jueves, 14 de junio de 2018

Albert Rivera y la nación identitaria .

Más españoles que ciudadanos.
 
El pasado 1 de junio Ciudadanos mostró en el Congreso de los Diputados su auténtica naturaleza política. Al votar a favor de la continuidad en el poder de Mariano Rajoy y del PP, el partido más corrupto de Europa, manifestó que la pretensión de ser el principal promotor de la regeneración de la democracia española era una falacia. Al plantear como único dilema político la convocatoria inmediata de elecciones o la continuidad de Rajoy, Cs ha demostrado su oportunismo más descarado y ha alejado su imagen de equidistancia y la ambición de ser el partido bisagra. Entonces se hizo evidente que la obsesión de Albert Rivera por ir a unas elecciones anticipadas sólo respondía al deseo de aprovechar la fuerte subida en votos y escaños de su partido que preveían las últimas encuestas. Rivera quería rentabilizar lo antes posible el hecho de haber sido durante dos años el más atrevido hostigador del proceso soberanista catalán y haberse convertido en el caudillo de la defensa de la unidad española.
En efecto, el éxito de Cs ha sido encabezar de forma apasionada la lucha contra el independentismo catalán, actitud que le ha permitido salir de una relativa marginalidad para convertirse en un referente político que recibía todo tipo de apoyos y elogios tanto de la prensa de Madrid, y especialmente de El País, como de buena parte de los sectores empresariales, que podrían sintetizarse en el Ibex 35. Pero para liderar esta causa, hacía falta intensificar el discurso españolista y oponerse firmemente a la visión plural de España, defendiendo la vieja concepción integrista de la nación única, que excluye la existencia de otras identidades en su interior. Este énfasis nacionalista ha significado también acentuar la indefinición ideológica del partido y sostener que Cs no es ni de derechas ni de izquierdas, con el fin de convertirse en polo de atracción de todo tipo de tránsfugas, desde el PP y UPyD hasta el PSOE y el PSC. E igualmente había que desterrar su primera propuesta programática, hecha en el 2007, cuando Cs se definía como una formación socialdemócrata, liberal progresista y de centroizquierda.
La airada movilización españolista protagonizada por Cs es fruto de la inseguridad ante las debilidades de la nación propia, puestas de manifiesto por el desafío catalán. Es una actitud intransigente y básicamente defensiva que parte de negar todo reconocimiento a los derechos de los “otros”. Es, de hecho, la cultura del “a por ellos”, que implica presentar a los independentistas catalanes como una gente rechazable y reprimible por el hecho de haber cuestionado la nación única y haber osado exigir una soberanía que ni tienen ni se merecen. Es una actitud visceral, fruto más de la pasión que de la razón.
 
Por eso, Albert Rivera, antiguo militante de Nuevas Generaciones del PP, no ha tenido ningún escrúpulo por equiparar el independentismo catalán y el terrorismo etarra ni tampoco por defender la necesidad de abrir una especie de “causa general judicial” contra los separatistas. La vehemencia de Rivera al exigir a Rajoy que no levantara de ninguna manera el artículo 155 recuerda la actitud de José Antonio Primo de Rivera cuando, después de los hechos de octubre de 1934, sostenía que antes de volver a poner en vigencia el Estatut de 1932 había que observar la situación política de Catalunya “para que veamos si está bien afianzada en ella el sentido de la unidad de los destinos nacionales”.
El nacionalismo esencialista de Cs ha derivado, como era previsible, en un descarado populismo que fundamenta su discurso en una visión unívoca e idealista de una patria española sin diferencias internas. Cuando Albert Rivera afirma que sólo ve españoles en el país que, según el Banco de España, es el líder europeo en desigualdades sociales, nos ofrece una lección magistral de demagogia populista que pasará a los anales de la política española. El artículo primero del decálogo del buen populista es hacer apelaciones vehementes a la patria unida con el fin de ocultar las diferencias y contradicciones sociales.
Con toda seguridad Cs, como también el PP, actuará como una oposición intransigente al nuevo Gobierno del socialista Pedro Sánchez e intentará dificultar al máximo cualquier tipo de entendimiento entre el Gobierno de Madrid y el de la Generalitat. Rivera ha quedado descolocado después de la votación del día 1 y su papel de azote de los corruptos ahora es poco creíble. Por eso espoleará y tratará de mantener vivo el conflicto catalán todo el tiempo que pueda. El éxito electoral de Cs en Catalu­nya y sus expectativas a nivel español están estrechamente vinculados a seguir apareciendo como el principal defensor de la nación española amenazada. Sin esta pantalla patriótica, el discurso de Cs aparece vacío de contenido político. Por no perder protagonismo, Rivera condenará con gran griterío cualquier intento de negociación con la Generalitat y acusará de traidores a los socialistas si pretenden hacerlo.
Hace diez años Francesc de Carreras, principal ideólogo de Cs, cuando esta formación era esencialmente anticatalanista, sostenía que “nosotros no somos partidarios de la nación identitaria, sino de la nación de ciudadanos”. La actuación de Albert Rivera estos últimos años ha desautorizado totalmente esta afirmación, ya que ha convertido Cs en el partido más identitario y más nacionalista de toda España.



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