Maravilla salvaje, ecosistema único, joya de la corona del medio ambiente en Extremadura... Se agotan los elogios hablando del parque de Monfragüe. Entre alcornoques centenarios y jarales bravíos, decenas de miles de personas descubren cada año con admiración este trozo de paraíso. Pero aquí, en este “paisaje puro, durísimo, dantesco, prehistórico”, como lo describiera Víctor Chamorro, no sólo se esconden los secretos de la dehesa. Tras estos apacibles bosques de encinas y estas umbrías insólitas se oculta el mayor accidente laboral de la historia de España, la tragedia de los Saltos de Torrejón.
Abundan los miradores y los paneles informativos sobre la riqueza de fauna y flora de la zona, pero ningún indicador nos advierte de lo que ocurrió aquí el 22 de octubre de 1965, de la muerte espantosa de más de setenta trabajadores en aquel día odioso. Una pintada hecha a mano, en la parte trasera de una señal de tráfico, que apunta a un camino adyacente es el único rastro que encontraremos: Monolito. El acceso está cortado con una cadena y en la senda no hay huellas recientes. Una manta de hojas y retamas conducen al pequeño monumento alzado por iniciativa de Los Niños del Salto en un otero cercano al pantano del Tiétar. La placa se instaló el 5 de marzo de 2016 pero, a pesar de que han transcurrido más de dos años, se ve que a las autoridades no les ha dado tiempo todavía de señalizar convenientemente el lugar de homenaje.
La historia de este siniestro comienza en 1956, cuando el gobierno franquista concede a Hidroeléctrica el aprovechamiento de los caudales de los ríos Tajo y Tiétar por un plazo de 99 años. En poco más de una década se construirán en el curso del Tajo tres grandes presas, Valdecañas (1964), Saltos de Torrejón (1967) y Alcántara (1969), además de los embalses de Gabriel y Galán y Valdeobispo. Pareciera que, por fin, se cumple el viejo sueño de Joaquín Costa y los regeneracionistas de principios del siglo XX para los que la política hidráulica era un ariete fundamental de transformación, “una expresión sublimada de la política agraria, y generalizando más, de la política económica”. Pero el tiempo se encargará de demostrar que, más bien, de lo que se trata es de una reforma agraria para los terratenientes y, sobre todo, de un dispositivo al servicio del extractivismo y del colonialismo interno. El economista José Manuel Naredo lo analizará con rigor en Extremadura saqueada utilizando la metáfora del depredador y la presa: la política hidráulica se trastoca en un mecanismo más de las relaciones de dominación, que “permite a los núcleos dominantes extraer a precio de saldo la energía y las materias primas” de territorios como el extremeño.
Los Saltos de Torrejón se convertirán en una gran obra de ingeniería, que aprovecha las aguas del río Tajo y el Tiétar mediante un trasvase desde ambos ríos hacia una única central hidroeléctrica. En los ocho años que dura la obra, trabajarán en ella más de 4.000 personas, en su mayoría procedentes de las localidades más cercanas, como Malpartida de Plasencia, Torrejón, Serradilla, Jaraicejo o Arroyo de la Luz. Pero además, los pueblos vecinos a la presa se llenan de “salteros”, que proceden de otras zonas de Extremadura y de España. “Primero se empezó a ir en bicicleta, luego se iba en camiones y al final pusieron autocares”, recuerda Filomeno Rubio, vecino de Malpartida, que trabajaba en la presa en tareas de sondeos y cimentación. Las condiciones de trabajo serán de una extraordinaria dureza. Valgan como muestra dos datos: las jornadas laborales son de 12 horas diarias y los trabajadores no tienen derecho a vacaciones, sólo se para el 1º de mayo, que se instituye como el día de fiesta en El Salto de Torrejón.
Los poblados, donde llegan a vivir durante la construcción más de 2.000 personas, están organizados con “una estratificación social muy marcada”, como recuerda el antropólogo Manuel Trinidad. “En el poblado de arriba, o permanente, vivían los ingenieros, médicos, jefes de obra, topógrafos, delineantes y personal administrativo, en definitiva el personal de plantilla de Hidroeléctrica (...) En el poblado de abajo, provisional, situado a unos tres kilómetros por debajo de la presa, a escasos metros del río, vivía el personal eventual, oficiales, peones y personal no cualificado”. Trinidad apunta los recelos que la ubicación del campamento genera entre los trabajadores y familias: “alguna vez el director de la obra durmió con sus hombres para darles garantía de seguridad”. Y por si esta segmentación no fuese suficiente todavía existe otro poblado de casas prefabricadas de Agromán y dos barracones “donde se hacinan solteros muy jóvenes o casados que por razón de categoría no han obtenido casa”.
Pero, a pesar del trabajo extenuante y del clasismo inducido por las empresas que pretende dividir a los trabajadores, en los Saltos de Torrejón y en los pueblos aledaños se va conformando una conciencia de comunidad. Los jornaleros sufridores del latifundio, reconvertidos ahora en albañiles, y los trabajadores especializados en las grandes obras van fraguando una experiencia compartida de explotación y de lucha que, como anota Carlos Canelo, sobrino de uno de los trabajadores fallecidos en otro accidente, aflorará años más tarde en las grandes luchas sindicales de la construcción en las ciudades, en las reivindicaciones del Empleo Comunitario, en obras como la Central Nuclear de Almaraz o en el movimiento vecinal.
La muerte y el olvido
El 22 de octubre de 1965 se produce el gran desastre. Desde entonces, esa fecha perseguirá la memoria de cuantos trabajaron en Torrejón. “Si pudiéramos ese día lo borraríamos del calendario”, dice Fuencisla Ávila, que perdió a su padre en el accidente.
A estas alturas la obra está ya casi terminada. Ha llovido mucho en las últimas semanas y hay una enorme inquietud porque el pantano está casi lleno, el nivel del agua se encuentra sólo 83 centímetros por debajo de la cota máxima autorizada. Los responsables llevan anunciando varios días que van a abrir los aliviaderos, incluso a los niños les han dicho en la escuela que será muy impresionante, un espectáculo festivo.
Durante esos días los trabajadores se concentran fundamentalmente en dos tareas: por un lado se está acabando de encofrar el canal que partiendo de la presa lleva el agua a la central y por otro, una gran cantidad de obreros se encuentran en el cauce, preparándolo para poder abrir las compuertas de la presa. La ataguía del canal mencionado no se ha puesto a contrapresión como es preceptivo, con orientación cóncava respecto al agua, y se acaba rompiendo por el empuje del agua embalsada, arrastrando a las cuadrillas de trabajadores y a todo lo que pilla a su paso, destrozando una parte del canal. Centenares de trabajadores están atrapados, la catástrofe ha comenzado.
“Mi padre y otros muchos trabajadores lo estaban viendo venir. Él se soñaba por las noches. Repetía muchas veces: va a pasar algo y va a ser muy gordo. Quieren probar con nosotros trabajando”. Flori Almendral recuerda de ese modo aquellos días. Los presagios del padre se cumplieron. Aquella mañana, a las nueve comenzó a sonar la sirena. “¿Qué pasaba? ¿Por qué sonaba a una hora tan inusual? Pero ya sabíamos que en esos casos siempre era el mismo motivo, un accidente. Lo que quedó confirmado al ver gente corriendo dando gritos y pidiendo cuerdas mientras cientos de obreros pedían ayuda desesperados, flotando como podían en las negras aguas”. Paqui Martos, una de las personas que de modo más concienzudo viene luchando por la memoria histórica de la tragedia, es ahora quien evoca aquellas horas de pánico. “Mi peor recuerdo fue cómo un chico muy joven, que era primo de mi amigo Jaime y que estaba flotando en el pozo se agarró con fuerza a nuestra cuerda, con tan mala suerte que cuando había salido la cuerda se rompió… A los 15 días le encontramos con la cuerda entre sus manos”. Los recuerdos de esos días se llenan de amargura. El periódico Extremadura relata el caso de un padre que falleció "de la impresión" al conocer la noticia, pues tenía dos hijos trabajando en las obras de la presa. Y los niños y las familias del poblado son evacuados hasta un monte alto, donde pasan aquella noche. “Estaba a punto de estrenarse una nueva escuela en el poblado de arriba, pero no serían los niños los que la iban a estrenar, sino la multitud de cadáveres, pues serviría de improvisada sala de autopsias. Durante meses permaneció un olor indescriptible a pesar de toda la colonia que echaron”, recuerda Paqui Martos.
Una enorme conmoción recorre todos los pueblos de la comarca, pero los mandarines del franquismo tienen clarísima su estrategia desde el primer momento: ocultación, silencio, minimización de los hechos. “Un muerto y varios heridos en accidente en la presa de Torrejón”. Ese es el titular del diario HOY y de la generalidad de la prensa al día siguiente. A pesar de que la tragedia se ha desencadenado a las nueve de la mañana y de que durante toda la jornada han ido apareciendo decenas de cadáveres, los periódicos empequeñecerán los efectos devastadores del accidente. La catástrofe de la presa de Ribadelago está en la memoria colectiva –ocurrió el 9 de enero de 1959- y el régimen no está dispuesto a un nuevo escándalo internacional. El NO-DO del 1 de noviembre de aquel año abre con la fiesta de las debutantes, un baile de las jóvenes de la burguesía en Barcelona, y menciona el accidente de los Saltos, dedicándole a la noticia 37 segundos. “La impetuosa corriente arrastró gran número de víctimas” se limita a afirmar, cuando han transcurrido ya diez días desde el siniestro.
En los días, semanas y meses siguientes continúan apareciendo cadáveres, que han sido arrastrados por el río. El último cuerpo se encuentra el 5 de julio de 1966. Para entonces, muchos trabajadores “han pedido la cuenta” y comienza una nueva emigración masiva hacia Madrid, el País Vasco, Cataluña o distintos países de Europa. Tras el paréntesis de la construcción de la presa se acelera la marabunta, la permanente sangría migratoria de Extremadura.
En 1967 la presa empieza a funcionar pero no llega a inaugurarse. En ese mismo año los peritos entregan su informe: “la seguridad de la ataguía era insuficiente para soportar la carga de agua prevista”. En 1969 el sumario judicial se traslada de Navalmoral de la Mata a la Audiencia Provincial de Cáceres y el 23 de febrero de 1970 se dicta el sobreseimiento del caso “por no aparecer justificada la perpetración del delito”. A pesar de las negligencias evidentes y de la temeridad con la que se condujeron los responsables de la presa, ni siquiera llega a haber juicio.
La indemnización establecida por Hidroeléctrica para las familias es ridícula: 20.000 pesetas para las viudas o familiares y 5.000 pesetas por cada hijo. Según el Índice de Precios de Consumo que maneja el Instituto Nacional de Estadística (INE) estas cantidades equivaldrían en 2017 a 3.306 y 826 euros, respectivamente. Las indemnizaciones que se fijan estarán muy por debajo incluso de las establecidas para las víctimas de Ribadelago, no alcanzando siquiera el 25% de sus cuantías. Y en el momento de cobro de la indemnización, como nos recuerda Rosa Escobar, las familias habrán de firmar un documento que incluye una cláusula mediante la que renuncian a cualquier tipo de reclamación legal.
El 7 de julio de 1970, unos meses después del desistimiento de la Audiencia Provincial de Cáceres, Franco y José María de Oriol y Urquijo, presidente de Hidroeléctrica Española, inauguran la presa de Alcántara. Que para más inri y para que no quede dudas de quien manda aquí –y de que no tiene límites la desvergüenza- llevará el nombre de este último, el directivo máximo de la empresa responsable de la muerte de más de 70 trabajadores en Torrejón.
Del bunker del franquismo a las puertas giratorias y el IBEX 35
“Aún el miedo gobernaba las conciencias.
¿Llegará la justicia a los hombres del Salto?
¿Habrá una mano amiga tendida entre las leyes?”
Eladio Sanjuán
Cómo es posible que haya ocurrido todo esto, que jamás se hayan sentado en el banquillo los responsables de tanta muerte, que los delitos contra la salud e integridad física de los trabajadores queden impunes, que una losa de silencio haya velado la magnitud de esta catástrofe durante tanto tiempo. Sólo una trama densa de abuso, de dominación y complicidades, que alcanza a la mayor parte del cuerpo social, puede explicarlo.
53 años después no sabemos ni siquiera el número de fallecidos. La versión oficial estableció que eran 54 personas -46 muertos, 4 personas que no pudieron identificarse y otras cuatro desaparecidas. Pero esos datos no se los creyó nadie y la convicción general de quienes participaron en las brigadas de rescate y del conjunto de los trabajadores es que murió bastante más gente de la que se dijo. En la placa que instalaron Los Niños del Salto hace dos años pueden leerse 69 nombres pero incluso podrían ser más. “Yo lo único que sé es que del primer golpe trajeron 70 ataúdes. Y no hubo bastante, hubo que pedir otros cinco más. Como yo estaba en la brigada de rescate vi que los 70 ataúdes primeros se gastaron”, afirmaba Isidoro Cobo en uno de los estremecedores testimonios que recoge el documental de TVE, Torrejón 15 15.
En junio de 2007, las hijas de Agustín Oliva Sanguino, vecino de Arroyo de la Luz, encontraban la lápida de su padre en el cementerio de Toril. Dos meses después del accidente el juez de Navalmoral había solicitado que los familiares de Agustín se desplazaran hasta Toril para identificar el cuerpo pero, según parece, la carta fue a parar a la hermana del finado, que no sabía leer. Se da la circunstancia de que en el cementerio de Toril, junto a la tumba de Agustín Oliva, hay otras seis sepulturas más de personas en circunstancias similares, así como una fosa común. Como indicaron las hijas, María Victoria y Felisa, “puede haber otras seis familias como nosotras”.
Según diversos testimonios, en las presas de Torrejón habría trabajadores que utilizaban nombres falsos para no ser identificados por las autoridades. E incluso es probable que entre los enterrados en Toril figure alguno de los presos políticos que trabajaron en la obra para redimir penas. La explotación de los reclusos republicanos y su empleo en pantanos, canales y grandes infraestructuras fue algo habitual durante la década de los cuarenta y cincuenta e incluso durante parte de los años sesenta.
No es extraño que ninguna familia afectada se atreva a denunciar el accidente en ese momento. Todo el mundo es consciente de la ferocidad de la represión y también conoce o intuye que los máximos responsables de las dos empresas principales, Hidroeléctrica y Agromán, forman parte del núcleo duro de poder del franquismo. En efecto, las familias Oriol Urquijo y Aguirre Gonzalo integran el escogido círculo de confianza de Franco, el cogollo de la oligarquía política y económica. Cuando se produce el siniestro, tanto José María de Oriol como José María Aguirre son, además de “capitanes de empresa”, procuradores en las Cortes franquistas. Oriol ostentará esa representación política durante 22 años, entre 1955 y 1977. Y José María Aguirre no le irá a la zaga: entre 1961 y 1976 participará en el pseudo-parlamento franquista y además, a partir de 1970 ostentará la presidencia del Banesto.
A Oriol y a Aguirre les unen la camisa fascista y los negocios. Y pronto, además, un nuevo oligopolio emergente en el tardofranquismo, la energía nuclear, reforzará sus vínculos de élite. En Extremadura, el proyecto de centrales nucleares en Valdecaballeros y Almaraz promete sustanciosas ganancias. Los dos personajes condensan a la perfección el tridente genuino de la oligarquía en España –banca, eléctricas y constructoras. Y por si todas estas credenciales fueron pocas para blindar a los dos personajes ante cualquier hipotética molestia o lance jurídico añadámosle que el Ministro de Justicia, entre las fechas del accidente y del sobreseimiento del expediente, no es otro que Antonio María de Oriol y Urquijo, hermano del presidente de Hidroeléctrica y posteriormente de Iberdrola.
La catástrofe de Torrejón, la impunidad de sus responsables, es una metáfora cabal del franquismo. Más de setenta muertos, víctimas de lo que, con el Código Penal en la mano hoy, podríamos denominar como homicidio imprudente y ni un rasguño. El franquismo –suele olvidarse y más en estos tiempos- fue, además de un régimen represivo, una dictadura de clase. Detrás de la fortuna, el crimen: la frase de Balzac les define con precisión.
España apesta a franquismo todavía, pero no podremos entender la ocultación de la tragedia y la exculpación de los responsables si nos referimos sólo a esa etapa histórica y al inmenso poder que tenían por entonces los dos emporios mencionados. Quienes fueran la flor y nata empresarial del franquismo constituyen hoy, en gran medida, parte esencial de la flor y nata del neoliberalismo. Y por el camino, han cooptado para la religión del mercado a políticos, sindicalistas o intelectuales que teóricamente se situaban en el otro campo.
Ferrovial Agromán o Iberdrola representan hoy dos de los principales buques insignia del neoliberalismo en España. Ferrovial ha cumplido un papel estratégico en la articulación del poder en el país durante los años 70 y 80. Basta con recordar que personajes tan influyentes como los ministros José María López de Letona o Leopoldo Calvo-Sotelo, los empresarios Rafael del Pino y Claudio Boada o el banquero Mariano Rubio formaron parte de su consejo de administración.
Y otro tanto puede decirse de Iberdrola. Los Oriol no sólo han continuado administrando las patronales (Íñigo de Oriol, al frente de la Camára de Comercio de Madrid y Mónica de Oriol como presidenta del Círculo de Empresarios). Además han utilizado las puertas giratorias para “fichar políticos” con maestría inigualable. Acebes, Juan Pedro Hernández Moltó, Braulio Medel, Manuel Marín o Juan María Atutxa, son algunos de los políticos que han tenido o tienen en nómina. Como puede observarse, sin prejuicios partidarios, que la burguesía nunca pone todos los huevos en la misma cesta. Y en lo tocante a Extremadura, Iberdrola nombrará como consejero en 2010 a Manuel Amigo, quien fuera consejero en la Junta de Extremadura durante 18 años, hombre de confianza de Rodríguez Ibarra.
Las inversiones culturales, en solidaridad y en “compromiso regional” de Iberdrola también pueden ayudarnos a entender algunos silencios y complicidades, no sólo en relación a los hechos de Torrejón, sino en otros también sangrantes como son el saqueo energético de la región y la prolongación de la vida de la central de Almaraz. La constitución de la Fundación San Benito de Alcántara, la subvención de asociaciones dedicadas a personas con discapacidad o comedores de Cáritas, y la participación preferente en la Corporación Empresarial de Extremadura de la mano de la Junta, son algunas muestras de una “sabia” política de alianzas e influencias.
A Rafael Chirbes le gustaba subrayar las incoherencias de quienes practicaban una memoria histórica selectiva: “De la nueva recuperación de la memoria queda excluida cualquier mirada a los años más recientes (los hasta hace poco felices ochenta, aquellos en los que la práctica socialdemócrata en el poder se convirtió en una anti-épica). Mirar ese pasado reciente se convierte en una provocación del mismo calado que había sido, unos años antes, mirar la guerra civil”. La memoria histórica de la tragedia de Torrejón, como la de otros hechos más próximos, a veces es más problemática, porque toca intereses muy tangibles y poderosos. Atrevámonos a mirar también ese pasado adyacente que nos quema.
Ha llegado la hora de gritarlo alto y fuerte. Tragedia de Torrejón: Verdad, justicia y reparación.
Nota:
Este escrito se nutre de dos documentos fundamentales realizados por algunas de las personas que más se han comprometido con la memoria de esta tragedia, “Los Saltos: una historia por contar”, elaborado por Inés García y Rosa Escobar y El paraíso incompleto, escrito por Manuel Trinidad. También en dos magníficos documentales sobre los hechos, el de El lince con botas (Canal Extremadura) y Torrejón 15 15, de TVE. Agradezco también el testimonio de los antiguos trabajadores de la presa, Filomeno Rubio, Salustiano Calvo y Juan de Mata (Malpartida) y José Hernández (Torrejón); así como de familiares, Flori Almendral, Carlos Canelo y Vicente Serrano. El artículo es un homenaje a todos los trabajadores fallecidos y sus familias, así como a todas las personas que trabajaron y vivieron en Los Saltos de Torrejón. Y muy especialmente a los Niños del Salto por su lucha.