las potencias occidentales fue el ministro de Asuntos Exteriores, Maxim Litvinov. Moscú deseaba cerrar ese acuerdo porque los dirigentes soviéticos sabían demasiado bien que Hitler pensaba atacar y destruir tarde o temprano su Estado. En efecto, en su obra Mein Kampf, publicada en la década de 1920, Hitler había dejado muy claro su profundo desprecio por la “Rusia gobernada por los judíos” (Russland unter Judenherrschaft), porque era fruto de la Revolución rusa, obra de los bolcheviques, que supuestamente no eran sino una panda de judíos. Y en la década de 1930 prácticamente toda aquella persona mínimamente interesada por las relaciones exteriores sabía muy bien que con su remilitarización de Alemania, su programa de rearmamento a gran escala y otras violaciones del Tratado de Versalles Hitler se estaba preparando para una guerra cuya víctima iba a ser la Unión Soviética. Lo demostró muy claramente un detallado estudio de un destacado historiador militar y politólogo, Rolf-Dieter Müller  titulado Der Feind steht im Osten: Hitlers geheime Pläne für einen Krieg gegen die Sowjetunion im Jahr 1939 [El enemigo está en el este: los planes secretos de Hitler de una guerra contra la Unión Soviética en 1939 ].
En aquel momento Hitler estaba desarrollando el ejército alemán y pretendía utilizarlo para borrar la Unión Soviética de la faz de la tierra. Desde el punto de vista de las élites que todavía tenían mucho poder en Londres, París y otros lugares en el llamado mundo occidental era un plan que no podían sino aprobar y que deseaban fomentar e incluso apoyar. ¿Por qué? La Unión Soviética era la encarnación de la temida revolución social, fuente de inspiración y guía para las personas revolucionarias en sus propios países e incluso en sus colonias puesto que los soviéticos también eran antiimperialistas que a través del Komintern (o Tercera Internacional) apoyaban la lucha por la independencia en las colonias de las potencias occidentales.
Por medio de una intervención armada en Rusia en 1918 y 1919 las potencias occidentales ya habían tratado de matar al dragón de la revolución que había alzado su cabeza ahí en 1917, pero el proyecto fracasó estrepitosamente. Las razones del fracaso fueron, por una parte, la fuerte resistencia que ofrecieron los revolucionarios rusos que contaban con el apoyo de la mayoría del pueblo ruso y de muchos otros pueblos del antiguo Imperio zarista y, por otra parte, la oposición dentro de los propios países intervencionistas donde tanto soldados como civiles simpatizaban con los revolucionarios bolcheviques y lo demostraron a través de manifestaciones, huelgas e incluso amotinamientos. Hubo que retirar a las tropas de forma ignominiosa. Los caballeros que estaban en el poder en Londres y París se tuvieron que conformar con crear a lo largo de la frontera occidental del antiguo Imperio zarista Estados antisoviéticos y antirrusos, y apoyarlos, (sobre todo Polonia y los países del Báltico) y erigir así un “cordón sanitario” que se suponía iba a proteger a Occidente de infectarse con el virus revolucionario bolchevique.
En Londres, París y otras capitales de Europa occidental las élites esperaban que el experimento revolucionario en la Unión Soviética colapsara por sí mismo, pero no lo hizo. Al contrario, desde principios de la década de 1930, cuando la Gran Depresión hacía estragos en el mundo capitalista, la Unión Soviética experimentó una especie de Revolución industrial que permitió a la población disfrutar de un considerable progreso social. El país también se volvió más fuerte, no solo económicamente, sino también militarmente. A consecuencia de ello, el “contrasistema” socialista al capitalismo (y su ideología comunista) se volvió cada vez más atractivo a ojos de las personas plebeyas de Occidente, que cada vez sufrían más desempleo y miseria. En este contexto la Unión Soviética era cada vez más una espina para las élites de Londres y París. A la inversa, Hitler y sus planes de una cruzada antisoviética parecía cada vez más útiles y apreciables. Además, las empresas y los bancos, especialmente estadounidenses, pero también británicos y franceses, ganaron ingentes cantidades de dinero ayudando a la Alemania nazi a rearmarse y prestándole el dinero que tanto necesitaba. Por último, aunque no menos importante, se creía que fomentar la cruzada alemana en el Este reducía, si no eliminaba totalmente, el riesgo de una agresión alemana a Occidente. Por consiguiente, podemos entender por qué las propuestas de Moscú de establecer una alianza defensiva contra la Alemania nazi no atrajeron a estos caballeros. Pero había una razón por la que no se podían permitir rechazar sin más estas propuestas.
Después de la Gran Guerra [Primera Guerra Mundial] las élites de ambos lados del Canal de la Mancha se habían visto obligadas a llevar a cabo unas reformas democráticas bastante importantes, por ejemplo, una ampliación considerable del derecho al voto en Gran Bretaña. Debido a ello, hubo que tener en cuenta la opinión tanto de los laboristas como de otras pestes de izquierda que poblaban las legislaturas y en ocasiones incluso hubo que incluirlos en gobiernos de coalición. La opinión pública y una parte importante de los medios de comunicación eran mayoritariamente hostiles a Hitler y, por lo tanto, estaban muy a favor de la propuesta soviética de una alianza defensiva contra la Alemania nazi. Las élites querían evitar esta alianza, pero también querían dar la impresión de que la querían; a la inversa, las élites querían animar a Hitler a atacar a la Unión Soviética e incluso ayudarle a hacerlo, pero tenían que asegurarse de que la opinión pública nunca lo supiera. Este dilema llevó a una trayectoria política cuya función manifiesta era convencer a la opinión pública de que los dirigentes veían con buenos ojos la propuesta soviética de un frente conjunto antinazi, pero cuya función latente (esto es, real) era apoyar los planes antisoviéticos de Hitler: era la tristemente célebre “política de apaciguamiento” asocia d a sobre todo al nombre del primer ministro británico Neville Chamberlain y a su homólogo francés, Édouard Daladier.
Los partidarios de esta política empezaron a trabajar en cuanto Hitler llegó al poder en Alemania en 1933 y empezaron a prepararse para la guerra, una guerra contra la Unión Soviética. Ya en 1935 Londres dio a Hitler una especie de luz verde para rearmarse al firmar un tratado naval con él. Hitler empezó entonces a violar todo tipo de disposiciones del Tratado de Versalles, por ejemplo, al volver a imponer el servicio militar obligatorio en Alemania, al armar hasta los dientes al ejército alemán y al anexionarse Austria en 1937. Los estadistas de Londres y París se quejaron y protestaron en cada ocasión para dar una buena impresión a la opinión pública, pero acabaron por aceptar los hechos consumados. Se hizo creer a la opinión pública que esta indulgencia era necesaria para evitar la guerra. Esta excusa fue eficaz en un primer momento porque la mayoría de las personas británicas y francesas no querían verse envueltas en una nueva edición de la mortífera Gran Guerra de 1914-1918. Por otra parte, pronto fue obvio que el apaciguamiento hacía a la Alemania nazi más fuerte militarmente y a Hitler cada vez más ambicioso y exigente. Por consiguiente, la opinión pública acabó dándose cuanta de que ya se habían hecho suficientes concesiones al dictador alemán y entonces los soviéticos, en la persona de Litvinov, presentaron su propuesta de una alianza anti-Hitler, lo que provocó dolores de cabeza a los artífices del apaciguamiento, de los que Hitler esperaba aún más concesiones.
Gracias a las concesiones que ya se le habían hecho, la Alemania nazi se estaba convirtiendo en un gigante militar y en 1939 solo un frente conjunto de las potencias occidentales y los soviéticos parecía poder contenerlo porque en caso de guerra Alemania tendría que luchar en dos frentes. Bajo la fuerte presión de la opinión pública los dirigentes de Londres y París accedieron a negociar con Moscú, pero había un inconveniente: Alemania no hacía frontera con la Unión Soviética puesto que Polonia se encontraba entre ambos países. Al menos oficialmente Polonia era aliada de Francia, así que era de esperar que se uniera a la alianza ofensiva contra la Alemania nazi, pero el gobierno de Varsovia era hostil a la Unión Soviética, un enemigo al que consideraba tan amenazador como la Alemania nazi. Se negó tercamente a permitir que en caso de guerra el Ejército Rojo atravesara el territorio polaco para luchar contra los alemanes. Londres y París rehusaron presionar a Varsovia, de modo que las negociaciones no acabaron en un acuerdo.
Mientras tanto, Hitler planteó nuevas exigencias, esta vez respecto a Checoslovaquia. Cuando Praga se negó a ceder el territorio habitado por una minoría germanoparlante conocida como alemanes sudetes, la situación amenazó con llevar a la guerra. De hecho, esto suponía una oportunidad única para cerrar una alianza anti-Hitler con la Unión Soviética y la militarmente fuerte Checoslovaquia como socios de Gran Bretaña y Francia: Hitler habría tenido que elegir entre una retirada humillante y una derrota casi segura en una guerra en dos frentes. Pero eso también significaba que Hitler nunca podría emprender la cruzada antisoviética que tanto anhelaban las élites de Londres y París. Por ello Chamberlain y Daladier no aprovecharon la crisis checoslovaca para formar un frente anti-Hitler con los soviéticos, sino que se precipitaron a tomar un avión a Munich para cerrar un acuerdo con el dictador alemán según el cual se ofrecían a Hitler en bandeja de plata las tierras sudetes, que casualmente incluían la versión checoslovaca de la Línea Maginot. El gobierno checoslovaco, al que ni siquiera se había consultado, no tuvo más opción que acceder y los soviéticos, que habían ofrecido a Praga ayuda militar, no fueron invitados a esta infame reunión.
Los estadistas británicos y franceses hicieron enormes concesiones al dictador alemán en el “pacto” que cerraron con Hitler en Munich, no con el fin de preservar la paz, sino para poder seguir soñando de una cruzada nazi contra la Unión Soviética. Pero el acuerdo se presentó a los pueblos de los países respectivos como la solución más sensata a una crisis que amenazaba con provocar una guerra general. A su vuelta a Inglaterra Chamberlain proclamó triunfalmente “¡Paz en nuestro tiempo!”. Quería decir paz para su propio país y sus aliados, pero no para la Unión Soviética, cuya destrucción a manos de los nazis se esperaba ansiosamente.
En Gran Bretaña también había políticos, incluido un puñado de personas de buena fe pertenecientes a la élite del país, que se oponía a la política de apaciguamiento de Chamberlain, por ejemplo Winston Churchill. No se oponían debido a su simpatía por la Unión Soviética, sino que no confiaban en Hitler y temían que el apaciguamiento fuera contraproducente en dos sentidos. En primer lugar, la conquista de la Unión Soviética proporcionaría a la Alemania nazi una cantidad casi ilimitada de materia primas, incluidos petróleo, tierras fértiles y otras riquezas, lo que permitiría al Reich establecer en el continente europeo una hegemonía que para Gran Bretaña supondría un peligro mayor que el que había supuesto Napoleón. En segundo lugar, también era posible que se hubiera sobrestimado tanto el poder de la Alemania nazi como la debilidad de la Unión Soviética, de modo que la cruzada antisoviética de Hitler podría producir en realidad un victoria soviética lo que podría provocar una “bolchevización” de Alemania y quizá de toda Europa. Por ese motivo Churchill era extremadamente crítico con el acuerdo al que se había llegado en Munich. Al parecer afirmó que en la capital bávara Chamberlain había podido elegir entre el deshonor y la guerra, y había elegido el deshonor, aunque también tendría guerra. Con su “paz en nuestro tiempo” Chamberlain había cometido de hecho un error lamentable. Apenas un año después, en 1939, su país se vería envuelto en una guerra contra la Alemania nazi que gracias al escandaloso pacto de Munich se había convertido en un enemigo aún más temible.
El principal factor determinante del fracaso de las negociaciones entre el dúo anglo-francés y los soviéticos había sido la falta de voluntad no expresa de los apaciguadores de llegar a un acuerdo anti-Hitler. Un factor auxiliar fue la negativa del gobierno de Varsovia a permitir la presencia de tropas soviéticas en territorio checoslovaco en caso de una guerra contra Alemania, lo que ofreció a Chamberlain y Daladier un pretexto para no llegar a un acuerdo con los soviéticos, pretexto que necesitaban para satisfacer a la opinión pública (aunque también se esgrimieron otras excusas, como la supuesta debilidad del Ejército Rojo, lo que supuestamente convertía a la Unión Soviética en un aliado inútil). En lo que se refiere al papel desempeñado por el gobierno placo en este drama existen algunos malentendidos graves. Vamos a examinarlos más detalladamente.
En primer lugar hay que tener en cuenta que la Polonia de entreguerras no era un país democrático, lejos de ello. Tras su (re)nacimiento al final de la Primera Guerra Mundial como una democracia nominal, el país no tardó mucho tiempo en ser gobernado con mano de hierro por un dictador militar, el general Józef Pilsudski, en nombre de una élite híbrida que representaba a la aristocracia, la Iglesia católica y la burguesía. Este régimen nada democrático e incluso antidémocratico continuó gobernando tras la muerte del general en 1935 bajo el liderazgo de los “coroneles de Pilsudski”, cuyo primus inter pares era Józef Beck, el ministro de Asuntos Exteriores. Su política exterior no reflejaba unos sentimientos muy amistosos hacia Alemania, que había perdido parte de su territorio a beneficio del nuevo Estado polaco, incluido un “corredor” que separaba la región alemana de Prusia Oriental del resto del Reich. También había fricciones con Berlín debido al importante puerto báltico de Gdansk (Danzig), al que el Tratado de Versalles había declarado ciudad-Estado independiente, pero que reclamaban tanto Polonia como Alemania.
La actitud de Polonia hacia su vecino oriental, la Unión Soviética, era aún más hostil. Pilsudski y otros polacos nacionalistas soñaban con la vuelta del gran Imperio polaco-lituano de los siglos XVII y XVIII que se había extendido desde el Báltico al mar Negro. Y había aprovechado la revolución y subsiguiente guerra civil en Rusia para apropiarse de un vasto trozo del territorio del antiguo Imperio zarista durante la guerra ruso-polaca de 1919-1921. Este territorio, erróneamente conocido como “Polonia Oriental”, tenía una extensión de varios cientos de kilómetros al este de la famosa Línea Curzon, que debería haber sido la frontera oriental del nuevo Estado polaco, al menos según las potencias occidentales que habían apadrinado a la nueva Polonia a finales de la Gran Guerra. La región estaba poblada fundamentalmente por rusos blancos y ucranianos, pero a lo largo de los años siguientes Varsovia iba a “polonizarla” lo más posible llevando colonos polacos. La hostilidad polaca hacia la Unión Soviética también se vio alimentada por el hecho de que los soviéticos simpatizaban con los comunistas y otros plebeyos que se oponían al régimen patricio en la propia Polonia. Por último, la élite polaca era antisemita y había abrazado el concepto del judeo-bolchevismo, esto es, la idea de que el comunismo y otras formas del marxismo formaban parte de un nefando complot judío y que la Unión Soviética (el fruto de un plan revolucionario bolchevique y, por consiguiente, supuestamente judío) no era sino “Rusia gobernada por los judíos”. Aun así las relaciones con los dos poderosos vecinos se normalizaron tanto como era posible bajo Pilsudski gracias a la firma de dos tratados de no agresión, uno con la Unión Soviética en 1932 y otro con Alemania poco después de que Hitler tomara el poder, es decir, en 1934.
Tras la muerte de Pilsudski los líderes polacos siguieron soñando con la expansión territorial hasta las fronteras de la casi mítica Gran Polonia de un pasado lejano. Para realizar este sueño parecía haber muchas posibilidades en el este y particularmente en Ucrania, una parte de la Unió Soviética que se extendía de forma tentadora entre Polonia y el mar Negro. A pesar de las disputas con Alemania y de una alianza formal con Francia, que contaba con la ayuda polaca en caso de conflicto con Alemania, primero el propio Pilsudski y después sus sucesores coquetearon con el régimen nazi con la esperanza de una conquista conjunta de territorios soviéticos. El antisemitismo era otro denominador común de ambos regímenes que urdieron planes para librarse de sus minorías judías, por ejemplo, deportándolas a África.
El acercamiento de Varsovia a Berlín reflejaba la megalomanía e ingenuidad de los líderes polacos, que creían que su país era una gran potencia del mismo calibre que Alemania, una potencia a la que Berlín respetaría y trataría como socio de pleno derecho. Los nazis fomentaron esta ilusión porque así debilitaban la alianza entre Polonia y Francia. Las ambiciones orientales polacas también fueron fomentadas por el Vaticano, que esperaba afluyeran unos dividendos considerables de las conquistas de la católica Polonia en la Ucrania mayoritariamente ortodoxa, que se consideraba que estaba preparada para convertirse al catolicismo. En este contexto es donde la maquinaria de propaganda de Goebbels, en colaboración con Polonia y el Vaticano, elaboró un nuevo mito, es decir, la ficción de una hambruna organizada por Moscú en Ucrania, con la idea de poder presentar las futuras intervenciones armadas polacas y alemanas allí como una acción humanitaria. Este mito se iba a resucitar durante la Guerra Fría y a convertirse en el mito de la creación del Estado independiente ucraniano que emergió de las ruinas de la Unión Soviética (para un análisis objetivo de esta hambruna remitimos a los muchos artículos del historiador estadounidense Mark Tauger, experto en la historia de la agricultura soviética, que se han recopilado en una edición francesa, Famine et transformation agricole en URSS).
Conocer estos antecedentes nos permite entender la actitud del gobierno polaco cuando se negociaba un frente defensivo común contra la Alemania nazi. Varsovia obstaculizó estas negociaciones no por miedo a la Unión Soviética sino, por el contrario, debido a aspiraciones antisoviéticas y su consiguiente acercamiento a la Alemania nazi. En este sentido la élite polaca coincidía con sus homólogos británicos y franceses. De este modo también podemos entender por qué, una vez cerrado el Acuerdo de Munich que permitió a la Alemania nazi anexionarse la región sudete, Polonia se apropió de una parte del botín territorial checoslovaco, es decir, la ciudad de Teschen y sus alrededores. Al caer sobre esta parte de Checoslovaquia como una hiena (en palabras de Churchill) el régimen polaco revelaba sus verdaderas intenciones y su complicidad con Hitler.
Las concesiones hechas por los artífices del apaciguamiento hicieron más fuerte que nunca a la Alemania nazi y a Hitler más seguro de sí mismo, arrogante y exigente. Después de Munich demostró que estaba lejos de estar saciado y en marzo de 1939 violó el Acuerdo de Munich al ocupar el resto de Checoslovaquia. En Francia y Gran Bretaña la opinión pública estaba impactada, pero las élites dirigentes no hicieron más que expresar su esperanza de que “Herr Hitler” acabaría por volverse “sensato”, es decir, que emprendería la guerra contra la Unión Soviética. Hitler siempre había tenido intención de hacerlo pero antes de complacer a los apaciguadores británicos y franceses quería sacarles más concesiones. A fin de cuentas, parecía que no había nada que pudieran negarle. Es más, una vez que habían hecho a Alemania mucho más fuerte gracias a sus anteriores concesiones, ¿estaban en condiciones de negarle el supuestamente último pequeño favor que les había pedido? Ese último pequeño favor concernía a Polonia.
A finales de marzo de 1939 Hitler exigió repentinamente tanto Gdansk como un territorio polaco situado entre Prusia Oriental y el resto de Alemania. En Londres Chamberlain y los demás defensores a ultranza del apaciguamiento se inclinaban a ceder otra vez, pero la oposición proveniente de los medios de comunicación y de la Cámara de los Comunes demostró ser demasiado fuerte para permitirlo. Chamberlain cambió entonces repentinamente de rumbo y el 31 de mazo prometió formalmente (aunque de forma nada realista, como señaló Churchill) a Varsovia ayuda armada en caso de que Alemania agrediera Polonia. En abril de 1939, cuando las encuestas de opinión revelaban lo que ya sabía todo el mundo, es decir, que casi el 90 % de la población británica quería una alianza anti-Hitler junto con la Unión Soviética y Francia, Chamberlain se vio obligado a mostrar oficialmente interés por la propuesta soviética de emprender negociaciones acerca de la “seguridad colectiva” ante la amenaza nazi.
En realidad los partidarios del apaciguamiento seguían sin estar interesados por la propuesta soviética e idearon todo tipo de pretextos para evitar cerrar un acuerdo con un país al que despreciaban y contra otro con el que simpatizaban en secreto. Hasta finales de 1939 no se declararon dispuestos a iniciar negociaciones militares y hasta primeros de agosto no se envió una delegación franco-británica a Leningrado para llevarlas a cabo. A diferencia de la velocidad con la que un año antes el propio Chamberlain (acompañado de Daladier) se había precipitado a tomar un avión a Munich, esta vez se envió a la Unión Soviética en un carguero lento a un equipo de subordinados anónimos. Además, cuando después de pasar por Leningrado finalmente llegaron a Moscú el 11 de agosto, resultó que no tenían las credenciales o la autoridad necesarias para llegar a cabo esas negociaciones. Para entonces los soviéticos ya estaban hartos y es comprensible que rompieran las negociaciones.
Mientras tanto Berlín había emprendido un discreto acercamiento a Moscú. ¿Por qué? Hitler se sentía traicionado por Londres y París, que antes habían hecho todo tipo de concesiones, pero ahora le negaban la nimiedad de Gdansk y se ponían de lado de Polonia, de modo que se enfrentaba a la posibilidad de una guerra contra Polonia, que se negaba a permitirle tener Gdansk, y contra el dúo franco-británico. Para poder ganar esta guerra el dictador alemán necesitaba que la Unión Soviética permaneciera neutral y estaba dispuesto a pagar un alto precio por ello. Desde el punto de vista de Moscú el acercamiento de Berlín contrastaba fuertemente con la actitud de los apaciguadores occidentales, que exigían a los soviéticos hacer promesas vinculantes de ayuda pero sin ofrecer un quid pro quo significativo. Lo que había empezado entre Alemania y la Unión Soviética en las conversaciones informales de mayo dentro del contexto de unas negociaciones comerciales sin gran importancia en las que los soviéticos en un principio no mostraron interés se convirtió finalmente en un diálogo serio en el que participaron los embajadores de ambos países e incluso los ministros de Asuntos Exteriores, esto es Joachim von Ribbentrop y Vyacheslav Molotov, que sustituía a Litvinov.
Un factor que no se debe subestimar aunque desempeñara un papel secundario es el hecho de que en la primavera de 1939 tropas japonesas basadas en el norte de China habían invadido territorio soviético en el lejano oriente. En agosto serían derrotadas y obligadas a retroceder, pero esta amenaza japonesa hizo que Moscú se diera cuenta de la posibilidad de tener que luchar una guerra en dos frentes, a menos de encontrar una manera de eliminar la amenaza proveniente de la Alemania nazi. El acercamiento de Berlín, reflejo de su propio deseo de evitar una guerra en dos frentes, ofrecía a Moscú una forma de neutralizar esta amenaza.
Sin embargo, hasta agosto, cuando los dirigentes soviéticos se dieron cuenta de que británicos y franceses no habían ido de buena fe a las negociaciones, no se resolvió el asunto y la Unión Soviética no firmó un pacto de no agresión con la Alemania nazi, concretamente el 23 de agosto. Este acuerdo se denominó Pacto Ribbentrop-Molotov, por los nombres de los ministros de Exteriores, pero también se conoció como el Pacto Hitler-Stalin. Apenas sorprendió que se llegara a ese acuerdo: varios dirigentes políticos y militares tanto de Gran Bretaña como de Francia habían predicho muchas veces que la política de apaciguamiento de Chamberlain y Daladier arrojaría a Stalin “en brazos de Hitler”.
La expresión “en brazos” en realidad es inapropiada en este contexto. A todas luces el pacto no reflejaba cálidos sentimientos entre ambos signatarios. Stalin incluso rechazó la sugerencia de incluir en el texto algunas líneas convencionales sobre la hipotética amistad entre ambos pueblos. Además, el acuerdo no era una alianza sino meramente un pacto de no agresión y en ese sentido era similar a otros muchos pactos de no agresión que se habían firmado previamente con Hitler, por ejemplo, en Polonia en 1934. Se reducía a una promesa de no atacarse mutuamente y de mantener relaciones pacíficas, una promesa que probablemente iba a mantener cada parte mientras le pareciera conveniente hacerlo. Se añadió al acuerdo una cláusula secreta referente a la demarcación de esferas de influencia en Europa Oriental para cada uno de los signatarios. Dicha línea correspondía más o menos a la Línea Curzon, de modo que “Polonia Oriental” se encontró dentro de la esfera soviética. Estaba lejos de estar claro qué significaba en la práctica este acuerdo teórico, pero sin duda el pacto no implicaba una partición o amputación territorial de Polonia comparable al destino impuesto a Checoslovaquia por británicos y franceses en el pacto que habían firmado con Hitler en Munich.
A veces se considera el hecho de que la Unión Soviética reivindicara una esfera de influencia más allá de sus fronteras la prueba de sus siniestras intenciones expansionistas; sin embargo, el establecimiento de esferas de influencia, ya sea unilateral, bilateral o multilateralmente, había sido durante mucho tiempo una práctica ampliamente aceptada entre potencias grandes y no tan grandes, y a menudo su objetivo era evitar conflictos. Por ejemplo, la Doctina Monroe, que “afirmaba que el Nuevo Mundo y el Viejo Mundo iban a seguir siendo esferas de influencia claramente separadas” (Wikipedia), pretendía impedir nuevas empresas coloniales transatlánticas por parte de las potencias europeas que podrían llevarlas a entrar en conflicto con Estados Unidos. De forma similar, cuando Churchill visitó Moscú en 1944 y ofreció a Stalin dividir la península Balcánica en esferas de influencia lo que se pretendía era evitar un conflicto entre sus respectivos países cuando terminara la guerra contra la Alemania nazi.
Ahora Hitler podía atacar Polonia sin correr el riesgo de tener que luchar una guerra tanto contra la Unión Soviética como contra el dúo franco-británico, pero el dictador alemán tenía buenas razones para dudar de que Londres y París declararan la guerra. Sin la ayuda soviética estaba claro que no se podía ofrecer una ayuda eficaz a Polonia, por lo que a Alemania no le costaría mucho tiempo derrotar al país (solo los coroneles de Varsovia creían que Polonia podía resistir el ataque de las poderosas hordas nazis). Hitler sabía demasiado bien que los artífices del apaciguamiento seguían esperando que tarde o temprano acabaría cumpliendo aquello que deseaban más fervientemente y destruiría a la Unión Soviética, de modo que estaban dispuestos a cerrar los ojos ante esta agresión a Polonia. Y Hitler también estaba convencido de que, aunque británicos y franceses declararan la guerra a Alemania, no atacarían en Occidente.
Alemania emprendió su ataque contra Polonia el 1 de septiembre de 1939. Londres y París todavía dudaron unos días antes de reaccionar con una declaración de guerra contra la Alemania nazi. Pero no atacaron al Reich aunque el grueso de sus fuerzas armadas estaba invadiendo Polonia, como temían algunos generales alemanes. De hecho, los protagonistas del apaciguamiento sólo declararon la guerra a Hitler porque lo exigió la opinión pública. Esperaban en secreto que Polonia pronto estuviera acabada para que “Herr Hitler” pudiera finalmente dirigir su atención a la Unión Soviética. La guerra que libraron fue meramente una “guerra falsa”, como bien se la podría llamar, una farsa en la que sus tropas, que podrían haber entrado en Alemania, permanecieron inactivas instaladas detrás de la Línea Maginot. Ahora se sabe casi con certeza que los simpatizantes de Hitler en el ámbito de los apaciguadores franceses y posiblemente también de los británicos habían hecho saber al dictador alemán que podía usar todo su poderío militar para acabar con Polonia sin tener que temer un ataque de las potencias occidentales (remitimos a los libros de Annie Lacroix-Riz, Le choix de la défaite. Les élites françaises dans les années 1930 y De Munich à Vichy. L’assassinat de la 3e République).
Los defensores polacos estaban abrumados y pronto fue obvio que los coroneles que gobernaban el país tendrían que rendirse. Hitler tenía todos los motivos para creer que lo harían y era indudable que sus condiciones iban a suponer a Polonia importantes pérdidas territoriales, especialmente, por supuesto, en la parte occidental del país que hacía frontera con Alemania. No obstante, probablemente habría seguido existiendo una Polonia truncada, del mismo modo que después de su derrota en junio de 1940 se iba a permitir a Francia existir en la forma de la Francia de Vichy. Sin embargo, el 17 de septiembre el gobierno polaco huyó repentinamente a la vecina Rumanía, un país neutral, y a hacerlo dejó de existir porque, según el derecho internacional, mientras duren las hostilidades se debe encarcelar no sólo al personal militar sino también a los miembros del gobierno de un país en guerra al entrar en un país neutral. Fue un acto irresponsable e incluso cobarde que tuvo unas consecuencias nefastas para el país. Sin un gobierno Polonia degeneró en una especie de tierra de nadie (en una terra nullius, por utilizar la terminología jurídica) en la que los conquistadores alemanes podían hacer lo que quisieran ya que no había nadie con quien negociar acerca del destino del derrotado país.
Esta situación también dio a los soviéticos el derecho a intervenir. Los países vecinos pueden ocupar una potencialmente anárquica terra nullius; es más, si los soviéticos no hubieran intervenido, sin duda los alemanes habrían ocupado cada centímetro cuadrado de Polonia, con todas las consecuencias que ello habría supuesto. Esta es la razón por la que el mismo 17 de septiembre de 1939 el Ejército Rojo se adentró en Polonia y empezó a ocupar la parte oriental del país, la antes mencionada “Polonia Oriental”. Se evitó el conflicto con los alemanes porque ese territorio pertenecía a la esfera de influencia soviética establecida en el Pacto Ribbentrop-Molotov. Las tropas alemanas que habían penetrado al este de la línea de demarcación tuvieron que retirarse para dar paso a los hombres del Ejército Rojo. Dondequiera que los militares soviéticos y alemanes entraron en contacto se comportaron correctamente y respetaron el protocolo tradicional, lo que a veces implicaba algún tipo de ceremonia, aunque nunca hubo ningún “desfile de la victoria” conjunto.
Como su gobierno se había esfumado, se podría decir que las fuerzas armadas polacas que siguieron ofreciendo resistencia quedaron degradadas al nivel de irregulares, de partisanos, expuestas a todos los riesgos que conlleva dicho papel. La mayoría de las unidades del ejército polaco se dejaron desarmar y encarcelar por el recién llegado Ejército Rojo, pero a veces se ofreció resistencia, por ejemplo por parte de tropas comandadas por oficiales hostiles a los soviéticos. Muchos de estos oficiales habían servido en la guerra ruso-polaca de 1919-1921 y supuestamente habían cometido crímenes de guerra, como ejecutar a prisioneros de guerra. Se reconoce ampliamente que estos hombres fueron liquidados posteriormente por los soviéticos en Katyn y otros lugares (aunque recientemente han surgido dudas respecto a Katyn. El libro de Grover Furr, The Mystery of the Katyn Massacre, analiza detalladamente este tema).
Los soviéticos encarcelaron a muchos soldados y oficiales polacos según las normas del derecho internacional. En 1941, después de que la Unión Soviética se involucrara en la guerra y, por tanto, ya no estuviera sujeta a las normas que rigen la conducta de los neutrales, estos hombres fueron trasladados a Gran Bretaña (a través de Irán) para luchar contra la Alemania nazi al lado de los aliados occidentales. Entre 1943 y 1945 iban a contribuir de forma fundamental a la liberación de una parte considerable de Europa Occidental (a los militares polacos que cayeron en manos de los alemanes les tocó una suerte mucho más trágica). Entre quienes se habían beneficiado de la ocupación por parte de los soviéticos de los territorios orientales de Polonia también se incluían los habitantes judíos, que fueron trasladados al interior de la Unión Soviética de modo que se libraron del destino que les habría esperado si todavía estuvieran en sus shtetls* cuando los alemanes llegaron allí como conquistadores en 1941. Muchos de ellos sobrevivieron a la guerra y después iban a empezar una nueva vida en Estados Unidos, Canadá y, por supuesto, Israel.
La ocupación de “Polonia Oriental” se llevó a cabo correctamente, esto es, según las normas del derecho internacional, de modo que esta acción no constituye un “ataque” a Polonia, como lo han presentado muchos historiadores (y políticos) y desde luego tampoco constituye un ataque en colaboración con un “aliado” nazi alemán. La Unión Soviética no se convirtió en aliada de la Alemania nazi al cerrar un pacto de no agresión con ella ni se convirtió en aliada debido a su ocupación de “Polonia Oriental”. Hitler había tolerado esa ocupación, pero sin duda habría preferido que los soviéticos no intervinieran en absoluto de modo que así se habría podido apoderar de toda Polonia. En Inglaterra Churchill dio públicamente su aprobación a la iniciativa soviética del 17 de septiembre precisamente porque impedía a los nazis ocupar toda Polonia. El hecho de que esta iniciativa no constituyera un ataque y, por consiguiente, no fuera un acto de guerra contra Polonia también quedó claro gracias al hecho de que Gran Bretaña y Francia, aliados formales de Polonia, no declararon la guerra a la Unión Soviética, como sin duda habrían hecho de no haber sido así. Y la Liga de las Naciones no impuso sanciones a la Unión Soviética, que es lo que habría ocurrido si lo hubiera considerado un verdadero ataque contra uno de sus miembros.
Desde el punto de vista soviético, la ocupación de la parte oriental de Polonia significaba recuperar parte de su propio territorio, perdido debido al conflicto ruso-polaco de 1919-1921. Es cierto que Moscú había reconocido esta pérdida en el Tratado de Paz de Riga que puso fin a esta guerra en marzo de 1921, pero Moscú había seguido buscando una oportunidad de recuperar “Polonia Oriental” y en 1939 esta oportunidad se materializó y fue aprovechada. Se puede estigmatizar a los soviéticos por ello, pero en ese caso también se debe estigmatizar a los franceses, por ejemplo, por recuperar Alsacia y Lorena al final de la Primera Guerra Mundial ya que París había reconocido la pérdida de ese territorio en el Tratado de Paz de Frankfurt que había puesto fin a la guerra franco-prusiana de 1870-1871.
Más importante es el hecho de que la ocupación (o liberación, recuperación, restablecimiento o como se quiera denominar) de “Polonia Oriental” proporcionó a la Unión Soviética una baza extraordinariamente útil, que en la jerga de la tecnología militar se denomina “glacis”, esto es, un espacio abierto que tiene que cruzar un atacante antes de llegar al perímetro defensivo de una ciudad o fortaleza. Stalin sabía que a pesar del pacto tarde o temprano Hitler iba a atacar la Unión Soviética y, de hecho, este ataque tuvo lugar en junio de 1941. En aquel momento las huestes ejército de Hitler tuvieron que emprender su ataque desde un punto de partida mucho más alejado de las ciudades importantes del centro de la Unión Soviética de lo que habría sido el caso en 1939, cuando Hitler ya estaba ansioso por iniciar ese ataque. En virtud del pacto el punto de partida para la ofensiva nazi de 1941 estaba a varios cientos de kilómetros más al oeste y, por tanto, a una distancia mucho mayor de los objetivos estratégicos situados en el interior de la Unión Soviética. En 1941 las fuerzas alemanas llegarían a un paso de Moscú y eso significa que de no existir el pacto sin duda habrían tomado la ciudad, lo que podría haber hecho capitular a los soviéticos.
Gracias al Pacto Ribbentrop-Molotov Pact la Unión Soviética no solo ganó un espacio valioso sino también un tiempo valioso, esto es, el tiempo extra que necesitaba para prepararse para un ataque alemán que en un principio se había programado para 1939 pero se tuvo que posponer hasta 1941. Entre 1939 y 1941 se trasladó al otro lado de los montes Urales gran parte de una infraestructura extraordinariamente importante, sobre todo las fábricas que producían todo tipo de material de guerra. Además, en 1939 y 1940 los soviéticos tuvieron la oportunidad de observar y estudiar la guerra que asolaba Polonia, Europa Occidental y otros lugares, y de aprender así importantes lecciones acerca del estilo de guerra ofensiva alemana, moderno, motorizado y “rápido como un rayo”, el Blitzkrieg. Por ejemplo, los estrategas soviéticos aprendieron que concentrar el grueso de las propias fuerzas armadas con propósito defensivo justo en la frontera sería fatal y que solo una “defensa en profundidad” ofrecía la posibilidad de detener la apisonadora nazi. Gracias, entre otras cosas, a las lecciones así aprendidas la Unión Soviética lograría, es cierto que con grandes dificultades, sobrevivir al embate nazi de 1941 y finalmente ganar la guerra a este poderoso enemigo.
Para poder defender mejor Leningrado, una ciudad que tenía industrias de armamento vitales, en otoño de 1939 la Unión Soviética propuso a la vecina Finlandia intercambiar territorios, un acuerdo que habría llevado la frontera entre ambos países lejos de aquella ciudad. Finlandia, aliada de la Alemania nazi, se negó pero por medio de la “guerra de invierno” de 1939-1940 Moscú consiguió finalmente modificar la frontera. Debido a ese conflicto, que equivalía a una agresión, la Liga de las Naciones excomulgó a la Unión Soviética. En 1941, cuando los alemanes atacaron la Unión Soviética ayudados por los finlandeses y asediaron Leningrado durante varios años, ese ajuste de fronteras iba a permitir a la ciudad sobrevivir a esta dura prueba.
No fueron los soviéticos, sino los alemanes quienes tomaron la iniciativa de las negociaciones que finalmente produjeron el pacto. Lo hicieron porque esperaban sacar ventaja de ello, una ventaja temporal aunque muy importante, esto es, la neutralidad de la Unión Soviética mientras la Wehrmacht [el ejército nazi] atacaba primero Polonia y después Europa Occidental. Pero la Alemania nazi también obtuvo un beneficio adicional del acuerdo comercial que iba asociado al pacto. El Reich sufría una penuria crónica de todo tipo de materias primas estratégicas y esta situación amenazaba con convertirse en catastrófica cuando, como era de esperar, una declaración de guerra británica llevara a que la Marina Real bloqueara Alemania. La entrega por parte de los soviéticos de productos como petróleo, tal como estipulaba el acuerdo, neutralizó este problema. No está claro hasta qué punto fueron realmente decisivas esas entregas, especialmente las de petróleo: según algunos historiadores, no muy importantes; según otros, extremadamente importantes. En todo caso, la Alemania nazi siguió siendo muy dependiente del petróleo importado (en su mayoría a través de puertos españoles) de Estados Unidos, al menos hasta que el Tío Sam entró en guerra en diciembre de 1941. En verano de 1941 decenas de miles de aviones, tanques, camiones y otras máquinas de guerra nazis que participaron en la invasión de la Unión Soviética seguían siendo muy dependientes del combustible suministrado por empresas petroleras estadounidenses.
Aunque no está claro hasta qué punto era importante para la Alemania nazi el petróleo suministrado por los soviéticos, es cierto que el pacto exigía a la parte alemana corresponder suministrando a los soviéticos productos industriales terminados, incluido equipamiento militar de vanguardia, que el Ejército Rojo utilizó para mejorar sus defensas contra un ataque alemán que esperaban tarde o temprano. Esto preocupaba mucho a Hitler que, por lo tanto, estaba deseando emprender su cruzada antisoviética lo antes posible. Decidió hacerlo a pesar de que Gran Bretaña estaba lejos de ser descartada después de la caída de Francia. Por consiguiente, en 1941 el dictador alemán iba a tener que emprender el tipo de guerra en dos frentes que en 1939 esperaba evitar gracias a su pacto con Moscú y se iba a enfrentar a un enemigo soviético que se había vuelto mucho más fuerte de lo que era en 1939.
Stalin firmó un pacto con Hitler porque los artífices del apaciguamiento en Londres y París rechazaron todas las ofertas soviéticas de formar un frente común contra Hitler. Y los apaciguadores rechazaron estas ofertas porque esperaban que Hitler fuera hacia el este y destruyera a la Unión Soviética, un trabajo que esperaban facilitar ofreciéndole un “trampolín” en la forma del territorio checoslovaco. Es prácticamente seguro que sin el pacto Hitler habría atacado a la Unión Soviética en 1939. Sin embargo, debido al pacto Hitler tuvo que esperar dos años antes de poder emprender por fin su cruzada antisoviética, lo que proporcionó a la Unión Soviética un tiempo y espacio adicionales que permitieron mejorar sus defensas lo suficiente para sobrevivir al embate cuando en 1941 Hitler finalmente mandó sus perros de guerra hacia el este. El Ejército Rojo sufrió terribles pérdidas, pero finalmente logró detener al gigante nazi. Sin este éxito soviético, un logro que el historiador Geoffrey Roberts calificó de “la mayor hazaña bélica de la historia mundial”, Alemania muy probablemente habría ganado la guerra porque habría logrado el control de los campos de petróleo del Cáucaso, de las ricas tierras agrícolas de Ucrania y de muchas otras riquezas del vasto territorio de los soviéticos. Ese triunfo habría transformado a la Alemania nazi en una superpotencia inexpugnable, capaz de emprender incluso guerras a largo plazo contra cualquiera, incluida una alianza anglo-estadounidense. Una victoria sobre la Unión Soviética habría dado a la Alemania nazi la hegemonía de Europa. Hoy la segunda lengua del continente no sería el inglés, sino el alemán, y en París los hombres vestidos a la última moda se pasearían por los Campos Elíseos enfundados en [pantalones] Lederhosen**.
Por consiguiente, sin el Pacto nunca habría tenido lugar la liberación de Europa, incluida la liberación de Europa Occidental, por parte de los estadounidenses, británicos, canadienses, etc. Polonia no existiría, las y los polacos serían Untermenschen***, siervos de colonos “arios” en un Ostland**** germanizado que se extendería desde el Báltico hasta los Cárpatos o incluso hast a los Urales. Y un gobierno polaco nunca habría ordenado destruir los monumentos en honor del Ejército Rojo, como ha hecho hace poco, no solo porque no existiría Polonia y, por lo tanto, tampoco un gobierno polaco, sino porque el Ejército Rojo nunca habría liberado Polonia y aquellos monumentos nunca se habrían erigido.
La idea de que el Pacto Hitler-Stalin desencadenó la Segunda Guerra Mundial es peor que un mito, es una mentira descarada. La verdad es lo contrario: el pacto fue la condición previa para el feliz resultado del Armagedón de 1939-1945, esto es, la derrota de la Alemania nazi.
Jacques R. Pauwels es un historiador y escritor de origen belga que reside en Canadá. Es investigador del Centre for Research on Globalization (CRG). Su último libro es The Great Class War: 1914-1918. De este autor está traducido al castellano, por José Sastre, su obra El mito de la guerra buena: EE.UU en la Segunda Guerra Mundial, Hondarribia, Hiru, 2002.
Notas de la traductora:
* Un shtetl (“poblado” en yidis) era una villa o pueblo con una numerosa población de judíos en Europa Oriental y Central antes del Holocausto.
** Los Lederhosen son unos pantalones de cuero, largos o cortos, típicos de Baviera (Alemania), Austria y en la región autónoma italiana de Trentino-Alto Adigio. Originalmente era un traje típico de la región de los Alpes.
*** Untermensch (“subhumano”, en alemán) es un término empleado por la ideología nazi para referirse a lo que consideraba “personas inferiores”, particularmente a las masas del Este, es decir, judíos, gitanos y pueblos eslavos, principalmente polacos, serbios y más tarde también rusos.
**** Ostland era la unidad administrativa territorial que agrupaba varios países y regiones ocupados por la Alemania nazi en Europa del Este durante la Segunda Guerra Mundial y comprendía los países bálticos (Estonia, Letonia y Lituania), varias regiones del este de Polonia y zonas occidentales de Bielorrusia, Ucrania y Rusia que hasta entonces se encontraban bajo el control o soberanía de la Unión Soviética.
Fuente: http://www.globalresearch.ca/hitler-stalin-pact-august-23-1939/5687021


 Nota del blog . 

Cuando  se informa  sobre el  nazismo se obvian  hechos   fundamentales .

 En primer lugar  lo que decía el libro Hitler . Mi lucha ..  y otros escritos de él en la prensa . El espacio vital nazi-alemán  , era , que Polonia  , Rusia  y Francia  desaparecerían , incluso de Polonia su población  . Y los rusos  serian esclavos habitando solo  el campo  , en las ciudades solo habría alemanes , si los rusos se rebelaban así los podría bombardear   . En segundo lugar que Hitler  hipocondriaco que era se sentía que iba a morir pronto , de ahí  la prisa al atacar a Rusia , sin estar totalmente  preparado . En tercer lugar es que el ataque a Rusia era  para poder  pactar luego con Inglaterra , como intento Napoleón . Y en cuarto lugar el Mein Kampf  , se traducía censurado ..la  parte geopolítica  global  , eran dos tomos y  los resumía él  , quitando las  partes que  exponía sobre el enfrentamiento final con los ingleses y sobre todo  americanos. Era su  táctica  habitual de engaño de decir , cuando ocupo Checoslovaquia  que no iría mas  allá  y luego al estar preparado seguían . Mientras avanzaba  hacia el este  Inglaterra  ya le  parecía bien  Las ediciones en Castellano están censuradas . El original son +- 800 páginas y en castellano +-400 . La completa está en inglés , alguna pirata en francés  y ahora reeditada en Alemán. 

jueves, 31 de octubre de 2019

La yihad occidental en Oriente Medio

Osval en Rebelión 
 

Abu Bakr al Bagdadi fue un subproducto de décadas de yihad occidental en Oriente Medio


Rafael Poch de Feliu

Blog personal

La muerte de Abu Bakr al Bagdadi sigue el guión de la de Bin Laden, o la del propio atentado del 11-S neoyorkino, asuntos repletos de sombras y preguntas que hacen de la versión oficial algo parecido a una cuestión de fe: la credibilidad de la historia depende del crédito que quiera otorgarse a quienes nos la cuentan.
Recuerden la muerte de Bin Laden en aquella casa de Abbottabad (Paquistán). Primero se dijo que Bin Laden estuvo “implicado” en el tiroteo y que utilizó a una mujer como “escudo humano”. Luego resultó que el líder de Al Qaeda no estaba armado, que lo de la mujer-parapeto era invención y que ni siquiera había armas en la casa. Su cadáver fue desaparecido en el mar a las pocas horas, eso si, atendiendo a los ritos islámicos…
Ahora Donald Trump nos explica que asistió a la liquidación de al Bagdadí como a una emocionante peli de Hollywood: “murió como un perro, como un cobarde, ha terminado llorando y gimoteando, aterrado de ver que las fuerzas estadounidenses se le venían encima”. Los tres hijos del personaje murieron al estallar este su chaleco de explosivos, dicen. Por supuesto nadie va a hacer un asunto de “derechos humanos” de esta cuestión pero la escena que mejor describe estos crímenes es la del asesino que da muerte a otro asesino. En el caso de Bin Laden un otro que había estado al servicio de su asesino. En el de al Bagdadí la botella de la que salió su genio criminal contenía inequívocamente sustancias creadas y destapadas por su ejecutor.
Todo se parece demasiado a un ajuste de cuentas entre gangsters, porque la doctrina de los Bin Laden y los al Bagdadís, lo de matar a decenas, centenares y miles de inocentes para alcanzar un objetivo, no lo olvidemos, gobierna también, y sobre todo, en la Casa Blanca y en el Pentágono. Es la yihad de Occidente. Sus ejecuciones, masivas o individuales, se practican en nombre de la humanidad y sus derechos, invocando algo parecido a una demencial sharía repleta de “daños colaterales”.
Abu Bakr al Bagdadi fue un subproducto de décadas de yihad occidental. Primero la guerra de Irak contra Irán auspiciada por el apoyo occidental a Sadam Hussein contra la Revolución Islámica de los ayatollahs, que había sacado el petróleo iraní de la órbita de Estados Unidos. Un conflicto de ocho años que costó más de un millón de muertos y marcó a los dos países. Nuestro personaje tenía nueve años cuando comenzó aquello y diecisiete al finalizar. Tres años después comenzaba la intervención de Bush-padre en su país que dejó más de 100.000 muertos y una década de sanciones que según estimaciones de las agencias de la ONU costaron la vida a medio millón de niños en Irak. En 2003 llegó la invasión y ocupación de Bush-hijo que destruyó no ya un estado sino una sociedad entera, con un millón de muertos y varios millones de desplazados y refugiados.
Ese fue el caldo de cultivo de lo que luego se conocería como “Estado Islámico”, surgido de “al Qaeda en Mesopotamia”. Al Bagdadí era un hombre de pocos estudios que pasó por la universidad islámica del régimen de Sadam Hussein y fue encarcelado en 2004 por los invasores, junto con otros 25.000 iraquíes, en prisiones como la de Abu Ghraib donde la tropa americana torturaba y ultrajaba físicamente a los detenidos. Se ha dicho que fue en las celdas de esas siniestras prisiones bajo la ocupación donde se encuentra la partida de nacimiento del Estado islámico.
Nuestro hombre ingresó en Al Qaeda de Mesopotamia en 2006 y cuando su líder, Abu Musab al-Zarqawi fue liquidado ascendió hacia su liderazgo en 2010, introduciendo importantes enmiendas en los objetivos de la organización. En un Irak en el que los sunitas habían perdido su preponderancia ante los chiítas y los kurdos, con cuatro de los 26 millones de habitantes del país convertidos en desplazados y sin techo, con una tasa de desempleo del 75% y todo el aparato de estado del régimen de Sadam -militares, servicios secretos, cuadros políticos- expulsado de la administración, eran óptimas las condiciones para una desastrosa radicalización.
Cuando al Bagdadí, después de cinco años, salió en libertad del complejo carcelario de Camp Bucca, el proyecto ya no era hacer atentados como al Qaeda, sino crear un califato y crear estructuras de Estado territoriales. En 2014 el Estado Islámico controlaba el 40% del territorio de Irak y tenía por capital a una ciudad tan populosa como Mosul. Desde ese polo atrajo a activistas violentos de todo el mundo. La “revolución” siria, auspiciada, armada y financiada por Occidente y sus amigos del Golfo, brindó una oportunidad dorada para la expansión de la nueva organización. Después de Irak, Libia y Afganistán, la destrucción de Siria y de su régimen no islamista e independiente en la esfera internacional, era el objetivo en el que coincidían los occidentales y el Estado Islámico, lo que explica el cúmulo de nexos indirectos entre ellos. Y como telón de fondo, el petróleo y los proyectos energéticos.
La noticia de la liquidación de al Bagdadi ha cubierto otra: la de la reconducción de la anunciada retirada americana de Siria en una ocupación militar, al parecer permanente, de los pozos petroleros de ese país. Trump ha anunciado reiteradamente que no se trata solo de controlar el petróleo de Siria, sino también de tomar parte de ese petróleo para si mismo con la advertencia de que disparará contra quien pretenda impedirlo. La muerte del perro oculta una vulgar película de piratas.
   y ver  ...
15 notas sobre el asesinato de Al Bagdadi, el Hombre de Saco de EEUU
Nazanín Armanian
https://blogs.publico.es/puntoyseguido/6097/15-notas-sobre-el-asesinato-de-al-bagdadi-el-hombre-de-saco-de-eeuu




La mentira de Kosovo


La mentira de Kosovo

 Rafael Poch

 Hace veinte años la opinión pública europea fue intoxicada con una eficacia que antes solo funcionaba en EEUU

 La virtual sucesora de Merkel al frente de la CDU, y quizá más pronto que tarde futura canciller de Alemania, Annegret Kramp-Karrenbauer, se ha estrenado en la política europea con una carta aleccionadora [en marzo de este año] de tono inequívocamente teutón dirigida al Presidente francés, Emmanuel Macron. En ella derriba las ingenuas ilusiones de este acerca de una reforma de la UE de común acuerdo con Alemania.

 En la futura crónica de la desintegración de la UE esta carta ni siquiera será recordada como prueba de la inexistencia del “eje franco-alemán”, así que no vale la pena detenerse en ella. Sin embargo, contiene un detalle muy significativo del momento en el que vivimos: la nueva líder de la derecha alemana propone, “subrayar el papel de la Unión Europea en el mundo en tanto que potencia de paz y seguridad” construyendo… un portaviones europeo común. ¡Qué gran idea¡ La tenacidad de la derecha alemana y de sus socios socialdemócratas y verdes en la reanudación del militarismo nacional es encomiable.

Desde su creación en 1955 el actual ejército alemán, Bundeswehr, fue concebido como aparato defensivo. En diciembre de 1989 el programa del SPD consagraba como principios de la política exterior y de seguridad de Alemania, la “seguridad común” y el “desarme”. “Nuestra meta es disolver los bloques militares mediante un orden de paz europeo”, decía aquel programa. “El hundimiento del bloque del Este reduce el sentido de las alianzas militares e incrementa el de las alianzas políticas (…) se abre la perspectiva para un fin del estacionamiento de las fuerzas armadas norteamericanas y soviéticas fuera de su territorio en Europa”. Ese programa no se cambió hasta 2007. Para entonces hacía tiempo que había caducado. Exactamente hacía ocho años.

El 24 de marzo se cumplieron veinte del inicio del bombardeo de lo que quedaba de Yugoslavia conocido como “guerra de Kosovo”. Para Alemania aquella participación en una operación ilegal de la OTAN fue la primera operación militar exterior desde Hitler. Desde entonces, “la seguridad de Alemania se defiende en el Hindukush” [macizo montañoso situado entre Afganistán y el noroeste de Pakistán], como dijo en 2009 el ministro de defensa Peter Struck. También en África y allí donde el acceso alemán/europeo a los recursos y vías comerciales lo exijan, según estableció en su día con toda claridad la canciller Angela Merkel.

Aquel estreno en Kosovo empezó con una mentira. Igual que Vietnam, igual que Irak y que tantas otras guerras (recordemos el informe de la agencia Efe de septiembre de 1939, dando cuenta del ataque de Polonia contra Alemania). La primera mentira de Kosovo fue la masacre de Rachak.

Rachak y el policía Hensch

Rachak y Rugovo son dos pueblos del noroeste de Kosovo, al sur de la capital de distrito de Pec. Con la frontera albanesa muy cerca, en 1998 la región era zona de acción de la guerrilla [terrorista] albanesa UCK, sostenida y financiada por la OTAN, la CIA y el servicio secreto británico.

Aquel año la UCK cometió tantos desmanes contra civiles serbios, gitanos y albaneses “colaboracionistas” que su jefe local, Ramush Haradinaj, luego primer ministro de Kosovo, hasta llegó a ser juzgado en La Haya por crímenes de guerra por un tribunal que era comparsa de la OTAN. Haradinaj fue absuelto, entre otras cosas porque nueve de los diez testigos que debían declarar contra él fueron eliminados antes de que pudieran hacerlo, unos en “accidentes de tráfico”, otros en “peleas de bar”, otros en atentados. Así hasta nueve. En cualquier caso, a principios de 1999 el ejército yugoslavo respondió con gran fuerza a aquella ofensiva de la UCK teledirigida por la OTAN, con una contraofensiva.

Cerca de Rachak y de Rugova varias decenas de guerrilleros albaneses cayeron en emboscadas ante el ejército. Henning Hensch, un policía alemán retirado con carnet del SPD, estuvo allí. Era uno de los seleccionados por el ministerio de exteriores para engrosar los equipos de observadores de la OSCE en Kosovo. En esa calidad actuó como perito en Rachak y Rugovo. Vio a los guerrilleros muertos con sus armas, carnets y emblemas de la UCK cosidos en sus guerreras. En Rugovo, los yugoslavos juntaron los cadáveres en el pueblo y los observadores de la OSCE hicieron fotos.

“Esas fotos, convenientemente filtradas de todo rastro de armas y emblemas de la UCK, hicieron pasar lo que fue un enfrentamiento militar contra grupos armados, por pruebas de una masacre de civiles”, me explicó Hensch en 2012.

El 27 de abril el entonces ministro socialdemócrata de defensa alemán, Rudolf Scharping, presentó en rueda de prensa aquellas fotos en las que se veía los cadáveres de los terroristas amontonados en el papel de civiles inocentes masacrados. Al día siguiente, el diario Bild publicaba una de ellas en portada con el titular: “Por esto hacemos la guerra”.

“Este era un país opuesto a la guerra y consiguieron que, por primera vez en más de cincuenta años, se metiera en una”, explicaba por teléfono Hensch, con sumo pesar. “Antes de esa experiencia, nunca imaginé que en mi país pudiera pasar algo así, es decir que el gobierno y la prensa mintieran al unísono y engañaran a la población”.

Para violentar el consenso básico de la sociedad alemana contra el intervencionismo militar, la OTAN, el gobierno de socialdemócratas y verdes (1998-2005) y los medios de comunicación, se tuvieron que emplear a fondo.

El “Media Operation Center” de la OTAN dirigido por el infame Jamie Shea, subordinado al secretario general, Javier Solana (a su vez subordinado al Pentágono), fue una fábrica de mentiras, que los periodistas retransmitían. Shea, un hombre deshonesto, decía que el truco era “mantener a los periodistas lo más ocupados posible, alimentándoles constantemente con briefings, de tal manera que no tengan tiempo para buscar información por si mismos”. Años después Shea explicó que “si hubiéramos perdido a la opinión pública alemana, la habríamos perdido en toda Europa”.

Fabricar la versión del conflicto

El relato del conjunto de la guerra en los Balcanes se basó en una fenomenal sarta de mentiras, amnesias y omisiones. La opinión pública europea fue intoxicada con una eficacia que hasta entonces, en Occidente, solo se consideraba posible en EEUU.

Como hoy se conoce perfectamente, antes de la intervención de la OTAN no había en el conflicto de Kosovo la “catástrofe humanitaria” que las potencias se inventaron para intervenir, sino una violencia que en 1998 partió de la UCK y a la que el ejército yugoslavo respondió, explicaron miembros del equipo de la OSCE como el general alemán retirado Heinz Loquai y la diplomática estadounidense Norma Brown en un documental de la cadena de televisión alemana ARD emitido en 2012 (“Es began mit einer Lüge” – Comenzó con una mentira).

Los medios alemanes ignoraron tres datos fundamentales:

1- la tradicional hostilidad de su país hacia Yugoslavia, que diarios como el Frankfurter Allgemeine Zeitung, y Die Welt, así como el semanario Der Spiegel, consideraban una “creación artificial”.

2- El hecho de tanto croatas como bosnios musulmanes habían sido aliados de la Alemania nazi en la segunda guerra mundial y partícipes, junto con los alemanes, del genocidio de un millón de serbios desencadenado entonces por los nazis.

 Y 3- la naturaleza ilegal de las acciones militares de la OTAN desde el punto de vista de la ley internacional. El ministro de exteriores verde Josef Fischer comparó a “los serbios” con los nazis y al conflicto de Kosovo con Auschwitz, comparaciones que el General Loquai califica de monstruosas, “especialmente en boca de un alemán”. Algunas de las mentiras concretas y puntuales fueron las siguientes:

El catálogo de Scharping

El ministro de defensa Rudolf Scharping dijo antes de la intervención que los serbios habían matado a 100.000 albaneses en Kosovo. La realidad es que se contabilizaron entre cinco mil y siete mil, entre muertos y desaparecidos, de todos los bandos juntos e incluidas las víctimas de bombrdeos de la OTAN.

Scharping suscribió la leyenda norteamericana del “plan herradura” de Milosevic: rodear a la población albanesa y deportarla antes del inicio de los bombardeos. Mencionó la “expulsión de millones” y “400.000 refugiados” albaneses antes del inicio de la operación de la OTAN. La realidad fue que para el verano de 1999, a las pocas semanas de la ocupación de Kosovo por la OTAN, 230.000 serbios, montenegrinos, gitanos y albaneses “colaboracionistas” fueron expulsados de Kosovo mientras en la región había 46.000 soldados de la OTAN, es decir uno por cada cuatro expulsados. Una genuina “limpieza étnica” [de serbios] bajo la ocupación militar de la OTAN.

Pueblos que habían sido destruidos por los bombardeos de la OTAN se presentaron como destruidos antes, como incentivo para iniciar la guerra.

Se ocultó que la miseria de los refugiados albaneses y su estampida también era consecuencia de los ataques de la OTAN.

Scharping informó del inexistente “campo de concentración” de Milosevic en el estadio de Pristina con “varios miles de internados”. Diez años después, el ministro dijo que sólo eran “sospechas”.

Se informó falsamente de “cinco dirigentes albaneses” ejecutados y de “veinte profesores” albaneses fusilados antes sus alumnos.

Todo ello se hizo para justificar más de 6.000 ataques de la OTAN sin mandato de la ONU, cuyo sentido era demostrar que la OTAN tenía razón de ser y aprovechar la violencia -agravada por la intervención de las potencias- para disolver Yugoslavia, un estado "anómalo" en el nuevo orden europeo posterior al fin de la guerra fría. Ningún político y medio de comunicación se ha disculpado y la misma constelación actúa, y está bien preparada y engrasada para actuar, en los conflictos del presente y el futuro [Libia, Siria, Irán...].

Y sin embargo…

Según una encuesta realizada en febrero para la asociación atlantista Atlantikbrücke, los alemanes siguen rechazando fuertemente las intervenciones militares de su ejército en el extranjero, iniciadas hace 20 años en Yugoslavia: solo el 14% las apoyan, contra un 77% que las rechazan.

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(P.S. No es esta la única derrota del complejo político-mediático local. Pese a que desde hace años se les bombardea con la demonización de la Rusia de Putin, a los alemanes Trump les parece mucho menos fiable (82%) que el presidente ruso (56%), e incluso consideran a China como socio menos dudoso (42%) que EEUU (86%), señala la misma encuesta. Esta opinión contradice directamente las últimas resoluciones del Parlamento Europeo a favor de incrementar las sanciones contra Rusia, país al que ya no puede considerarse “socio estratégico”, señala la resolución votada este mes por 402 diputados, contra 163 (y 89 abstenciones). Al mismo tiempo, la Comisión ha declarado a China “rival sistémico” en una resolución que casi coincidió con la votación en el Parlamento Europeo. La UE califica así, simultáneamente, como casi enemigos a China y Rusia. El propósito es aislar a esas potencias, pero teniendo en cuenta el estado de las relaciones con EEUU, así como el proceso de creciente fragmentación de la UE, es legítimo preguntarse quien es el aislado).

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