Antonio Rodríguez en Rebelión
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Trump, el Mesías del sionismo cristiano
«El cetro no se apartará de
Judá, ni el bastón de mando de entre sus piernas, hasta que llegue aquel
a quien le pertenece y a quien los pueblos deben obediencia». (Génesis 49:10)
La
noticia es que Trump anuncia que Estados Unidos abandona el pacto
nuclear con Irán, restableciendo las sanciones económicas contra la
república islámica. Fue uno de los mensajes promesa de su campaña,
lanzado en 2016 en la convención anual de AIPAC (Comité de asuntos
públicos EEUU-Israel) donde dijo: «Cuando sea presidente, los días en
que los israelíes son tratados como ciudadanos de segunda clase habrán
terminado (...) Os prometo que desmantelaré ese acuerdo». Nunca ha
disimulado su postura proisraelí –a finales del año pasado reconoció a
Jerusalén como capital de Israel– llegando a afirmar que no hay una
«equivalencia moral» entre los israelíes y los palestinos, por lo que no
concibe un proceso de paz en igualdad. No es de extrañar, pues, que la
administración Trump diera en seguida por cierto el supuesto «plan
secreto nuclear» iraní que el presidente Netanyahu denunció en
comparecencia del pasado 30 de abril aportando pruebas cuando menos
discutibles y, en ningún caso, capaces de demostrar su denuncia.
Ese compromiso moral del Presidente de los EEUU tiene un fundamento
religioso que se halla inscrito en el imaginario colectivo de una parte
significativa de la ciudadanía estadounidense. Cuando hablamos de
aquello que conforma la identidad de una comunidad de individuos que se
reconoce como nación no hay que perder de vista que en su núcleo siempre
se halla el mito. Como animales mitogenéticos que somos por naturaleza,
la creencia en una genealogía que nos conecta con un origen que
certifica nuestra superioridad moral es esencial para mantener
inquebrantable la fe en un destino común que trasciende nuestra
contingente existencia de seres mortales (léase a este respecto mi
ensayo titulado
Esbozo del delirio nacionalista publicado en
Claves de razón práctica,
nº 257). Seguramente sea el más ancestral –por efectivo– autoengaño
colectivo. Religiones y nacionalismos compiten entre sí para ver cuál de
sus múltiples y diversas versiones promete un más dichoso paraíso a
cambio de un más heroico repertorio de luchas y sacrificios (desde la
muerte, pasando por la prisión hasta el exilio). Todas ellas contribuyen
a la generación y mantenimiento de un clima ético que convierte en algo
natural la asimetría moral entre un
nosotros, siempre los merecedores de lo mejor, y un
ellos, de los que siempre habrá que desconfiar.
¿Qué mito convierte la decisión de Trump con respecto a Irán en algo
moralmente justificable ante sus votantes? Todos sabemos que Israel no
podría tratar a sus vecinos como lo hace sin el apoyo incondicional de
la superpotencia mundial; pero ¿qué fondo creencial sustenta ese apoyo
más allá del derecho internacional y de los intereses geoestratégicos?
En su libro
La insensatez de los necios el profesor Robert
Trivers señala al sionismo cristiano, un movimiento activo en los
Estados Unidos de Norteamérica ya en 1810, antes de que naciera el
sionismo judío en la década de 1880. Como tantos rasgos constitutivos de
la idiosincrasia norteamericana tiene su origen en la Europa del siglo
XVI. «Se trata de un movimiento –nos explica Trivers– que ha sufrido
diversas mutaciones pero su puntal es la Biblia y una historia
compartida de expansión y limpieza étnica sacralizada como la voluntad
de Dios». El escritor Hermann Melville lo sintetizó en unas frases que
expresan una creencia que a buen seguro se trasluce en la conducta
histórica de su patria: «El pueblo estadounidense es especial, es el
pueblo elegido: el Israel de nuestra época; somos los depositarios del
arca de las libertades del mundo».
El vínculo sagrado entre
Israel y Norteamérica es la Biblia, claro está, texto en el que se
celebra el genocidio de pueblos vecinos, se anima a la ocupación de
nuevas tierras; todo lo cual se justifica moralmente mediante la
evidencia de la superioridad racial de los ocupantes. No hace falta
decir que todo esto ya valió a los pioneros norteamericanos para
perpetrar el genocidio indoamericano. En fin, un credo compartido, que
se basa nada menos que en la palabra de Dios, que elimina toda razón de
censura a lo que ahora los israelíes ejecutan en suelo palestino.
Fue en 1891 cuando cuatrocientas personas firmaron una petición elevada
luego al presidente norteamericano Benjamin Harrison para que ejerciera
su influencia a fin de que el Imperio Otomano devolviese Palestina a
los judíos. Los firmantes eran todos cristianos; todos integrantes de
las élites política, periodística, económica y clerical, deseando
devolver la tierra prometida al pueblo que perdió su condición de
elegido por Dios, pues no supo reconocer en su momento al verdadero
Mesías. Aquí cabría llamar la atención sobre una cierta ambigüedad del
sionismo cristiano en la motivación de su interés por el retorno del
pueblo hebreo a su cuna bíblica, ya que para sus seguidores siempre fue
deseable tener la menor cantidad de judíos a su alrededor. En ello
incide el filósofo Sam Harris desde la perspectiva actual en su libro
El fin de la fe cuando
dice: «La política estadounidense en Oriente Medio se ha visto
mediatizada durante muchos años por los intereses que tienen los
cristianos fundamentalistas en el futuro de un estado judío. El "apoyo a
Israel" cristiano es, de hecho, un ejemplo de cinismo religioso en
nuestro discurso político, tan trascendental como casi invisible. Los
fundamentalistas cristianos apoyan a Israel porque creen que la
consolidación del poder judío en Tierra Santa –concretamente, la
reconstrucción del templo de Salomón– propiciará la segunda venida de
Jesucristo y con ella la destrucción final de los judíos».
Justamente ahora en mayo de este año se cumple setenta años de la
declaración unilateral del Estado de Israel, lo que supuso la burla del
plan inicialmente aprobado por la ONU para la partición de Palestina. A
partir de aquí se inicia el conflicto palestino-israelí y décadas de
guerra y actos terroristas, todo ello acompañado de un proceso de
limpieza étnica que ha permitido a los israelíes la conformación de un
Estado en gran medida homogéneo, con un territorio 50% más grande que el
previsto en un principio por el organismo internacional. Pues bien, la
creación de este país al margen del consenso y casi que del sentido
común fue tomada como empeño personal por un sionista cristiano, el
presidente estadounidense Harry Truman. Él fue quien, después de la
Segunda Guerra Mundial, en contra del criterio de su propio Departamento
de Estado y en contra de la potencia colonial de la zona, Gran Bretaña
–que también contribuyó al desbarajuste inicial–, trabajó
incansablemente para lograr la creación del Estado de Israel. Tenía que
cumplirse la palabra de la Biblia, supuesto que del texto sagrado no
cabía según Truman interpretación que no fuese la literal, y el Antiguo
Testamento decía que los judíos debían estar en Israel.
Esa preocupación por Israel constituye una seña de identidad de la política internacional de EEUU. En su libro
El futuro es un pais extraño,
Josep Fontana denomina el tema de Irán con estas palabras: «un proyecto
de guerra para el futuro». En él destaca la ciberguerra emprendida por
Estados Unidos e Israel, conocida como «Olympic Games», «que empleaba un
virus, Stuxnet, capaz de interferir en las centrifugadoras empleadas
para el enriquecimiento de uranio, y de destruirlas en la práctica». Sin
embargo, el antiguo secretario de Defensa Robert Gates considera que
una guerra con Irán «sería una catástrofe», mientras que no son muchos
los que se dan cuenta de la irracionalidad que supone considerar que un
arma nuclear iraní, desarrollada para defender al régimen de un ataque
exterior, se deba tomar como una amenaza mundial. Como dijo Ahmadinejad:
«¿Quién sería tan insensato como para combatir contra 5000 bombas
norteamericanas con una sola bomba?». Pero Israel se siente amenazado.
El sionismo cristiano es parte constitutiva de la concepción teológica
de la historia que para Georges Corm convierte a Occidente en una
«mitideología», según defiende en su brillante ensayo titulado
Europa y el mito de Occidente. Dentro
de esta concepción, que dota de una ilusoria identidad homogénea a la
civilización que tuvo su cuna en las antiguas Grecia y Roma, el Estado
de Israel es un esqueje de esa civilización moderna e ilustrada
injertado en medio de un entorno islamofascista, la única democracia
consolidada de la región según la aparente percepción de los líderes del
antaño autoproclamado «mundo libre». Como advierte el profesor Corm,
muy atinadamente a mi modesto entender: «A pesar de la vitalidad del
pensamiento crítico, moral, ético y político tanto en Europa como en
Estados Unidos, el mundo de los responsables políticos a ambos lados del
Atlántico parece afectado de autismo, tanto más narcisista y arrogante
cuanto que el pensamiento está aquí afectado de anemia y de entropía, lo
que engendra esta retórica a la vez vacía, obsesiva y agresiva. Por
ello la paz del mundo nunca ha sido de nuevo más frágil». Esperemos que
estas palabras, que fueron escritas un par de años antes del
advenimiento de Trump y que expresan un temor fundamentado, tengan que
ser matizadas si se confirman esos indicios de rebelión de Europa ante
el amigo americano con respecto a la ruptura del acuerdo con Irán.
Con la decisión del presidente estadounidense se ha dado un paso más en
la senda histórica de irracionalidad aquí expuesta. Ahora el sionismo
cristiano tiene su Mesías posmoderno, un magnate de la globalización
económica que en su fulgurante carrera política utiliza como combustible
los más añejos prejuicios tribales. Los designios del Señor son siempre
inescrutables.