martes, 30 de enero de 2018

Jueces y Parlamentos .


 Libres como el viento




Jueces y Parlamentos

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Impedir la asistencia de un representante popular a un Pleno parlamentario es impedírselo a un “trozo de pueblo”. Por eso si una citación judicial coincide con el Pleno es exigible la suspensión de la citación, y no la del Pleno

Ni el Tribunal Supremo en Pleno puede conseguir el procesamiento o la inculpación de un diputado nacional o un senador sin permiso del Congreso o del Senado. Así lo establece el artículo 71 de la Constitución. La moda antipolítica y en cierto modo populista alimentada desde hace más de una década llevaría a pensar que ese precepto no es más que un “privilegio” de “los políticos”, que podrían autoblindarse para eludir sus responsabilidades. Y brota de inmediato el argumento igualitarista. Pero esa visión, generalmente bienintencionada, adolece de falta de memoria histórica y de cultura constitucional. El “suplicatorio”, es decir, la necesidad de autorización parlamentaria para perseguir judicialmente a uno de sus miembros, no es un mecanismo “de casta”, sino un dispositivo importante a través del cual se atribuye al poder legislativo una capacidad de veto al poder judicial en defensa propia. No en defensa de un privilegiado, sino de una institución a la que se quiere dar la máxima autoridad.
Con el suplicatorio, en efecto, se da supremacía constitucional a la lógica parlamentaria frente a la lógica judicial. Las razones por las que un parlamento puede no conceder el suplicatorio no podrían ser (no deberían ser) “judiciales”, es decir, como resultado de una valoración de la cámara legislativa sobre si existe o no delito por parte del diputado: ¡para eso están los jueces! Si hay petición de suplicatorio es porque el poder judicial, en el ejercicio de su competencia, aprecia la verosimilitud de los hechos que se atribuyen al diputado, comportando pues un pronóstico sobre su culpabilidad que no debe ser sustituido por quienes no tienen la competencia para juzgar. El suplicatorio no es un “antejuicio” del que el Parlamento fuera el tribunal. Responde a otras razones: está contemplándose la posibilidad de que, pese a la posible o probable existencia de una conducta aparentemente delictiva del parlamentario, el funcionamiento de la cámara vete o requiera una momentánea suspensión de la persecución judicial. Nada impedirá que en otro momento posterior el suplicatorio vuelva a solicitarse y concederse, o que cuando la persona concernida pierda la condición de diputado o diputada sea perseguido penalmente. Tengamos claro, pues, que la Constitución está permitiendo al Congreso y al Senado una posición de preeminencia frente al poder judicial cuya finalidad no puede torcerse en un mero rincón o “fúa” para cobijo de los parlamentarios, sino derivado de exigencias propias del funcionamiento parlamentario, es decir, del cumplimiento y ejecución de la voluntad popular allí representada. Y esto no es cualquier cosa.
Junto al suplicatorio, la inviolabilidad (es decir, falta absoluta de responsabilidad penal) por las opiniones manifestadas por los diputados en el ejercicio de sus funciones; la inmunidad (es decir, prohibición de detención por iniciativa policial salvo en caso de flagrante delito), y el aforamiento (es decir, la atribución de la competencia para investigar y juzgar penalmente a la Sala Segunda del Tribunal Supremo, y no al Juez de Instrucción u órgano de enjuiciamiento territorialmente competentes) son los instrumentos con los que la Constitución pretende preservar la autonomía del poder legislativo frente a las injerencias del ejecutivo y del judicial. En todos los casos en que deban entrar en juego estas garantías del estatuto parlamentario, la policía, el Gobierno o los jueces tendrán razones se supone que legítimas para actuar. Y sin embargo se concede la última palabra al Parlamento.
Es obvio que esto supone la atribución de una cierta posición de preeminencia, en el contexto de la separación de poderes. La pregunta es si se nos han olvidado las razones por las que esto quedó así establecido como una pieza no accesoria, sino fundamental del texto constitucional. No, no fue para defender a “los políticos”: fue para defender al soberano, es decir, al pueblo, cuya más directa e inmediata expresión es la Cámara de representantes, quienes en efecto son soberanos, sin más límites que la Constitución y sus procedimientos de reforma (el legislador no está limitado por la ley, en la medida en que tiene la competencia de cambiarla). Mandan. Son libres para decidir. No pueden estar limitados ni por una actuación policial al servicio del Gobierno, ni por una decisión judicial, sin más.
Defender este planteamiento hoy día no ayuda a ganar amigos entre la opinión pública. Y ello se debe a un preocupante proceso de deterioro de la imagen de los parlamentos en nuestra sociedad. Todas las encuestas exhiben un escasísimo aprecio ciudadano por los parlamentos. Es casi seguro que la causa principal de este deterioro está en el mal uso que tanto el PSOE como el PP hicieron de sus mayorías absolutas cuando las tuvieron. También ha contribuido una percepción del Parlamento como una cámara hueca en la que no se representa al pueblo, sino que más bien hay una “representación escénica” de decisiones tomadas fuera de sus muros: en las sedes de los partidos, en los despachos ministeriales, o en reservados de restaurantes. Todo eso puede ser verdad, pero si una decisión quiere convertirse en ley debe pasar por el ojo de aguja de un parlamento compuesto por miembros elegidos en sufragio universal, igual, directo y secreto, lo que no ocurre con ninguna otra institución ni poder de hecho o de derecho. Si hablamos de democracia, hablamos de parlamento, y viceversa. La revitalización de la lógica parlamentaria, y no su merma, habría de ser una reivindicación de quienes somos sus dueños. Hacen falta parlamentos fuertes y resistentes, diputados que se crean con convicción su función. Hace falta una información de la actividad parlamentaria capaz de poner en cuestión los consolidados tópicos sobre su ineficacia. Y hace falta un alto grado de exigencia de una dación de cuentas a quienes ponemos allí para tomar decisiones. Si el diputado se siente más un delegado del partido que un representante del cuerpo electoral, todo se pervierte. Si es la ley electoral la que lo favorece, propiciando una suerte de amortización del poder por parte de los partidos, su reforma debería ser una de las prioridades que incesantemente debiéramos alentar. Si el poder legislativo se percibe como acosado y colonizado por otros poderes privados, entonces hace falta quimioterapia y una regeneración democrática diferente a la que se consigue en las tiendas de cosmética.
Pero, ¿qué tiene que ver todo esto con Cataluña? (se preguntará quien haya iniciado la lectura de este artículo pensando en Puigdemont/Junqueras y en Llarena)…
No mucho, porque ni la Constitución ni ningún Estatuto ha previsto un suplicatorio para la persecución judicial de los diputados autonómicos. Probablemente esto se deba a la asimetría entre el poder judicial y los parlamentos autonómicos: el primero es un poder de todo el Estado, los segundos agotan su poder en una parte del territorio. Lo cierto es que un Tribunal Superior de Justicia (ante los que están aforados los parlamentarios regionales), o el Tribunal Supremo, en ciertos casos, pueden investigar y enjuiciar a uno de sus miembros sin pedir permiso al Parlamento. Otra cosa es que esto signifique que la lógica parlamentaria no ofrezca ninguna resistencia al funcionamiento de la Justicia. Una investidura, un Pleno parlamentario, la aprobación de una Ley, son actos democráticamente trascendentales (¿sí o no?), y parece razonable procurar hasta el límite de lo posible que la lógica judicial no altere un ápice la conformación de la mayoría popular resultante de las elecciones. Por eso la Ley no considera causa de inhabilitación ni suspensión la inculpación de un diputado. Por eso permite que un investigado penalmente que no haya sido aún condenado pueda presentarse a unas elecciones, aunque por la lógica judicial esté en prisión provisional.
Impedir la asistencia de un representante popular a un Pleno parlamentario es impedírselo a un “trozo de pueblo”, y han de ser poderosísimas las razones para hacerlo. Por eso si una citación judicial coincide con el Pleno es exigible la suspensión de la citación, y no la del Pleno. Por eso no es, no puede ser objetivo ni de un juez ni de un ministro de Interior interferir en una decisión de investidura decidida por el Parlamento. Por eso un supuesto riesgo de alteración del orden público derivado del apoyo al preso no parece, sin más, suficiente para justificar la denegación de un permiso al diputado preso para asistir al Pleno, con la correspondiente merma para el Parlamento, salvo que se aprecie un temor real de que con motivo de su presencia en el Pleno el diputado pueda reiterar su conducta delictiva (cosa más que improbable, porque votando en el Parlamento no se puede delinquir). Incluso aunque, al paso, usted pueda aplaudirle o abuchearlo.
Aunque usted pueda odiar al diputado y esperar una condena ejemplarizante después del correspondiente juicio, que entre otras cosas lo inhabilite, mientras eso sucede, ese diputado somos nosotros. Esa es la clave. Eso es lo que justifica que el régimen general deba plegarse, hasta lo posible, a la lógica parlamentaria. En los tiempos de la denostada transición esto se tenía claro. Pero si se olvidan las razones, todo queda convertido en privilegio de casta, y entonces, como tal privilegio, la regla es interpretarlo y aplicarlo restrictivamente. Y en esas estamos.
Miguel Pasquau Liaño (Úbeda, 1959) es magistrado, profesor de Derecho y novelista. Jurista de oficio y escritor por afición, ha firmado más de un centenar de artículos de prensa y es autor del blog "Es peligroso asomarse". http://www.migueldeesponera.blogspot.com/
Fuente: http://ctxt.es/es/20180124/Politica/17387/

lunes, 29 de enero de 2018

Derecho , propaganda e inmunidad parlamentaria .



La propaganda no es fuente del derecho

Juan Moreno Yagüe


Hace unos días, el 20 de enero, y de manera poco usual, vimos cómo la Fiscalía General del Estado emitía una nota de prensa para informar a la opinión pública de su postura al respecto de lo que ocurre en la causa penal especial 20907/2017 instruida en la Sala II del Tribunal Supremo, contra personalidades políticas y Diputados y Diputadas del Parlamento de Cataluña, por los presuntos delitos de rebelión, sedición, prevaricación y malversación (la querella de la Fiscalía olvidó la desobediencia) . Lo hacía para contestar de ese modo a las manifestaciones hechas en los medios que el partido político al que pertenecen algunos de los acusados había realizado sobre la imposibilidad de privar de libertad mediante la detención, la retención o la prisión provisional a los diputados del Parlamento de Cataluña. La Fiscalía General decidió hacer política, algo que no entra dentro de sus competencias. Su Estatuto Orgánico dispone:
“El Ministerio Fiscal, para el ejercicio de sus funciones, podrá: Informar a la opinión pública de los acontecimientos que se produzcan, siempre en el ámbito de su competencia y con respeto al secreto del sumario y, en general, a los deberes de reserva y sigilo inherentes al cargo y a los derechos de los afectados.”
Como puede comprobarse en la nota la FGE no informa de ningún acontecimiento, sino que expresa su posición jurídica, algo que según su Estatuto Orgánico, artículos 15 y 22, corresponde a la Junta de Fiscales de Sala del Tribunal Supremo, mediante Circulares o Instrucciones. No al Gabinete de Prensa mediante notas de prensa.
La nota se compone de un conjunto de afirmaciones jurídicamente cuestionables y da la sensación de que tiene como finalidad confundir a la opinión pública. La analizamos a continuación:
La Fiscalía, ante las noticias aparecidas sobre el alcance de la inmunidad parlamentaria, desea informar a la opinión pública lo siguiente:
En primer lugar, la doctrina del Tribunal Constitucional siempre ha postulado la interpretación restrictiva de los privilegios de los aforados. La garantía de la inmunidad no significa que no se pueda ordenar el ingreso en prisión por orden judicial, se refiere exclusivamente a la detención policial. La protección de los parlamentarios no comporta inmunidad jurisdiccional alguna, fuera del aforamiento ante el tribunal competente
Imaginamos que el Gabinete de Prensa de la FGE se refiere a la STC 243/88 de 19 de diciembre, en la cual el TC no habla de privilegios, sino de una prerrogativa que protege a las Cámaras para evitar que mediante manipulaciones políticas se altere el curso de sus Sesiones. Imaginamos que el Gabinete de Prensa se refiere a que los aforados son los que son, limitados en número, y lo son sólo en materia penal, no administrativa, ni civil salvo responsabilidades derivadas del ejercicio del cargo. Primera afirmación cuestionable jurídicamente  que contiene la nota.
Nos confunde el hecho de que se nos hable al principio de la nota de privilegios y a continuación se trate a la inmunidad parlamentaria como una garantía. Los privilegios y las garantías no se parecen en nada. Si pensamos en la inmunidad que otorga a nuestro sistema de defensas una vacuna, entenderemos enseguida que la inmunidad parlamentaria es una mecanismo de defensa del Poder Legislativo frente a los posibles ataques del Poder Ejecutivo y del Poder Judicial.
Nos confunde el hecho de que se nos hable al principio de la nota de privilegios y a continuación se trate a la inmunidad parlamentaria como una garantía
La FGE opina que la inmunidad parlamentaria queda restringida a la posible detención policial, excluyendo frente a esa inmunidad a la detención judicial, ignorando que esa distinción respecto a la libertad de ambulación reconocida en la Constitución no existe ni la permite nuestro TC. Tan detención es la policial como la judicial. Además, la FGE parece que interpreta las normas a conveniencia para salvar un posible error de efectos considerables para ella misma.
Que sepamos, la Ley dice que no se puede detener a un Diputado del Parlamento de Cataluña. Lo establece el artículo 57 de El Estatuto de Autonomía de Cataluña, Ley Orgánica 6/2006 aprobada por las Cortes Generales.
1. Los miembros del Parlamento son inviolables por los votos y las opiniones que emitan en el ejercicio de su cargo. Durante su mandato tendrán inmunidad a los efectos concretos de no poder ser detenidos salvo en caso de flagrante delito
No se dice en el artículo que los jueces sí puedan ordenar una detención de un diputado. Al revés, no lo permite a nadie,  la inmunidad se concreta en que no pueden ser detenidos, por nadie. Si no, no sería inmunidad. Al contrario, lo permite a todos, cuando se trata de un delito  flagrante. Para evitar que se cometa. Esa norma es similar y regula el mismo supuesto de hecho que el artículo 71 de la Constitución:
Durante el período de su mandato los Diputados y Senadores gozarán asimismo de inmunidad y sólo podrán ser detenidos en caso de flagrante delito. No podrán ser inculpados ni procesados sin la previa autorización de la Cámara respectiva
Ambas normas, una de rango Constitucional, y otra formando parte de lo que el TC denomina “Bloque de Constitucionalidad”, regulan la cuestión de manera que no puede procederse por nadie, a detener a un representante del pueblo, a un representante de la soberanía en esas Cámaras. No puede privarse de su libertad a un Diputado sino mediante sentencia firme de condena a prisión, y precisamente porque lo más probable es que en ese caso pierda a su vez la condición de diputado. Segunda afirmación jurídicamente cuestionable de la nota de la FGE.
Cuando la Ley quiere regular esta situación de manera diferente lo hace. Cuando la Ley quiere limitar esa inmunidad, lo hace:
Los Diputados gozarán, aun después de haber cesado en su mandato, de inviolabilidad por las opiniones manifestadas en actos parlamentarios y por los votos emitidos en el ejercicio de su cargo.
Durante su mandato no podrán ser detenidos por los actos delictivos cometidos en el territorio de Andalucía, sino en caso de flagrante delito, correspondiendo decidir, en todo caso, sobre su inculpación, prisión, procesamiento y juicio al Tribunal Superior de Justicia de Andalucía."
La norma que regula la Institución impide detener, retener o privar de libertad mediante prisión provisional a un Diputado del Parlamento de Cataluña
Eso es lo que establece el artículo 101 del Estatuto de Autonomía de Andalucía aprobado por las Cortes Generales mediante Ley Orgánica 2/2007.
La FGE no dice por tanto la verdad. Unas veces la Ley permite la privación de libertad de un diputado mediante decisión judicial, y otras veces la Ley no lo permite. En el caso al que se refiere la nota, no lo permite. La norma que regula la Institución impide detener, retener o privar de libertad mediante prisión provisional a un Diputado del Parlamento de Cataluña. Es lo que hay. Aunque eso no le guste a la FGE y le suponga un problema.
La nota continúa:
En tercer lugar, el Tribunal Supremo ya acordó por estos mismos hechos, teniendo en cuenta su extrema gravedad, la imputación y el ingreso en prisión incondicional de personas que ostentaban la condición de diputados
Obsérvese que si la Fiscalía y el Tribunal Supremo estuvieran equivocados, podríamos incluso estar ante un delito de detención ilegal, que castiga el Código Penal en su artículos 500 cuando la violación se debe a actos de las autoridades o funcionarios públicos y se refiera a parlamentarios de las Cortes Generales o de Parlamentos Autonómicos:
Artículo 500.
La autoridad o funcionario público que detuviere a un miembro de las Cortes Generales o de una Asamblea Legislativa de Comunidad Autónoma fuera de los supuestos o sin los requisitos establecidos por la legislación vigente incurrirá, según los casos, en las penas previstas en este Código, impuestas en su mitad superior, y además en la de inhabilitación especial para empleo o cargo público de seis a doce años.
Esos artículos están en el Capítulo "De los delitos contra las Instituciones del Estado y la división de poderes”, en la Sección 1.ª "Delitos contra las instituciones del Estado”, ni más ni menos que en el Título del Código Penal que recoge los “Delitos contra la Constitución”
El hecho de que algo haya sucedido en la realidad no significa ni que jurídicamente sea correcto ni que el acto sea fuente del Derecho. Nuevamente la FGE pretende hacer incuestionable algo que resulta discutible.

Finalmente, la FGE pretende extender y dar solidez a su tesis usando términos incompatibles con sus deberes institucionales:
Nuestra legislación no ampara el uso fraudulento del ordenamiento jurídico. Es inadmisible una interpretación del privilegio de la inmunidad parlamentaria que derive en impunidad
Nuevamente mezcla la inmunidad con el privilegio, y además en esta ocasión con la impunidad, algo que no está previsto en las normas para este caso, y que nadie ha reclamado. Debemos recordarle a la Fiscalía que actúe con más prudencia, más mesura y rigor, y que no se deje llevar por sus miedos. Lo mismo debemos hacer a los Tribunales, incluido a nuestro actual y desprestigiado Tribunal Constitucional. Su miedo se concreta en la posibilidad de que un procedimiento penal de instrucción o el mismo juicio oral no pudieran producirse si un diputado que no puede ser detenido ni encarcelado preventivamente no acude voluntariamente al Tribunal. Eso ha llevado a la FGE y a los Tribunales a una interpretación, esta sí efectivamente inadmisible, a juicio de quien suscribe, de las normas Constitucionales.
La inmunidad se reconoce frente a todo tipo de ataques y armas que se puedan utilizar contra el Poder Legislativo. Cualquiera puede comprender que las armas con las que cuenta un Tribunal son infinitamente superiores a las que maneja la policía. El Poder Judicial también puede atacar políticamente a una Cámara y alterar su funcionamiento. Así se reconoció en la STC 206/1992. Eso es precisamente lo que las leyes previenen y eso es lo que Ley impide en este caso a través de la inmunidad parlamentaria frente a todo tipo de detención.
El hecho de que la aplicación de las normas que prohíben la privación de libertad a un diputado sin sentencia firme produzca efectos indeseados en las leyes procesales no debe llevarnos nunca, jamás, a interpretar ni la Constitución ni las normas del Bloque de Constitucionalidad de manera que sean éstas las que encajen en la Ley de Enjuiciamiento Criminal o en el Código Penal. En un Estado de Derecho digno de ese nombre las cosas suceden al revés, son esas leyes las que se interpretan conforme a la Constitución y si no encajan, se anulan o se modifican.
Lo que está sucediendo y es inadmisible no es un fraude de ley, como dice la Fiscalía, sino algo mucho más grave: es un fraude de Constitución que, me temo, será amparado por el Tribunal Constitucional a la luz de sus recientes resoluciones, dejando sin armas de defensa al Poder Legislativo frente a una Justicia que parece guiarse por criterios políticos también y no estrictamente jurisdiccionales.
Desde aquí proponemos que se profundice en la cuestión, del mismo modo que se haría en cualquier clase de Derecho de cualquier Facultad, cuando lo que está en juego es la división de poderes que fundamenta nuestro sistema constitucional y democrático- Si quieren saber qué profundidad tiene, lean esto.

Autor

Juan Moreno Yagüe

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domingo, 28 de enero de 2018

La imaginación de los jueces

 

Reino de España: La imaginación de los jueces

Javier Pérez Royo

24/01/2018
La razón por la que el juez Pablo Llarena ha decidido no cursar la euroorden solicitada por la Fiscalía General del Estado, a fin de que el President Puigdemont fuera detenido en Dinamarca y puesto a continuación a disposición del Tribunal Supremo, es la misma por la que dicho juez instructor ordenó que no siguiera su curso la euroorden dictada en su día por la jueza Carmen Lamela antes de que se pronunciara sobre la misma la justicia belga. 
Y esa razón no es otra que la imposibilidad de convencer a ningún juez en un Estado democrático de derecho digno de tal nombre de que la conducta de Carles Puigdemont -y de todos los miembros del Govern o de la Mesa del Parlament-, es constitutiva del delito de rebelión.
El delito de rebelión en que se sustenta la querella admitida a trámite en primer lugar por la Audiencia Nacional y posteriormente por el Tribunal Supremo es un delito imaginario, es decir, un delito que existe en la imaginación de los jueces de instrucción que han admitido a trámite las querellas y han adoptado las medidas cautelares sobradamente conocidas. Y también en la imaginación de los jueces de la Audiencia Nacional y del Tribunal Supremo que han resuelto los recursos contra dichas medidas cautelares. La capacidad fabuladora de los Magistrados de nuestros dos máximos órganos jurisdiccionales parece que no tiene límites. 
Y dentro de España no los tiene, ya que nadie puede revisar sus decisiones. Pueden echar a volar su imaginación y calificar de violencia acciones que todo el mundo, literalmente todo el mundo, ha podido ver que han sido completamente pacíficas o darle un valor de proyecto para un golpe de Estado a documentos de una inconsistencia manifiesta desde esa perspectiva o de  imputar las cargas de la Policía Nacional y Guardia Civil ordenadas por la vicepresidenta del Gobierno al vicepresident del Govern… 
Pero fuera de España, en las democracias europeas, la imaginación de nuestros Magistrados sí tiene límites. Y el Juez Pablo Llarena lo sabe. Sabe perfectamente que no puede convencer a ningún juez de que hay argumentos jurídicos que avalen la calificación como rebelión de la conducta de Carles Puigdemont. Sabe que el juez danés o el belga no se iba a reír delante de él, porque los jueces europeos suelen ser personas educadas, pero que por dentro las carcajadas estaban cantadas. 
En esta ocasión, además, si se cursaba la euroorden no se podía ordenar posteriormente la retirada y, en consecuencia, el riesgo de que la Justicia Española quedara desautorizada ya no se podría evitar. Ya la retirada de la primera euroorden ha sido un golpe para el prestigio de la justicia española. Ese tipo de conductas son las que disminuyen el crédito de un país. 
Pero es que, además, en el caso de haber cursado la euroorden y no ser atendida por la justicia danesa en los términos en que se había formulado, es decir, por el delito de rebelión, ya no se podría seguir la causa por tales delitos contra todos los demás querellados, con lo que se vendría abajo toda la estrategia construida para perseguir penalmente al nacionalismo catalán, como apuntaba el pasado día 13 Elisa Beni en su artículo  El Supremo se hace bola.
Creo que hubiera sido muy positivo que un juez belga o un juez danés hubiera podido pronunciarse, tras haber oído a todas las partes, sobre la calificación de la conducta del President como delito de rebelión. Quienes pensamos que no existe tal delito, tendríamos que comernos lo que estamos diciendo y escribiendo en el caso de que alguno de dichos jueces hubiera coincidido con la opinión de los jueces de la Audiencia Nacional o del Tribunal Supremo. 
Lamentablemente no va a ser así. El control de la imaginación de nuestros jueces únicamente será posible, si todo sigue el curso que cabe prever, cuando, una vez que se haya dictado sentencia, se puede interponer recurso ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. 
El coste para entonces de este delito imaginario  puede resultar insoportable. Pero en esas estamos.

es catedrático emérito de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla.
 

Fuente: