sábado, 31 de marzo de 2018

Brasil , violencia y odio de clase.

 Resultado de imagen de Marielle
Violencia y odio de clase



¿Qué relaciones podemos establecer entre el asesinato de la concejala Marielle Franco y el juicio penal contra Lula? ¿Cómo vincular la destitución ilegítima de Dilma Rousseff con la intervención militar en las favelas? ¿Qué lazos existen entre el aumento exponencial de la violencia contra negros y negras y los sucesivos récords que está batiendo la bolsa de Sao Paulo?

Un hilo de sangre que se llama odio de clase. Un odio heredado de la esclavitud y del orden colonial en el que prosperó. Los esclavistas sólo se preocuparon por los esclavos cuando se fugaban y creaban quilombos/palenques, espacios de libertad y de vida que se convirtieron en referencia para todos los que vivían encadenados.

Aún para quien no defiende a Lula, y sospecha que las acusaciones en su contra tengan cierto fundamento, parece evidente que su condena y la caída de Dilma abrieron las compuertas de un odio macizo, colonial y genocida de los de arriba. En ese clima de odio fue asesinada Marielle, negra, feminista, lesbiana, nacida en la Maré, un complejo de favelas linderas con la bahía de Guanabara.

La peculiaridad de Brasil, por lo menos en estos años, es que uno por ciento cuenta con el apoyo de una parte importante de la sociedad, probablemente entre 30 y 50 por ciento de la población: las viejas clases medias, la porción de pobres que ascendieron algunos peldaños en la escala social y todos los que sueñan con emular a los más ricos. Odian a los pobres porque sienten la espada de Damocles de la precariedad sobre sus cabezas.

Sin embargo, no estoy de acuerdo con quienes creen que la amplia y justa reacción popular al asesinato de Marielle configura una nueva coyuntura. Sin duda, empeora las expectativas de la derecha y mejora las de la izquierda, con o sin Lula en el escenario electoral. Pero las cosas son mucho más profundas y, sobre todo, de más larga duración.

Quienes conozcan mínimamente la Maré, el complejo de favelas con más de 150 mil habitantes donde nació Marielle, saben que esto no empezó con la intervención militar de Michel Temer. Más de medio siglo de historia permite asegurar que la presión y la represión sobre los favelados nunca cedió, ni siquiera bajo los gobiernos de Lula y Dilma.

Los más veteranos recuerdan con cierta nostalgia el gobierno de Leonel Brizola en el estado de Río de Janeiro (1983-1987). Junto a su vice Darcy Ribeiro, ambos del Partido Democrático Laborista, defendieron el empoderamiento de los pobres, por lo que fueron acusados de paternalistas. Brizola ordenó a la policía que se abstuviera de realizar invasiones arbitrarias en las favelas y que reprimiera a los escuadrones de exterminio parapoliciales. Más de 200 policías fueron procesados. Su gobierno fue la excepción en la relación con la población pobre y negra.

Ante los llamados a la unidad (electoral) y a la formulación de un programa común (de gobierno) en este año de elecciones presidenciales, conviene enfatizar en la necesidad de una política que se deslinde tanto de la confrontación como de las instituciones. Raras veces los esclavos enfrentaron de modo frontal a los propietarios, porque la asimetría era (y sigue siendo) brutal. Nunca fueron tan ingenuos como para soñar que su libertad vendría de cogestionar las plantaciones con sus amos (símil del proyecto progresista). Toda su energía la ponían en preparar fugas, para fundar espacios de libertad como quilombos y palenques.

¿Cómo sería una política anclada en la fuga del capitalismo, en la creación de espacios de libertad y en la resistencia a los embates de los opresores? Creo que es lo que están haciendo las mujeres que luchan, los pueblos indígenas más decididos y, notablemente, los zapatistas. Necesitamos una política en clave quilombo/palenque o comunidad indígena/campesina y popular. Es urgente, necesaria y posible.

Es urgente porque debemos desmontar la lógica del enfrentamiento frontal con el enemigo. No estoy defendiendo el no resistir, el no combatir, sino en la urgencia de cuidarnos como pueblos y clases, porque el proyecto de arriba es liquidarnos. El asesinato de Marielle fue respondido con la misma indiferencia que la desaparición de los 43 de Ayotzinapa. El poder defiende la represión, mientras las clases medias y los grandes medios culpan a las víctimas. Dicen que Marielle era narcotraficante.

Es necesaria porque debemos mirar el largo plazo y no consumir las pocas energías colectivas que aún tenemos en disputas que no conducen a ningún lado o, peor, disipan las energías colectivas en el altar electoral. Los cuerpos que preparan fugas (del capitalismo, del patriarcado, de la hacienda, del control institucional) deben entrenarse en tiempos y en espacios bien distintos que los de los cuerpos que se preparan para ocupar sillones en las instituciones.

Mientras unos necesitan exponerse permanentemente a los focos mediáticos, los otros preparan en silencio la evasión. Cuando la asimetría de poder es tan grande como la que observamos entre el uno por ciento y la mitad más pobre, se debe actuar con extrema cautela y simulando incluso obediencia, como sostiene James Scott en Los dominados y el arte de la resistencia. Son culturas políticas diametralmente opuestas, entre las cuales el diálogo es harto complejo porque hablan lenguas diferentes.

Es posible porque ya existe una política de este tipo (anclada en los quilombos y las comunidades), como lo muestran en Brasil decenas de organizaciones en las favelas, como las que pude conocer directamente en el Complexo do Alemão y en Timbau (en la Maré), en Brasilia y en Salvador.

El asesinato de Marielle es un mensaje contra la nueva generación de militantes negros que se multiplicaron desde las movilizaciones de junio de 2013. Este nuevo activismo está tejiendo un hilo de rebeldía que lleva desde el quilombo de Palmares (1580-1710) hasta la primera favela de Río de Janeiro (Morro da Providencia en 1897), pasando por el Teatro Experimental Negro en la década de 1940. Están forjando historias otras, abajo y a la izquierda.

Fuente: http://www.jornada.unam.mx/2018/03/30/opinion/014a1pol
 

viernes, 30 de marzo de 2018

Eric Vuillard .-El orden del día

 
Resultado de imagen de Éric Vuillard   El orden del día

El orden del día

Eric Vuillard

Premio Goncourt. Traducción de Javier Albiñana. Tusquets. Barcelona, 2018. 



El orden del día, premio Goncourt 2016, puede leerse como una novela histórica, pero también como una obra de política ficción que esboza un posible y terrorífico porvenir. Los grandes empresarios que financiaron el ascenso de Hitler al poder conservaron sus privilegios tras la guerra. Algunos participaron incluso en la creación de la Unión Europea y garantizaron el porvenir de sus empresas mediante acuerdos opacos con el poder político. Muchos han financiado a partidos políticos democráticos. Podemos aventurar que no se conforman con controlar el presente. También desean apropiarse del futuro

  Éric Vuillard (Lyon, 1968) retrocede hasta el 20 de febrero de 1933 para cimentar esta tesis. En esa fecha, Hitler convoca secretamente a veintisiete grandes industriales alemanes en el Palacio Presidencial del Reichstag para pedirles su apoyo en las inminentes elecciones parlamentarias. Los empresarios se reúnen en el despacho de Göring y, tras escuchar a Hitler, acuerdan entregar una suma colosal para garantizar la victoria del NSDAP. Entre los asistentes, se halla Gustav von Krupp, poderoso gestor del grupo Krupp AG, la compañía que desde hace décadas lidera en Alemania la producción de acero, armamento y maquinaría agrícola pesada. Su fotografía sirve de portada a la novela de Vuillard, mostrando el rostro duro, afilado y aristocrático de un hombre que llegó a construir empresas en las cercanías de Auschwitz para utilizar mano de obra esclava.

Los poderosos empresarios no son individuos comunes, sino máscaras que ostentan el poder real, efectivo, con una perfecta discreción. Destacan por su prudencia, su elegancia, su insuperable cinismo. Sus negocios trascienden su destino individual, pues en nuestro tiempo “las empresas no mueren como los hombres. Son cuerpos místicos que no perecen jamás”. Los nuevos dioses se llaman Bayer, Afga, Opel, IG Farben, Siemens, Allianz, Telefunken. Los políticos no actúan de una forma menos indigna que los grandes empresarios. Lord Halifax acepta la invitación de Göring a su mansión campestre, participando en sus cenas y cacerías. Sabe que es un megalómano aficionado a los uniformes de fantasía, un morfinómano de reacciones imprevisibles, pero no le molesta su compañía. Presiente una secreta afinidad. Halifax vuelve al Reino Unido convencido de que el nazismo no es una ideología aberrante. Escribe al primer ministro Baldwin, celebrando el anticomunismo de sus anfitriones. En un alarde de sinceridad, elogia el nacionalismo y el racismo, fuerzas pujantes que no deben considerarse “contra natura ni inmorales”.


'El orden del día' es una magnífica novela. Su enfoque - original, provocador- extiende una sombra inquietante sobre nuestras democracias
Conviene señalar que Hitler no era un ideólogo, sino un demagogo que plagiaba ideas ajenas. El nacionalsocialismo alemán aprovechó la exaltación nacionalista de Herder y Fichte, el panegírico del Estado prusiano de Hegel y la utopía comunitaria de Schelling. Son ideas filosóficas, pero en los años 30 ya habían echado raíces en el inconsciente colectivo. Por eso, cuando Hitler anunció a sus generales en 1937 que el Reich alemán debía controlar el corazón de Europa y extenderse hacia el Este, no halló oposición, sino entusiasmo. La doctrina del espacio vital ya no parecía una reivindicación política, sino una exigencia de la razón. Nacido en Braunau am Im, una pequeña ciudad fronteriza austriaca, Hitler contemplaba el Anschluss como una necesidad histórica. Austria era alemana. Por cultura, idioma y raza. El austrofascismo del canciller Dollfuss no era pangermánico. De ahí su asesinato a manos de los nazis austriacos. Kurt Schuschnigg, su sucesor, se entrevistará con Hitler en Berghof, intentando preservar la soberanía de Austria, pero su carácter débil naufraga en la impotencia. Vuillard introduce una nota lírica, comparando las negociaciones con las pinturas del suizo Louis Soutter, que pasa sus últimos días en un asilo de Ballaigues. Pobre, desconocido y enfermo de artrosis, Soutter dibuja espeluznantes fantasmas y esqueletos con sus dedos deformados: “Repulsivos y terribles monigotes se agitan en el horizonte del mundo donde rueda un sol negro”. Sin pretenderlo, la propaganda de Goebbles ha convertido a Hitler en uno de esos monigotes. El canciller del Reich de los mil años es “una criatura quimérica, aterradora, inspirada”.

Schuschnigg no podrá resistir la presión y concederá poderes crecientes al pronazi Seyss-Inquart, al que conoce desde la universidad. Los dos aman la música de Bruckner, Haydn, Beethoven y Mozart. Ambos son autoritarios, nacionalistas, antisemitas. Las mentes más cultivadas también pueden sucumbir a la barbarie ideológica. Ribbentrop no es tan refinado, pero puede ser un conversador elocuente. Diserta interminablemente sobre tenis ante Chamberlain y Churchill, mientras Hitler entra en su país natal sin encontrar resistencia. Su discurso en Viena preludia la parodia de Chaplin. Apenas se entienden palabras sueltas: “guerra”, “judíos”. Las multitudes sonríen, pero en el mes siguiente se suicidan 1500 personas: judíos, socialdemócratas, intelectuales. Vuillard se permite una licencia fantástica en el último capítulo, presentando a Gustav von Krupp atormentado por los fantasmas de la carnicería financiada con su capital. La visión de las víctimas sólo dura unos segundos, pues su mente ya viaja hacia la demencia senil.

Hitler fue derrotado, pero las empresas que lo financiaron y obtuvieron grandes beneficios con su régimen apenas respondieron por sus crímenes. Bayer, BMW, Siemens, Agfa, Shell, Telefunken, IG Farben, utilizaban mano de obra procedente de Mauthausen, Dachau, Auschwitz. Durante la posguerra, aumentaron su poder con fusiones, como es el caso del grupo Thyssen-Krupp. Krupp pagó indemnizaciones ridículas a los deportados que sobrevivieron a la esclavitud en sus fábricas. Actualmente, los nazis son seres ridículos, los malos eternos del cine. El filósofo Günter Anders trabajó como mozo y ascensorista en el Hollywood Custom Palace, limpiando los falsos uniformes de la Alemania nazi que se alquilaban para las películas. Vuillard apunta que hay algo perverso en ese destino. Anders significa “otro” y el objetivo del nazismo era la humillación y el exterminio del otro. El orden del día es una magnífica novela, con una prosa limpia y cartesiana, y un trasfondo muy alemán, muy filosófico, muy hegeliano. Su enfoque -original, provocador- extiende una sombra inquietante sobre nuestras sociedades democráticas. El poder económico se adapta a cualquier ideología para no perder su influencia. Hitler perdió la guerra, pero los Krupp -discretos, pulcros- siguen ahí, “con los mismos pañuelos de seda en el bolsillo de la chaqueta”, preparados para el próximo asalto. “Nunca se cae dos veces en el mismo abismo -concluye Vuillard- Pero siempre se cae de la misma manera, con una mezcla de ridículo y terror”.

@Rafael_Narbona