Es oportuno preguntarse cómo se llegó a la definición del
rey como símbolo de la “unidad y permanencia del Estado”… Esa función
sólo tiene sentido en una autoridad emanada directamente del pueblo,
elegida democráticamente.
A lo largo de la historia de España, al menos desde los tiempos de la
reina Isabel de Castilla y el rey Fernando de Aragón (recordemos que en
momentos anteriores existieron también emiratos y califatos en el
territorio peninsular, no solo reinos), la forma habitual de organizar
políticamente el Estado fue bajo la jefatura de un rey o reina (o un
regente); sin embargo, la monarquía actual no es heredera de esa
tradición histórica española, a pesar de lo que establece el artículo 57
de la Constitución española de 1978, en el que se puede leer: “la
Corona de España es hereditaria en los sucesores de S. M. Don Juan
Carlos I de Borbón, legítimo heredero de la dinastía histórica”.
Al margen de si Juan Carlos de Borbón es el legítimo heredero de
Alfonso XIII —ríos de tinta se han gastado para justificar esa línea
sucesoria, lo cual ya es una señal evidente de que no está todo tan
claro…—, lo cierto es que para conseguir la restauración de la “Corona
de España” —como se dice en la CE78—, en la figura de Juan Carlos de
Borbón, fueron determinantes tres hechos históricos que nada tienen que
ver con la continuidad histórica de la dinastía borbónica, que ya había
sido interrumpida en tres ocasiones anteriores: en 1871 con la
proclamación del rey Amadeo I, que pertenecía a la dinastía de los
Saboya; en 1873, cuando las mismas Cortes que escucharon la abdicación
de Amadeo I proclamaron la I República española; y, en 1931, cuando tras
la partida de Alfonso XIII el comité político de transición transfiere
el poder al primer gobierno provisional de la II República, una
República que no pondrá “término a la misión histórica que se había
impuesto” hasta el 21 de junio de 1977, tras la muerte del dictador.
El primero de los tres hechos que determinaron la segunda
restauración borbónica, entonces, fue el golpe de Estado instigado por
la oligarquía industrial y financiera, así como por los terratenientes y
la Iglesia, y protagonizado por un grupo de militares “africanistas”
que no dudaron en romper su compromiso de lealtad hacia la República el
18 de julio de 1936, que al fracasar dio comienzo a un enfrentamiento
armado entre los golpistas —que antepusieron su codicia al principio
supremo de cualquier militar, aquel que enunciara Simón Bolívar, el
Libertador, cuando dijo: “maldito sea el soldado que apunta su arma
contra su pueblo”—, y quienes salieron en defensa de la legalidad
republicana —muchas veces sin que llegase a mediar la posibilidad de
combatir en defensa de la República, como bien saben en Galicia… y otros
lugares que quedaron bajo las botas de los militares fascistas en
apenas unos pocos días—.
El segundo hecho fundamental en el camino hacia la segunda
restauración borbónica tuvo lugar el 23 de julio de 1969. Ese día,
conforme a la ley de sucesión de 1947, por la que se define a España
como un reino (con trono vacante, se entiende, ya que la jefatura del
Estado estaba en manos del dictador) y se establecían los mecanismos
sucesorios a la Jefatura del Estado español, que de acuerdo con el
artículo 5 de esa ley sería la persona que Franco designase, Juan Carlos
de Borbón era nombrado Príncipe de España, lo que le garantizaba que
iba a suceder al dictador en la Jefatura del Estado a título de Rey una
vez que “por la ley natural” la “capitanía” del genocida “faltase”. En
el discurso de aceptación de su nombramiento como Príncipe de España
pronunció las siguientes palabras: “Quiero expresar en primer lugar, que
recibo de Su Excelencia el Jefe del Estado y Generalísimo Franco, la
legitimidad política surgida el 18 de julio de 1936, en medio de tantos
sacrificios, de tantos sufrimientos, tristes, pero necesarios, para que
nuestra patria encauzase de nuevo su destino”.
El tercer hecho tuvo lugar el 22 de noviembre de 1975, dos días
después de la muerte del tirano. Ese día Juan Carlos de Borbón, en ese
momento Príncipe de España, juró “por Dios y sobre los Santos Evangelios
cumplir y hacer cumplir las Leyes Fundamentales del Reino y guardar
lealtad a los Principios que informan el Movimiento Nacional”.
Entre ese día y el 11 de mayo de 1978, día en el que se aprueba el
artículo 1 de la CE78, que establece que “la forma política del Estado
español es la monarquía parlamentaria”, los ideólogos de la Corona —en
un patético remedo de los esfuerzos realizados por Cánovas y Sagasta
para restaurar por primera vez a los Borbón en el trono de España, allá
por los años 1870—, entre los que se encontraba Manuel Fraga Iribarne,
lucharon por imponer —y lo lograron— un discurso que presentaba al rey
de España, en tanto que jefe de Estado, como “símbolo de su unidad y
permanencia, [que] arbitra y modera el funcionamiento regular de las
instituciones, asume la más alta representación del Estado español en
las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su
comunidad histórica, y ejerce las funciones que le atribuyen
expresamente la Constitución y las leyes”. Una vez refrendada por el
pueblo español la CE78, durante el discurso de promulgación que
pronunció Juan Carlos de Borbón el 27 de diciembre de 1978 llegó a
decir: “Y hoy, como Rey de España y símbolo de la unidad y permanencia
del Estado, al sancionar la Constitución y mandar a todos que la
cumplan, expreso ante el pueblo español, titular de la soberanía
nacional, mi decidida voluntad de acatarla y servirla”. Insistiendo en
esa función simbólica… y sin llegar a jurar la Constitución, simplemente
mostrando su “decidida voluntad de acatarla y servirla”.
En este sentido, es oportuno preguntarse cómo se llegó a la
definición del rey como símbolo de la “unidad y permanencia del Estado”,
una atribución simbólica que no existía en ninguna de las
constituciones monárquicas anteriores (1812, 1837, 1845, 1856, 1869 y
1876); todo lo contrario, la primera vez que se expresa una idea
semejante es en el artículo 82 de la Constitución republicana de 1873,
que señala como una de las funciones del presidente de la República la
de “personificar el poder supremo y la suprema dignidad de la Nación”;
idea que recoge la Constitución republicana de 1931, que establece en su
artículo 67 que “el presidente de la República es el jefe del Estado y
personifica la Nación”. Es decir, en la tradición histórica española la
Corona no representaba la unidad y permanencia de España porque el
legislador español sabía que la autoridad del rey no emanaba de la
Nación. Esa es la razón por la cual las constituciones de 1812, 1837,
1856 y 1869 (progresistas) establecían que la soberanía residía
“esencialmente” en la Nación, reconociendo veladamente algo que las
constituciones de 1845 y 1876 (conservadoras) reconocían abiertamente:
que la corona comparte la soberanía con la nación; he ahí el motivo por
el cual el rey nunca se había reconocido como “símbolo de la unidad y
permanencia del Estado”. Esa función únicamente tiene sentido en una
autoridad que emana directamente del pueblo, es decir, que fue elegida
democráticamente.Precisamente a analizar los esfuerzos de los ideólogos de la
monarquía actual para legitimar la restauración de una institución
anacrónica, que no hunde sus raíces en un pasado dinástico, sino en la
voluntad de Franco, autoproclamado “caudillo de España” y, según el
artículo sexto de la ley orgánica del Estado, “representante supremo de
la Nación española [que] personifica la soberanía nacional”, es la tarea
que asume José Cantón en una obra imprescindible: La monarquía del 18 de julio: la restauración de un anacronismo histórico (Laetoli, 2024).
Este artículo fue editado originalmente en Mundo Obrero.
Israel ha perdido ya la guerra de Gaza, aunque aún no lo sepa
David Hearst
| 20/05/2025 |
Fuentes: Voces del Mundo [Foto: Miles de personan retornan a lo que queda de sus casa en el norte de Gaza en enero de 2025]
En el último episodio del concurso televisivo “The White House on Uber: How to pre-purchase a US President”
(La Casa Blanca en Uber: Cómo precomprar a un presidente
estadounidense) pareció, fugazmente, que el presentador estaba leyendo
el guion correcto.
El presidente estadounidense Donald
Trump dijo en Arabia Saudí que el intervencionismo liberal era un
desastre. Es cierto. Dijo que no se pueden destruir y rehacer naciones.
La Rusia postsoviética, Afganistán, Iraq, Libia y Yemen son prueba de
ello. Dejó de bombardear Yemen y revirtió décadas de sanciones contra
Siria, bloqueando en el proceso dos de las rutas clave de Israel hacia
el dominio regional: la división de Siria y el inicio de una guerra con
Irán.
Y digo fugazmente porque, como con Irán
se ha repetido este guion muchas veces en las negociaciones sobre su
programa nuclear, lo que un presidente estadounidense promete y lo que
cumple son dos cosas diferentes.
Entre quienes se vieron sorprendidos por
el anuncio de Trump de suspender las sanciones contra Siria se
encontraban sus propios funcionarios del Tesoro estadounidense. El cese
de las múltiples sanciones impuestas a Siria desde que Estados Unidos
incluyó al país en su lista de Estados patrocinadores del terrorismo en
1979 no es fácil, ni será rápido ni exhaustivo.
Tenemos la Ley César de Protección Civil
de Siria, que habría que revocar en el Congreso, aunque Trump podría
suspender partes de ella por razones de seguridad nacional. Las
sanciones en sí, una combinación de órdenes ejecutivas y estatutos,
podrían tardar meses en desmantelarse. Hay margen para poner en marcha
más maniobras de freno. Este episodio en particular del programa costó a
sus patrocinadores, Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos y Qatar, sumas
asombrosas de dinero, más de 3 billones de dólares y la cifra sigue
aumentando, una cifra elevada incluso para los estándares del Golfo.
Misión letal
Son 600.000 millones de dólares por
parte de Arabia Saudí, 1,2 billones de dólares en acuerdos con Qatar, un
747 personal para uso presidencial, una torre para el hijo de Trump,
Eric, en Dubái, y mucho más por llegar, incluyendo acuerdos de
criptomonedas con la empresa familiar World Liberty Financial.
Los árabes más ricos competían entre sí para rendir homenaje al último emperador de Washington.
Mientras esta opulenta exhibición de riqueza se desarrollaba en Riad y Doha, Israel conmemoraba el aniversario de la Nakba de 1948 asesinando a tantos palestinos como podía en Gaza.
El miércoles fue uno de los días más
sangrientos en Gaza desde el abandono unilateral del alto el fuego por
parte de Israel. Murieron alrededor de 100 personas. Se lanzaron bombas
antibúnkeres cerca del hospital europeo de Jan Yunis, un ataque dirigido
contra Muhammad Sinwar, líder de facto de Hamás en Gaza. Su muerte no
se ha confirmado aún.
Al igual que el asesinato de su hermano,
el difunto líder de Hamás, Ismail Haniyeh, en Teherán, Israel tenía
como objetivo a un negociador clave en un momento en el que alegaba que
pretendía negociar.
Mis fuentes me indican que, justo antes
de que Israel reanudara sus ataques el 18 de marzo, los líderes
políticos de Hamás en el extranjero habían aceptado un acuerdo con los
estadounidenses que habría conllevado la liberación de más rehenes a
cambio de una extensión del alto el fuego, pero sin garantías de que la
guerra terminara. Sin embargo, Sinwar lo rechazó y, en consecuencia, el
acuerdo no se llevó a cabo.
Si efectivamente han matado a Sinwar,
llevará tiempo restablecer las comunicaciones seguras dentro de Hamás
con uno de los varios hombres que ahora podrían ocupar su lugar.
Su intento de asesinato o su asesinato
real prueban, si es que hace falta más, que el primer ministro israelí,
Benjamín Netanyahu, no tiene intención de recuperar con vida a los
rehenes restantes. Un acuerdo sobre los rehenes requiere que las fuerzas
de Hamás mantengan el mando y el control. Una lucha de guerrillas no
necesita nada de eso.
La misión de Netanyahu en Gaza, que
consiste en matar de hambre y bombardear a tantos de los 2,1 millones de
palestinos del enclave como sea posible, se ha vuelto tan clara, tan
obvia, que ni siquiera la mal llamada comunidad internacional puede
ignorarla.
Tom Fletcher, subsecretario general de
la ONU para Asuntos Humanitarios, declaró ante el Consejo de Seguridad:
“Por los asesinados y aquellos cuyas voces son silenciadas: ¿qué más
pruebas necesitan ahora? ¿Actuarán ya con decisión para parar el
genocidio y garantizar el respeto del derecho internacional
humanitario?”.
El presidente francés, Emmanuel Macron,
calificó de “vergonzosa” la política de Israel en Gaza. El presidente
del gobierno español, Pedro Sánchez, calificó a Israel de “Estado
genocida” en su intervención en el Parlamento, señalando que Madrid “no
hace negocios” con un país así.
Traición masiva
Pero ni una sola palabra pública de
condena sobre el comportamiento de Israel en Gaza le dirigió a Trump
Mohammed bin Salman, príncipe heredero y gobernante de facto de Arabia
Saudí, ni el presidente de los Emiratos Árabes Unidos, Mohammed bin
Zayed, ni el emir catarí, el jeque Tamim bin Hamad al Thani.
La farsa en el Golfo fue una traición
masiva a los palestinos, pero como bien saben, los gobernantes árabes
tienen todo un historial de abandono.
En el pasado, esperaban unos meses o
años considerables tras una derrota militar para hacerlo. Después de la
guerra de 1967, los líderes árabes tardaron un tiempo en hablar de una
solución pacífica para la Cisjordania y Gaza ocupadas. Hoy, abandonan a
los verdaderos héroes del mundo árabe, que mueren de hambre y son
bombardeados hasta la muerte.
Tanto Hamás como Hizbolá se han visto
gravemente debilitados, aunque dudo que los golpes que han recibido sean
fatales. Pero Hamás sigue luchando sobre el terreno, como sigue
demostrando el número de bajas militares israelíes en Gaza, del que no
se informa con precisión. Ningún guardia ha entregado a su rehén para
salvar su propia vida.
El espíritu de resistencia en Gaza no ha
sido derrotado. De hecho, los paralelismos con otra derrota histórica
de las fuerzas coloniales, la francesa y la estadounidense, no han hecho
más que fortalecerse.
En cierto sentido, no hay comparación
entre Gaza y la guerra de Vietnam. La fuerza que Israel utiliza hoy en
Gaza eclipsa la empleada por John F. Kennedy, Lyndon B. Johnson y
Richard Nixon, los tres presidentes estadounidenses cuyos mandatos
fueron condenados por Vietnam.
En un lapso de ocho años, Estados Unidos
lanzó más de cinco millones de toneladas de bombas sobre Vietnam,
convirtiéndolo en el lugar más bombardeado del mundo. Para enero de este
año, Israel había lanzado al menos 100.000 toneladas de bombas sobre
Gaza. Dicho de otro modo, Estados Unidos lanzó alrededor de 15 toneladas
de explosivos por kilómetro cuadrado en Vietnam, mientras que Israel ha
lanzado 275 toneladas por kilómetro cuadrado en Gaza (y suma y sigue),
una cifra 18 veces superior.
Dicho esto, otros puntos de comparación
impactan profundamente sobre una guerra, que aún deja cicatrices en
Estados Unidos, y la guerra actual en Gaza, que Netanyahu se propone
profundizar al intentar reocupar el territorio permanentemente.
Déjà vu devastador
La generación actual de observadores de guerra solo puede experimentar una devastadora sensación de déjà vu al ver el relato minuciosamente completo del conflicto en la nueva miniserie “Momentos decisivos: La guerra de Vietnam”.
La inutilidad, ya reconocida, de la
campaña militar estadounidense contra el Viet Cong se refleja y
amplifica con los intentos del ejército israelí de borrar del mapa a
Hamás.
A medida que la participación
estadounidense en la guerra de Vietnam se expandía y Washington tenía
que abandonar la farsa de que más de 16.000 soldados y pilotos
“asesoraban” al ejército survietnamita, tanto Washington como Saigón
tuvieron claro que tendrían que expulsar al Viet Cong del territorio y
recuperar el control gubernamental de unas 12.000 aldeas.
Probablemente nada puso a los aldeanos
de Vietnam del Sur en contra de Estados Unidos y de su propio gobierno
en Saigón más rápido que el “Programa de Aldeas Estratégicas”. Se
trataba de asentamientos fortificados donde los aldeanos que habían sido
expulsados de sus tierras ancestrales por las tropas estadounidenses
se verían obligados a reasentarse. En la jerga de los noticiarios de la
época, los aldeanos podían comenzar una nueva vida purgados de los
comunistas. Como lo expresó Thomas Bass, autor de Vietnamerica: The War Comes Home: “Estas regiones enteras serían declaradas zona abierta a ataques”.
Estrechamente ligado a esto, estaba otro
supuesto del programa de “pacificación” estadounidense, el padre de la
contrainsurgencia actual. Aquella surgió de las dificultades de los
soldados estadounidenses para distinguir entre civiles y combatientes.
La solución residía en tratar como enemigo a cualquier vietnamita que se
encontrara en una “zona de fuego libre” declarada y abrir fuego sin
consultar a la cadena de mando.
Un exmarine estadounidense declaró: “Nos
enseñaron que todos los vietnamitas eran libres de irse y que todos los
vietnamitas que se quedaban formaban parte de la infraestructura del
Viet Cong. Simplemente se buscaba gente y se la mataba, y se podía matar
como y cuanto se quisiera”.
Se esperaba que los comandantes
regresaran con un alto número de bajas. Todos los muertos, incluidas
mujeres y niños, eran tratados como comunistas muertos: “Me dijeron que,
si matábamos a 10 vietnamitas por cada estadounidense, ganaríamos”,
declaró otro veterano de Vietnam. Los aldeanos morían de hambre en sus
campamentos libres del Viet Cong porque perdieron el acceso a sus
arrozales. Sin embargo, el objetivo principal no era alimentarlos, sino
desalojar el campo. Como resultado, los aldeanos huyeron y el Viet Cong
se acercó cada vez más a las ciudades.
En un momento dado, hasta el 70% de los
aldeanos que se ofrecieron como voluntarios para unirse al Viet Cong
eran mujeres. Tran Thi Yen Ngoc, del Frente de Liberación Nacional,
declaró: “Nos llamaban el Viet Cong, pero éramos el ejército de
liberación. Todos éramos camaradas y nos considerábamos una sola
familia. Cuando una persona caía, otras cinco o siete daban un paso al
frente”.
“Caos terrible”
Hay otras dos similitudes entre la
actualidad y 1968: las protestas y la brutal represión en los campus
universitarios estadounidenses, y hasta qué punto los ejércitos
estadounidense e israelí sintieron la necesidad de deshumanizar a su
enemigo antes de cometer atrocidades. Tras la masacre de My Lai en 1968,
en la que murieron alrededor de 500 civiles inocentes y desarmados en
tan solo unas horas, el comandante estadounidense, general William
Westmoreland, afirmó que la vida era barata para los vietnamitas: “Un
oriental no valora la vida tanto como un occidental”.
Los líderes israelíes van mucho más allá de Westmoreland. Llaman a los palestinos animales humanos.
De hecho, toda esta historia de décadas
atrás suena inquietantemente pertinente a la actualidad en Gaza y la
Cisjordania ocupada.
En una entrevista el 29 de octubre de
2023, apenas unas semanas después del inicio de la guerra, Giora Eiland,
un general de división retirado de la reserva, afirmó que Israel no
debería permitir la entrada de ayuda humanitaria al territorio: “El
hecho de que nos estemos derrumbando ante la ayuda humanitaria a Gaza es
un grave error… Gaza debe ser completamente destruida y convertirla en
un caos terrible, una grave crisis humanitaria, un clamor al cielo”.
Más tarde razonó: “Toda Gaza morirá de
hambre, y cuando Gaza muera de hambre, cientos de miles de palestinos
estarán furiosos y molestos. Y la gente hambrienta será la que dará un
golpe de estado contra [Yahya] Sinwar, y eso es lo único que les
preocupará”.
Nada de eso ocurrió, pero el
razonamiento de Eiland se conoció como el Plan de los Generales, que
inicialmente se aplicó al norte de Gaza, donde aún quedaban 400.000
palestinos.
El plan para vaciar el norte de Gaza
fracasó, ya que cientos de miles de personas regresaron a sus hogares
durante el reciente alto el fuego, a pesar de que no quedaba nada de
ellos.
Un billete de ida
Pero la táctica de matar de hambre y
desalojar ha cobrado nueva vida en la actual operación militar israelí,
llamada “Carros de Gedeón”. En lo que Netanyahu ha llamado repetidamente
la “etapa final” de la guerra, el plan consiste en obligar a más de dos
millones de palestinos a refugiarse en una nueva “zona estéril”
alrededor de Rafah.
A los palestinos solo se les permitirá
la entrada tras ser controlados por las fuerzas de seguridad. Y es un
billete de ida: nunca podrán regresar a sus hogares, que están siendo
completamente demolidos.
“El ejército israelí, en cooperación con
el Shin Bet [la agencia de seguridad nacional israelí], establecerá
puestos de control en las carreteras principales que conducirán a las
zonas donde se alojarán los civiles gazatíes en la zona de Rafah”,
informó Ynet. Netanyahu declaró el martes que podría aceptar un
alto el fuego temporal en Gaza, pero no se comprometería a poner fin a
la guerra en el enclave palestino.
Lo que Vietnam hizo por Lyndon B.
Johnson y Nixon, Gaza lo hará por Netanyahu y su sucesor como primer
ministro, probablemente Naftali Bennett. Netanyahu está mucho más
enfermo de cáncer de lo que se reconoce públicamente, según fuentes
británicas que lo visitan regularmente.
Dos factores pusieron fin a la guerra de
Vietnam, y con ella a más de un siglo de lucha para liberar al país de
un amo colonial: la determinación de los vietnamitas y la opinión
pública estadounidense.
Estos mismos dos factores conducirán al
pueblo palestino a su propio Estado: la determinación de los palestinos
de quedarse y morir en su tierra, y la opinión pública occidental, que
ya se está volviendo rápidamente contra Israel. Obsérvenlo con atención.
Se está infiltrando en la derecha y está firmemente asentado en la
izquierda. Etiquetar las críticas legítimas al genocidio como
antisemitas ya no funcionará. Ese rayo ya se ha disparado.
Es tanto en Palestina como en los
corazones y las mentes de Occidente —de donde surgió el proyecto
sionista y del que tanto depende— donde se libra esta guerra.
Israel podrá ganar cada batalla, como hicieron los estadounidenses en Vietnam, pero perderá la guerra.
David Hearst es cofundador y redactor jefe de Middle East Eye,
así como comentarista y conferenciante sobre la región y analista en
temas de Arabia Saudí. Fue redactor jefe de asuntos exteriores en The Guardian y corresponsal en Rusia, Europa y Belfast. Con anterioridad, fue corresponsal en temas de educación para The Scotsman.
Texto original: Middle East Eye, traducido de inglés por Sinfo Fernández.
Tras año y medio de atrocidades genocidas, los consejos
editoriales de numerosos medios de prensa británicos se han pronunciado
de repente contra la embestida de Israel en Gaza. Los canallas
mediáticos del establishment están oliendo cierto cambio en la dirección
del viento
La primera gota de lluvia llegó la semana pasada de la mano de The Financial Times en un artículo del consejo editorial titulado «El vergonzoso silencio de Occidente sobre Gaza», que denuncia a Estados Unidos y Europa por no haber «emitido apenas una palabra de condena» de la criminalidad de su aliado, afirmando que «deberían avergonzarse de su silencio y dejar de permitir que Netanyahu actúe con impunidad».
Luego vino The Economistcon un artículo titulado «La guerra en Gaza debe terminar», que argumenta que Trump debería presionar al régimen de Netanyahu para un alto el fuego, diciendo que «Las
únicas personas que se benefician de continuar la guerra son el señor
Netanyahu, que mantiene su coalición intacta, y sus aliados de extrema
derecha, que sueñan con vaciar Gaza y reconstruir los asentamientos
judíos allí.»
El sábado llegó un editorial deThe Independent titulado «End
the deafening silence on Gaza – it is time to speak up» («Acabemos con
el ensordecedor silencio sobre Gaza: es hora de alzar la voz»), en el que se afirmaba que el primer ministro británico Keir Starmer «debería
avergonzarse de no haber dicho nada, sobre todo ahora que Netanyahu ha
anunciado nuevos planes para ampliar el ya devastador bombardeo de Gaza», y se afirmaba que «es
hora de que el mundo despierte ante lo que está ocurriendo y exija el
fin del sufrimiento de los palestinos atrapados en el enclave».
El domingo, el consejo editorial deThe Guardian se sumó con un escrito titulado «La opinión de The Guardian sobre Israel y Gaza: Trump puede detener este horror. La alternativa es impensable», afirmando que »el presidente estadounidense tiene la influencia para forzar un alto el fuego. Si no lo hace, señalará implícitamente la aprobación de lo que parece un plan de destrucción total.»
«¿Qué es esto, si no un genocidio?» pregunta The Guardian. «¿Cuándo actuarán Estados Unidos y sus aliados para detener el horror, si no es ahora?».
Para
que quede claro, se trata de editoriales, no de artículos de opinión.
Esto significa que no son la expresión de la opinión de una persona,
sino la posición declarada de cada medio en su conjunto. Hemos visto
algún que otro artículo de opinión crítico con las acciones de Israel
durante el holocausto de Gaza en la prensa occidental dominante, pero
que los medios de comunicación denuncien agresivamente a Israel y a sus
patrocinadores occidentales de una vez es algo muy nuevo.
Algunos partidarios de Israel desde hace mucho tiempo también han
empezado a cambiar inesperadamente de tono a título individual. El
diputado conservador Mark Pritchard declaró la semana pasada en la
Cámara de los Comunes que había apoyado a Israel «a toda costa» durante décadas, pero dijo que «me equivoqué» y retiró públicamente ese apoyo por las acciones de Israel en Gaza.
«Durante muchos años -llevo veinte en esta Cámara- he apoyado a Israel prácticamente a toda costa, francamente», dijo Pritchard. «Pero
hoy quiero decir que me equivoqué y condeno a Israel por lo que está
haciendo al pueblo palestino en Gaza y, de hecho, en Cisjordania, y me
gustaría retirar mi apoyo ahora mismo a las acciones de Israel, a lo que
están haciendo ahora mismo en Gaza».
«Me preocupa mucho
que éste sea un momento de la historia en el que la gente mire hacia
atrás, en el que nos hayamos equivocado como país», añadió Pritchard.
El
experto proisraelí Shaiel Ben-Ephraim, que había estado denunciando
agresivamente a los manifestantes del campus y acusando a los críticos
de Israel de «libelo de sangre» durante todo el holocausto de
Gaza, ha salido ahora al paso y ha admitido públicamente que Israel está
cometiendo un genocidio al que hay que oponerse.
«Me ha llevado mucho tiempo llegar a este punto, pero es hora de afrontarlo. Israel está cometiendo un genocidio en Gaza», tuiteó Ephraim recientemente. «Entre
el bombardeo indiscriminado de hospitales, la inanición de la
población, los planes de limpieza étnica, la matanza de cooperantes y
los encubrimientos, no hay escapatoria. Israel está intentando erradicar
al pueblo palestino. No podemos detenerlo a menos que lo admitamos».
Es
extraño que toda esta gente haya tardado un año y medio en llegar a
este punto. Yo mismo tengo una tolerancia mucho menor hacia el genocidio
y el asesinato masivo de niños. Si llevas diecinueve meses montado en
el tren del genocidio, resulta un poco raro empezar de repente a gritar
sobre lo terrible que es y exigir que se pise el freno de repente.
Estas
personas no han desarrollado repentinamente una conciencia, sólo están
oliendo lo que hay en el viento. Una vez que el consenso pasa de cierto
punto, naturalmente va a haber una carrera loca para evitar estar entre
los últimos en oponerse, porque sabes que llevarás esa marca el resto de
tu vida en público después de que la historia haya visto claramente lo que hiciste.
Después de todo, esto llega en un momento en que la administración
Trump está empezando a molestar a Netanyahu, llevando recientemente al
primer ministro israelí a decir «creo que tendremos que desintoxicarnos de la ayuda de seguridad de EE.UU.»
cuando Washington pasó por encima de Tel Aviv y negoció directamente
con Hamás para asegurar la liberación de un rehén estadounidense. Al
parecer, Estados Unidos está dejando a Israel fuera cada vez más de sus
negociaciones sobre asuntos internacionales en lugares como Yemen,
Arabia Saudí e Irán. Algo está cambiando.
Así que si sigues
apoyando a Israel después de todo este tiempo, mi consejo es que hagas
un cambio mientras puedas. Todavía estás a tiempo de ser el primero
entre los canallas en la loca carrera de ratas para evitar ser el último
en empezar a actuar como si siempre te hubieras opuesto al holocausto
de Gaza.
Cómo «censura» se transformó en «lucha contra la desinformación»: Una historia alemana en seis pasos
Este artículo, publicado en junio de 2024, describe el
avance, en Alemania, del proceso censor que se vive en toda Europa.
Desde entonces, la histeria antirusa y el apoyo directo al genocidio en
Gaza, sitúan a Alemania en una clara vía de regreso a lo peor de su
historia nacional: autoritarismo, miseria moral y militarismo
revanchista.
Autora: Maike Gosch
Antes se llamaba «censura» cuando las autoridades estatales
restringían, controlaban o prohibían las opiniones impopulares y
disidentes. Desde hace algún tiempo, este término casi ha desaparecido
del discurso público, y con él todo el patrimonio político, jurídico y
cultural que iba de la mano del debate sobre la censura y la lucha por
la libertad de expresión. En su lugar, la «lucha contra la
desinformación» se ha convertido en un concepto y una actividad
omnipresentes. ¿Cómo se ha producido este cambio de discurso, qué
intereses y actores hay detrás y qué crisis han favorecido las etapas
intermedias de esta evolución?
Etapa 1: 2014 – Ucrania
Tras
el violento cambio de gobierno en Kiev en 2014, todos los medios de
comunicación, ya fueran conservadores de derechas o liberales de
izquierdas, comenzaron a informar sobre los acontecimientos en Ucrania
con un fuerte sesgo a favor del cambio de régimen y del nuevo gobierno
apoyado por Occidente, al tiempo que se mostraban muy críticos con las
fuerzas del este de Ucrania y Rusia. Muchos lectores, oyentes y
telespectadores se percataron de ello y provocó protestas masivas en
Internet y fuera de la red. Lo recuerdo bien: fue como un cambio radical
en nuestro panorama mediático. De repente, todos los periodistas y
comentaristas parecían haberse convertido en propagandistas. No era tan
obvio y descarado como ahora, pero sí suponía un cambio notable con
respecto a la forma en que se había informado y debatido sobre
cuestiones geopolíticas hasta entonces.
De repente sólo había un
lado bueno. Había muy pocos matices y apenas se cubrían otros puntos de
vista o perspectivas. Era difícil no tener la sensación de que algo
debía estar ocurriendo en Ucrania y en Alemania para preparar a los
políticos y a los medios de comunicación a difundir estos relatos tan
sesgados y en ocasiones abiertamente manipuladores. Esta clara
parcialidad fue percibida por muchos ciudadanos, y los periódicos y las
cadenas de televisión se vieron posteriormente inundados de comentarios y
quejas. El término «prensa mentirosa», que había sido utilizado por los
nazis pero también anteriormente en la historia alemana, renació.
El público empezó a dividirse en dos partes: una consistía en
personas que creían en la línea mediática y la otra en personas que la
criticaban. Esto llevó a la fundación o crecimiento de muchos proyectos
de medios alternativos que querían contrarrestar la línea mediática
unilateral y uniforme. Uno de los proyectos con más éxito fue KenFM, del
periodista alemán Ken Jebsen, que también organizó -junto con Sahra
Wagenknecht y otros- manifestaciones a favor de la paz con Rusia y
contra la retórica bélica, lo que dio lugar a las primeras acusaciones
de «frente cruzado» (es decir, una alianza de derecha e izquierda que
recordaba la caótica situación política de la República de Weimar en los
años veinte y principios de los treinta en Alemania). La acusación de
extremismo de derechas también se lanzó contra los organizadores y
firmantes de un manifiesto por la paz, presumiblemente para disuadir a
los miembros de la izquierda que se habían unido o estaban interesados
en unirse, y más en general para desacreditar a cualquier activista por
la paz a los ojos de la opinión pública.
El término despectivo «teórico de la conspiración», que hasta
entonces había tenido una existencia más bien marginal, también salió a
relucir y ahora ocupaba un lugar central en casi todos los artículos
sobre el movimiento. Este fue el primer paso, por así decirlo: se había
abierto una brecha entre la opinión y la valoración de los medios de
comunicación y de las élites políticas, y las de la población. En este
caso, fueron sobre todo los miembros de una clase media más bien
izquierdista y bien educada los que se rebelaron contra un panorama
mediático que parecía haberse desplazado bastante a la derecha en
términos de postura antirrusa y pro OTAN.
Yo era amiga de
periodistas en aquella época y aún recuerdo conversaciones con ellos en
las que no entendían las acusaciones de parcialidad o propaganda e
insistían en que ellos eran realmente la «prensa libre» e informaban con
la misma objetividad de siempre. No aceptaban en absoluto las críticas y
estaban firmemente convencidos de que las personas que les criticaban
eran simplemente menos inteligentes y estaban menos informadas que
ellos. Creo que fue en esa época cuando una nueva generación de
periodistas, formados en los años 90, se hizo un hueco en las
redacciones. Estas personas tenían una visión política del mundo
fuertemente caracterizada por el «fin de la historia» (Francis Fukuyama)
y estaban convencidas de que Occidente estaba en el lado correcto de la
historia. Toda la educación política crítica y de izquierdas de los
años sesenta, setenta y ochenta era «anticuada» para ellos y ya no era
relevante.
Recuerdo un debate en el que pregunté a un grupo de
periodistas muy destacados que escribían sobre política y economía para
periódicos alemanes de alto nivel si habían oído hablar alguna vez del
analista de medios estadounidense Noam Chomsky, y me contestaron que
nunca habían leído nada suyo ni habían oído ninguna de sus entrevistas.
Muchos de ellos, como la mayoría de sus redactores jefe, eran también
miembros del Atlantic Bridge y/o de otros think tanks transatlánticos
que denunciaban regularmente a Rusia, China e Irán -prácticamente todos
los adversarios geopolíticos de Estados Unidos.
Todos los medios
de comunicación que conocía seguían este guion general, y aparentemente
nadie sospechaba juego sucio o propaganda en las historias que recibían a
través de las agencias de noticias, los expertos de los think tanks o
los «informantes» de las agencias de seguridad.
Eso sí, esto sucedió después de que ya hubieran salido a la luz
muchas cosas sobre las campañas de desinformación y los crímenes de
guerra de Occidente en la guerra de Yugoslavia, la guerra de Irak, la
guerra de Siria, Guantánamo, las entregas extrajudiciales y la tortura,
la guerra de Afganistán y muchos otros casos. De alguna manera, estos
crímenes y mentiras anteriores de Occidente no habían cambiado su
convicción de que las potencias occidentales son inherentemente
benévolas y buenas.
Etapa 2: 2015/2016 – La crisis de los refugiados
Debido
a la guerra en Siria y otros conflictos mundiales, en 2015 se produjo
un fuerte aumento del número de refugiados que llegaban a Europa y a
Alemania en particular. Por varias razones, Alemania decidió ser más
generosa que otros países a la hora de aceptar refugiados, lo que
provocó una «avalancha» hacia Alemania. La entonces canciller Angela
Merkel acuñó la frase «Podemos hacerlo», dando a entender que Alemania
sería capaz de acoger a este número sin precedentes de refugiados. Los
periódicos estaban en gran medida de acuerdo; incluso el periódico Bild,
normalmente más derechista y populista, apoyó la línea del Gobierno
favorable a los refugiados.
De nuevo se abrió (o profundizó) una brecha, esta vez entre la
población de clase media y alta de las zonas urbanas del oeste y la de
clase media baja y trabajadora de las ciudades pequeñas y las zonas
rurales del este. El primer grupo estaba predominantemente a favor de
aceptar a los refugiados por razones humanitarias; el segundo estaba en
contra debido a preocupaciones culturales, sociales y económicas.
Además, se vieron más gravemente afectados por el aumento del número de
refugiados, ya que se introdujeron en sus barrios y esferas sociales en
mucha mayor medida que las clases más privilegiadas. Desde septiembre de
2015 hasta el verano de 2016, un total de alrededor de 1,3 millones de
refugiados llegaron a Alemania en un año.
En general, los medios
de comunicación apoyaron la actitud «bienvenidos refugiados» y las
decisiones del Gobierno alemán e informaron sobre la situación de forma
bastante favorable. Sin embargo, una parte importante de la población no
estaba satisfecha con las decisiones y no se sentía representada en la
información y la valoración de los acontecimientos por parte de los
periodistas y la mayoría de los políticos. En este caso, fueron más los
conservadores políticos y culturales los que no se sintieron
representados en los medios de comunicación.
Surgieron acusaciones de información tendenciosa y directamente falsa
sobre la situación de los refugiados y la amenaza que suponen (por
ejemplo, violencia, delincuencia, agresiones a mujeres, explotación del
estatuto de asilo por parte de los refugiados por motivos económicos,
etc.).
El término «prensa mentirosa», que se había reavivado
durante la cobertura de Ucrania, se utilizó ahora con más frecuencia,
esta vez por parte de los (supuestos y reales) «derechistas». Se fundó
un movimiento llamado PEGIDA (Europeos Patrióticos contra la
Islamización de Occidente), que organizó grandes manifestaciones contra
la amenaza que suponen los extranjeros para «Occidente». Se trataba
sobre todo de ciudadanos de a pie preocupados por la afluencia de un
número sin precedentes de extranjeros procedentes de culturas
completamente diferentes, pero también de grupos de derechas radicados
principalmente en las regiones orientales de Alemania, donde el
movimiento era más fuerte.
Toda la situación de los refugiados
también provocó un resurgimiento de la popularidad de la AfD, cuya
importancia había sido bastante baja en años anteriores. Con la
situación de los refugiados, encontró su nuevo tema y alimentó un
ambiente antiislámico y xenófobo. Al mismo tiempo, nació una nueva
«imagen del enemigo» en los medios de comunicación: el «votante de la
AfD», ignorante, con escasa formación, inherentemente xenófobo y
racista, parte de una «turba» más amplia de Alemania Oriental. Nunca
antes había leído informes tan despectivos y negativos sobre los
ciudadanos alemanes como los que leí sobre estos manifestantes y
manifestantes.
Al principio, esto también me influyó, sobre todo
porque en aquel momento estaba «a favor de los refugiados» y pensaba que
las decisiones del Gobierno eran las correctas. Recuerdo que leí
algunos de los informes y pensé: «Qué gente más extraña, ignorante y
odiosa. Y qué paranoia y qué poco realista hablar de una amenaza para
«Occidente». Qué narrativa medieval». Pero como me picó la curiosidad,
intenté escuchar algunos de los discursos de las manifestaciones de
PEGIDA, que fueron difíciles de encontrar. Como viene siendo habitual,
los medios de comunicación sólo mostraban breves fragmentos de sonido de
personas bastante agresivas y alocadas, y el resto de la cobertura
consistía únicamente en comentarios de los periodistas, 100% negativos.
Sin embargo, cuando encontré algunas imágenes originales, me di
cuenta de que gran parte de las críticas de los manifestantes estaban
justificadas y eran racionales, y estaban motivadas más por el miedo y
la decepción ante los resultados de las políticas neoliberales y la
injusticia de la política alemana; por ejemplo, los manifestantes
criticaban a los políticos alemanes por no preocuparse lo suficiente de
sus propios pensionistas y de los necesitados y, en cambio, gastar
demasiados recursos en la gran cantidad de extranjeros. Me pregunté por
qué se había informado de las protestas de forma tan distorsionada.
Estos acontecimientos, así como el método y el estilo de los reportajes y
el retrato de los críticos, ahondaron aún más la división que se había
formado entre los medios de comunicación y la clase política, por un
lado, y sectores de la población, por otro. Ahora, los miembros de la
prensa reciben gritos y ataques mientras cubren las manifestaciones,
porque los manifestantes están muy frustrados por la forma en que se les
presenta. Naturalmente, los representantes de los medios de
comunicación vieron en esta frustración y odio una prueba de lo violenta
y equivocada que se había vuelto la «turba de derechas».
Estos acontecimientos y la forma en que se trataron y debatieron
también provocaron otra profunda división, la existente entre los
ciudadanos «liberales de izquierda» y los de orientación más
«derechista», que en 2014 aún se habían mantenido mayoritariamente
unidos en la cuestión de Ucrania. Así se evitó con éxito un «frente
cruzado».
Etapa 3: 2016/2017 – Trump y el Rusiagate
Cuando
Donald Trump ganó las elecciones presidenciales estadounidenses en
noviembre de 2016, todos los liberales de izquierda de Estados Unidos y
Alemania se quedaron atónitos. El resultado fue tan inesperado para
ellos como la decisión del Brexit en el Reino Unido en el verano del
mismo año, que también causó conmoción. Los expertos habían dicho que no
ocurriría y que no podría ocurrir, y ellos mismos también lo habían
creído imposible. Este desconcierto y horror ante el resultado electoral
dio lugar a acusaciones de manipulación electoral y de los votantes por
parte de Trump y sus partidarios. Estas culminaron en enero de 2017 en
una investigación que alegaba la injerencia rusa en apoyo de la campaña
de Trump. Estas acusaciones fueron aceptadas con gratitud por los
partidarios del Partido Demócrata en Estados Unidos y sus seguidores
alemanes como explicación del inexplicable éxito electoral de Donald
Trump.
Todo comenzó en julio de 2016, cuando Wikileaks publicó 19.000
correos electrónicos de funcionarios del Partido Demócrata que
revelaban, entre otras cosas, manipulaciones destinadas a impedir la
candidatura de Bernie Sanders. Sin embargo, esta noticia pronto se vio
eclipsada por acusaciones completamente distintas, a saber, que el
Comité Nacional Demócrata (DNC) había sido pirateado por hackers rusos y
que la campaña de Trump había actuado en connivencia con ellos. También
hubo acusaciones de injerencia rusa masiva a través de anuncios en
Facebook y grupos destinados a influir en el público estadounidense.
Aunque más tarde se demostró que muchas de estas acusaciones eran
infundadas (Taibbi, 2019; Mate, 2021), los principales medios de
comunicación e incluso Wikipedia se aferran en gran medida a estas
historias hasta el día de hoy. En retrospectiva, parece más bien una
elaborada operación psicológica para distraer la atención de las
transgresiones del equipo de Clinton, avivar la rusofobia y disuadir al
presidente Trump de considerar una política de distensión con Rusia. No
obstante, la paranoia resultante se extendió a Europa y Alemania, y de
repente términos como «desinformación rusa», «noticias falsas»,
«ciberhackeo» y «ciberinterferencia» estaban en boca de todos.
No cabe duda de que existen extensas operaciones rusas de guerra
cibernética y granjas de trolls y montajes similares en todos los países
occidentales y otros países importantes, pero la reacción extrema de
los medios de comunicación a estos rumores y acusaciones particulares
sentó las bases para la regulación draconiana del mundo en línea que
siguió y ha continuado intensificándose hasta el día de hoy. Estos
sucesos y los temores que alimentaron hicieron que el espacio de debate
público en línea se percibiera de repente como una zona de guerra que
debía regularse estrictamente.
Los políticos, la clase dirigente y
muchos periodistas consideran que las críticas a la actuación del
gobierno proceden de un bot ruso o son propaganda de un gobierno
extranjero hostil, y no críticas dignas de consideración. Esta forma de
ver las cosas es, por supuesto, muy útil para evitar la disonancia
cognitiva que de otro modo surgiría cuando las personas que están muy
atascadas en su interpretación de la realidad debido al panorama
mediático cada vez más divisivo se encuentran con puntos de vista
opuestos. Ya no es necesario cuestionar la propia percepción de la
realidad; estas opiniones pueden ser tachadas de «fake news», que en el
mejor de los casos serán «fact-checked» y descartadas y, en el peor,
censuradas y penalizadas.
Muchos liberales de izquierda, especialmente de la clase dirigente y
de los medios de comunicación, y personas de mi «burbuja» berlinesa que
trabajan para ONG, fundaciones y partidos políticos, han adoptado
acríticamente esta narrativa, ya que encaja bien en su visión del mundo,
ahora muy fija, que ya no necesitan cuestionar críticamente. Al mismo
tiempo, una cantidad considerable de dinero estatal y, sobre todo,
estadounidense y europeo ha fluido hacia programas destinados a
«promover la democracia», «combatir el escepticismo de los medios de
comunicación» y -más abiertamente- «luchar contra la desinformación».
Adoptar
esta nueva narrativa se convirtió así en una decisión que mejoraba la
carrera profesional y daba lugar a oportunidades laborales y acceso a
financiación. Recuerdo haber discutido con amigos y conocidos míos, así
como con altos cargos del Partido Verde a los que asesoraba por aquel
entonces, que la «desconfianza en la democracia» y la «desconfianza en
los medios de comunicación» no debían combatirse asumiendo que los
desconfiados estaban simplemente equivocados o difundiendo propaganda.
Por el contrario, lo más importante sería comprender de dónde procedía
esa desconfianza (para mí, las razones eran obvias) y dónde podía estar
justificada para, a continuación, abordar esos agravios reales.
Sin embargo, nadie en mi círculo, que incluía a muchos responsables
políticos y de ONG, parecía estar abierto a esta estrategia; y la brecha
entre los poderosos y sus partidarios, por un lado, y amplios sectores
de la población, por otro, se amplió.
La censura, sin embargo,
todavía no se discutía abiertamente o ampliamente como una solución a
estos problemas en ese momento; todavía estábamos en la «fase
pedagógica», si se quiere, en la que los que se consideraban bien
informados y del lado de la democracia vieron la necesidad de «educar» a
los sectores no dispuestos del público que inexplicablemente (para
ellos) estaban derivando hacia la derecha y sosteniendo puntos de vista
antidemocráticos, antiprensa y antieuropeos, y que se estaban volviendo
«receptivos» a las teorías de la conspiración.
Como no estaban
dispuestos a cuestionar sus propias premisas -que la democracia
occidental funcionaba bien, que la UE era un proyecto democrático,
benévolo y pacífico, que el gobierno tomaba en su mayoría buenas
decisiones y que los medios de comunicación informaban cuidadosa e
imparcialmente-, estaban desesperados por encontrar otras explicaciones a
por qué una proporción cada vez mayor del público veía estas cosas de
forma diferente.
También sospecho que se guiaron en el fondo por estrategias de
comunicación muy inteligentes desarrolladas principalmente por agencias
de inteligencia y grupos de reflexión estadounidenses y británicos.
Fundaciones y ONG, cada vez más financiadas por el gobierno o por
oligarcas (Soros, Clinton y Omidyar, por nombrar sólo algunos), lanzan
afirmaciones como: Los críticos (a los que nunca se llama «críticos» por
una buena razón) son incultos y estúpidos, inherentemente racistas, sus
reacciones son emocionales, irracionales y, lo más importante, están
adoctrinados por la propaganda rusa o la de otro país o grupo
autoritario. Se reduce a la misma explicación, completamente simplista,
que George W. Bush dio en 2001 como razón de los atentados del 11 de
septiembre: «Nos odian por nuestra libertad.»
Etapa 4: 2018 – El escándalo de Cambridge Analytica
En
2018 siguió el escándalo de Cambridge Analytica, cuando se reveló que
la empresa Cambridge Analytica había vendido los datos de 87 millones de
usuarios de plataformas sociales para publicidad electoral y otras
campañas de influencia política, incluidas las que trabajaban para
Donald Trump y Ted Cruz en Estados Unidos. Cambridge Analytica era
propiedad de Robert Mercer, su hija Rebecca y Steve Bannon, que también
dirigió la campaña de Trump. La empresa también desempeñó un papel en la
campaña del Brexit, ya que los organizadores de la campaña del Leave
utilizaron sus servicios.
Aunque finalmente no se pudo demostrar
ningún impacto relevante del uso de estos datos en la campaña electoral
de Trump o en la votación del Brexit (que tuvo lugar en 2016), la
información provocó un amplio debate y ansiedad a nivel internacional,
especialmente en los medios de comunicación alemanes y en los círculos
liberales de izquierda. Aumentó la preocupación por la capacidad de los
grupos de derecha, autoritarios y nacionalistas de utilizar datos para
influir en la gente en las redes sociales a una escala sin precedentes.
Esto allanó el camino a medidas de censura que se justificaron como
lucha contra la desinformación y la manipulación de los ciudadanos en
nombre de «salvar nuestra democracia».
En respuesta a estos
escándalos y acontecimientos, representantes de plataformas en línea,
empresas tecnológicas líderes y actores de la industria publicitaria
acordaron un «código de conducta» a nivel de la UE en octubre de 2018
para contrarrestar la propagación de la llamada «desinformación en
línea». Las empresas tecnológicas y los anunciantes se comprometieron a
cambiar sus algoritmos, borrar contenidos y retirar anuncios de los
sitios web que publican «noticias falsas». Un cambio importante fue que
ahora la censura parece ser llevada a cabo por empresas privadas en
lugar de agencias gubernamentales, lo que hace más difícil desafiar
legalmente estas medidas.
Etapa 5: 2020 – Covid
Entonces
llegó la crisis del Covid, y el término «desinformación» se convirtió
en el concepto y la acusación dominantes en el debate público, mientras
que anteriormente la atención se había centrado más en el término
«noticias falsas» (una acusación lanzada mutuamente por ambos lados del
espectro político en EE.UU.) y la «manipulación».
Como sabemos
ahora por el contenido del «Evento 201» de octubre de 2019 y de otros
ejercicios pandémicos anteriores, había una estrategia de comunicación
predeterminada para la situación pandémica. La mayoría de los
periodistas y directores de medios de comunicación ya estaban preparados
para «luchar contra la desinformación» durante una pandemia, que se
identificó de antemano como uno de los principales riesgos políticos de
tal situación. No es demasiado descabellado especular con que este tema
(la desinformación) desempeñó un papel tan dominante en la planificación
porque se esperaba, con razón, que no todo el mundo creería en la base
fáctica para declarar una emergencia sanitaria o estaría de acuerdo con
las duras restricciones sin precedentes del gobierno a las libertades
personales. El «marco» era ahora que «la desinformación pone vidas en
peligro», lo que implicaba que las personas desinformadas no acatarían
las medidas «salvavidas» del gobierno o se verían disuadidas de
vacunarse, lo que llevaría a que la gente muriera a causa de la
desinformación.
Mientras que el miedo a los nacionalistas y a los
derechistas, a Trump, a Rusia y a sus noticias falsas y a la
manipulación de los votantes, que suponían riesgos para «nuestra
democracia occidental», había parecido un trueno en la distancia en años
anteriores, la crisis del Covid se abatía ahora sobre nosotros como una
ola. Las voces se hicieron más estridentes y el ambiente más tenso.
Ahora era una cuestión de «vida o muerte» y se podía ver y oír
literalmente cómo los que creían en la versión oficial del coronavirus
se ponían cada vez más histéricos a medida que pasaban los meses.
Estábamos en un estado de emergencia, los niveles de ansiedad y estrés
aumentaban y no parecía haber tiempo ni espacio para el debate. Los
activistas contra la desinformación dieron un gran paso adelante gracias
a este cambio fundamental en nuestra atmósfera social, en la que
cuestionar la información o las narrativas oficiales o estatales se
consideraba de repente una amenaza y no un signo de un discurso público
sano y democrático.
Esta atmósfera se utilizó para aumentar la
censura hasta niveles sin precedentes. Medios de comunicación
independientes como KenFM fueron amenazados, atacados y prácticamente
destruidos. Los principales canales de YouTube fueron eliminados
sumariamente y las publicaciones en las redes sociales y los vídeos de
YouTube fueron etiquetados con advertencias de desinformación, cuando no
directamente prohibidos o de alcance masivo. Grandes empresas
tecnológicas empezaron a trabajar con ministerios de sanidad e
instituciones como Johns Hopkins y se asociaron con los llamados
«verificadores de hechos» para controlar «la verdad». Todo ello
acompañado de cazas de brujas y campañas de desprestigio mediático
igualmente inéditas por su magnitud y saña. Esto fue posible gracias a
nuevas medidas jurídicas e institucionales, como el Observatorio Europeo
de Medios Digitales, una «red interdisciplinaria para combatir la
desinformación» fundada en junio de 2020, y una enmienda a la ley
alemana de medios de comunicación que, por primera vez, permitió que los
medios independientes fueran regulados por organismos reguladores
estatales con amplios poderes, incluido el cierre de sitios web. En
agosto de 2021, YouTube anunció que había eliminado tres millones de
vídeos con contenido relacionado con el coronavirus.
Recuerdo una
situación notable en las primeras semanas de la crisis del coronavirus
en la primavera de 2020, cuando había escuchado una entrevista con
Wolfgang Wodarg, un médico alemán de gran renombre y conocimiento,
experto en salud pública y político prominente, en la que esencialmente
dijo que el coronavirus no era más grave que un virus de la gripe grave –
y me sentí tranquilo.
Lo que siguió en los días siguientes fue una avalancha de artículos
calumniándole e insultándole hasta límites y tonos increíbles. Debió de
haber cientos de artículos publicados en casi todas las plataformas y
periódicos. Todos coincidían en que decía tonterías peligrosas. Unas
semanas más tarde, quedé con un conocido para comer en Berlín-Mitte.
Este conocido participaba activamente en la promoción de la democracia y
era una persona muy inteligente e idealista. Nuestra conversación giró
naturalmente en torno a la pandemia, y mi amigo me contó que formaba
parte de la junta de una gran e importante ONG, al igual que Wolfgang
Wodarg.
En la última reunión, toda la junta había votado a favor
de destituir al Dr. Wodarg de su cargo por su «desinformación del
Covid». Cuando le pregunté si eso no era un poco excesivo y prematuro,
teniendo en cuenta que se trataba de un virus muy nuevo y que aún no
estaba claro qué estaba pasando exactamente, por lo que la evaluación
científica del Dr. Wodarg podía ser tan buena como la de cualquier otro,
mi amigo no se inmutó lo más mínimo. Repitió todas las calumnias de los
artículos que debió de leer sobre él y dijo que obviamente era un
charlatán que concedía entrevistas en plataformas de derechas y difundía
desinformación médica. Creía que las acciones del panel eran
absolutamente correctas. Este fue el primer indicio para mí de hasta qué
punto había progresado el «pensamiento de grupo» en mi burbuja y lo
ingenuas que pueden ser personas muy inteligentes y, por lo demás,
críticas, cuando se trata de campañas mediáticas y propaganda.
Sencillamente, no cuestionaban en absoluto los artículos de los medios
ni la información difundida por el gobierno.
Etapa 6: Guerra de Ucrania en 2022
Cuando
Rusia invadió Ucrania en 2022, se sintió como la situación en 2014,
sólo que a mucha mayor velocidad. La información y los comentarios eran
completamente parciales a favor de Ucrania, la OTAN y Estados Unidos,
hasta el punto de tergiversar los hechos y omitir una increíble cantidad
de información y antecedentes. No se informó en absoluto del «otro
bando» ni de su perspectiva, sino que sólo se difamó, distorsionó e
inventó. Si la información sobre los sucesos de Ucrania en 2014 había
sido manifiestamente tendenciosa y rayana en la propaganda, ahora
habíamos llegado al nivel de la propaganda de guerra pura y dura, a
pesar de que Alemania no estaba -al menos no abiertamente- en guerra.
La represión de los disidentes se ha endurecido y legalizado aún más.
Se amplió el alcance de las leyes que prohíben la incitación al odio,
cuestionar o trivializar atrocidades y condonar el genocidio, las
guerras de agresión y el terrorismo (una especialidad alemana, las
leyes, quiero decir). Incluso pasó a ser ilegal ondear una bandera rusa
en una manifestación o mostrar la letra «Z» (símbolo de las fuerzas
armadas rusas en Ucrania) en cualquier lugar de tu persona, coche, casa o
redes sociales (Tagesschau, 2022). Lo que resultó especialmente
alarmante fue que se ilegalizó cuestionar los informes sobre supuestas
atrocidades rusas como las de Bucha o Mariupol (Süddeutsche Zeitung,
2022). No se trataba de un asunto menor. Ahora, los disidentes ya no
sólo estaban sujetos a la censura, la difamación, el ostracismo o la
pérdida de sus puestos de trabajo, como había sido el caso durante la
era del coronavirus, sino que se arriesgaban a fuertes multas e incluso
penas de prisión por lo que era esencialmente una opinión política o
geopolítica disidente.
Los disidentes comenzaron a abandonar el país y se cerraron o
eliminaron cada vez más sitios web, revistas online y canales de
YouTube. En toda Europa se prohibió el acceso a los sitios rusos de
noticias en línea, lo que hizo cada vez más difícil encontrar
información que cuestionara la línea adoptada por el gobierno, la UE y
el aparato transatlántico. La parte de la población que confiaba en los
principales medios de comunicación y estaba bien educada por los años
del coronavirus consideraba las opiniones discrepantes sobre la guerra
en Ucrania como peligrosa desinformación y propaganda rusa.
Las
personas que expresaban estas opiniones ya no eran escuchadas o
discutidas objetivamente, sino que simplemente eran vilipendiadas como
«trolls de Putin», cuando no enviadas por trolls de la NAFO con imágenes
repugnantes y sexualmente explícitas. Casi todos los que tenían una
opinión sobre el conflicto y su posible solución distinta de la de los
políticos y periodistas, cada vez más intransigentes, que parecían
marchar todos a una -como en la época del coronavirus-, se dedicaban a
borrar publicaciones en las redes sociales y a editar o censurar de
antemano cualquier declaración que pudiera ponerles en conflicto con la
ley. La censura había vuelto a Alemania y, por supuesto, se negaba
oficialmente que existiera.
Ahora nos encontramos en un panorama informativo fuertemente
censurado, y desde el ataque de Hamás del 7 de octubre de 2023 y el
inicio de la operación militar israelí en Gaza, las cosas se han puesto
mucho peor. Los medios de comunicación y todos los grandes partidos
políticos marchan al unísono y, sin embargo, cerca de la mitad de la
población y todas las ONG alemanas no quieren darse cuenta de lo que
está pasando. Cuando se trata de censura y falta de libertad de prensa,
sólo señalan con el dedo decidido a los adversarios geopolíticos de
Estados Unidos, como Rusia, China, Irán o Bielorrusia. La transformación
de la «censura» en «lucha contra la desinformación» ha tenido éxito y
se ha completado.
Fuentes:
Taibbi, Matt, (2019) «La prensa no aprenderá nada del fiasco del Rusiagate», Rolling Stone. Maté, Aaron, (2021) «CrowdStrike uno de los “mayores culpables” del Rusiagate: ex investigador de la Cámara», The Grayzone. Tagesschau, (2022) «Mostrar el símbolo “Z” puede ser un delito penal». Süddeutsche
Zeitung (2022) «En Alemania, la banalización de todos los genocidios y
crímenes de guerra del mundo será un delito penal en el futuro».
Nota del blog .-
Numerosos actos en Berlín que conmemoraron el fin de la Segunda Guerra
Mundial y la liberación de la dictadura nazi hace 80 años.
Según informaciones, la policía de Berlín acompañó el acto
con unos 1.900 agentes. El Tribunal Administrativo de Berlín prohibió
el miércoles la exhibición de banderas y símbolos con referencias rusas
desde la mañana del 8 de mayo hasta la tarde del 9 de mayo de 2025 en
las proximidades de varios monumentos conmemorativos, incluido el
Memorial Soviético en Treptow.