sábado, 30 de septiembre de 2017

La nación sagrada.



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 Don Pelayo de Madrazo .




El gen de Don Pelayo .

 Sebastían Martín .
 
Supongo que quienes durante el último lustro se han negado en rotundo a consultar a la población catalana sobre su independencia deben sentirse satisfechos. La penosa situación que atravesamos se debe, en última instancia, al triunfo de sus designios. En la impugnación académica y mediática del llamado ‘derecho a decidir’ ha sucedido algo revelador. Lo que a la mayoría de la población resultaba una reivindicación autoevidente, que cae por su propio peso, a periodistas, catedráticos y filósofos parecía una aberración intolerable. La honda fractura que separa al estrato intelectual del país de buena parte de sus capas populares se ha hecho muy visible en este punto.
Se ha sostenido con gravedad que el ‘derecho a decidir’ no existe, porque no está recogido en la Constitución, que tampoco cabe asimilarlo al derecho de autodeterminación de los pueblos en un contexto descolonizador, y que no tiene precedente alguno en la política moderna. Aunque esta última pretensión sea discutible, existiendo los casos de Quebec y Escocia, admitamos la validez de todos esos argumentos. Pero, ¿qué legitimidad resta a un derecho colectivo el que se plantee con entera novedad, sin sostén en precendente alguno? ¿Es que la fuente de la legitimidad solo procede de lo ya constituido?
Si tal planteamiento hubiese triunfado siempre, no habríamos avanzado un solo paso. Todos los derechos colectivos que finalmente lograron imponerse tuvieron un momento originario, no fundado en el derecho existente, sino caracterizado más bien por contrariarlo. La falta de antecedentes no deslegitima per se el ‘derecho a decidir’. Solo impone su valoración ética y extrajurídica.
También se ha esgrimido que resulta una pretensión imposible, porque atenta contra el principio de la ‘soberanía del pueblo español’, por esencia ‘indivisible’. Recordemos, en primer lugar, que la propia Constitución de 1978 reconoce y atribuye facultades políticas decisivas a otros demos más allá del de la nación española, justamente a los demos de las respectivas regiones y nacionalidades que integran el Estado a los efectos de instituirse en régimen de autonomía. ¿Tanto bloqueo mental produce el que se le tome como población de referencia para ser consultada sobre su estatuto político colectivo, incluido el de una futura independencia?
Convengamos además que el principio de la soberanía nacional entra dentro de la categoría de las llamadas ‘ficciones jurídicas’. En un contexto globalizado, donde las mediaciones políticas y económicas se han intensificado, resulta ilusorio hablar en términos reales de un ‘poder soberano’, que ‘no reconoce a ninguno superior’. No hay poder que no sea relativo. La idea de ‘soberanía del pueblo español’ solo funciona mientras sea capaz de representar colectivamente un principio eficaz de síntesis política. Pero es justo esto lo controvertido. En su acepción jurídica estricta, la ‘soberanía’, de hecho, no es más que una metáfora útil para explicar la obligatoriedad del derecho en un territorio dado, imputándosela en última instancia a una no menos ficticia ‘voluntad del pueblo’. Sin embargo, es esa obligatoriedad la que se halla profundamente cuestionada.
Esto nos lleva a otro de los argumentos contrarios al ‘derecho a decidir’. El que recuerda que las leyes están para cumplirlas. Este postulado verdadero olvida, sin embargo, su presupuesto sociológico: las leyes solo son observadas con regularidad si les subyacen ciertos consensos de partida, que son los que se están rompiendo. Apoyar el cumplimiento de las leyes solamente en la coerción es el mejor modo de condenarlas al rechazo futuro. Tiene poder real aquel que consigue replicar su voluntad a través del ejemplo y la persuasión; la imposición es signo manifiesto de debilidad.
A esta objeción jurídica siempre le ha acompañado otra, de mayor rango: el ‘derecho a decidir’ no cabe en la actual Constitución, mientras no se reforme mediante los procedimientos previstos al efecto. Pero aquí se confunde la consulta con una posible independencia. Un referéndum consultivo sí habría cabido en el presente ordenamiento constitucional de haber querido el Gobierno y el PSOE. Hubiese sido la toma de pulso imprescindible para saber si había, después, que proceder a reformar en profundidad la Constitución.
Algunos incluso querrían bloquear esta última posibilidad, despreciando la máxima jacobina de que cada generación tiene derecho a su propia ley fundamental. Invocan en su apoyo el ejemplo de los Estados Unidos. Al hacerlo, no solo desconocen las diferencias sustantivas que separan las tradiciones constitucionales angloamericana y europea-continental. También olvidan las circunstancias de excepción, con ruido de sables de fondo, que presidieron la aprobación de nuestro actual régimen constitucional. Desblindarlo para adecuarlo en libertad a la efectiva realidad de hoy día es el mejor modo de salvaguardarlo. Petrificándolo, se continuará abundando en su irrelevancia.
Sobre estos comprensibles escrúpulos jurídicos y constitucionales cabe realizar una doble puntualización. Por un lado, contrasta la rigidez que algunos atribuyen al derecho positivo y al constitucional en materia nacional con la flexibilidad que le otorgan para adecuarse a las pulsiones económicas. Diríase que resulta mucho más fácil cambiar la letra de la Constitución por orden del gobernador del Banco Central Europeo que por la contestación de millones de ciudadanos.
Por otro lado, desde una perspectiva pulcramente jurídica, sin ideología política detrás, el ‘desafío secesionista’ no significa sino un intento revolucionario de sustituir un ordenamiento jurídico por otro. Llamar a eso “golpe de Estado”, dada nuestra cruenta experiencia pasada, es una desproporción de mala fe que desautoriza a quien la formula. Sí es digno de tener presente, en cambio, que dichas pretensiones revolucionarias solo son exitosas –como advirtió con tino Hans Kelsen– cuando consiguen que la mayor parte de los destinatarios de las nuevas normas se sientan espontáneamente obligados por ellas. Algo que es improbable que vaya a suceder, entre otras cosas porque, en la coyuntura presente, no va a poder formarse ningún nuevo ordenamiento.
No existía razón jurídica de peso para oponerse al referéndum. La mejor prueba de ello es la cantidad de juristas que, empecinados hasta ahora en lo contrario, y horrorizados por las consecuencias de su obstinación, comienzan a aceptar que la única salida a la cuestión catalana es una consulta pactada. Pero buena parte de la opinión pública sigue mostrándose disconforme.
Lo peculiar es que ahora ha venido a descubrirse el motivo último de su oposición. La razón que ha estado a la postre detrás de todos los circunloquios no ha sido ni jurídica ni racional, sino mística. Es la de quienes responden, como con gracia se ha dicho, al ‘gen de Don Pelayo’; la de quienes participan del postulado místico vital, formulado por José Antonio [Primo de Rivera], de que “España, como nación, es irrevocable”.
Es la negación de este motivo irracional la que explica el alineamiento de muchos sectores de la izquierda con la reivindicación del ‘derecho a decidir’. Convertir en objeto de decisión democrática a instituciones presuntamente naturales forma parte del código genético de la izquierda. Ocurrió con la familia patriarcal y con la propiedad privada. En coherencia, también había de pasar con la nación, entendida en su sentido romántico, trascendente y confrontado con la libertad individual.
De haberse situado la cuestión catalana más allá de este bloqueo nacionalista, podría haberse aspirado a tratarla desde un punto de vista, ahora sí, netamente racional. En lugar de las banderas, habrían ocupado entonces la agenda las cifras de la deuda y la Seguridad Social, los porcentajes de participación y asentimiento, las debidas compensaciones mutuas y todas las demás capitulaciones del divorcio. Y es que algunos hemos defendido el referéndum no por simpatía con el nacionalismo, sino a fuer de no ser nacionalistas.

 Imagen relacionada


1836 WIFREDO I EL VELLOSO PRIMER CONDE SOBERANO DE BARCELONA DIBUJO PLANELLA GRABO AMILLS

 






Aguirre la liberal en Cibeles .La foto del día .


Esperanza Aguirre reaparece en la manifestación de Cibeles en la que se cantaba el Cara al Sol con saludos fascistas...30/9/17.

El ejemplo de Quebec .

Una ley democráticamente osada sirvió para desactivar los anhelos secesionistas de la provincia francófona de Canadá
El ejemplo de Quebec

Ctxt


Si el referéndum del 1-O cumpliera con las garantías legales de las que carece, que son todas, permitámonos por un momento entrar en el terreno de las hipótesis: ¿Qué pasaría si en algunos lugares de Cataluña ganase el voto favorable a la independencia y en otros no? ¿Puede dividirse España pero no Cataluña? Quienes defienden el derecho a decidir sobre su soberanía, ¿con qué legitimidad se lo pueden negar a otras partes de su territorio? Estas relevantes cuestiones y otras que no lo son menos fueron tratadas por el Tribunal Supremo de Canadá, última instancia judicial del país, tras la victoria muy ajustada del no (50,58%) frente al sí (48,42%) en la última consulta soberanista que convocó la provincia de Quebec para separarse de Canadá, en 1995 y en la que participó el 93,52% de los censados. Era cuestión de tiempo que el voto favorable a la secesión ganara, pensaron entonces los nacionalistas del Partido Québécois. El Gobierno federal, preocupado por esta perspectiva, decidió consultar al alto tribunal, dada la ausencia de limitaciones constitucionales para evitar que así ocurriera. Sus conclusiones fueron recogidas en la llamada Ley de Claridad, aprobada en junio de 2000 por el Parlamento. Canadá se convirtió así en el primer país entre las democracias avanzadas en reconocer el derecho de cualquiera de sus provincias, no sólo la francófona, a escindirse y crear su propio Estado siempre que se cumplan las condiciones que recoge la citada ley. ¿El resultado? No ha habido más referendos desde entonces y la causa secesionista ha perdido mucho de su antiguo atractivo para los quebequenses y sus dirigentes nacionalistas.
Así, cuando los defensores del derecho a decidir en Cataluña usan el ejemplo de lo ocurrido en Canadá para poner en evidencia la rigidez del ordenamiento jurídico español, no nos quedemos sólo con la primera parte, la de la reforma legal necesaria para celebrar una consulta de estas características, conozcamos todo el contenido de la citada ley y los límites que en nombre precisamente de la democracia esta incluye. Esto nos dará pistas de por qué no ha habido más consultas soberanistas en la provincia francófona, donde el sentimiento de humillación histórica con respecto al resto de los territorios del país, de habla y cultura anglosajona, ha estado siempre muy arraigado. Como dice el notario Fernando Rodríguez Prieto, que ha arrojado luz sobre esta cuestión en sus artículos publicados en el blog Hay Derecho: “Este ejemplo, más que suponer un respaldo al secesionismo, puede dotar de nuevas armas dialécticas a unos unionistas necesitados de ellas”.
Todo empezó con una pregunta farragosa, de ahí el nombre de la Ley de ‘Claridad’. En el referéndum de 1995 la secesión de Canadá se planteaba así: “¿Acepta que Quebec alcance su soberanía tras ofrecer formalmente a Canadá una nueva asociación económica y política que se enmarque dentro del proyecto de ley sobre el futuro de Quebec y el acuerdo firmado el 12 de junio de 1995?”. Esto, en francés y en inglés; en las zonas donde había comunidades americanas aborígenes, se añadía la lengua nativa. Ya tienen mérito los que dijeron que sí.
Quien provocó la intermediación del máximo órgano judicial fue Stéphane Dion, nombrado ministro de Asuntos Intergubernamentales en 1996. A raíz del referéndum, envió tres cartas al Gobierno nacionalista de Quebec cuestionando la validez de la consulta. Por tres razones: ¿Ampara la ley internacional una declaración de independencia unilateral?, ¿es suficiente el 50% más décimas para aprobar una secesión? ¿estaría la integridad del territorio de Quebec protegida por la legislación internacional tras la independencia? En este último punto, Dion argumentó que la experiencia internacional demuestra que las fronteras de una entidad que busca la independencia se pueden cuestionar por razones precisamente democráticas (mayorías en algunas comarcas contrarias a la secesión o con voluntad a su vez de separarse de esa entidad). En definitiva; Canadá es divisible, pero ¿Quebec no?
Dion envió estas mismas tres preguntas al Tribunal Supremo de Canadá. El órgano judicial respondió. Su respuesta unánime fue contundente y en ciertos aspectos osada por su aperturismo. Veamos.
1. No se puede convocar un referéndum de secesión de forma unilateral. La ruptura afecta a los ciudadanos quebequenses pero también a los canadienses. No se trata en ningún caso de un referéndum de autodeterminación. Si hay un voto claro y mayoritario a favor de la secesión, se inicia un proceso de negociación para establecer los términos de la separación. Sería el principio del proceso y no el final (similar a los dos años de negociaciones entre el Reino Unido y la UE que se abren tras ganar el Brexit).
2. La pregunta ha de ser clara y la convocatoria ha de tener un mínimo de participación. Asimismo, sólo una mayoría cualificada favorable a la secesión podría legitimar la ruptura con el Estado. En definitiva, el Tribunal argumentó que una decisión de este calado no puede depender de una minoría. “Si el resultado del referéndum representa la expresión de una voluntad democrática debe carecer de ambigüedad, tanto en la pregunta que se plantea, como en el apoyo que recibe pues este debe ser representativo de un deseo mayoritario”, dijo el órgano judicial en sus conclusiones.
3. Las partes del territorio que voten por permanecer en el país no formarán parte del nuevo Estado independiente. La secesión no tiene que ocurrir en toda la provincia si en algunas comarcas gana el no a la independencia. En definitiva, el Gobierno federal les exige a los secesionistas que practiquen la misma apertura y respeto a la voluntad popular que ejerce él mismo al aceptar una consulta de estas características. Si hay una parte de Quebec que quiere seguir siendo canadiense hay que aceptarlo. En 1980, Pierre Trudeau, el padre del actual primer ministro, Justin Trudeau, se anticipó a las conclusiones del Tribunal al declarar tras el referéndum celebrado ese año: “Si Canadá es divisible, Quebec debe serlo también”. Esta condición incluida en la Ley de Claridad, inapelable en términos de respeto a la voluntad popular, está en el origen del declive de las aspiraciones secesionistas de Quebec. Hay varias regiones dentro de la provincia que en los dos referéndums, parte de Montreal y territorios con población mayoritariamente aborigen, entre otras, han expresado su voluntad de permanecer en Canadá.
¿Se dan algunas de estas condiciones en el referéndum ilegal convocado por los secesionistas catalanes? No, ninguna. Si intentara pasar la prueba de la Ley de Claridad, la consulta catalana no aprobaría en ningún punto: es unilateral; apela al derecho de autodeterminación que ampara la legislación internacional pero que no es aplicable en este caso por las condiciones exigidas; no establece un porcentaje mínimo de participación ni exige una mayoría cualificada favorable al sí para considerarlo efectivo; el resultado no supone el principio de una negociación sino la ruptura inmediata con el Estado (así está recogido en la Ley de Transitoriedad y Fundacional de la República Catalana) y por supuesto ni oír hablar de renunciar a los territorios donde gane el no a la secesión; no les importa cuál sea su voluntad.
Los resultados del 9N son reveladores en este sentido. Aunque la consulta no tuvo ninguna garantía legal y contó seguramente con una participación mayoritariamente favorable al sí, aparecen importantes comarcas donde gana el no, entre ellas Barcelona, la costa y el Valle de Arán.
Hasta aquí el ejercicio hipotético. Si bien hay que destacar las diferencias entre la forma de Estado de Canadá y de España, pues el primero se constituye en 1867 como la unión voluntaria de una confederación de provincias que habían sido colonias británicas en la que no había obstáculos constitucionales para su separación salvo los después recogidos en la Ley de Claridad. En el caso de España, la Constitución precisaría de una reforma para dar cabida a esas aspiraciones sin que se pusiera en peligro el Estado democrático de Derecho. Los requisitos legales para hacerlo son exigentes, amén de la elevada mayoría política necesaria para ello, pero, como algunos expertos juristas señalan, no es imposible, aunque el inmovilismo de Rajoy hasta la fecha no apunte en la buena dirección. El éxito a la hora de desactivar la causa secesionista de Quebec en Canadá, llevando la democracia a su máxima expresión, ¿podría servirnos guía?
Victoria Carvajal es licenciada en Economía por la New York University y Máster en Periodismo por la UAM/El País. Fue redactora en la sección de economía de El País. Actriz vocacional y dj entregada de CTXT, de la que es miembro del consejo editorial.
@totoitaC Fuente: http://ctxt.es/es/20170920/Politica/15020/Canada-Quebec-secesion-ley-consulta.htm

jueves, 28 de septiembre de 2017

El independentismo no era un suflé.

Norma odiosa

La singularidad de Catalunya es que tiene que ejercer el derecho a la autonomía con base en un Estatuto que no ha sido aprobado por su Parlamento y ratificado por los ciudadanos, sino que le ha sido impuesto por el Estado
La V de la Diada omple la Gran Via i la Diagonal / EDU BAYER
La V de la Diada de 2014, entre la Gran Via y la Diagonal de Barcelona / EDU BAYER
Oí ayer a Felipe González decir en un corte de un informativo de televisión que lo que está ocurriendo en Catalunya es el mayor motivo de preocupación que ha tenido en los últimos cuarenta años y, sin embargo, al preguntarle la periodista qué solución proponía, la respuesta fue: que los catalanes vuelvan a la Constitución y al Estatuto y después hablaremos.
Me sorprendió la distancia entre la enormidad de la preocupación y la simplicidad de la propuesta. ¿Realmente es eso lo que tiene Felipe González en la recámara para resolver el problema de la integración de Catalunya en el Estado? ¿De verdad cree que es posible volver a desandar el camino recorrido en estos últimos siete años como mínimo como si nada hubiera ocurrido?
Espero que esta opinión del expresidente González no sea compartida por la dirección del PSOE y por la mayoría de sus militantes, porque entonces sí que nos encontraríamos ante un problema insoluble.
La vuelta a la Constitución y al Estatuto en Catalunya no es posible. En realidad, Catalunya continúa estando en la Constitución y en el Estatuto, que en cuanto normas jurídicas han permanecido vigentes desde 2010 sin que se haya producido modificación  de ningún tipo ni en la una ni en el otro. Catalunya formalmente tiene el mismo bloque de constitucionalidad que tienen las demás Comunidades Autónomas. No tiene, por tanto, que volver a ningún sitio.
La singularidad de Catalunya es que tiene que ejercer el derecho a la autonomía con base en un Estatuto que no ha sido aprobado por su Parlamento y ratificado por los ciudadanos, sino que le ha sido impuesto por el Estado a través del Tribunal Constitucional contra la voluntad expresamente manifestada tanto por el Parlament como por los ciudadanos.
Esto es lo que la Constitución intentó evitar que pudiera llegar a producirse y, por eso, los artículos 151 y 152 están en la Constitución en los términos que están. De acuerdo con la Constitución, los ciudadanos de Catalunya tienen que tener la última palabra en lo que a la definición de la titularidad y el ejercicio del derecho a la autonomía se refiere. Desde julio de 2010 no es así. Es la única comunidad autónoma en la que esto ocurre.
Y desde entonces, el Estatuto de Autonomía de Catalunya es lo que técnicamente en el mundo del derecho se califica de una 'norma odiosa', que, como fácilmente puede comprenderse, no es capaz de suscitar el más mínimo grado de adhesión en los destinatarios de la misma. Es una norma que afecta a la dignidad de los ciudadanos y que, como consecuencia de ello, resulta literalmente insoportable. Ningún ciudadano catalán que se respete a sí mismo puede aceptarla.
Este carácter de 'norma odiosa' se ha extendido por la sociedad catalana de una manera formidable. No solo entre los que pretenden la independencia, sino entre muchos más. En todos los procesos electorales celebrados hasta la fecha, los partidarios de la independencia no han ido más allá del 47-48 % de los votos válidamente emitidos, que vienen a ser el 33-34 % del censo. Si únicamente fueran ellos los que consideran el Estatuto una norma 'odiosa', tendríamos un gran problema, pero sería manejable constitucionalmente.
El problema resulta inmanejable porque el porcentaje de los que rechazan el Estatuto y quieren que se celebre un referéndum para poder decidir acerca de su integración en el Estado llega al 80 %. Cuando se alcanza este porcentaje la capacidad de persuasión del Estado se reduce a casi nada. Y también el margen de maniobra de las autoridades catalanas, que no pueden desconocer, sin deslegitimarse, el 'odio' que el Estatuto suscita.
La vuelta al Estatuto es una quimera. Si fuera un problema de elites, se podría encontrar una forma de arreglarlo. Pero no es así. Quien haya seguido los acontecimientos de Catalunya en estos últimos años, habrá podido comprobar que el impulso del 'procés' no ha venido de arriba, sino de abajo. A lo largo de estos últimos siete años los electores han desautorizado a todos los partidos que estaban en el gobierno en las sucesivas elecciones. Al PSOE, que encabezaba el tripartito en el otoño de 2010; a CiU, presidida por Artur Mas en 2012 (de 62 a 50 escaños); a CiU y ERC (Junts pel Sí), en 2015 (de la suma de 71 escaños que tuvieron ambos partidos por separado en 2012 a 62 entre ambos). Todos los sondeos conocidos indican que si se celebraran elecciones los resultados para quienes están en el gobierno ahora mismo globalmente serían todavía peores.
Y sin embargo, el 'procés' no se desinfla. 
 Lo que le da consistencia es el número de ciudadanos que lo apoyan y que se movilizan para hacerlo visible y no los partidos que están al frente, respecto de los cuales hay mucha desconfianza entre la ciudadanía. Si esto no se entiende, no se entiende nada. A una 'norma odiosa' no se puede volver nunca.
Espero que esto no se deje de tener presente por nadie a partir del 2 de octubre, porque, de lo contrario, nos quedaremos atrapados en un círculo vicioso.

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