Los orígenes del “doble rasero”
El derecho internacional del más fuerte
¿Podemos imaginar relaciones internacionales codificadas e
impuestas al resto del mundo por países de América Latina, África, el Cáucaso o
Asia? Difícilmente, y por un buen motivo: desde el siglo XVII, el derecho
internacional ha reflejado los intereses de las grandes potencias. Sin embargo,
sus formas contemporáneas, como las Naciones Unidas, siguen siendo el recurso
–por desgracia, a menudo impotente– de los Estados dominados.
por Perry Anderson,
febrero de 2024
El derecho internacional, en su acepción contemporánea,
evoca indefectiblemente la idea de relaciones entre Estados soberanos. En
occidente se considera que estas empezaron a cobrar una forma más o menos
codificada con los tratados de Westfalia, firmados en 1648 y con los que se
puso fin a la guerra de los Treinta Años. Sin embargo, el nacimiento de un
corpus teórico sobre el asunto precedió a ese momento fundacional, ya que se
remonta a la década de 1530 y a los escritos del teólogo español Francisco de
Vitoria. Más que a las relaciones entre los Estados de Europa –de los cuales
España era por entonces, con mucho, el más poderoso–, Vitoria se interesó por
las que los europeos (empezando, claro está, por los españoles) mantenían con
las poblaciones de las Américas, recientemente descubiertas.
Apoyándose en el ius gentium o ‘derecho de gentes’ romano,
Vitoria pasó revista a los posibles fundamentos del derecho que asistía a los
españoles para conquistar el Nuevo Mundo. ¿Era porque las tierras acaparadas
estaban deshabitadas? ¿Porque el papa las había asignado a la Corona española?
¿Porque para los cristianos era un deber convertir a los paganos, si era
preciso por la fuerza? Acabó rechazando todos estos motivos para presentar
otro: los salvajes que poblaban las Américas habían violado un derecho
universal: el “derecho de comunicación” (ius communicandi), que amparaba la
libertad de viajar y comerciar donde fuera, unida a la de predicar la verdad
cristiana a los indígenas. Habida cuenta de que los indios –como los llamaban
los españoles– ponían impedimentos al ejercicio de estas libertades, los
españoles estaban en el derecho de responder con las armas, construir
fortalezas y confiscar tierras. Y, si los indios se obstinaban en su empeño,
merecían el destino reservado a los peores enemigos: el expolio y la
servidumbre (1). En otras palabras: la dominación española era perfectamente
legítima.
El primer pilar verdadero de lo que seguiría llamándose
“derecho de gentes” durante cerca de doscientos años fue levantado, pues, para
justificar el expansionismo español. El segundo –aún más crucial– fue obra del
diplomático neerlandés Hugo Grocio, de comienzos del siglo XVII. En nuestros
días, Grocio es conocido (y admirado) por su tratado Del derecho de la guerra y
de la paz (De iure belli ac pacis), que data de 1625. Pero como comenzó a dejar
su sello en el derecho internacional moderno fue con una obra redactada unos
veinte años antes. En Del derecho de presa (De iure praedae) fundaba en derecho
un episodio de pirateo sin precedentes que había dado que hablar en toda
Europa: uno de sus primos, capitán en la Compañía Neerlandesa de las Indias
Orientales, había atacado un buque portugués y se había hecho con su cargamento
de cobre, seda, porcelanas y plata por un valor que ascendía a tres millones de
florines, el equivalente a los ingresos anuales de Inglaterra. En el
decimoquinto capítulo de su ensayo, publicado más tarde de forma separada con
el título De la libertad de los mares (Mare Liberum), Grocio explicaba que la
alta mar debía ser una zona de total libertad tanto para los Estados como para
las empresas privadas que contaran con un ejército. Por consiguiente, su primo
actuó conforme a derecho. Así fue como el imperialismo comercial neerlandés se
vio, a su vez, jurídicamente justificado.
Justificar la expansión europea
Cuando apareció Del derecho de la guerra y de la paz, los
Países Bajos habían extendido sus pretensiones a las posesiones terrestres, en
concreto arrancando una parte de Brasil de manos de los portugueses. En su
célebre tratado, Grocio proclamaba el derecho de los europeos de hacer la
guerra a todo pueblo cuyas costumbres juzgaran bárbaras, incluso en ausencia de
provocación. Era el ius gladii o ‘derecho de espada’: “Es preciso saber también
que los reyes, y quienes tienen un poder igual al de los reyes, tienen derecho
a infligir castigos no solo por las injurias cometidas contra ellos y sus
súbditos, sino también por las que, sin incumbirles de manera particular,
violan en demasía el derecho de la naturaleza o el de gentes en cualquier
persona” (2). Dicho de otro modo: daba permiso para atacar, conquistar y matar
a quienquiera que se interpusiese en el camino de la expansión europea.
A estos primeros cimientos del derecho internacional moderno
(el ius communicandi y el ius gladii) se añadieron dos argumentos más que
justificaban las empresas colonizadoras. Thomas Hobbes halló un pretexto en la
demografía: mientras que Europa estaba superpoblada, las lejanas tierras de los
cazadores recolectores contaban con tan pocos habitantes que los colonos
europeos tenían derecho, no a “exterminar a los habitantes que encuentren allí,
sino que se les ordenará vivir con ellos y no cubrir una vasta extensión de
terreno para apoderarse de lo que encuentren” (3). Una vía abierta a la
creación de reservas como las que más adelante alojarían a las poblaciones
nativas norteamericanas. (Por supuesto, si las tierras podían simplemente
declararse deshabitadas, ni siquiera hacía falta complicarse con el anterior
razonamiento). John Locke reforzó esta idea comúnmente aceptada al precisar que
era totalmente legal confiscar los territorios codiciados a las poblaciones
instaladas en ellos si estas no habían sabido darles el “mejor uso”. Mejorar la
productividad de los suelos equivalía, en efecto, a cumplir la voluntad
divina (4). Así pues, el colonialismo europeo de finales del siglo XVII estaba
perfectamente equipado de una bonita panoplia de justificaciones.
En el siglo siguiente, fueron las relaciones entre Estados
europeos las que se convirtieron en el tema principal de los escritos dedicados
al derecho internacional, y hubo varios pensadores de la Ilustración, como
Denis Diderot, Adam Smith e Immanuel Kant, que pusieron en duda la moralidad de
las usurpaciones coloniales (por más que no apelaran a dar marcha atrás). El
más notable de los tratados escritos durante este periodo fue el del filósofo
suizo Emer de Vattel, El derecho de gentes (1758). En él, Vattel observaba con
frialdad: “La tierra pertenece al género humano para su subsistencia. Si desde
el principio se hubiera apropiado cada nación de un vasto país para vivir solo
de la caza, de la pesca y de los frutos silvestres, no sería suficiente nuestro
globo para la décima parte de los hombres que lo habitan ahora. No nos
apartamos por consiguiente de los designios de la naturaleza reduciendo a los
salvajes a límites más estrechos” (5). Pese a que en este punto Vattel se
inscribía en la estela de sus predecesores, su obra supuso un giro conceptual
al proponer una versión más laica del derecho internacional. El expansionismo
siguió apelando a la religión, pero esta pasó a un segundo plano.
De conformidad con las convenciones diplomáticas de su
tiempo, Vattel partía del principio de que todos los Estados soberanos eran
iguales. El Congreso de Viena, celebrado en 1814 y 1815, rompió con esta visión
e instauró una jerarquía oficial en el propio interior de Europa al identificar
cinco “grandes potencias” –Inglaterra, Rusia, Austria, Prusia y Francia– que se
beneficiaban de privilegios especiales. Este sistema, al principio destinado a
consolidar la coalición contrarrevolucionaria que había derrotado a Napoleón y
que había restaurado las monarquías por todo el continente, se mantuvo hasta
bastante pasado el periodo de la Restauración en sentido estricto. En 1883, el
gran jurista escocés James Lorimer bien podía escribir que el principio de la
igualdad de los Estados había sido refutado por la historia.
En un contexto en el que el imperialismo europeo ya no solo
tenía en su punto de mira a pueblos inermes, sino a vastos imperios
(principalmente asiáticos) y otras naciones desarrolladas más capaces de
defenderse, se plantearon nuevas cuestiones: ¿cómo debían clasificarse esos
Estados?, ¿disfrutaban de los mismos derechos que las potencias europeas? El
Congreso de Viena había respondido implícitamente a ambas preguntas al prohibir
al Imperio otomano participar en el concierto europeo que estaba organizando.
Aun cuando su proscripción hubiera podido explicarse por consideraciones
religiosas, otra fue la doctrina que cobró forma a lo largo de las siguientes
décadas, la del “criterio de civilización”: los europeos solo aceptarían tratar
como iguales a aquellos Estados que juzgaran “civilizados”.
El criterio de civilización incluía en su lista negra tres
categorías de Estados: los Estados “criminales” (o Estados “canallas”, en la
terminología contemporánea), como la Comuna de París o las sociedades
musulmanas fanáticas, a los que habría que añadir Rusia si por ventura cedía a
los cantos de sirena nihilistas; los Estados semibárbaros, que no se oponían
como los precedentes a las normas de la civilización europea, pero que tampoco
las encarnaban, como en el caso de China o Japón; y, por último, los Estados
“impotentes” o “decadentes” (hoy los llamaríamos Estados “fallidos”), que desde
luego no podían ser considerados unos actores responsables. Además de ser
excluidos de la comunidad internacional propiamente dicha, las naciones del
primer y tercer grupo debían ser aplastadas por la fuerza de las armas. Como
explicaba Lorimer, “el comunismo y el nihilismo están condenados y prohibidos
por el derecho internacional” (6).
“Las naciones civilizadas”
En 1884, la Conferencia de Berlín selló el destino de África
tal y como el Congreso de Viena selló el de Europa. Los Estados europeos
reunidos en la capital alemana se repartieron el pastel colonial, y el pedazo
más grande se lo quedó Bélgica –el mismo país en el que el derecho
internacional estaba en trance de constituirse como disciplina– bajo la forma
de una empresa privada dirigida por el rey. El Instituto de Derecho
Internacional, fundado en Bruselas unos diez años antes, celebró estas nuevas
adquisiciones.
A la Primera Guerra Mundial le siguió una nueva cumbre
internacional: la Conferencia de Paz de París. Organizada por las potencias
victoriosas –Inglaterra, Francia, Italia, Japón y Estados Unidos–, dio lugar en
1919 a la firma del Tratado de Versalles, que fijó las sanciones impuestas a
Alemania, redibujaba el mapa del este europeo y distribuía los territorios
nacidos del desmembramiento del Imperio otomano. Y, sobre todo, dio a luz la
Sociedad de Naciones, una instancia internacional encargada de garantizar la
“seguridad colectiva” y asegurar el establecimiento de una paz y una justicia
duradera entre Estados. Washington tuvo buen cuidado de hacer que en el propio
Pacto de la Sociedad de las Naciones –como uno de los instrumentos “que
aseguran el mantenimiento de la paz”– figurara la doctrina Monroe, que
convertía América Latina en el patio trasero del país. En cuanto al Tribunal
Internacional de Justicia creado en La Haya por esta misma conferencia, aún hoy
sigue refiriéndose, en su artículo 38, a los “principios generales de derecho
reconocidos por las naciones civilizadas”. Entre los autores de sus estatutos
se encontraba el autor de una relación de 600 páginas en la que se defendía la
admirable gestión de la Administración belga en el Congo.
El Senado de Estados Unidos acabó pronunciándose en contra
de la adhesión a la Sociedad de Naciones, pero no por ello la nueva institución
dejó de reflejar fielmente las exigencias de los países que salieron
triunfantes de la guerra. Los otros cuatro vencedores fueron, pues,
gratificados con la condición exclusiva de miembros permanentes del Consejo de
la Sociedad de Naciones, el precedente del Consejo de Seguridad de las Naciones
Unidas. Indignada por este patente desequilibrio, Argentina se negó de
inmediato a participar en la institución, siendo imitada en 1926 por Brasil,
cuya solicitud de que se concediera un puesto permanente a un país de América
Latina había sido rechazada. Veinte años después de la creación de la Sociedad
de Naciones, esta fue abandonada por no menos de otros ocho países del
subcontinente, tanto pequeños como grandes.
Al final de la Segunda Guerra Mundial, se volvieron a
barajar las cartas. La supremacía de los países europeos –en su mayor parte en
ruinas o aplastados por la deuda– pertenecía al pasado. Creada en San Francisco
en 1945, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) perpetuó el principio
jerárquico heredado de la Sociedad de Naciones. Los cinco miembros permanentes
del Consejo de Seguridad tenían incluso más peso que sus predecesores gracias a
su derecho de veto. El nuevo sistema, sin embargo, señalaba el final del
monopolio occidental, ya que, junto a Estados Unidos y al lado de una Francia y
un Reino Unido muy venidos a menos, ahora se sentaban la Unión Soviética y
China. A lo largo de las siguientes dos décadas, con la aceleración de los
procesos de descolonización, la Asamblea General de la ONU se transformó en un
foro en el que se manifestaban requerimientos y se votaban resoluciones cada
vez más incómodas para Washington y sus aliados.
En su impresionante ensayo El nomos de la tierra, publicado
en 1950, Carl Schmitt subrayó hasta qué punto el concepto de derecho
internacional en el siglo XIX fue específicamente europeocentrista. Así, según
él, nociones supuestamente universales, como “civilización”, “humanidad” o
“progreso”, que irrigan el pensamiento y la fraseología de la diplomacia, solo
eran juzgados válidos cuando se les agregaba el adjetivo “europeo”. Pero
Schmitt añadió que, en el momento en el que escribía, ese antiguo orden de
cosas estaba en declive (7). Por supuesto, Europa no ha desaparecido, solo ha
sido engullida por una de sus propias prolongaciones territoriales: Estados
Unidos. Lo que lleva a uno a preguntarse en qué medida, desde 1945, el derecho
internacional sigue siendo una criatura ya no europea, sino de un Occidente
gobernado en la actualidad por la superpotencia norteamericana.
Pero, de hecho, ¿cómo definir la naturaleza de ese derecho?
A este propósito, Thomas Hobbes brinda una respuesta inequívoca: lo que
instaura el derecho no es la verdad, sino la autoridad, o, como escribe: “Los
convenios, cuando no hay temor a la espada, son solo palabras” (8). A falta de
una autoridad identificable e investida del poder de dictar el derecho
internacional o de hacerlo respetar, este deja de ser un derecho para reducirse
a una simple opinión. A menudo olvidamos que, por llamativo que les resulte a
los juristas y abogados internacionales de nuestros días –en su gran mayoría
progresistas–, también el mayor filósofo liberal del siglo XIX, John Stuart
Mill, llegó a esta misma conclusión. En respuesta a las críticas formuladas a
propósito de la efímera II República francesa, que se había puesto de parte de
la insurgencia polaca frente a la dominación prusiana, Mill escribió en 1849
que “solo es posible mejorar la moralidad internacional violando las reglas
establecidas. […] [Donde] solo hay costumbre, el único modo de alterarla es
actuando en oposición a ella” (9).
Mill se expresaba desde un espíritu de solidaridad
revolucionaria en un tiempo en que el derecho internacional, desprovisto de
toda dimensión institucional, apenas era sino una fórmula hueca esgrimida por
los dirigentes políticos para justificar acciones que servían a sus intereses,
y en el que todavía no existían abogados especializados en este ámbito. A
principios de la década de 1880, lord Salisbury podía afirmar ante el
Parlamento británico: “El derecho internacional en el sentido habitual de la
palabra ‘derecho’ no existe. Deriva, esencialmente, de los prejuicios de
quienes redactan los manuales. Y ningún tribunal puede obligar a que se
respete” (10). Un siglo más tarde, la institucionalización estaba en su apogeo.
A la Carta de las Naciones Unidas y al Tribunal Internacional de Justicia se
añadieron todo un ejército de abogados profesionales y una disciplina
universitaria en constante expansión.
El derecho internacional tal y como se desarrolló a partir
de 1918 –y cuya evolución seguimos contemplando hoy en día– se caracterizaba,
según Carl Schmitt, por su naturaleza profundamente discriminatoria (11): las
guerras libradas por los amos del sistema eran intervenciones desinteresadas
con vistas a preservar el derecho internacional; las libradas por cualquier
otro eran empresas criminales que violaban ese mismo derecho. Esta
característica distintiva no ha dejado de reforzarse desde entonces, y en un
doble sentido: por un lado, tenemos un derecho que ni siquiera finge tener una
fuerza coercitiva en el mundo real, lo que lo asimila a una aspiración sin
sustancia o, dicho de otro modo, a una pura y simple opinión; por otro lado,
las potencias dominantes actúan más que nunca a su buen entender, bien sea en
nombre o a despecho del derecho internacional. El recurso a la agresión no es,
por lo demás, privativo de la potencia hegemónica, ya que hemos visto guerras
de invasión emprendidas de manera unilateral, ya distorsionando, ya
infringiendo abiertamente las reglas del derecho: Reino Unido y Francia contra
Egipto, China contra Vietnam, Rusia contra Ucrania, por no hablar de actores de
menor envergadura como Turquía contra Chipre, Irak contra Irán o Israel contra
Líbano.
En el mismo momento en que se constituía la ONU –encarnación
última del derecho internacional, cuya Carta consagra la soberanía y la
integridad de los países miembros–, Estados Unidos se aplicaba a violar esos
principios. A unos cuantos kilómetros de donde se celebraba la conferencia
inaugural en San Francisco, un equipo de la inteligencia militar estadounidense
estacionado en el Presidio –una antigua fortificación española convertida en
base militar– interceptaba la mayor parte de los cables intercambiados entre
las delegaciones y sus países de origen. Los comunicados acababan al día
siguiente en la mesa del secretario de Estado, Edward R. Stettinius, que los
revisaba mientras tomaba el desayuno. Como escribe el historiador Stephen
Schlesinger con un tono regocijado al describir esta operación de espionaje
sistemático, la ONU fue “desde el principio, un proyecto de Estados Unidos,
concebido por el Departamento de Estado, hábilmente guiado por dos presidentes
que se implicaron en ello en persona […] e impulsado por la potencia
estadounidense” (12).
Tratado de geometría variable
Sesenta años más tarde, nada había cambiado. Mientras que la
Convención sobre las Prerrogativas e Inmunidades de las Naciones Unidas,
aprobada en 1946, estipula que todos los bienes y haberes de la organización,
“dondequiera que se encuentren y en poder de quienquiera que sea, gozarán de
inmunidad contra allanamiento, requisición, confiscación y expropiación y
contra toda otra forma de interferencia, ya sea de carácter ejecutivo, administrativo,
judicial o legislativo”, en 2010 se descubrió que a Hillary Clinton, por
entonces secretaria de Estado, dicha regla le traía sin cuidado. En un cable
enviado en julio de 2009, ordenaba a la Agencia Central de Inteligencia (CIA,
por sus siglas en inglés), a la Oficina Federal de Investigación (FBI, por sus
siglas en inglés) y a los servicios secretos que consiguieran las contraseñas y
claves de cifrado del secretario general y de los embajadores de los otros
cuatro miembros permanentes del Consejo de Seguridad, así como que recabaran
información personal (datos biométricos, direcciones de correo electrónico,
números de tarjetas de crédito…) de multitud de funcionarios que ocupaban
puestos clave y de responsables sobre el terreno de las operaciones de
mantenimiento de la paz o de misiones con contenido político. Ni que decir
tiene que ni Hillary Clinton ni el Gobierno de Estados Unidos han asumido
responsabilidades por esta descarada violación del derecho internacional –que
supuestamente protege la institución donde dicha ley tiene su sede: la propia
Organización de las Naciones Unidas–, análogamente a como ningún responsable
político estadounidense se ha visto importunado por las atrocidades cometidas
durante las guerras de Corea y Vietnam.
Creado en 1993 por el Consejo de Seguridad, al Tribunal
Penal Internacional para la antigua Yugoslavia (TPIY) se le encomendó la misión
de perseguir a los responsables de crímenes de guerra perpetrados durante la
disolución del país. La fiscal general –de nacionalidad canadiense–, en
estrecha colaboración con la Organización del Tratado del Atlántico Norte
(OTAN), cuidó de que las condenas sobre limpiezas étnicas recayeran
mayoritariamente sobre los serbios –que eran la bestia negra de estadounidenses
y europeos–, eximiendo de ello a los croatas armados y entrenados por
Washington para realizar con éxito sus propias operaciones de limpieza étnica.
En 1999, la misma fiscal tuvo buen cuidado de excluir del ámbito de sus
investigaciones todas las acciones cometidas por la OTAN durante su guerra
contra Serbia, entre ellas el bombardeo de la embajada de China en Belgrado. La
cosa no dejaba de tener su lógica: como recordó el por entonces portavoz de la
OTAN, “el tribunal fue creado por los países de la OTAN, que lo financian y
defienden día tras día” (13). Una vez más, Estados Unidos y sus aliados
utilizaban un proceso judicial para criminalizar a los adversarios vencidos
mientras se aseguraban de permanecer ellos mismos fuera del alcance de la
justicia.
Exactamente lo mismo sucedió con el Tribunal Penal
Internacional (TPI), creado a las apremiantes instancias de Washington, que
tuvo un papel crucial en su concepción desde 1998. Cuando una primera versión
de sus estatutos fue modificada para ampliar la posibilidad de inculpar a
ciudadanos de Estados no firmantes –cosa que habría podido poner a soldados,
pilotos, torturadores y otros criminales estadounidenses en el punto de mira
del Tribunal–, la Administración de Clinton, furiosa, se apresuró a cerrar
acuerdos bilaterales con más de un centenar de países que por entonces contaban
o habían contado con presencia del Ejército estadounidense con el fin de
proteger a los ciudadanos norteamericanos de posibles persecuciones. Por
último, horas antes de abandonar la Casa Blanca, Clinton ordenó al delegado de
Estados Unidos que firmara los estatutos del futuro Tribunal, a sabiendas de
que la decisión no tenía la menor posibilidad de ser ratificada por el
Congreso. Creado oficialmente en 2002, nada tuvo de sorprendente que el TPI –cuyo
personal se caracteriza por su complacencia– rechazara investigar las
operaciones estadounidenses o europeas en Irak y Afganistán, reservando sus
venablos para los países de África en virtud de la siguiente máxima
sobreentendida: un derecho para los ricos y otro para los pobres.
En cuanto al Consejo de Seguridad, garante (sobre el papel)
del derecho internacional, su actuación habla por sí misma. Mientras que la
ocupación iraquí de Kuwait en 1990 conllevó sanciones inmediatas contra Bagdad,
a las que se añadió una reacción militar que movilizó a más de un millón de
efectivos, la ocupación israelí de Cisjordania se prolonga desde hace más de
medio siglo sin que el Consejo mueva un dedo para evitarla. En 1998-1999, tras
fracasar en su intento de que se votara a favor de una resolución que le habría
autorizado a atacar Yugoslavia, Estados Unidos y sus aliados se volcaron en la
OTAN en flagrante violación de la Carta de las Naciones Unidas, que prohíbe las
guerras de agresión. Kofi Annan, el por entonces secretario general de la ONU
–designado por Washington–, explicó con toda la calma que, aunque puede que la
acción de la OTAN no fuera legal, sí era, cuando menos, legítima. Cuatro años
más tarde, después de que Estados Unidos y el Reino Unido atacaran Irak al margen
del Consejo de Seguridad –donde Francia amenazó con oponer su veto–, Kofi Annan
hizo de modo que la operación fuera respaldada retroactivamente por medio de la
adopción unánime de la resolución 1483, que reconocía a ambos países como
“potencias ocupantes” y les aseguraba el apoyo de las Naciones Unidas. Se puede
prescindir del derecho internacional para emprender una guerra, pero es de lo
más oportuno cuando de legitimarla con posterioridad se trata.
Donde mejor es posible percibir la naturaleza discriminatoria
del orden mundial nacido a raíz de la Guerra Fría es en el Tratado sobre la No
Proliferación de Armas Nucleares (1968), que solo reserva a los cinco miembros
permanentes del Consejo de Seguridad el derecho a poseer y desplegar bombas de
hidrógeno. Israel lleva mucho tiempo pisoteando este acuerdo y dotándose de un
enorme arsenal nuclear, pero eso es algo que conviene no sacar a colación. Al
mismo tiempo, las grandes potencias castigan a Corea del Norte e Irán por
tratar de hacer otro tanto: una elocuente ilustración de las paradojas del
derecho internacional.
La utopía como excusa
¿Significa eso que este derecho está desprovisto, en la
práctica, de toda universalidad? No, ya que es universal en al menos un
sentido: todos los Estados del planeta apelan a él para garantizar la inmunidad
diplomática a su personal en el extranjero, un principio respetado de manera
incondicional, incluso cuando el país anfitrión declara la guerra al país
representado. Ni que decir tiene que las embajadas de los grandes Estados (y de
la mayoría de los más modestos) están plagadas de agentes exclusivamente
empleados en misiones de espionaje, sin el menor fundamento legal. Este género
de incoherencias poco hace por embellecer los timbres del derecho
internacional.
Visto desde un punto de vista realista, en suma, este
derecho no es ni propiamente internacional ni propiamente un derecho. Eso no
significa que no sea una fuerza con la que haya que contar, pero se trata de
una fuerza esencialmente ideológica al servicio de la potencia hegemónica y de
sus aliados. Hobbes lo llamó “opinión”, y veía en ello un componente esencial
para la estabilidad política de un reino: “El poder de los poderosos solo se
funda en la opinión y en las creencias del pueblo” (14). Por quimérico que sea,
el derecho internacional no es cosa que deba ser tomada a la ligera.
Según Antonio Gramsci, el ejercicio de la hegemonía implica
lograr que un interés particular sea considerado un valor universal, tal y como
logra el lenguaje de la “comunidad internacional”. La hegemonía supone siempre,
por definición, una mezcla de coacción y aprobación. En la escena
internacional, la coacción escapa a menudo a la acción de la ley, mientras que
la aprobación –suponiendo que se consiga– es necesariamente más débil y precaria.
El derecho internacional sirve para enmascarar este desajuste, pues provee a
los Estados de excusas cómodas para justificar toda acción que tengan a bien
emprender, o bien la engalana de los atavíos de la moralidad de un modo
totalmente desconectado de la realidad. También puede obrar la fusión entre las
dos posturas: no la utopía o la excusa, sino la utopía como excusa: la
responsabilidad de proteger para legitimar la destrucción de Libia, la búsqueda
del apaciguamiento para justificar el estrangulamiento de Irán, y así con todo.
Sus defensores no dudan en afirmar que más vale un derecho
del que los Estados, de facto, abusan, que la ausencia total de derecho, e
invocan la célebre máxima de La Rochefoucauld: “La hipocresía es un homenaje
que el vicio rinde a la virtud”. Pero también podríamos darle la vuelta a la
cita y definir la hipocresía como la contrahechura de la virtud por parte del
vicio con el fin de disimular sus malignos propósitos. ¿Acaso otra cosa prueban
el ejercicio arbitrario del poder sobre los débiles por parte de los fuertes o
las guerras despiadadas libradas o provocadas en nombre de la paz?
Una versión larga de este texto apareció en la New Left
Review, n.° 143, Londres, septiembre-octubre de 2023.
(1) Francisco de Vitoria, Relecciones sobre los indios
(1538-1539), Espasa-Calpe, Madrid, 1946.
(2) Hugo Grocio, Del derecho de la guerra y de la paz, tomo
2, capítulo XL, Maxtor, Valladolid, 2020.
(3) Thomas Hobbes, Leviatán, parte II, “Del Estado”,
capítulo 30, “De la función del representante soberano”.
(4) John Locke, Tratado del gobierno civil, capítulo IV, “De
la propiedad de las cosas”.
(5) Emer de Vattel, El derecho de gentes, libro I, capítulo
XVIII, “Del establecimiento de una nación en un país”.
(6) James Lorimer, The Institutes of the Law of Nations: A
Treatise of the Jural Relations of Separate Political Communities, Edimburgo y
Londres, 1883.
(7) Carl Schmitt, El nomos de la tierra, Editorial Comares,
Granada, 2003.
(8) Thomas Hobbes, Leviatán, parte II, capítulo 17, “De las
causas, generación y definición de un Estado”.
(9) John Stuart Mill, La Révolution de 1848 et ses
détracteurs, Librairie Germer Baillière, París, 1875.
(10) Lord Salisbury, discurso en la Cámara de los Lores, 25
de julio de 1887.
(11) Carl Schmitt, Die Wendung zum diskriminierenden
Kriegsbegriff, Berlín, 1988.
(12) Stephen Schlesinger, Act of Creation: The Founding of
the United Nations, Westview Press, Boulder (Colorado), 2003.
(13) James Shea, 17 de mayo de 1999.
(14) Thomas Hobbes, Behemoth, diálogo I.
https://mondiplo.com/el-derecho-internacional-del-mas-fuerte